ARYA

Todas las mañanas al despertarse sentía el agujero en su interior. No era hambre, aunque a veces también. Era como un hueco, un vacío allí donde había tenido el corazón, donde habían estado sus hermanos y sus padres. También le dolía la cabeza. No tanto como al principio, pero mucho. Arya ya se había acostumbrado, y al menos el chichón iba desapareciendo. Pero el agujero de su interior seguía igual.

«El agujero no se va a curar nunca», se decía cuando se echaba a dormir.

Algunas mañanas Arya no quería despertarse. Se acurrucaba bajo la capa con los ojos muy apretados y trataba de dormirse de nuevo a pura fuerza de voluntad. Si el Perro no se lo hubiera impedido habría dormido noche y día.

Y soñaba. Eso, los sueños, eran lo mejor. Casi todas las noches soñaba con lobos. Una gran manada de lobos, con ella a la cabeza. Era más grande que ninguno de los demás, más fuerte, más ágil y más rápida. Podía vencer al caballo en una carrera y al león en un combate. Cuando mostraba los dientes hasta los hombres huían de ella, no tenía nunca el estómago vacío demasiado tiempo, y el pelaje la mantenía abrigada incluso cuando el viento soplaba gélido. Y sus hermanos estaban con ella, muchos, fieros, temibles, suyos. No la abandonarían jamás.

Pero, si sus noches estaban llenas de lobos, sus días pertenecían al perro. Sandor Clegane la obligaba a levantarse todas las mañanas, tanto si quería como si no. La maldecía con su voz rasposa o la levantaba por la fuerza y la sacudía. En cierta ocasión, le vació sobre la cabeza el yelmo lleno de agua fría. Ella se levantó de un salto escupiendo y tiritando, y trató de darle una patada, pero él se limitó a reírse.

—Sécate y echa de comer a los malditos caballos —ordenó, y ella obedeció.

Tenían dos monturas, Extraño y una yegua alazana a la que Arya llamaba Gallina porque Sandor decía que seguro que había escapado de Los Gemelos igual que ellos dos. La noche que siguió a la matanza la habían encontrado vagando sin jinete por un prado. Era un buen caballo, pero Arya no podía sentir cariño alguno hacia un ser cobarde. «Extraño habría peleado.» Aun así, cuidaba de la yegua lo mejor que podía. Era mejor que montar en el mismo caballo que el Perro. Además, tal vez Gallina fuera una cobarde, pero también era joven y fuerte. Arya creía que tal vez podría correr más que Extraño si llegaba la ocasión.

El Perro ya no la vigilaba tan de cerca como antes. En ocasiones parecía que no le importaba si se iba o se quedaba, y por las noches ya no la ataba en la capa.

«Una noche de éstas lo mataré mientras duerme —se decía, pero nunca lo hacía—. Un día de éstos me alejaré con Gallina al galope y no me podrá alcanzar», pensaba, pero tampoco lo hacía. ¿Adónde podía ir? Invernalia ya no existía. El hermano de su abuelo estaba en Aguasdulces, pero no lo conocía, y él no la conocía a ella. Tal vez Lady Smallwood la acogiera en el Torreón Bellota… y tal vez no. Además, Arya no estaba segura de poder encontrar el camino de vuelta al Torreón Bellota. A veces pensaba que podría volver a la posada de Sharna, si las inundaciones no se la habían llevado por delante. Podría quedarse con Pastel Caliente, o tal vez Lord Beric la encontraría allí. Anguy la enseñaría a manejar el arco, podría cabalgar al lado de Gendry y ser una bandida igual que Wenda, la Gacela Blanca de las canciones.

Pero eso no eran más que idioteces, sueños como los que tendría Sansa. Pastel Caliente y Gendry la habían abandonado en cuanto tuvieron ocasión, y Lord Beric y los bandidos no querían más que cobrar un rescate por ella, igual que el Perro. Ninguno de ellos la quería tener cerca. «Nunca fueron mi manada, ni siquiera Pastel Caliente y Gendry. Pensaba que sí, pero era una idiota, una niña idiota, sin pizca de loba.»

De manera que seguía con el Perro. Cabalgaban todos los días, jamás dormían dos veces en el mismo sitio, siempre que les era posible esquivaban las ciudades, pueblos y castillos. Una vez le había preguntado a Sandor Clegane adónde iban.

