El suelo estaba cubierto de agujas de pino y hojas secas, una alfombra verde y castaña todavía húmeda tras las recientes lluvias. Los rodeaban enormes robles desnudos, centinelas altos y todo un ejército de pinos soldado. En la cima de una colina se divisaba una torre redonda, antigua y vacía, con una gruesa capa de musgo verde que llegaba casi hasta las almenas.
—¿Quién ha construido eso, todo de piedra? —le preguntó Ygritte—. ¿Un rey?
—No, la gente que vivía antes aquí.
—¿Qué les pasó?
—Pues algunos murieron y otros se marcharon.
Las tierras del Agasajo de Brandon se habían cultivado durante miles de años, pero a medida que decrecía el número de miembros de la Guardia, se podían dedicar menos manos a arar los campos, cuidar de las abejas y plantar los huertos, de manera que la espesura había engullido más de un campo y más de una aldea. En el Nuevo Agasajo había habido pueblos y aldeas cuyos impuestos, pagados en mercancía o en mano de obra, ayudaban a alimentar y a vestir a los hermanos negros. También habían desaparecido largo tiempo atrás.
—Qué idiotas, mira que abandonar un castillo tan bueno… —comentó Ygritte.
—No es más que un torreón. Aquí viviría hace mucho algún señor menor con su familia y unos pocos sirvientes. Cuando se acercaban invasores encendía un faro en el tejado. En Invernalia hay torres tres veces más altas que ésa.
—¿Cómo es posible que los hombres construyan cosas tan grandes sin gigantes que levanten las piedras? —Ella lo miraba como si pensara que se lo estaba inventando.
Según las leyendas, Brandon el Constructor había contado con la ayuda de gigantes para edificar Invernalia, pero Jon no quería cambiar de tema.
—Los hombres pueden construir cosas mucho más altas. En Antigua hay una torre más alta que el Muro.
Era evidente que no le creía.
«Si pudiera mostrarle Invernalia… Regalarle una flor de los jardines de cristal, llevarla a un banquete en el salón principal, enseñarle los reyes de piedra en sus tronos… Podríamos bañarnos juntos en los estanques calientes y amarnos al pie del árbol corazón, ante los ojos de los antiguos dioses.»
El sueño era hermoso… pero Invernalia no sería suya, nunca se la podría mostrar. Pertenecía a su hermano, el Rey en el Norte. Él era un Nieve, no un Stark.
«Bastardo, perjuro y cambiacapas…»
—A lo mejor después podemos venir aquí y vivir en esa torre —le dijo—. ¿Qué te parecería, Jon Nieve? ¿Después?
«Después. —La palabra era como una puñalada—. Después de la guerra. Después de la conquista. Después de que los salvajes derribaran el Muro…»
En cierta ocasión, su señor padre le había hablado de la posibilidad de nombrar nuevos señores e instalarlos en los torreones abandonados como escudo contra los salvajes. Para llevar a cabo el plan haría falta que la Guardia cediera una buena parte del Agasajo, pero su tío Benjen creía que sería posible convencer al Lord Comandante siempre y cuando los nuevos señores pagaran impuestos al Castillo Negro y no a Invernalia.
—Pero es un sueño para la primavera —había suspirado Lord Eddard—. Cuando se acerca el invierno ni la promesa de tierras atrae a nadie hacia el norte.
«Si el invierno hubiera llegado y pasado más deprisa, si hubiera empezado la primavera, tal vez habría elegido defender una de estas torres en nombre de mi padre.» Pero Lord Eddard estaba muerto y su hermano Benjen había desaparecido; el escudo que habían soñado juntos no se forjaría jamás.
—Estas tierras pertenecen a la Guardia —le dijo Jon.
—Aquí no vive nadie. —La ira que sentía Ygritte hacía que se le movieran las aletas de la nariz.
—Porque vuestros invasores los echaron.
—Pues entonces es que eran unos cobardes. Si querían las tierras, tendrían que haberse quedado para luchar por ellas.
—Puede que estuvieran cansados de luchar. Cansados de atrancar las puertas todas las noches, sin saber si Casaca de Matraca o alguien como él las iba a derribar para secuestrar a sus esposas. Cansados de que les robaran las cosechas y cualquier objeto de valor. Era más fácil irse a donde no hubiera invasores.
«Pero si el Muro cayera, todo el norte estaría al alcance de los invasores.»
—No sabes nada, Jon Nieve. Se secuestra a las hijas, no a las esposas. Vosotros sois los que robáis. Os quedasteis con el mundo entero y construisteis el Muro para dejar fuera al pueblo libre.
