Cuando llegaron a la cima del risco y vieron el río, Sandor Clegane tiró bruscamente de las riendas y masculló una maldición.
La lluvia caía de un cielo oscuro como si fuera de hierro y perforaba el torrente verde y castaño con diez millares de espadas. «Debe de tener dos kilómetros de ancho», pensó Arya. Las copas de medio centenar de árboles sobresalían de las aguas turbulentas y sus ramas se alzaban hacia el cielo como los brazos de hombres que se estuvieran ahogando. Las orillas estaban llenas de montones de hojas empapadas, y a lo lejos divisó un bulto pálido e hinchado, tal vez un ciervo o un caballo muerto que la corriente se llevaba río abajo. También se oía un ruido, como un rugido grave casi inaudible, parecido al sonido que emite un perro justo antes de empezar a gruñir.
Arya se movió en la silla y sintió que se le clavaban en la espalda los aros de la cota de mallas del Perro. La tenía rodeada con los brazos; el izquierdo, el de la quemadura, se lo protegía con un avambrazo de acero, pero le había visto cambiarse los ventajes y la herida seguía abierta y supuraba. Si le causaba dolor, Sandor Clegane no daba muestras de ello.
—¿Este río es el Aguasnegras?
Llevaban tanto tiempo cabalgando en medio de la lluvia y la oscuridad, a través de bosques sin senderos y aldeas sin nombre, que Arya había perdido por completo la orientación.
—Es un río que tenemos que cruzar, no te hace falta saber más.
De vez en cuando Clegane respondía a alguna pregunta, pero le había advertido que no quería oírla hablar. Le hizo muchas advertencias aquel primer día.
—La próxima vez que me pegues, te ataré las manos a la espalda —le dijo—. La próxima vez que intentes escapar te ataré los pies. Chilla, grita o vuelve a morderme y te pongo una mordaza. Podemos montar los dos, o puedo llevarte tirada a la grupa del caballo como una cerda para el matadero. Tú eliges.
Había elegido ir a horcajadas, pero cuando acamparon aguardó hasta que le pareció que estaba dormido y cogió una piedra grande para machacarle aquella cabezota horrible.
«Silenciosa como una sombra», se dijo al tiempo que se deslizaba hacia él; pero no fue suficientemente silenciosa. Tal vez el Perro no estuviera dormido, o tal vez se despertó. Fuera como fuera abrió los ojos, frunció los labios y le quitó la piedra de un manotazo como si Arya fuera un bebé. Lo único que pudo hacer fue asestarle una patada.
—Por esta vez pase —dijo al tiempo que tiraba la piedra entre los arbustos—. Pero si eres tan tonta como para volver a intentarlo te haré daño de verdad.
—¿Y por qué no me matas igual que mataste a Mycah? —le había gritado Arya. Entonces aún se mostraba desafiante, más furiosa que asustada.
La respuesta del hombre fue agarrarla por la túnica y alzarla bruscamente hasta que estuvo casi pegada a su rostro quemado.
—La próxima vez que pronuncies ese nombre te daré una paliza tal que desearás que te hubiera matado.
Después de aquello todas las noches la envolvía en la manta del caballo antes de echarse a dormir y la ataba con cuerdas de arriba abajo de manera que quedaba tan inmovilizada como un bebé.
«Tiene que ser el Aguasnegras», decidió Arya mientras veía cómo la lluvia azotaba el río. El Perro servía a Joffrey, la llevaba de vuelta a la Fortaleza Roja para entregarla a él y a la reina. Habría dado cualquier cosa por que saliera el sol, así sabría en qué dirección avanzaban. Cuanto más se fijaba en el musgo de los árboles más confusa estaba. «El Aguasnegras no era tan ancho en Desembarco del Rey, pero eso fue antes de las lluvias.»
—Los vados habrán desaparecido —dijo Sandor Clegane—. Y desde luego no quiero cruzar a nado.
«No hay manera de pasar —pensó—. Lord Beric nos alcanzará, seguro.» Clegane había forzado al máximo a su enorme corcel negro y lo había hecho volver sobre sus pasos tres veces para despistar a cualquier perseguidor, hasta llegaron a cabalgar un kilómetro por el centro de un arroyo crecido… pero Arya seguía esperando ver a los bandidos a su espalda en cualquier momento. Había intentado ayudarlos grabando su nombre en los troncos de los árboles cuando se metía entre los arbustos a orinar, pero la cuarta vez que lo hizo la atrapó y ahí terminó la intentona. «No importa —se dijo Arya—. Thoros me encontrará en sus llamas.» Pero no la había encontrado. Al menos por el momento y cuando cruzaran el río…
—El pueblo de Harroway no debe de estar lejos —dijo el Perro—. Allí están los establos de Lord Roote, donde duerme el caballo acuático de dos cabezas del viejo rey Andahar. Nos cruzará al otro lado.