—Lejos —replicó—. No te hace falta saber más. Ahora mismo vales menos que un escupitajo para mí, así que no quiero oírte gimotear. Debería haber dejado que te metieras en aquel castillo de mierda.

—Ojalá —respondió ella, pensando en su madre.

—Entonces estarías muerta. Me deberías dar las gracias. Me deberías cantar una canción bonita igual que hizo tu hermana.

—¿A ella también le diste un hachazo?

—Te pegué con el plano de la hoja, loba idiota. Si te hubiera dado con el filo todavía habría trozos de tu cabeza flotando en el Forca Verde. Y cierra esa maldita boca de una vez. Lo que tendría que hacer es entregarte a las hermanas silenciosas. A las niñas que hablan demasiado les cortan la lengua.

Aquello no había sido justo. Quitando aquella ocasión, Arya no hablaba casi nunca. Podían pasar días enteros sin que ninguno de los dos dijera una palabra. Ella estaba demasiado vacía para hablar, y el Perro, demasiado furioso. Arya percibía su rabia, se la veía en el rostro, en su manera de apretar la boca y fruncirla, en las miradas que le echaba… Siempre que cogía el hacha para cortar madera y encender fuego se dejaba llevar por una ira sorda, asestaba golpes salvajes al árbol, al tronco o a la rama rota hasta que tenían astillas y leña para encender veinte hogueras. A veces después se quedaba tan agotado y magullado que se tumbaba directamente a dormir y ni siquiera prendía el fuego. Arya detestaba esas ocasiones y también lo detestaba a él. Aquellas noches era cuando más rato contemplaba el hacha. «Parece muy pesada, pero seguro que la podría blandir.» Y desde luego no lo golpearía con el plano de la hoja.

Muy de vez en cuando en su camino se encontraban con más gente: campesinos en los campos, porquerizos con sus piaras, una lechera que tiraba de su vaca, un escudero que llevaba un mensaje por un camino vecinal… No quería hablar con ellos tampoco. Era como si vivieran en un mundo lejano y hablaran una lengua incomprensible; no tenían nada que ver con ella, ni ella con ellos.

Además, no era prudente dejarse ver. De cuando en cuando divisaban columnas de jinetes que iban por los tortuosos caminos entre las granjas, siempre con el estandarte de los torreones gemelos de los Frey ondeando ante ellos.

—A la caza de los norteños que hayan podido escapar —comentó el Perro cuando pasaron de largo—. Siempre que oigas cascos de caballos agacha la cabeza, y deprisa, seguro que no es ningún amigo.

Un día, en el hueco que formaban las raíces de un roble caído, se encontraron con otro superviviente de Los Gemelos. El distintivo que llevaba en el pecho mostraba a una doncella desnuda, de color rosa bailando en un torbellino de sedas, y les dijo que era uno de los hombres de Ser Marq Piper; un arquero, aunque había perdido el arco. Tenía el hombro izquierdo todo torcido e hinchado, les dijo que era por un golpe de maza que le había destrozado la armadura clavándosela en la carne.

—Y fue un norteño —sollozó—. Su emblema era un hombre ensangrentado, y cuando vio el mío hasta gastó bromas, dijo que el hombre rojo y la chica rosa deberían juntarse. Bebí a la salud de su Lord Bolton, él bebió a la de Ser Marq, juntos brindamos por Lord Edmure, Lady Roslin y el Rey en el Norte. Luego me mató.

Al decir aquello tenía los ojos brillantes por la fiebre, y Arya supo que lo que decía era verdad. La hinchazón del hombro era espantosa y tenía todo el costado izquierdo manchado de sangre y pus. Además, apestaba. «Huele como un cadáver.» El hombre les suplicó un trago de vino.

—Si tuviera vino, me lo bebería yo —le replicó el Perro—. Os puedo dar agua y el don de la piedad.

El arquero lo miró bastante rato antes de responder.

—Sois el perro de Joffrey.

—Ahora soy mi propio perro. ¿Queréis el agua?

—Sí. —El hombre tragó saliva—. Y la piedad. Por favor.

Poco antes habían pasado junto a un pequeño lago. Sandor le entregó el yelmo a Arya con la orden de que fuera a llenarlo, de manera que regresó a la orilla del agua. El barro le llegaba por encima de la puntera de las botas. Utilizó la cabeza de perro a modo de cubo; el agua se escapaba por los agujeros de los ojos, pero en el fondo aún quedaba bastante.