—¿Nosotros? —A veces Jon se olvidaba de lo salvaje que era; en esas ocasiones ella se encargaba de recordárselo—. ¿Y cómo fue?
—Los dioses hicieron la tierra para que todos los hombres la compartieran. Pero luego vienen los reyes con sus coronas y sus espadas de acero y dicen que todo es suyo. Los árboles son míos, dicen, no os podéis comer las manzanas. El arroyo es mío, aquí no podéis pescar. El bosque es mío, nada de cazar. Mi tierra, mi agua, mi castillo, mi hija… No les pongas las manos encima o te las corto, pero a lo mejor si te arrodillas delante de mí te dejo que lo olisquees. Decís que somos ladrones, pero al menos un ladrón tiene que ser valiente, astuto y rápido. Para arrodillarse sólo hacen falta rodillas.
—Harma y Saco de Huesos no vinieron aquí a buscar peces y manzanas. Roban espadas y hachas. Especias, sedas y pieles. Echan mano de toda moneda, anillo y copa enjoyada que encuentran, de los toneles de vino en verano y los de buey en invierno, y sea cual sea la estación cogen a las mujeres y se las llevan al otro lado del Muro.
—¿Y qué? Yo prefiero mil veces que me secuestre un hombre fuerte a que mi padre me entregue a cualquier debilucho.
—Eso dices tú, pero ¿cómo lo sabes? ¿Y si te secuestrara un hombre que no te gusta nada?
—Para secuestrarme a mí tendría que ser rápido, astuto y valiente. Así que sus hijos también serían fuertes y listos. ¿Por qué no me iba a gustar un hombre así?
—A lo mejor no se lavaba nunca y olía peor que un oso.
—Entonces lo empujaría al río o le echaría un cubo de agua por encima. Además, los hombres no deberían oler a flores.
—¿Qué tienen de malo las flores?
—Si eres una abeja, nada. Pero para la cama yo quiero una de éstas.
Ygritte hizo ademán de palparle la parte delantera de los calzones, pero Jon la agarró por la muñeca.
—¿Y si ese hombre bebiera demasiado? —insistió—. ¿Y si fuera brutal, o cruel? —La apretó con más fuerza para que le entendiera bien—. ¿Y si fuera más fuerte que tú y le gustara darte palizas hasta hacerte sangrar?
—Le cortaría la garganta cuando estuviera dormido. No sabes nada, Jon Nieve. —Ygritte se retorció como una anguila y se apartó de él.
«Hay una cosa que sé muy bien. Sé que eres salvaje hasta la médula.» A veces era fácil olvidarlo, cuando estaban besándose o riéndose juntos. Pero entonces uno de los dos decía algo, o hacía algo, y de pronto recordaban el muro que separaba sus mundos.
—Un hombre puede poseer una mujer o puede poseer un cuchillo —le dijo Ygritte—. Pero nunca a la vez. Todas las madres se lo enseñan a sus hijas desde pequeñas. —Alzó la barbilla en gesto desafiante y sacudió la espesa cabellera roja—. Y los hombres no pueden poseer la tierra igual que no pueden poseer el cielo o el mar. Los arrodillados pensáis que sí, pero Mance os va a dar una buena lección.
Como bravata no estaba nada mal, pero era una amenaza vana. Jon echó un vistazo hacia atrás para asegurarse de que el Magnar no los estaba escuchando. Errok, Forúnculo y Dan el Cañameño caminaban a unos pasos por detrás de ellos, pero no les estaban prestando atención. Forúnculo se quejaba del dolor en el culo.
—Ygritte —le dijo en voz baja—, Mance no puede ganar esta guerra.
—¡Claro que puede! —se empecinó—. No sabes nada, Jon Nieve. ¡No has visto luchar al pueblo libre!
Los salvajes peleaban como héroes o como demonios, según el punto de vista del que lo dijera, pero al final todo se reducía a lo mismo. «Luchan con valor temerario, cada uno buscando su gloria personal.»
—No me cabe la menor duda de que sois todos muy valientes, pero cuando se trata de una batalla la disciplina siempre puede más que el valor. Al final Mance fracasará como han fracasado antes todos los Reyes-más-allá-del-Muro. Y cuando llegue ese momento, moriréis. Todos.
Ygritte le había lanzado una mirada tan furiosa que pensó que lo iba a abofetear.
—Moriremos todos —dijo—. Tú también. Ya no eres un cuervo, Jon Nieve. He jurado que no lo eres, así que más te vale no dejarme por mentirosa.