Arya no había oído hablar nunca del viejo rey Andahar. Tampoco había visto nunca un caballo de dos cabezas, y menos uno que pudiera correr por el agua, pero tuvo el sentido común de no hacer preguntas. Se mordió la lengua y se sentó muy rígida mientras el Perro hacía dar la vuelta al corcel y emprendía el trote por el risco siguiendo la corriente río abajo. Al menos así la lluvia los azotaba por la espalda. Ya estaba harta de que le diera en los ojos y la dejara medio ciega, de que le corriera por las mejillas como si estuviera llorando. «Los lobos no lloran nunca», se recordó una vez más.
Debía de ser poco más de mediodía, pero el cielo estaba tan oscuro como al anochecer. Hacía muchos días que no veían el sol, tantos que había perdido la cuenta. Arya estaba empapada hasta los huesos, tenía los muslos magullados de tanto cabalgar, la nariz llena de mocos y todo el cuerpo dolorido. También se sentía febril, y a veces se estremecía de manera incontrolable, pero cuando le dijo al Perro que estaba enferma sólo consiguió que le gruñera.
—Límpiate la nariz y cierra la boca —le dijo.
Últimamente dormía la mitad de las veces en la silla, confiando en que su corcel siguiera el sendero o el camino de animales que estuvieran recorriendo. Era un buen corcel, casi tan grande como un caballo de batalla, pero mucho más rápido. El Perro lo llamaba Extraño. Arya se lo había intentado robar una vez mientras Clegane estaba meando contra un árbol, pensó que podría alejarse al galope antes de que la atrapara. Extraño casi le había arrancado la cara de un mordisco. Con su amo era tranquilo como un jamelgo viejo, pero para los demás tenía un temperamento tan sombrío como su pelo. En su vida había visto un caballo que coceara y mordiera tanto.
Cabalgaron horas y horas junto al río y tuvieron que cruzar dos afluentes de aguas embarradas antes de llegar al lugar que había mencionado Sandor Clegane.
—La aldea de Lord Harroway… ¡Por los siete infiernos! —exclamó.
El pueblo estaba inundado y arrasado. La crecida de las aguas había desbordado las riberas. Lo único que quedaba de la aldea de Harroway era el piso superior de una taberna de barro y cañas, la cúpula de siete lados de un sept hundido, dos tercios de un torreón redondo de piedra, unos cuantos techos de paja enmohecida y un bosque de chimeneas.
Pero Arya vio que salía humo de la torre, y bajo una ventana en forma de arco había una barcaza de fondo plano atada con una cadena. La barcaza tenía una docena de escálamos y dos grandes cabezas de caballo de madera talladas en la proa y en la popa.
«El caballo de dos cabezas», comprendió. En medio de la cubierta había una caseta de madera con el techo de hierba; de ella salieron dos hombres cuando el Perro se puso las manos en torno a la boca y los llamó a gritos. Otro más se asomó por la ventana del torreón redondo, tenía en la mano una ballesta cargada.
—¿Qué queréis? —les gritó para hacerse oír por encima del fragor de las aguas turbias.
—¡Que nos crucéis! —le gritó el Perro.
Los hombres del barco deliberaron entre ellos. Uno de ellos, de pelo canoso, brazos fuertes y la espalda encorvada, dio un paso hacia la baranda.
—¡Os costará dinero!
—¡Pagaré!
«¿Con qué?», se preguntó Arya. Los bandidos se habían quedado con el oro de Clegane, pero tal vez Lord Beric le hubiera dejado algo de plata y cobre. Un viaje en barcaza no podía costar más de unas pocas monedas…
Los barqueros hablaron otra vez entre ellos. Por fin, el de la espalda encorvada se dio la vuelta y gritó una orden. Aparecieron seis hombres, que se cubrían las cabezas con capuchas para protegerse de la lluvia. Otros salieron por la ventana del torreón y saltaron a la cubierta. La mitad de ellos se parecían tanto como para ser parientes del de la espalda encorvada. Unos se pusieron a soltar las cadenas y cogieron largas pértigas, mientras que los otros introducían pesados remos de pala ancha en los escálamos. La barcaza se meció y empezó a avanzar despacio hacia aguas más bajas, mientras los remos hendían el agua a ambos lados. Sandor Clegane cabalgó colina abajo para ir a su encuentro.
