Sus voces se alzaban como pavesas que se arremolinaran en el cielo púrpura del anochecer.
—Aléjanos de la oscuridad, oh, Señor. Inflama nuestros corazones para que podamos recorrer tu camino luminoso.
La hoguera nocturna ardía en la creciente oscuridad, era como una gran bestia brillante cuya cambiante luz anaranjada proyectaba sombras de cinco metros por todo el patio. En las murallas de Rocadragón, el ejército de gárgolas y figuras grotescas parecía moverse inquieto.
Davos observaba el espectáculo desde una ventana en forma de arco situada en la galería superior. Vio a Melisandre alzar los brazos como si quisiera abrazar las llamas tremolantes.
—R'hllor —entonó con voz alta y clara—, tú eres la luz de nuestros ojos, el fuego de nuestros corazones, el calor de nuestras entrañas. Tuyo es el sol que calienta nuestros días, tuyas las estrellas que nos guardan en la noche oscura…
—Señor de la Luz, defiéndenos. La noche es oscura y alberga cosas aterradoras.
La reina Selyse era la que le daba las respuestas, con el rostro anguloso transido de fervor. El rey Stannis se encontraba junto a ella, tenía las mandíbulas apretadas y las puntas de la corona de oro rojo brillaban cada vez que movía la cabeza. «Está con ellos, pero no es uno de ellos», pensó Davos. Entre ambos se encontraba la princesa Shireen; la luz del fuego hacía que las zonas grises de la cara y el cuello parecieran casi negras.
—Señor de la Luz, protégenos —entonó la reina.
El rey no daba las respuestas como los demás. Estaba contemplando las llamas. Davos se preguntó qué vería en ellas. «¿Otra visión de la guerra que se avecina? ¿O tal vez algo más cercano a casa?»
—R'hllor que nos concedes el aliento, te damos las gracias —cantó Melisandre—. R'hllor que nos concedes los días, te damos las gracias.
—Te damos las gracias por el sol que nos calienta —respondieron la reina Selyse y los demás fieles—. Te damos las gracias por las estrellas que velan por nosotros. Te damos las gracias por el fuego de los hogares y las antorchas que mantienen a raya la oscuridad.
Las voces que recitaban eran menos que la noche anterior, o eso le pareció a Davos; menos rostros iluminados por la luz anaranjada del fuego. Pero ¿qué pasaría al día siguiente? ¿Habría menos aún… o más?
La voz de Ser Axell Florent resonó como un trompetazo. El resplandor del fuego lamía como una monstruosa lengua anaranjada el rostro del hombre de pecho abombado y piernas torcidas. Davos pensó que tal vez Ser Axell le daría más tarde las gracias. Lo que iban a hacer aquella noche bien podía convertirlo en Mano del Rey como había soñado.
—Te damos las gracias por Stannis, nuestro rey según tu voluntad —exclamó Melisandre—. Te damos las gracias por el puro fuego blanco de su bondad, por la espada roja de justicia que esgrime, por el amor que inspira en su leal pueblo. Guíalo y defiéndelo, R'hllor, y dale fuerzas para aniquilar a sus enemigos.
—Dale fuerzas —respondieron la reina Selyse, Ser Axell, Devan y los demás—. Dale valor. Dale sabiduría.
Cuando era niño los septones habían enseñado a Davos que al rezar pidiera sabiduría a la Vieja, valor al Guerrero y fuerza al Herrero. Pero en aquel momento a quien rezaba era a la Madre para que mantuviera a su querido hijo Devan a salvo del demoníaco dios de la mujer roja.
—¿Lord Davos? Será mejor que empecemos. —Ser Andrew le tocó el codo—. ¿Mi señor?
El título le seguía sonando raro, pero Davos se apartó de la ventana.
—Sí. Ha llegado el momento.
Stannis, Melisandre y los hombres de la reina seguirían rezando una hora o más. La sacerdotisa roja encendía hogueras a diario al llegar el ocaso, para dar las gracias a R'hllor por el día que terminaba y suplicarle que a la mañana siguiente volviera a enviar el sol para que dispersara la oscuridad. «Un contrabandista tiene que conocer las mareas y saber aprovecharlas.» Al final eso es lo único que era, Davos el contrabandista. Se llevó la mano mutilada al cuello en busca de su suerte y no encontró nada. La bajó de golpe y aceleró el paso un poco más.