Lo empujó contra el tronco de un árbol y le dio un beso en la boca allí mismo, en medio de la desordenada columna. Jon oyó que Grigg el Cabra les decía que siguieran caminando. Alguien se echó a reír. Pese a todo, le devolvió el beso. Cuando por fin se separaron, Ygritte tenía las mejillas ruborizadas.
—Eres mío —susurró—. Eres mío, igual que yo soy tuya. Si tenemos que morir, moriremos. Todos los hombres mueren, Jon Nieve. Pero antes vamos a vivir.
—Sí. —Tenía la voz entrecortada—. Antes vamos a vivir.
Al oírlo sonrió y mostró a Jon aquellos dientes torcidos que, sin saber cómo, había llegado a amar.
«Salvaje hasta la médula», volvió a pensar con un nudo en la boca del estómago. Flexionó los dedos de la mano de la espada y se preguntó qué haría Ygritte si supiera qué sentía de verdad. Si se sentaba con ella y le decía que seguía siendo el hijo de Ned Stark y un hombre de la Guardia de la Noche, ¿lo traicionaría? Quería pensar que no, pero no se atrevía a correr semejante riesgo. Demasiadas vidas dependían de que consiguiera llegar al Castillo Negro antes que el Magnar… y eso contando con que tuviera ocasión de escapar de los salvajes.
Habían descendido por la cara sur del Muro en Guardiagrís, que estaba abandonado desde hacía más de doscientos años. Un siglo atrás se había derrumbado un tramo de peldaños de piedra, pero aun así la bajada les resultó mucho más fácil que la subida. Una vez allí, con Styr al frente, se adentraron en el Agasajo para esquivar las habituales patrullas de la Guardia. Grigg el Cabra iba al frente del grupo cuando pasaron cerca de las pocas aldeas habitadas que quedaban en aquellas tierras. Aparte de unos cuantos torreones dispersos que hurgaban el cielo como dedos de piedra no vieron ni rastro de presencia humana. Atravesaron colinas frías y húmedas, y llanuras azotadas por los vientos, sin que los vieran.
«No importa qué te exijan, hazlo —le había dicho el Mediamano—. Cabalga con ellos, come con ellos y combate con ellos todo el tiempo que sea preciso.» Había cabalgado muchas leguas y caminado muchas más, había compartido el pan y la sal, y también las mantas de Ygritte, pero seguían sin confiar en él. Los thenitas lo vigilaban día y noche, siempre alerta ante el menor indicio de traición. No tenía manera de escabullirse y pronto sería demasiado tarde.
«Combate con ellos», le había dicho Qhorin antes de entregar su vida a Garra… Pero hasta aquel momento las cosas no habían llegado tan lejos. «Una vez derrame la sangre de un hermano estaré perdido. Habré cruzado el Muro definitivamente y no habrá vuelta atrás.»
Al final de cada día de marcha, el Magnar lo hacía llamar y lo cosía a preguntas acerca del Castillo Negro, su guarnición y sus defensas. Jon mentía siempre que se atrevía y unas cuantas veces había fingido desconocer las respuestas, pero Grigg el Cabra y Errok también lo estaban escuchando y sabían lo suficiente para que tuviera que ir con cuidado. Una mentira demasiado evidente lo traicionaría.
Pero la verdad era espantosa. El Castillo Negro no contaba con más defensas que el propio Muro. No había ni siquiera empalizadas de madera ni diques de tierra. El llamado «castillo» no era más que un montón de torres y torreones, dos tercios de los cuales se estaban desmoronando. En cuanto a la guarnición, el Viejo Oso se había llevado a doscientos hombres en su expedición. ¿Habían regresado? Jon no tenía manera de saberlo. En el castillo podían quedar unos cuatrocientos, pero eran sobre todo constructores o mayordomos, en ningún caso exploradores.
Los thenitas eran guerreros curtidos y mucho más disciplinados que el resto de los salvajes; sin duda por eso los había elegido Mance. Entre los defensores del Castillo Negro se encontraba el maestre Aemon, ciego, su mayordomo también medio ciego Clydas, el manco Donal Noye, el septon Cellador siempre borracho, Dick Follard el Sordo, el cocinero Hobb Tresdedos, el anciano Ser Wynton Stout, así como Halder, Sapo, Pyp y Albett y el resto de los muchachos que se habían entrenado con Jon. Al mando de todos estaría Bowen Marsh, el Lord Mayordomo, regordete y con el rostro congestionado, nombrado castellano en ausencia de Lord Mormont. Edd el Penas a veces llamaba a Marsh el Viejo Granada, apodo que lo definía tan bien como el de Viejo Oso a Mormont.