Cuando la popa de la barcaza tocó la ladera de la colina, los barqueros abrieron una ancha puerta bajo la cabeza tallada del caballo y extendieron una plancha de roble muy pesada. Extraño reculó al borde del agua, pero el Perro clavó los talones en los flancos del corcel y lo obligó a subir por la pasarela. El hombre de la espalda encorvada los esperaba en la cubierta.
—¿Qué os parece, va a llover, ser? —preguntó con una sonrisa.
El Perro frunció los labios.
—Necesito vuestra barcaza, no vuestro ingenio. —Desmontó e hizo bajar también a Arya. Uno de los barqueros extendió la mano para coger las riendas de Extraño—. Yo que vos no lo haría —advirtió Clegane mientras el caballo lanzaba coces.
El hombre retrocedió de un salto, resbaló en la cubierta mojada y cayó de culo entre maldiciones. El barquero de la espalda encorvada ya no sonreía.
—Os podemos cruzar —dijo con tono brusco—. El precio será de una pieza de oro. Otra por el caballo. Y otra más por el chico.
—¿Tres dragones? —La risa de Clegane era como un ladrido—. Por tres dragones podría comprar la mierda de la barcaza esta.
—El año pasado es posible. Pero, tal como está el río, voy a necesitar más hombres en las pértigas y en los remos, y eso sólo para que la corriente no nos arrastre cien kilómetros mar adentro. Así que elegid: tres dragones o enseñáis a vuestro caballo a caminar sobre el agua.
—Me gustan los ladrones sinceros. Sea como queráis. Tres dragones… cuando nos dejéis a salvo en la orilla norte.
—Los quiero ahora, o no partimos.
El hombre extendió la mano con la encallecida palma hacia arriba.
Clegane echó la mano a la espada larga que tenía en la vaina.
—Ahora os toca elegir a vos. Oro en la orilla norte o acero en la orilla sur.
El barquero clavó los ojos en el rostro del Perro. Arya se dio cuenta de que no le gustaba lo que veía. Tenía a sus espaldas una docena de hombres fuertes, con remos y pértigas de madera dura en las manos, pero ninguno parecía con ganas de saltar en su ayuda. Entre todos podrían dominar a Sandor Clegane, aunque seguramente mataría a tres o cuatro de ellos antes de que lo inmovilizaran.
—¿Cómo sé que no me engañaréis? —preguntó al cabo de un instante el hombre de la espalda encorvada.
«Os engañará», habría querido gritar Arya. Pero en vez de hacerlo se mordió el labio.
—Por mi honor de caballero —replicó el Perro con gesto serio.
«Ni siquiera es caballero.» Aquello tampoco lo dijo en voz alta.
—Con eso me basta. —El barquero escupió—. Bueno, en marcha, antes de que oscurezca estaréis al otro lado. Atad al caballo, no quiero que se encabrite en medio del río. En la cabina hay un brasero, si queréis podéis entrar en calor con vuestro hijo.
—¡No soy su hijo, idiota! —gritó Arya, furiosa.
Aquello era peor que la confundieran con un chico. Estaba tan enfadada que hasta les habría dicho quién era en realidad, pero Sandor Clegane la agarró por el cuello de la túnica y, con una mano, la levantó de la cubierta.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que cierres esa boca de mierda? —La sacudió con tal fuerza que le entrechocaron los dientes, luego la soltó—. Entra ahí y sécate como ha dicho este hombre.
Arya obedeció. El gran brasero de hierro brillaba al rojo y llenaba la habitación de un calor lúgubre y sofocante. Era agradable ponerse cerca, calentarse las manos y sentarse un poco, pero en cuanto notó que la cubierta se movía bajo sus pies salió a hurtadillas por la puerta.