Sus compañeros lo siguieron a zancadas para mantenerse a su altura. El Bastardo de Canto Nocturno tenía el rostro picado de viruelas y un aire de caballerosidad destrozada; Ser Gerald Gower era grueso, rudo y rubio; Ser Andrew Estermont era una cabeza más alto que los demás, con la barba en forma de punta de lanza y las cejas castañas muy pobladas.
«Todos son hombres buenos, cada uno a su manera —pensó Davos—. Y pronto serán hombres muertos si esta noche algo sale mal.»
—El fuego es un ser vivo —le había dicho la mujer roja cuando le pidió que le enseñara a ver el futuro en las llamas—. Está siempre en movimiento, siempre cambiando… como un libro cuyas letras danzaran y se movieran mientras intentáis leerlas. Hacen falta años de adiestramiento para ver las formas más allá de las llamas, y más años todavía para aprender a distinguir las formas de lo que será, de las formas de lo que puede ser o de lo que fue. Y aun entonces es difícil, muy difícil. Vosotros, los hombres de las tierras del ocaso, no lo entendéis.
Davos le preguntó cómo había hecho Ser Axell para aprender el truco tan deprisa, pero ella se limitó a sonreír con gesto enigmático.
—Cualquier gato puede mirar el fuego y ver ratones rojos.
No había querido mentir a los hombres del rey.
—Puede que la mujer roja vea nuestras intenciones —les advirtió.
—Entonces deberíamos empezar por matarla —propuso Lewys el Pescadero—. Conozco un lugar perfecto para tenderle una emboscada, cuatro de nosotros con espadas bien afiladas…
—Nos condenarías a todos —dijo Davos—. El maestre Cressen trató de matarla y lo supo al instante. Me imagino que lo vería en las llamas. Creo que percibe enseguida cualquier amenaza contra su persona, pero no puede verlo todo. Si no le hacemos caso, quizá no se fije en nosotros.
—Esconderse y actuar a hurtadillas no es honorable —objetó Ser Triston de Colina Cuenta, que había sido vasallo de los Sunglass antes de que Lord Guncer acabara en el fuego de Melisandre.
—¿Y es honorable arder en la hoguera? —le preguntó Davos—. Ya visteis morir a Lord Guncer. ¿Es eso lo que queréis? Ahora mismo no me hacen falta hombres de honor. Me hacen falta contrabandistas. ¿Estáis conmigo o no?
Estaban con él. Loados fueran los dioses, estaban con él.
El maestre Pylos le enseñaba sumas a Edric Tormenta cuando Davos abrió la puerta. Ser Andrew lo seguía de cerca; los otros se habían quedado atrás para vigilar las escaleras y la puerta del sótano. El maestre interrumpió la lección.
—Por hoy ya es suficiente, Edric.
El chico se quedó desconcertado ante la intromisión.
—Lord Davos, Ser Andrew… Estamos haciendo sumas.
—Cuando yo tenía tu edad detestaba las sumas, primo —dijo Ser Andrew con una sonrisa.
—A mí tampoco me gustan mucho. Prefiero la historia, se cuentan muchas cosas.
—Edric —dijo el maestre Pylos—, busca tu capa. Irás con Lord Davos.
—¿Por qué? —Edric se puso en pie—. ¿Adónde vamos? —Apretó los labios con gesto testarudo—. No pienso rezar al Señor de la Luz. Soy hombre del Guerrero, igual que mi padre.
—Ya lo sabemos —dijo Davos—. Vamos, muchacho, no tenemos tiempo que perder.
Edric se puso una gruesa capa de lana sin teñir con capucha. El maestre Pylos lo ayudó a abrochársela y le subió la capucha de manera que el rostro le quedara oculto entre las sombras.
—¿No venís con nosotros, maestre? —preguntó el chico.
—No. —Pylos se tocó la cadena de diversos metales que llevaba al cuello—. Mi lugar está aquí, en Rocadragón. Ve con Lord Davos y haz todo lo que te diga. Recuerda que es la Mano del Rey. ¿Qué te he dicho de la Mano del Rey?
—La Mano habla con la voz del rey.