—Es el hombre al que queremos al mando cuando el enemigo ataque —solía decir Edd con su habitual voz austera—. Los contaría en un momento. Es un hacha contando, no se le escapa uno.
«Si el Magnar llega al Castillo Negro por sorpresa será una carnicería, matarán a los chicos mientras duermen, ni siquiera sabrán que los atacan.» Jon tenía que avisarlos, pero ¿cómo? No lo enviaban nunca a forrajear ni a cazar, ni le dejaban montar guardia a solas. También tenía miedo por Ygritte. No se la podía llevar con él, pero si la dejaba allí el Magnar tal vez la hiciera pagar por su traición. «Dos corazones que laten como uno…»
Todas las noches compartían las pieles, y se quedaba dormido con la cabeza de la muchacha sobre el pecho y su melena roja haciéndole cosquillas en la barbilla. Su olor era ya parte de él. Sus dientes torcidos, el tacto de sus pechos cuando los cogía con la mano, el sabor de su boca… todo aquello era su alegría y su desesperación a la vez. Más de una noche se había tumbado con la calidez de Ygritte a su lado sin dejar de preguntarse si su señor padre se habría sentido así de confuso con su madre, fuera quien fuera.
«Ygritte me tendió la trampa y Mance Rayder me empujó adentro.»
Cada día que pasaba entre los salvajes hacía que le resultara más difícil lo que debía hacer. Tenía que buscar la manera de traicionar a aquellos hombres, y cuando lo consiguiera morirían. No quería su amistad, igual que no había querido el amor de Ygritte. Pero, aun así… Los thenitas hablaban la antigua lengua y rara vez se dirigían a Jon, pero con los hombres de Jarl, los que habían escalado el muro, la cosa era diferente. Jon estaba empezando a conocerlos muy a su pesar: Errok, flaco y silencioso, Grigg el Cabra, siempre sociable, los niños Quort y Bodger, Dan el Cañameño, el fabricante de cuerdas… El peor de todos era Del, un muchacho de rostro caballuno que no dejaba de hablar con voz soñadora de la chica salvaje a la que quería secuestrar.
—Tiene suerte, como tu Ygritte. Nació besada por el fuego.
Jon tuvo que morderse la lengua. No quería saber nada de la chica de Del ni de la madre de Bodger, de la aldea junto al mar donde había nacido Henk el Timón, ni de las ganas que tenía Grigg de visitar a los hombres verdes en la Isla de los Rostros ni de aquella vez en la que un alce había perseguido a Dedodelpié hasta obligarlo a subirse a un árbol. No quería más detalles del forúnculo que tenía Forúnculo en el culo, ni de cuánta cerveza era capaz de beber Pulgares de Piedra, ni de cómo el hermanito de Quort le había suplicado que no fuera con Jarl. Quort no tenía más allá de catorce años, aunque ya había secuestrado una esposa y estaba esperando un hijo de ella.
—Puede que nazca en algún castillo —alardeaba el chico—. ¡En un castillo, como los señores!
Estaba muy emocionado con los castillos que habían visto, que en realidad no eran más que torres de vigilancia.
Jon se preguntó dónde estaría Fantasma. ¿Habría vuelto al Castillo Negro o estaría corriendo por los bosques con alguna manada de lobos? No percibía la presencia del huargo ni siquiera en sueños. Se sentía como si le hubieran arrebatado algo que era parte de él. Hasta con Ygritte dormida a su lado se encontraba solo. No quería morir solo.
Aquella tarde los árboles habían empezado a escasear más mientras avanzaban hacia el este por suaves llanuras onduladas. La hierba que los rodeaba les llegaba a la cintura, y las espigas de trigo silvestre se mecían con cada ráfaga de viento, pero el día en general era cálido y luminoso. En cambio, al anochecer las nubes empezaron a acumularse amenazadoras hacia el oeste. No tardaron en cubrir la bola anaranjada que era el sol, y Lenn auguró que se acercaba una tormenta de las malas. Su madre era una bruja de los bosques, así que todos estaban de acuerdo en que tenía el don de predecir el tiempo.
—Cerca de aquí hay una aldea —dijo Grigg el Cabra al Magnar—. A tres o cuatro kilómetros. Podemos buscar refugio allí.
Styr asintió sin dudar.
Cuando llegaron ya había anochecido hacía rato y la tormenta se había desencadenado. La aldea estaba junto a un lago, llevaba abandonada tanto tiempo que la mayor parte de las casas se habían derrumbado. Incluso la posada de madera que en otros tiempos debió de dar cobijo a los viajeros estaba medio derruida y sin techo.