El caballo de dos cabezas se deslizaba lento por los bajíos mientras se abría camino entre las chimeneas y tejados de la inundada Harroway. Una docena de hombres se encargaban de los remos, mientras que otros cuatro utilizaban las largas pértigas para desviar la barcaza cada vez que se acercaba demasiado a una roca, un árbol o una casa hundida. El de la espalda encorvada era el que llevaba el timón. La lluvia repiqueteaba en los tablones pulidos de la cubierta y salpicaba sobre las cabezas de caballo de la proa y la popa. Arya se estaba quedando empapada otra vez, pero no le importaba. Quería presenciar aquello. Vio que el hombre de la ballesta estaba todavía en la ventana de la torre redonda. La siguió con los ojos mientras la barcaza pasaba por debajo. Arya se preguntó si sería el tal Lord Roote que el Perro había mencionado. «La verdad es que no parece un señor.» Pero claro, ella tampoco parecía una dama.
Una vez estuvieron lejos de la aldea y se adentraron en el río la corriente se hizo mucho más fuerte. Arya distinguió a través de la neblina gris un pilar de piedra muy alto en la otra orilla, sin duda el punto de atraque de la barcaza, pero enseguida se dio cuenta de que la corriente los estaba alejando de él río abajo. Los remeros trabajaban con ahínco contra la furia de las aguas. Las hojas y las ramas rotas pasaban junto a ellos tan rápidas como si las hubieran disparado con una catapulta. Los hombres de las pértigas se inclinaban sobre las bordas y empujaban todo lo que se les acercara demasiado. Encima, allí hacía más viento. Cada vez que se volvía para mirar corriente arriba, la lluvia azotaba el rostro de Arya. Extraño relinchaba y piafaba sobre la agitada cubierta.
«Si salto por la borda, el río me arrastrará lejos antes de que el Perro se dé cuenta.» Giró la cabeza y vio a Sandor Clegane, que trataba de calmar al atemorizado caballo. No volvería a tener una oportunidad tan buena de escapar de él. «Pero también podría ahogarme.» Jon siempre le decía que nadaba como un pez, pero hasta los peces pasarían apuros en aquel río. Aun así, ahogarse sería mejor que ir a Desembarco del Rey. Se acordó de Joffrey y se dirigió a hurtadillas hacia la proa. El río era marrón, el lodo lo había enturbiado y la lluvia se clavaba en él como un millar de agujas; más parecía sopa que agua. Arya se preguntó qué sentiría. «No puedo estar más mojada que ahora.» Puso una mano en la baranda.
Pero, de repente, un grito la detuvo antes de que pudiera saltar. Los barqueros corrían hacia ella con las pértigas en la mano. Al principio no comprendió qué sucedía, pero entonces lo vio: un árbol arrancado de cuajo, enorme y oscuro, iba directo hacia ellos. Una maraña de raíces y ramas asomaba del agua como los tentáculos de un kraken gigantesco. Los remeros batían el agua con ritmo frenético en un intento desesperado por evitar una colisión que podría hacerlos zozobrar o abrir un boquete en el casco. El viejo había girado por completo la caña del timón y el caballo de la proa giraba corriente abajo, pero demasiado despacio. Negro y castaño, reluciente, el árbol se abalanzó hacia ellos como un ariete.
Estaba a apenas tres metros de la proa cuando dos barqueros consiguieron atraparlo con las pértigas. Una se rompió, y el crujido estrepitoso que hizo al romperse sonó como si la barcaza se estuviera haciendo pedazos bajo los pies, pero el segundo hombre consiguió dar un buen empujón al tronco, lo justo para desviarlo. El árbol pasó de largo pegado a la barcaza y las ramas arañaron como garras la cabeza de caballo. Pero, cuando ya parecía que el peligro había pasado, una de las ramas superiores del monstruo les asestó un golpe terrible. La barcaza entera se estremeció, Arya resbaló y cayó dolorida sobre una rodilla. El hombre de la pértiga rota no tuvo tanta suerte. Oyó su grito cuando se precipitó por la borda, las turbulentas aguas turbias se cerraron sobre él y, antes de que Arya tuviera tiempo de ponerse en pie, desapareció. Uno de los barqueros echó mano de un rollo de cuerda, pero no había a quién lanzárselo.
«A lo mejor el río lo arrastra hasta la orilla corriente abajo.» Arya trató de convencerse a sí misma, pero sabía que era poco probable. Se le habían quitado las ganas de huir a nado. Cuando Sandor Clegane le gritó que volviera a la cabina si no quería que le diera una paliza, obedeció sin decir palabra. Para entonces la barcaza luchaba por volver a su rumbo, enfrentada a un río que sólo quería arrastrarla hacia el mar.