—Eso es —dijo el joven maestre con una sonrisa—. Venga, vete.
Davos había tenido sus dudas acerca de Pylos, tal vez le guardara cierto rencor por ocupar el lugar de Cressen, pero en aquel momento admiraba su valor. «Esto le podría costar la vida a él también.»
En el exterior de las habitaciones del maestre, Ser Gerald Gower aguardaba en las escaleras. Edric Tormenta lo miró con curiosidad.
—¿Adónde vamos, Lord Davos? —preguntó mientras descendían.
—Al mar. Te está esperando un barco.
—¿Un barco? —El chico se detuvo de golpe.
—Sí, uno de los de Salladhor Saan. Salla es buen amigo mío.
—Iré contigo, primo —lo tranquilizó Ser Andrew—. No temas.
—No tengo miedo —se indignó Edric—. Pero… ¿no viene también Shireen?
—No —respondió Davos—. La princesa tiene que quedarse aquí, con sus padres.
—Entonces tengo que ir a verla —explicó Edric—. Para despedirme, si no se va a poner muy triste.
«No tan triste como si te viera arder en la hoguera.»
—No hay tiempo ahora —intervino Davos—. Le diré a la princesa que te acordaste de ella. Y puedes escribirle una carta cuando llegues a tu destino.
—¿Seguro que me tengo que marchar? —El chico frunció el ceño—. ¿Es que mi tío no me quiere en Rocadragón? ¿Lo he molestado en algo? No ha sido mi intención. —Volvía a tener su expresión más obstinada en el rostro—. Quiero ver a mi tío. Quiero ver al rey Stannis.
Ser Andrew y Ser Gerald se miraron.
—No hay tiempo para eso, primo —dijo Ser Andrew.
—¡Quiero verlo! —insistió Edric casi a gritos.
—Él no te quiere ver. —Davos tenía que decir algo para que siguiera caminando—. Yo soy su Mano, hablo con su voz. ¿Quieres que vaya y le diga que no quieres obedecer? ¿Sabes hasta qué punto se enfadará? ¿No has visto nunca a tu tío enfadado? —Se quitó el guante y le mostró al chico los cuatro dedos que Stannis le había cortado—. Yo sí.
No era más que un puñado de mentiras. Stannis Baratheon no estaba en absoluto furioso cuando cortó las puntas de los dedos de su Caballero de la Cebolla; sólo fue una demostración de su férreo sentido de la justicia. Pero por aquel entonces, Edric Tormenta no había nacido y no tenía manera de saberlo. La amenaza surtió el efecto deseado.
—No os tendría que haber hecho eso —dijo, pero permitió que Davos le cogiera la mano y lo llevara escaleras abajo.
El Bastardo de Canto Nocturno se reunió con ellos ante la puerta de la planta baja. Caminaron con paso vivo para atravesar el patio envuelto en sombras antes de bajar unos cuantos peldaños bajo la cola pétrea de un dragón. Lewys el Pescadero y Omer Blackberry aguardaban junto a la poterna, al lado de dos guardias atados que yacían a sus pies.
—¿El bote? —les preguntó Davos.
—Está ahí —señaló Lewys—. Con cuatro remeros. La galera está anclada nada más pasar la punta. Es la Loco Prendos.
«Un barco con el nombre de un loco. Qué apropiado.» Davos dejó escapar una risita. Siempre le había gustado el humor negro de Salla. Se agachó al lado de Edric Tormenta.
—Ahora me tengo que marchar —dijo—. Te está esperando un bote de remos que te llevará a la galera, luego cruzarás el mar. Eres hijo de Robert así que sé que, pase lo que pase, te portarás como un valiente.
—Sí, pero… —titubeó el muchacho.
—Piensa que es como una aventura. —Davos trataba de parecer animado y alegre—. Es el principio de la mayor aventura de tu vida. Que el Guerrero te proteja.
—Que el Padre os juzgue con justicia, Lord Davos.
El chico salió con su primo Ser Andrew por la poterna. Lo siguieron todos los demás excepto el Bastardo de Canto Nocturno. «Que el Padre me juzgue con justicia», pensó Davos entristecido. El único juicio que lo preocupaba en aquel momento era el del rey.
—¿Qué hacemos con estos dos? —preguntó Ser Rolland a los guardias una vez hubieron cerrado y atrancado la puerta.