Cuando regresó, el arquero alzó el rostro y ella le derramó el agua en la boca. El hombre la tragó tan deprisa como pudo, y lo que no consiguió tragar le corrió por las mejillas y hacia la sangre seca de los bigotes, de manera que pronto tuvo la barba cubierta de lágrimas rosadas. Cuando se acabó el agua, agarró el yelmo y lamió el acero.

—Qué buena —dijo—. Pero ojalá hubiera sido vino. Quería vino.

—Yo también.

El Perro clavó la daga en el corazón del hombre casi con ternura; el peso de su cuerpo hundió la punta a través del jubón, la cota de mallas y el protector acolchado. Al sacar la hoja y limpiarla en la ropa del muerto miró a Arya.

—Ahí es donde está el corazón, niña. Así se mata a un hombre.

«Y de otras maneras.»

—¿Lo enterramos?

—¿Para qué? —replicó Sandor—. A él no le importa, y nosotros no tenemos palas. Que se lo queden los lobos y los perros salvajes. Tus hermanos y los míos. —Le lanzó una mirada dura—. Pero antes le robamos, claro.

En la bolsa del arquero había dos venados de plata y casi treinta cobres. Su daga tenía una bonita piedra rosada en el puño. El Perro sopesó el cuchillo y se lo tiró a Arya. Ella lo cogió por la empuñadura, se lo puso al cinto y se sintió un poco mejor. No era Aguja, pero era acero. El hombre muerto también tenía un carcaj de flechas, que no servía de nada sin arco. Sus botas eran demasiado grandes para Arya y demasiado pequeñas para el Perro, de modo que se las dejaron. Ella cogió también su casco, aunque le caía casi hasta la nariz y se lo tenía que echar hacia atrás para ver.

—Seguro que también tenía un caballo o no habría conseguido escapar —dijo Clegane mirando a su alrededor—, pero el animal de mierda se ha ido. No sabemos cuánto tiempo llevaba aquí.

Cuando llegaron a las estribaciones de las Montañas de la Luna las lluvias casi habían cesado. Arya podía ver el sol, la luna y las estrellas, y se dio cuenta de que se dirigían hacia el este.

—¿Adónde vamos? —preguntó de nuevo.

—Tienes una tía que vive en el Nido de Águilas. —El Perro había decidido responderle en aquella ocasión—. Puede que ella quiera pagar un rescate por tu culo flaco, aunque sólo los dioses saben por qué. Una vez lleguemos al camino alto lo podemos seguir hasta la Puerta de la Sangre.

«La tía Lysa.» Al pensar en ella Arya se sentía igual de vacía. Quería a su madre, no a la hermana de su madre. No la conocía, igual que tampoco conocía a su tío abuelo, el Pez Negro. «Tendríamos que haber entrado en el castillo.» No podían estar seguros de que hubieran muerto su madre y Robb. No los habían visto morir ni nada así. A lo mejor Lord Frey se había limitado a cogerlos prisioneros. A lo mejor los tenían encadenados en una mazmorra, o los Frey los iban a llevar a Desembarco del Rey para que Joffrey les cortara la cabeza. No estaban seguros.

—Tendríamos que volver —decidió de repente—. Tendríamos que volver a Los Gemelos a buscar a mi madre. No puede estar muerta. Tenemos que ayudarla.

—Creía que era tu hermana la que tenía la cabeza llena de canciones —gruñó el Perro—. Es cierto que Frey podría haber perdonado la vida a tu madre para pedir un rescate, pero por los siete infiernos te juro que no voy a meterme solo en aquel castillo para sacarla.

—Solo no. Yo iría contigo.

—¡Eso, seguro que el viejo se mea del susto nada más verte! —El Perro emitió un sonido que podía pasar por una carcajada.

—¡Lo que pasa es que te da miedo morir! —replicó ella, despectiva.

Clegane se rió de nuevo, esta vez con una carcajada de verdad.

—La muerte no me asusta. Sólo el fuego. Y venga, calla de una vez o te cortaré la lengua yo mismo para ahorrarles el trabajo a las hermanas. Nosotros vamos al Valle.