«Poco refugio vamos a encontrar ahí», pensó Jon con tristeza. Cuando los relámpagos iluminaban el cielo se veía una torre redonda en medio de una isla situada en el lago, pero no tenían botes ni manera de llegar allí.
Errok y Del se habían adelantado para explorar las ruinas; Del regresó casi al momento. Styr dio orden de detenerse a la columna y envió a una docena de thenitas como avanzadilla, todos con las lanzas dispuestas. Para entonces Jon también lo había visto: un fuego ardía en la chimenea y la teñía de luz roja. «No estamos solos.» El miedo se retorció en sus entrañas como una serpiente. Oyó el relincho de un caballo, luego gritos. «Cabalga con ellos, come con ellos y combate con ellos», le había dicho Qhorin.
Pero la lucha había terminado.
—Sólo es un hombre —dijo Errok en cuanto volvió—. Un viejo con un caballo.
El Magnar gritó órdenes en la antigua lengua y una veintena de thenitas se dispersaron para explorar el área en torno a la aldea, mientras que otros registraban las casas para asegurarse de que nadie se escondería entre la vegetación y las piedras. Los demás se apretujaron en la posada sin techo y se dieron codazos para buscar un lugar más cerca de la chimenea. Las ramas rotas que el viejo había estado quemando generaban más humo que calor, pero en una noche de tormenta hasta la llama más pequeña era bien recibida. Dos de los thenitas habían tirado al viejo al suelo y estaban registrando sus cosas. Otro sujetaba al caballo por las riendas mientras que tres más saqueaban el contenido de las alforjas.
Jon se alejó de la posada. Una manzana podrida estalló bajo su bota.
«Styr lo va a matar. —El Magnar lo había dicho en Guardiagrís: había que matar al momento a cualquier arrodillado que se encontraran para asegurarse de que no daba la alarma—. Cabalga con ellos, come con ellos y combate con ellos.» ¿Significaba eso que tenía que permanecer mudo e inmóvil mientras le cortaban el cuello a un anciano?
Cerca del linde de la aldea, Jon se tropezó de bruces con uno de los guardias que Styr había apostado. El thenita le gruñó algo en la antigua lengua y apuntó hacia la posada con el asta de la lanza.
«Vuelve a tu lugar —supuso Jon—. Pero ¿cuál es mi lugar?»
Se dirigió hacia el agua y encontró un lugar casi seco bajo los restos de pared de paja de las ruinas de una casa. Allí fue donde lo encontró Ygritte, contemplando el lago azotado por la lluvia.
—Conozco este lugar —le dijo cuando se sentó junto a él—. Esa torre… la próxima vez que haya un relámpago mira la parte de arriba y dime qué ves.
—Como quieras —dijo—. Por cierto, algunos thenitas dicen que han oído ruidos que venían de allí. Dicen que eran gritos.
—Serían truenos.
—Dicen que eran gritos. Puede que haya fantasmas.
El torreón tenía un aspecto tétrico allí, en medio de la tormenta en su isla rocosa, azotado por la lluvia y rodeado por el lago.
—Podríamos ir a echar un vistazo —sugirió Jon—. Más mojados de lo que estamos no vamos a estar…
—¿Nadando? ¿En medio de la tormenta? —La sola idea la hizo reír—. ¿Es un truco para que me quite la ropa, Jon Nieve?
—¿Ahora me hacen falta trucos para eso? —bromeó—. ¿O es que no sabes nadar?
Él era un excelente nadador, había aprendido ese arte de niño en el gran foso de Invernalia.
—No sabes nada, Jon Nieve. —Ygritte le dio un puñetazo en el hombro—. Soy mitad pez, te lo voy a demostrar.
—Mitad pez, mitad cabra, mitad caballo… tienes demasiadas mitades, Ygritte. —Sacudió la cabeza—. Si este lugar es el que creo, no nos haría falta nadar. Podríamos ir andando.
—¿Andando sobre el agua? —Ella se lo quedó mirando—. ¿Eso qué es, brujería sureña?
—No es… —empezó, pero un relámpago cayó del cielo como una puñalada para hender la superficie del lago. Durante un instante hubo tanta luz como si fuera mediodía. El retumbar del trueno fue tan estrepitoso que Ygritte contuvo una exclamación y se tapó las orejas—. ¿Has mirado? —preguntó Jon a medida que el ruido se esfumaba y la noche volvía a ser negra—. ¿Lo has visto?