—Arrastradlos a una bodega —dijo Davos—. Los podréis liberar en cuanto Edric esté lejos, a salvo.
El Bastardo asintió con un gesto seco. No había nada más que decir; lo fácil ya lo habían hecho. Davos se puso el guante y deseó una vez más no haber perdido su suerte. En los tiempos en que llevaba la bolsita de huesos colgada del cuello había sido un hombre mejor, más valiente… Se pasó los dedos mutilados por el pelo castaño cada vez más escaso y se preguntó si no le haría falta cortárselo. Quería estar presentable cuando fuera a ver al rey.
Rocadragón no le había parecido nunca tan oscuro y temible. Caminó despacio y sus pisadas resonaron contra los muros negros y los dragones.
«Dragones de piedra que ojalá no despierten jamás. —El Tambor de Piedra se alzaba imponente ante él. Los guardias de la puerta descruzaron las lanzas al verlo acercarse—. No abren paso al Caballero de la Cebolla, sino a la Mano del Rey. —Davos era la Mano al entrar y no podía dejar de preguntarse qué sería al salir—. Si es que salgo…»
La escalera le pareció más larga y empinada que nunca, o tal vez era simplemente que estaba cansado.
«La Madre no me hizo para estas tareas. —Había ascendido demasiado alto y demasiado deprisa, y allí arriba, en la cima de la montaña, le faltaba el aire y le costaba respirar. De muchacho había soñado con riquezas sin fin, pero de aquello hacía mucho tiempo. Ya de adulto lo único que había querido eran unos cuantos acres de tierra fértil, un hogar en el que hacerse viejo y una vida mejor para sus hijos. El Bastardo Ciego solía decirle que un contrabandista inteligente no abarcaba demasiado ni atraía mucha atención—. Unos cuantos acres, un techo de madera, un “ser” delante de mi nombre… debería haberme dado por satisfecho. —Si sobrevivía a aquella noche se llevaría a Devan de vuelta al cabo de la Ira, con su dulce Marya—. Lloraremos juntos a nuestros hijos muertos, educaremos a los que nos quedan para que sean hombres buenos y no volveremos a hablar de reyes.»
La Cámara de la Mesa Pintada estaba oscura y desierta cuando entró Davos; el rey debía de estar todavía junto a la hoguera nocturna, con Melisandre y los hombres de la reina. Se arrodilló y encendió un fuego en la chimenea para templar la estancia y devolver las sombras a sus rincones. Luego recorrió la sala hasta cada una de las ventanas para correr los pesados cortinajes de terciopelo y abrir los postigos de madera. El viento entró cargado de olor a sal y a mar y le agitó la sencilla capa marrón.
Al llegar a la ventana que daba al norte se apoyó en el alféizar para aspirar el aire fresco de la noche. Trató de divisar las velas izadas de la Loco Prendos, pero hasta donde alcanzaba la vista el mar estaba oscuro y desierto.
«¿Ya se ha alejado tanto?» Rezaba por que así fuera, y con ella el muchacho. La luna creciente entraba y salía de detrás de los jirones de nubes, y Davos contempló las estrellas que le resultaban tan conocidas. Allí estaba la Galera, rumbo al oeste, y el Farol de la Vieja, cuatro estrellas brillantes que acotaban una bruma dorada. Las nubes ocultaban la mayor parte de la constelación llamada Dragón de Hielo, sólo se veía el radiante ojo azulado que señalaba el camino hacia el norte. «El cielo está lleno de estrellas de contrabandistas.» Aquellas estrellas eran viejas amigas; Davos esperaba que le trajeran suerte.
Pero al bajar la vista del cielo hacia las murallas del castillo perdía toda seguridad. Las alas de los dragones de piedra proyectaban grandes sombras negras a la luz de la hoguera nocturna. Trató de decirse que no eran más que esculturas frías y sin vida. «Éste era su lugar. Un lugar para dragones y señores dragón, el asentamiento de la Casa Targaryen.» Por las venas de los Targaryen corría la sangre de la antigua Valyria…
El viento soplaba en la estancia y las llamas se agitaban en la chimenea. Se quedó escuchando los crujidos de la leña. Cuando se apartó de la ventana, su sombra lo adelantó, larga y delgada, y cayó como una espada sobre la Mesa Pintada. Esperó mucho rato. Oyó pisadas de botas en los peldaños de piedra cuando subieron. La voz del rey lo precedía.