Arya no creía que le fuera a cortar la lengua de verdad; lo decía igual que cuando Ojorrojo decía que le iba a arrancar el pellejo a latigazos. De todos modos, no pensaba comprobarlo. Sandor Clegane no era Ojorrojo. Ojorrojo no cortaba a la gente por la mitad ni golpeaba a nadie con un hacha. Ni siquiera con el plano del hacha.

Aquella noche se acostó pensando en su madre y se preguntó si no debería matar al Perro mientras dormía e ir ella misma a rescatar a Lady Catelyn. Al cerrar los ojos vio el rostro de su madre ante los párpados. «Está tan cerca que casi la puedo oler…»

Y entonces, de repente, la pudo oler de verdad. Era un olor tenue oculto bajo otros olores, el del musgo, el barro y el agua, el hedor de las hierbas que se pudrían y los hombres que se pudrían. Trotó despacio por el suelo blando hasta la orilla del río, bebió agua a lametones, alzó la cabeza y olisqueó. El cielo estaba gris y cubierto de nubes; el río, verde y cubierto de cosas que flotaban. Los cadáveres se amontaban en las zonas de aguas poco profundas, algunos se movían todavía empujados por la corriente, otros habían quedado varados en las orillas. Sus hermanos se arremolinaban en torno a ellos y desgarraban a dentelladas la carne sabrosa, madura.

También estaban allí los cuervos, que graznaban a los lobos y llenaban el aire de plumas. Tenían la sangre más caliente, y una de sus hermanas había atrapado a uno por el ala justo cuando emprendía el vuelo. Aquello le dio ganas de coger ella también un cuervo. Deseaba el sabor de la sangre, oír el crujido de los huesos entre los dientes, llenarse el estómago de carne caliente, no fría. Tenía hambre y estaba rodeada de carne, pero sabía que no podía comer.

El olor era cada vez más fuerte. Alzó las orejas y escuchó los gruñidos de su manada, los graznidos de los cuervos furiosos, el batir de las alas y el sonido del agua que corría. A lo lejos se oían cascos de caballos y gritos de hombres vivos, pero no eran lo que le interesaba. Lo único que le interesaba era el olor. Volvió a olfatear el aire. Allí estaba, entonces lo vio: una forma blancuzca que se deslizaba río abajo, desviada aquí y allá por los salientes. Los juncos se inclinaban sobre ella.

Chapoteó por las aguas bajas y se lanzó a las más profundas moviendo las patas. La corriente era fuerte, pero ella lo era más. Nadó guiada por el olfato. Los olores del río eran húmedos e intensos, pero no eran esos olores los que la impulsaban. Nadó en pos de la estela de sangre fría, del dulce hedor empalagoso de la muerte. La persiguió como tantas veces había perseguido a un ciervo entre los árboles y al final la atrapó, y cerró las mandíbulas en torno a un brazo blanco. Lo sacudió para hacer que se moviera, pero en la boca sólo tenía muerte y sangre. Estaba empezando a cansarse, y tuvo que hacer un esfuerzo para tirar del cuerpo hasta la orilla. Cuando lo consiguió arrastrar hasta el barro uno de sus hermanos pequeños se acercó con la lengua fuera. Tuvo que espantarlo de un gruñido para que no se alimentara. Sólo entonces hizo una pausa para sacudirse el agua del pelaje. La cosa blanca yacía de bruces sobre el lodo, con la carne muerta arrugada y pálida, con un reguero de sangre fría que le salía de la garganta.

«Levántate —pensó—. Levántate y ven aquí a comer y a correr con nosotros.»

El ruido de caballos le hizo volver la cabeza. «Hombres.» Se acercaban en contra del viento, así que no le había llegado su olor, y en aquel momento los tenía casi encima. Hombres a caballo con ondulantes alas negras, amarillas y rosadas, y largas garras afiladas en las manos. Algunos de sus hermanos más jóvenes mostraron los dientes para defender la comida que habían encontrado, pero ella les lanzó mordiscos al aire hasta que se dispersaron. Así era la vida salvaje. Los ciervos, las liebres y los cuervos huían de los lobos, y los lobos huían de los hombres. Abandonó en el barro el frío trofeo blanco que había conseguido arrastrar hasta allí y huyó, y no se avergonzó por ello.

A la mañana siguiente el Perro no tuvo que gritar ni sacudir a Arya para que se despertara. Por una vez se había levantado antes que él, y hasta había abrevado a los caballos. Desayunaron en silencio hasta que Sandor lo rompió.