—Son de color amarillo —respondió ella—. ¿Te refieres a eso? Algunas de las piedras de arriba son amarillas.
—Se llaman almenas. Hace mucho tiempo las pintaron de color dorado. Esto es Corona de la Reina.
En medio del lago la torre volvía a ser negra, una sombra oscura apenas visible.
—¿Aquí vivía una reina? —preguntó Ygritte.
—Aquí pasó la noche una reina. —La historia se la había contado la Vieja Tata, pero el maestre Luwin había confirmado la mayor parte—. Alysanne, la esposa del rey Jaehaerys el Conciliador. Lo llaman el Viejo Rey porque reinó muchísimo tiempo, pero cuando llegó al Trono de Hierro era joven. En aquellos tiempos tenía por costumbre viajar por todo el reino. Cuando llegó a Invernalia lo acompañaban su reina, seis dragones y la mitad de su corte. El rey tenía asuntos importantes que discutir con el Guardián del Norte, y Alysanne se aburría, de manera que montó a lomos de su dragón Ala de Plata y voló hacia el norte para ver el Muro. Esta aldea fue uno de los lugares donde se detuvo. Después, los habitantes pintaron la parte superior del torreón para que pareciera la corona dorada que había lucido la noche que pasó entre ellos.
—No he visto nunca un dragón.
—Ni tú ni nadie. Los últimos dragones murieron hace cien años o más. Pero esto fue antes.
—¿Te refieres a lo de la reina Alysanne?
—Más adelante la empezaron a llamar la Bondadosa Reina Alysanne. Uno de los castillos del Muro se bautizó también en su memoria. Puerta de la Reina. Antes de su visita se llamaba Puerta de la Nieve.
—Si tan buena era tendría que haber mandado derribar ese Muro.
«No —pensó él—. El Muro protege el reino. De los Otros… y también de ti y de los tuyos, cariño.»
—Tuve otro amigo que soñaba con dragones. Era un enano. En cierta ocasión me dijo…
—¡Jon Nieve! —Uno de los thenitas se alzaba a su lado con el ceño fruncido—. Magnar llamar.
Jon pensó que tal vez se tratara del mismo hombre que había ido a buscarlo fuera de la cueva la noche antes de que escalaran el Muro, pero no estaba seguro. Se puso de pie. Ygritte fue con él, cosa que siempre hacía fruncir el ceño a Styr, pero cuando trataba de echarla ella le recordaba que era una mujer libre, no una arrodillada, y que iba y venía cuando le daba la gana.
El Magnar se encontraba bajo el árbol que crecía en el suelo de la sala común. Su prisionero estaba arrodillado ante la chimenea, rodeado de lanzas de madera y espadas de bronce. Vio acercarse a Jon, pero no dijo nada. La lluvia corría por las paredes y repiqueteaba contra las escasas hojas que aún le quedaban al árbol mientras del fuego se elevaba una espesa humareda.
—Tiene que morir —dijo Styr el Magnar—. Encárgate tú, cuervo.
El anciano no dijo nada. Se limitó a mirar a Jon, de pie entre los salvajes. Entre la lluvia y el humo, con la única luz del fuego, no podía ver que Jon vestía todo de negro a excepción de la capa de piel de oveja.
«¿O tal vez sí?»
Jon desenvainó a Garra. La lluvia bañó el acero y las llamas dibujaron una lúgubre línea naranja a lo largo del filo. «Que una hoguera tan pequeña le vaya a costar a un hombre la vida…» Recordó lo que había comentado Qhorin Mediamano cuando divisaron el fuego en el Paso Aullante.
—Aquí arriba el fuego es la vida —les dijo en aquella ocasión—, pero también puede ser la muerte.
Pero aquello había sido en los Colmillos Helados, en las tierras sin ley más allá del Muro. Esto era el Agasajo, estaba bajo la protección de la Guardia de la Noche y el poder de Invernalia. Allí un hombre tendría que ser libre de encender una hoguera sin morir por ello.
—¿Por qué dudas? —dijo Styr—. Mátalo y acabemos de una vez.
Ni siquiera entonces dijo nada el prisionero. «Piedad», podría haber dicho, o tal vez «Me habéis quitado el caballo, las monedas, la comida, dejadme al menos la vida», o «No, por compasión, no os he hecho ningún daño». Podría haber dicho mil cosas, o haber llorado, o haber pedido ayuda a sus dioses. Aunque nada que dijera podría salvarlo. Tal vez lo supiera. Tal vez por eso cerraba la boca y miraba a Jon con un gesto mezcla de súplica y acusación.