—No son tres —iba diciendo.
—Tres son tres —oyó responder a Melisandre—. Os lo juro, Alteza. Lo he visto morir y he oído los gritos de su madre.
—En la hoguera nocturna. —Stannis y Melisandre entraron juntos por la puerta—. Las llamas son engañosas. Lo que es, lo que será, lo que puede ser… No me lo podéis garantizar…
—Alteza. —Davos dio un paso adelante—. Lo que Lady Melisandre ha visto es cierto. Vuestro sobrino Joffrey ha muerto.
Si el rey se sorprendió de encontrarlo en la Cámara de la Mesa Pintada no dio muestras de ello.
—Lord Davos —saludó—. No era mi sobrino, aunque durante años creí que sí.
—Se ahogó con un trozo de comida durante su banquete de bodas —dijo Davos—. Puede que lo envenenaran.
—Es el tercero —dijo Melisandre.
—Sé contar, mujer. —Stannis rodeó la mesa, pasó junto a Antigua y el Rejo y subió hacia las islas Escudo y la desembocadura del Mander—. Parece que las bodas son más peligrosas que las batallas últimamente. ¿Se sabe quién lo envenenó?
—Dicen que su tío, el Gnomo.
—Es un hombre peligroso. —Stannis apretó los dientes—. Lo aprendí demasiado bien en el Aguasnegras. ¿Cómo os ha llegado la noticia?
—El lyseno sigue comerciando con Desembarco del Rey. Salladhor Saan no tiene motivos para mentirme.
—No, me imagino que no. —El rey pasó los dedos por la mesa—. Joffrey… Recuerdo que una vez había una gata en las cocinas… los cocineros la querían mucho y le daban de comer restos y cabezas de pescado. Un cocinero le dijo al chico que tenía gatitos en la barriga, pensando que tal vez querría quedarse con uno. Joffrey abrió con una daga al pobre animal para ver si era verdad. Cuando encontró los gatitos se los llevó a su padre para enseñárselos, y Robert le dio un golpe tal que pensé que lo había matado. —El rey se quitó la corona y la puso sobre la mesa—. Enano o sanguijuela, quienquiera que lo matara ha hecho un servicio al reino. Ahora tendrán que enviar a buscarme.
—No será así —dijo Melisandre—. Joffrey tiene un hermano.
—Tommen —dijo el rey de mala gana.
—Coronarán a Tommen y gobernarán en su nombre.
Stannis apretó los puños.
—Tommen es mejor muchacho que Joffrey, pero nació del mismo incesto. Es otro monstruo, otra sanguijuela sobre esta tierra. Poniente necesita la mano de un hombre, no la de un niño.
—Salvad el reino, mi señor —dijo Melisandre acercándose a él—. Dejadme que despierte a los dragones de piedra. Tres son tres. Entregadme al chico.
—Edric Tormenta —dijo Davos.
—Sé cómo se llama. —Stannis se volvió hacia él, gélido de ira—. No quiero oír vuestros reproches. Esto me gusta tan poco como a vos, pero tengo un deber para con el reino. Y mi deber… —Se volvió hacia Melisandre—. ¿Me juráis que no hay otra manera de hacerlo? Jurádmelo por vuestra vida, porque os prometo que si mentís moriréis muy lentamente.
—Vos sois aquel que deberá enfrentarse al Otro, aquel cuya llegada se profetizó hace cinco mil años. El cometa rojo fue vuestro heraldo. Sois el príncipe que nos fue prometido; si caéis, el mundo caerá con vos. —Melisandre se acercó todavía más con los labios rojos entreabiertos y el rubí palpitante—. Entregadme al chico —susurró—, y yo os entregaré vuestro reino.
—No puede —intervino Davos—. Edric Tormenta se ha ido.
—¿Cómo que se ha ido? —Stannis se giró—. ¿Qué queréis decir?
—Está a bordo de una galera lysena, a salvo en alta mar.
Davos observó el rostro blanco en forma de corazón de Melisandre. Vio en él la sombra de la consternación, la repentina inseguridad. «¡No lo había anticipado!»