Cuando por fin llegaron a la orilla tocaron tierra más de tres kilómetros más abajo de su habitual punto de atraque. La barcaza chocó contra la orilla con tal fuerza que se rompió otra pértiga, y Arya casi perdió el equilibrio de nuevo. Sandor Clegane la izó sobre el lomo de Extraño como si pesara lo mismo que una muñeca. Los barqueros los miraban con ojos apagados, agotados… Todos excepto el hombre de la espalda encorvada, que extendió la mano.
—Seis dragones —exigió—. Tres por pasar el río y otros tres por el hombre que he perdido.
Sandor Clegane hurgó en su bolsa y entregó al barquero un trozo de pergamino arrugado.
—Tomad. Cobraos diez.
—¿Diez? —El barquero estaba desconcertado—. ¿Qué es esto?
—La nota de un muerto, vale por nueve mil dragones, más o menos. —El Perro montó a caballo detrás de Arya y esbozó una sonrisa torva—. Diez son para vos. Algún día vendré a por el resto, así que no os lo gastéis todo.
El hombre contempló el pergamino con los ojos entrecerrados.
—Letras. ¿Para qué sirven unas letras? Nos prometisteis oro por vuestro honor de caballero.
—El honor de los caballeros es una mierda. Ya va siendo hora de que os enteréis, viejo.
El Perro picó espuelas a Extraño y se alejaron al galope en medio de la lluvia. Los barqueros gritaban maldiciones a sus espaldas, y un par de ellos les lanzaron piedras. Clegane hizo caso omiso de las pedradas y los insultos, y no tardaron en perderse entre la penumbra de los árboles mientras el rugido del río les llegaba cada vez más amortiguado.
—La barcaza no regresará a la otra orilla hasta mañana —dijo—, y ésos no volverán a aceptar promesas ni papeles del idiota que venga detrás. Si tus amigos nos persiguen, más vale que sean muy buenos nadadores.
Arya se arrebujó en la capa y se mordió la lengua.
«Valar morghulis —pensó, hosca—. Ser Ilyn, Ser Meryn, el rey Joffrey, la reina Cersei. Dunsen, Polliver, Raff el Dulce, Ser Gregor y el Cosquillas. Y el Perro, el Perro, el Perro.»
Cuando la lluvia cesó y las nubes se abrieron un poco, Arya estaba tiritando y estornudaba tanto que Clegane decidió acampar y hasta trató de encender una hoguera. Pero la leña que pudieron recoger estaba demasiado húmeda, y pese a todos sus intentos no consiguieron que la chispa prendiera. Por último, harto, dio una patada a las ramas.
—Por los siete infiernos —maldijo—. Cómo odio el fuego.
Se sentaron sobre las rocas mojadas bajo un árbol y escucharon el golpeteo pausado de la lluvia que caía de las hojas mientras tomaban una cena fría a base de pan duro, queso mohoso y salchicha ahumada. El Perro cortaba la carne con la daga, y al ver cómo Arya miraba el cuchillo entrecerró los ojos.
—Ni se te ocurra.
—No se me había ocurrido —mintió ella.
El Perro soltó un bufido que daba a entender hasta qué punto la creía, pero le entregó una gruesa rodaja de salchicha. Arya la masticó sin dejar de mirarlo.
—No pegué nunca a tu hermana —dijo el Perro—, pero, si me obligas, te daré una paliza. Así que deja de pensar cómo matarme, porque no te va a servir de nada.
No tenía respuesta para aquello. Siguió royendo la salchicha mientras lo miraba con ojos gélidos.
«Dura como la piedra», pensó.
—Al menos tú me miras a la cara. No es poco mérito, pequeña loba. ¿Qué, te gusta?
—No. Es muy fea y está toda quemada.
—Eres una estúpida. —Clegane le ofreció un trozo de queso pinchado en la punta de la daga—. ¿De qué te serviría escapar? Lo único que conseguirías es que te cogiera alguien peor que yo.
—No —replicó ella—. No hay nadie peor.
—Se ve que no conoces a mi hermano. Una vez Gregor mató a un hombre por roncar. A uno de sus hombres.
Cuando sonreía el lado quemado del rostro se le tensaba y la boca se le retorcía en una mueca desagradable. En ese lado no tenía labios y apenas le quedaba un muñón de la oreja.
—Sí, conozco a vuestro hermano. —Bien pensado, tal vez la Montaña fuera peor—. A él, a Dunsen, a Polliver, a Raff el Dulce y al Cosquillas.