«No importa qué te exijan, hazlo. Cabalga con ellos, come con ellos y combate con ellos…» Pero aquel anciano no ofrecía resistencia. Había tenido mala suerte y nada más. Quién era, de dónde venía, a dónde se dirigía a lomos de aquel jamelgo patético… nada de aquello importaba.
«Es un anciano —se dijo Jon—. Debe de tener cincuenta años, puede que sesenta. Ha vivido más que muchos hombres. Los thenitas lo van a matar de todos modos, nada de lo que diga o haga yo puede salvarlo. —Garra le pesaba más que el plomo en la mano, apenas podía levantarla. El hombre no dejaba de mirarlo con unos ojos tan grandes y negros como pozos—. Me caeré en esos ojos y me ahogaré. —El Magnar también lo estaba mirando, casi le llegaba el olor de su desconfianza—. Este hombre ya está muerto. ¿Qué importa si es mi mano la que lo asesina? —Bastaría con un golpe, rápido, limpio. Garra estaba forjada con acero valyrio—. Igual que Hielo.» Jon recordó otra ejecución; el desertor arrodillado, su cabeza rodando, el color de la sangre sobre la nieve… la espada de su padre, las palabras de su padre, el rostro de su padre…
—Hazlo de una vez, Jon Nieve —lo apremió Ygritte—. Tienes que hacerlo. Demuestra que no eres un cuervo, que eres del pueblo libre.
—¿Matando a un viejo junto al fuego?
—Orell también estaba sentado junto al fuego y bien que lo mataste. —La mirada que clavó en él era implacable—. Ibas a matarme a mí hasta que viste que era una mujer. Y estaba dormida.
—Aquello era diferente. Erais soldados… centinelas…
—Sí, y los cuervos no queríais que os descubrieran. Igual que nosotros ahora. Es lo mismo. Mátalo.
—No —negó dándole la espalda al hombre.
—Mátalo. —El Magnar se acercó a él, alto, frío y peligroso—. Aquí mando yo.
—Mandas sobre los thenitas —le dijo Jon—, no sobre el pueblo libre.
—Aquí no hay nadie del pueblo libre. Aquí hay un cuervo y su esposa cuervo.
—¡No soy ninguna esposa cuervo!
Ygritte desenvainó el cuchillo. Con tres zancadas rápidas se puso junto al viejo, lo agarró del pelo, le echó la cabeza hacia atrás y le abrió la garganta de oreja a oreja. El hombre no gritó ni en el momento de morir.
—¡No sabes nada, Jon Nieve! —le gritó, y le tiró a los pies la hoja ensangrentada.
El Magnar gritó una orden en la antigua lengua. Tal vez estuviera diciendo a los thenitas que mataran a Jon allí mismo, pero eso jamás lo sabría. Un relámpago cayó desde el cielo, un rayo desgarrador de un blanco azulado que tocó la cúspide de la torre del lago. Se sintió el olor de su furia, y el trueno, cuando llegó, pareció estremecer la noche.
Y la muerte se abalanzó sobre ellos.
La luz del rayo había deslumbrado a Jon, pero llegó a vislumbrar la sombra que se lanzaba contra ellos un instante antes de oír el chillido. El primer thenita murió igual que el viejo, con la garganta destrozada. Luego la luz desapareció y la sombra se convirtió en un remolino que gruñía, y otro hombre cayó en la oscuridad. Se oyeron maldiciones, gritos, aullidos de dolor… Jon vio caer a Forúnculo hacia atrás, derribando a tres hombres que tenía a la espalda.
«Fantasma —pensó durante un instante demencial—. Fantasma ha saltado el Muro. —Luego el relámpago transformó la noche en día y vio al lobo con las patas sobre el pecho de Del; las fauces chorreaban sangre—. Gris. Es gris.»
Con el trueno llegó la oscuridad. Los thenitas tanteaban a su alrededor con las lanzas mientras el lobo se movía entre ellos como una centella. La yegua del anciano se alzó sobre las patas traseras, enloquecida por el olor de la sangre, y coceó fuera de sí. Jon Nieve seguía teniendo a Garra en la mano. Supo al instante que no iba a tener una ocasión mejor.
Lanzó un tajo al primer hombre mientras se volvía hacia el lobo, apartó al segundo de un empujón y dio una estocada al tercero. En medio de la locura oyó que alguien gritaba su nombre, pero no habría sabido decir si era Ygritte o el Magnar. El thenita que trataba de dominar al caballo no llegó a verlo. Garra era ligera como una pluma. La blandió contra la pantorrilla del salvaje y sintió cómo el acero mordía hasta el hueso. Cuando cayó, la yegua se encabritó, pero Jon consiguió agarrarla por las crines con la mano izquierda y montar sobre ella. Una mano se le cerró en torno al tobillo, lanzó un tajo y vio cómo el rostro de Bodger desaparecía en una confusión de sangre. El caballo se alzó sobre las patas traseras, otra vez coceando. Uno de los cascos acertó a un thenita en la sien y se oyó un crujido aterrador.