Los ojos del rey eran como heridas azules en sus cuencas.
—¿Se han llevado al bastardo de Rocadragón sin mi permiso? ¿Una galera, decís? Si ese pirata lyseno piensa que lo puede usar para sacarme oro…
—Esto es obra de vuestra Mano, señor. —Melisandre clavó una mirada de certeza en Davos—. Lo traeréis de vuelta. Lo traeréis de vuelta.
—El muchacho está fuera de mi alcance —dijo Davos—. Y también fuera del vuestro, mi señora.
Sus ojos rojos lo hicieron estremecer.
—Tendría que haberos dejado en la celda, ser. ¿Sabéis qué habéis hecho?
—Cumplir con mi deber.
—Hay quien diría que ha sido traición.
Stannis se dirigió hacia la ventana para contemplar la noche. «¿Está buscando el barco?»
—Yo os saqué de la nada, Davos. —Su voz sonaba más cansada que furiosa—. ¿Un poco de lealtad era mucho pedir?
—Cuatro de mis hijos murieron por vos en el Aguasnegras. Yo mismo estuve a punto de morir. Tenéis toda mi lealtad, igual que siempre. —Davos Seaworth había pensado mucho las palabras que iba a decir a continuación; sabía que su vida dependía de ellas—. Alteza, me hicisteis jurar que os daría consejo sincero, que os obedecería con presteza, que defendería el reino de vuestros enemigos y que protegería a vuestro pueblo. ¿Acaso Edric Tormenta no es parte de vuestro pueblo? ¿No es una de las personas que juré proteger? He cumplido mi juramento. ¿Cómo se puede considerar traición?
—Yo no pedí esta corona. —Stannis volvió a apretar los dientes—. El oro es frío y me pesa en la cabeza, pero mientras sea el rey tengo un deber. Si he de sacrificar a un niño en las llamas para salvar a un millón de la oscuridad… El sacrificio… nunca es fácil, Davos. De lo contrario no sería un verdadero sacrificio. Decídselo, mi señora.
—Azor Ahai templó la Dueña de Luz con la sangre del corazón de su amada esposa —dijo Melisandre—. Si un hombre que tiene un millar de vacas entrega una a dios, no significa nada. En cambio un hombre que le ofrezca su única vaca…
—La mujer habla de vacas —dijo Davos al rey—. Yo estoy hablando de un niño, del amigo de vuestra hija, del hijo de vuestro hermano.
—El hijo de un rey, con el poder de la sangre real en las venas. —El rubí de Melisandre le brillaba en la garganta como una estrella roja—. ¿Creéis que lo habéis salvado, Caballero de la Cebolla? Cuando caiga la Larga Noche, Edric Tormenta morirá como todos los demás, esté donde esté. Morirá y también morirán vuestros hijos. La oscuridad y el frío se adueñarán de la tierra. Os entrometéis en asuntos que no podéis comprender.
—Hay muchas cosas que no comprendo —reconoció Davos—. Nunca he dicho lo contrario. Sé de ríos y de mares, de la forma de las costas y dónde acechan las rocas en los bajíos. Sé de calas secretas en las que un barco puede atracar sin que nadie lo vea. Y sé que un rey protege a su pueblo, de lo contrario no es un rey.
—¿Os estáis burlando de mí? —Stannis tenía el rostro sombrío—. ¿Acaso un contrabandista de cebollas pretende enseñarme cuál es el deber de un rey?
—Si os he ofendido —dijo Davos dejándose caer sobre una rodilla—, cortadme la cabeza. Moriré como he vivido siempre, leal a vos. Pero antes escuchadme. Por las cebollas que os traje y los dedos que me cortasteis, escuchadme.
Stannis, con los tendones del cuello tensos como cuerdas, desenvainó a Dueña de Luz. El brillo de la hoja iluminó la estancia.
—Decid lo que queráis, pero que sea deprisa.
Davos rebuscó entre los pliegues de la capa y sacó el trozo de pergamino arrugado. Era fino y frágil, pero también el único escudo que tenía.
—La Mano del Rey tiene que saber leer y escribir. El maestre Pylos me ha estado enseñando.
Estiró la carta sobre la rodilla y, a la luz de la espada mágica, empezó a leer.