—Eso que dijiste de tu madre…

—No importa —dijo Arya con voz átona—. Ya sé que está muerta. La he visto en un sueño.

El Perro se quedó mirándola bastante rato y al final asintió. No se volvió a hablar del tema y cabalgaron hacia las montañas.

En las colinas más elevadas se encontraron con una aldea pequeña, aislada y rodeada de centinelas color gris verdoso y altos pinos soldado, y Clegane decidió que podían arriesgarse a entrar.

—Nos hace falta comida —dijo—, y un techo bajo el que refugiarnos. No creo que aquí sepan qué pasó en Los Gemelos, y con un poco de suerte no me reconocerán.

Los aldeanos estaban construyendo una empalizada de madera en torno a sus casas, y cuando vieron la envergadura de hombros del Perro les ofrecieron comida, refugio y hasta algunas monedas a cambio de su trabajo.

—Si hay también vino, hecho —les gruñó.

Al final se conformó con cerveza y todas las noches bebió hasta caer dormido.

Pero su sueño de vender a Arya murió en aquellas colinas.

—Por encima de nosotros ya hay escarcha y los pasos altos están nevados —le dijo el anciano de la aldea—. Si no morís de hambre os congelaréis, y si no algún gatosombra os hará pedazos o tal vez los osos cavernarios. Además, también están los clanes. Los Hombres Quemados no tienen miedo de nada desde que Timett Un-Ojo regresó de otra guerra. Y hace medio año Gunthor, hijo de Gurn, atacó con sus Grajos de Piedra un poblado que no está ni a tres leguas de aquí. Se llevaron a todas las mujeres y hasta el último saco de grano, y mataron a la mitad de los hombres. Ahora tienen acero, buenas espadas y cotas de mallas, y vigilan el camino alto. Allí están todos, los Grajos de Piedra, los Serpientes de Leche, los Hijos de la Niebla… Seguro que os llevaríais a unos cuantos por delante, pero al final os matarían y se quedarían con vuestra hija.

«¡No soy su hija!», habría gritado Arya de no estar tan cansada. Ya no era hija de nadie. Ya no era nadie. Ni Arya, ni Comadreja, ni Nan, ni Arry, ni Perdiz, ni siquiera Chichones. Sólo era una niña que de día viajaba con un perro y de noche soñaba con lobos.

La aldea era silenciosa. Tenían colchones rellenos de paja sin apenas chinches, la comida era sencilla pero abundante y el aire olía a pinos. Pese a todo, Arya llegó a la conclusión de que detestaba aquel lugar. Los aldeanos eran unos cobardes. Ninguno se atrevía a mirar al Perro a la cara, al menos por mucho tiempo. Algunas mujeres trataron de ponerle un vestido y obligarla a coser, pero ninguna de ellas era Lady Smallwood, así que no se lo consintió. Además, había una niña que la seguía a todas partes, la hija del anciano de la aldea. Tenía la misma edad que Arya, pero no era más que una cría; lloraba si se hacía un rasguño en la rodilla y llevaba a todas partes un muñeco de trapo de lo más idiota. El muñeco representaba a un guerrero, más o menos, así que la niña lo llamaba Ser Soldado y decía que cuidaba de ella.

—Lárgate —le dijo Arya cien veces—. Déjame en paz.

Pero no lo hizo, así que al final Arya le quitó el muñeco, lo rasgó y le sacó el relleno de la barriga con un dedo.

—¡Ahora sí que parece un soldado! —le gritó antes de tirar el muñeco a un arroyo.

Después de aquello la niña dejó de perseguirla, y Arya se pasaba los días cuidando de Gallina y de Extraño o paseando por los bosques. A veces encontraba un palo y se dedicaba a practicar sus labores de aguja, pero entonces se acordaba de lo que había pasado en Los Gemelos y lo golpeaba contra cualquier árbol hasta destrozarlo.

—Puede que nos quedemos aquí una temporada —le dijo el Perro dos semanas más tarde. Estaba ebrio de cerveza, pero más ensimismado que dormido—. No podemos llegar al Nido de Águilas y los Frey aún estarán buscando supervivientes en las tierras de los ríos. Aquí parece que hacen falta espadas para enfrentarse a los de los clanes. Podemos descansar, y a lo mejor hacer llegar una carta a tu tía.