Y de repente iban al galope. Jon no intentó guiar al caballo, todo lo que podía hacer era aferrarse a él con todas sus fuerzas entre el fango, la lluvia y los truenos. Ramas húmedas le azotaban el rostro y una lanza le pasó silbando junto a la oreja.
«Si el caballo tropieza y se rompe una pata me caerán encima y me matarán», pensó, pero los antiguos dioses estaban con él y el caballo no tropezó. El relámpago desgarró la cúpula negra del cielo y el trueno retumbó sobre la llanura. Los gritos fueron quedando atrás hasta morir.
Muchas horas después la lluvia cesó. Jon se encontró a solas en un mar de alta hierba negra. Sentía un dolor palpitante en el muslo derecho. Cuando bajó la vista se sorprendió al ver que tenía allí clavada una flecha. «¿Desde cuándo?» Agarró el asta y le dio un tirón, pero la punta estaba clavada muy profundamente en la pierna y el dolor fue insoportable. Trató de recordar la situación demencial de la posada, pero lo único que le venía a la cabeza era la imagen de la bestia, delgada, gris, terrible…
«Era demasiado grande para ser un lobo común. Tenía que ser un huargo. Un huargo, sin duda. —No había visto antes un animal que se moviera tan deprisa—. Como un viento gris…» ¿Sería posible que Robb hubiera vuelto al norte?
Jon sacudió la cabeza. No tenía respuestas. Pensar le costaba demasiado… pensar en el lobo, en el anciano, en Ygritte, en todo…
Se bajó de la yegua como pudo. La pierna herida no aguantaba su peso, tuvo que morderse los labios para no gritar. «Esto va a doler mucho.» Pero había que sacar la flecha, y no ganaría nada esperando. Jon agarró el asta de la flecha, respiró hondo y tiró. Gimió y maldijo. Le dolió tanto que tuvo que parar. «Estoy sangrando como un cerdo degollado», pensó, pero no podía hacer nada hasta que sacara la flecha. Apretó los dientes y lo intentó de nuevo… y de nuevo se tuvo que detener entre temblores. «Una vez más.» En aquella ocasión gritó sin contenerse y cuando terminó la punta de la flecha se le veía ya en el muslo. Jon apartó los calzones ensangrentados para agarrar mejor el asta, apretó los dientes otra vez y, poco a poco, se arrancó la flecha de la pierna. Jamás sabría cómo lo había conseguido sin desmayarse.
Después se quedó tumbado en el suelo, sin soltar el trofeo, sangrando, en silencio, demasiado débil para moverse. Al cabo de un rato comprendió que si no se forzaba a hacer algo, moriría desangrado. Jon se arrastró hasta el arroyo del que estaba bebiendo la yegua, se lavó el muslo con agua fría y se lo vendó con una tira de tejido que arrancó de la capa. También lavó la flecha y le dio muchas vueltas entre las manos. ¿Era la emplumadura gris o blanca? Ygritte ponía a sus flechas plumas de ganso color gris claro.
«¿Me disparó cuando escapaba?» Jon no habría podido culparla. Se preguntó si habría estado apuntando al caballo o a él. Si la yegua hubiera caído, él estaría ya muerto. «Menos mal que mi pierna se interpuso.»
Se quedó un rato descansando mientras la yegua pastaba. No se alejó demasiado, por suerte. Con la pierna tal como la tenía no la habría podido alcanzar. Tuvo que hacer acopio de todas sus energías para volver a montar. «¿Cómo pude cabalgarla antes, sin silla ni riendas, y con la espada en la mano?» Otra pregunta a la que no podría responder jamás.
Un trueno retumbó a lo lejos, pero donde estaba ya había claros en el cielo. Jon escudriñó el firmamento hasta dar con el Dragón de Hielo, luego guió a la yegua hacia el norte, en dirección al Muro y al Castillo Negro. El latigazo de dolor en el muslo le hizo apretar los dientes cuando guió a la yegua del anciano.
«Vuelvo a casa», se dijo. Si era así, ¿por qué se sentía tan vacío?
Cabalgó hasta el amanecer, mientras las estrellas lo vigilaban como ojos.