—¿Cómo es que la adorada hijita de Ned Stark conoce a semejante manada? —preguntó el Perro con un gesto de sorpresa—. Gregor no lleva nunca a sus ratas a la corte.
—Me tropecé con ellos en un pueblo. —Se comió el queso y cogió un trozo de pan duro—. Un pueblo junto al lago, allí nos cogieron a Gendry, a Pastel Caliente y a mí. También cogieron a Lommy Manosverdes, pero Raff el Dulce lo mató porque tenía una pierna herida.
—¿Que te cogió prisionera? —Clegane frunció los labios—. ¿Mi hermano te tenía prisionera? —Aquello le hizo soltar una carcajada, un sonido amargo a medio camino entre un gruñido y un ladrido—. Gregor no sabía a quién tenía, ¿verdad? Claro, de lo contrario te habría arrastrado de vuelta a Desembarco del Rey y te habría tirado en el regazo de Cersei. No me lo puedo creer. Me tengo que acordar de contárselo antes de arrancarle el corazón.
No era la primera vez que hablaba de matar a la Montaña.
—Pero es vuestro hermano —dijo Arya, titubeante.
—¿No has querido matar nunca a uno de tus hermanos? —Se volvió a reír—. ¿Ni a tu hermana? —Algo debió de verle en el rostro, porque se inclinó hacia ella—. A Sansa. Es eso, ¿verdad? La niña lobo quiere matar al pajarito.
—No —le espetó Arya—. Quiero matarte a ti.
—¿Porque corté en dos a tu amiguito? No fue el primero, te lo aseguro. Pensarás que soy un monstruo. Bueno, es posible, pero también le salvé la vida a tu hermana. El día en que la turba la tiró del caballo me metí entre aquella gentuza y la llevé de vuelta al castillo, si no le habría pasado lo mismo que a Lollys Stokeworth. Y ella cantó para mí. ¿A que eso no lo sabías? Tu hermana me cantó una canción.
—Es mentira —replicó al instante.
—No sabes ni la mitad de lo que crees. El Aguasnegras… por los siete infiernos, ¿dónde crees que estamos? ¿Adónde crees que vamos?
El desprecio que teñía su voz la hizo dudar.
—De vuelta a Desembarco del Rey —dijo—. Me vais a entregar a Joffrey y a la reina. —No era verdad, se había dado cuenta de repente al oír cómo le planteaba la pregunta. Pero algo tenía que decir.
—Lobita idiota y ciega. —Tenía la voz dura y tosca como una lima de hierro—. Que le den por culo a Joffrey, que le den por culo a la reina, que le den por culo a esa gárgola retorcida de su hermano… Estoy harto de su ciudad, de la Guardia Real y de los Lannister. ¿Qué pinta un perro entre leones? —Cogió el odre de agua y bebió un largo trago. Se secó la boca y ofreció el odre a Arya—. Ese río era el Tridente, niña. El Tridente, no el Aguasnegras. Imagínate el mapa. Mañana llegaremos al camino real. Después podremos avanzar más deprisa, directos hacia Los Gemelos. Seré yo quien te entregue a tu madre. No el noble señor del relámpago ni ese falso sacerdote de las llamas, ese monstruo. —Sonrió al ver su expresión—. ¿Pensabas que tus amigos los bandidos eran los únicos que podían oler un rescate desde lejos? Dondarrion se quedó con mi oro, así que yo me quedo contigo. Calculo que vales el doble de lo que me robaron. Tal vez más si te entregara a los Lannister como tanto temes, pero no lo haré. Hasta un perro se harta de recibir patadas. Si ese Joven Lobo tiene los sesos que los dioses dieron a un sapo me nombrará señor y me suplicará que entre a su servicio. Puede que aún no lo sepa, pero me necesita. Es posible que hasta mate a Gregor por él. Eso le encantaría.
—Nunca te tomará a su servicio —le espetó—. ¿A ti? Jamás.
—Entonces cogeré todo el oro con el que pueda cargar, me reiré en su cara y me marcharé. Si no quiere mi ayuda haría mejor en matarme, pero no lo hará. Tengo entendido que se parece demasiado a su padre. Por mí, perfecto. De cualquier manera salgo ganando. Igual que tú, loba. Así que deja de lloriquear y de lanzarme dentelladas, ya estoy harto. Cierra la boca como te he dicho, y hasta es posible que lleguemos a tiempo para la mierda de la boda de tu tío.