El rostro de Arya se ensombreció. No quería quedarse, pero tampoco tenía adónde ir. A la mañana siguiente, cuando el Perro fue a cortar árboles y acarrear leña, volvió a meterse en la cama.

Pero, cuando el trabajo se terminó y la alta empalizada de madera se alzó en torno a la aldea, el anciano dejó bien claro que allí no había lugar para ellos.

—Cuando llegue el invierno ya nos costará bastante alimentar a los nuestros —explicó—. Además… un hombre como vos atrae la sangre.

—De modo que sabéis quién soy. —Sandor apretó los labios.

—Sí. Aquí no llegan muchos viajeros, pero a veces vamos al mercado y a las ferias. Hemos oído hablar del perro del rey Joffrey.

—Cuando vengan a visitaros esos Grajos de Piedra tal vez os convendría tener un perro.

—Es posible. —El hombre titubeó, pero hizo acopio de valor—. Aunque se dice que perdisteis el coraje en la batalla del Aguasnegras. Se dice…

—Ya sé qué se dice. —La voz de Sandor sonaba como dos sierras manejadas la una contra la otra—. Pagadme y nos marcharemos.

Al partir el Perro tenía una bolsa llena de monedas de cobre, un odre de cerveza amarga y una espada nueva. La verdad es que se trataba de una espada muy vieja, pero para él era nueva. Se la había cambiado a su propietario por el hacha que había cogido en Los Gemelos, la que había utilizado para hacerle aquel chichón en la cabeza a Arya. La cerveza se acabó en menos de un día, pero Clegane afilaba la espada todas las noches sin dejar de maldecir a su anterior propietario por cada melladura y cada punto oxidado.

«Si ha perdido el coraje, ¿qué le importa si la espada está afilada o no?» No era una pregunta que Arya pudiera hacerle en voz alta, pero a menudo pensaba sobre el tema. ¿Era por eso por lo que había huido de Los Gemelos llevándola con él?

De vuelta en las tierras de los ríos se encontraron con que las lluvias no eran tan abundantes y las aguas crecidas habían empezado a retroceder. El Perro decidió dirigirse al sur, de retorno al Tridente.

—Iremos a Aguasdulces —le dijo a Arya mientras asaban una liebre que había matado—. A lo mejor el Pez Negro quiere comprarse una loba.

—No me conoce. Ni siquiera sabrá si de verdad soy yo. —Arya estaba cansada de ir a Aguasdulces. Tenía la sensación de que llevaba años viajando hacia allí sin llegar jamás. Cada vez que emprendía la marcha hacia Aguasdulces acababa en un lugar peor—. No te pagará ningún rescate. Seguro que te ahorca y ya está.

—Que lo intente. —Giró la cabeza y escupió.

«No habla como si hubiera perdido el coraje.»

—Ya sé qué podemos hacer —dijo Arya. Aún le quedaba un hermano. «Jon me querrá aunque nadie más me quiera. Me llamará hermanita y me revolverá el pelo.» Pero era un viaje largo y sabía que no conseguiría llegar sola. Ni siquiera había podido llegar a Aguasdulces—. Podríamos ir al Muro.

—La niña lobo quiere unirse a la Guardia de la Noche, ¿eh? —La risa de Sandor fue como un gruñido.

—Mi hermano está en el Muro —insistió, testaruda.

—El Muro está a mil leguas de aquí. —Hizo una mueca involuntaria con la boca—. Tendríamos que abrirnos paso luchando entre esos malditos Frey sólo para llegar al Cuello. En esos pantanos hay lagartos león que desayunan lobos. Y aunque llegáramos al norte sin que nos despellejaran, la mitad de los castillos están ocupados por hombres del hierro, sin mencionar que hay miles de norteños de mierda.

—¿Te dan miedo? —preguntó—. ¿Has perdido el coraje?

Por un momento pensó que la iba a abofetear. Pero, para entonces, la liebre ya estaba tostada, con la piel crujiente y gotas de grasa que restallaban al caer entre las llamas. Sandor la arrancó del espetón, la partió en dos con sus enormes manazas y tiró la mitad al regazo de Arya.

—A mi coraje no le pasa nada —dijo al tiempo que arrancaba una pata—, pero tu hermano y tú me importáis tanto como una cagada de rata. Y yo también tengo un hermano.

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