El hombre del tejado fue el primero en morir. Estaba acuclillado junto a la chimenea a doscientos metros, apenas si era una sombra vaga en la penumbra que precedía al amanecer, pero cuando el cielo empezó a aclararse se movió, se desperezó y se puso en pie. La flecha de Anguy le atravesó el pecho. Cayó inerte por la pendiente de tejas y fue a aterrizar delante de la puerta septrio.
Los Titiriteros habían apostado allí dos guardias, pero la luz de su propia antorcha les impedía ver en la noche y los bandidos se habían conseguido acercar. Kyle y Notch dispararon a la vez. Uno de los hombres se derrumbó con una flecha en la garganta; el otro, con una en el vientre. Al caer, el segundo derribó la antorcha y las llamas lo lamieron. Cuando su ropa se prendió lanzó un aullido, y allí terminó toda esperanza de sigilo. Thoros gritó una orden y los bandidos iniciaron el ataque.
Arya lo contempló todo montada a caballo desde la cima de un risco boscoso que dominaba el septrio, el molino, la destilería, los establos y la desolación de hierba marchita, árboles quemados y lodazales que rodeaban los edificios. Los árboles estaban casi desprovistos de hojas, y el escaso follaje dorado que aún colgaba de las ramas no le impedía la visión. Lord Beric había dejado a Dick Lampiño y a Mudge para vigilarlos. Arya no soportaba que la obligaran a quedarse atrás como a una niñita idiota, pero al menos tampoco permitían participar a Gendry. También sabía que no valía la pena discutir. Aquello era una batalla y en las batallas había que obedecer.
Hacia el este, el horizonte brillaba dorado y rojo, y sobre ellos la luna creciente se asomaba entre bancos de nubes bajas. Soplaba un viento fresco, y Arya alcanzaba a oír el ruido del agua del río y el chirrido de la gran hélice de palas de madera del molino. El aire del amanecer olía a lluvia, pero aún no había caído ni una gota. Las flechas en llamas surcaron las nieblas matutinas dejando a su paso estelas de fuego y fueron a clavarse en las paredes de madera del septrio. Unas cuantas se colaron a través de las contraventanas y pronto se alzaron finas columnas de humo entre los tablones rotos.
Dos Titiriteros con hachas en las manos salieron corriendo del septrio, hombro con hombro. Anguy y el resto de los arqueros los aguardaban. Uno de los hombres murió al instante, el otro consiguió agacharse a tiempo de manera que la flecha se le clavó en un hombro. Siguió adelante tambaleante hasta que recibió dos nuevos flechazos, tan rápidos que no se sabía cuál le había acertado primero. Las largas saetas le perforaron la coraza del pecho como si fuera de seda en lugar de acero. Se desplomó como un fardo. Anguy tenía unas flechas de punta fina y otras de cabeza ancha. Con una buena flecha de punta fina se podía atravesar hasta la armadura más gruesa.
«Voy a aprender a disparar con arco», pensó Arya. Le encantaba luchar con la espada, pero se daba cuenta de que las flechas también eran muy útiles.
Las llamas crepitaban y subían por la pared más occidental del septrio, y un humo espeso salía por una ventana rota. Un ballestero myriense sacó la cabeza por otra ventana, disparó un dardo y se agachó rápidamente para volver a cargar el arma. También le llegaba el sonido de combates en los establos, gritos entremezclados con relinchos de caballos y con el estruendo metálico del acero.
«Matadlos a todos —pensó con gesto torvo. Se mordió el labio con tanta fuerza que notó sabor a sangre—. Matadlos a todos, hasta el último.»
El ballestero volvió a aparecer, pero apenas le dio tiempo a disparar antes de que tres flechas se acercaran silbando a su cabeza; una le acertó en el yelmo y desapareció junto con su arma. Arya divisó llamas en varias ventanas del segundo piso. Entre el humo y la niebla matutina, el aire era una bruma blanca y negra. Anguy y el resto de los arqueros se estaban acercando más para localizar mejor los blancos.
En aquel momento el septrio hizo erupción, los Titiriteros salieron en tropel como hormigas furiosas. Dos ibbeneses cruzaron la puerta protegiéndose con escudos de piel marrón que sostenían ante ellos; los siguió un dothraki con un gran arakh curvo y campanillas en la trenza, y tras él tres mercenarios volantinos con los cuerpos cubiertos de temibles tatuajes. Otros muchos salían por las ventanas y saltaban al suelo. Arya vio cómo uno recibía un flechazo en el pecho cuando ya había pasado una pierna por encima del alféizar y oyó su grito al caer. El humo era cada vez más denso. Los dardos y las flechas iban y venían. Watty cayó emitiendo un gruñido y el arco se le deslizó de la mano. Kyle intentaba poner otra flecha en el arco cuando un hombre vestido con armadura negra le atravesó el vientre de una lanzada. Oyó el grito de Lord Beric. El resto de su banda salió de las zanjas y de entre los árboles, todos con los aceros en la mano. Arya divisó la capa amarilla de Lim que le ondeaba a la espalda mientras arrollaba con el caballo al hombre que había matado a Kyle. Thoros y Lord Beric estaban en todas partes a la vez con sus espadas llameantes. El sacerdote rojo golpeó un escudo de piel hasta que lo hizo pedazos mientras su caballo pateaba el rostro del portador. Un dothraki lanzó un aullido y cargó contra el señor del relámpago; la espada llameante acudió al encuentro de su arakh. Las espadas se besaron, giraron en el aire y se volvieron a besar. En aquel momento el cabello del dothraki estalló en llamas y un instante más tarde murió. También vio a Ned, que luchaba al lado del señor del relámpago.
«No es justo, sólo es un poco mayor que yo, a mí también me tendrían que dejar pelear.»
La batalla no fue larga. Los Compañeros Audaces que aún se mantenían en pie no tardaron en morir o en tirar las espadas. Dos de los dothrakis se las arreglaron para recuperar sus caballos y salir huyendo, pero sólo porque Lord Beric se lo permitió.
—Dejad que vuelvan a Harrenhal con la noticia —dijo, con la espada llameante todavía en la mano—. Eso proporcionará unas cuantas noches de insomnio al Señor de las Sanguijuelas y a su Cabra.
Jack-con-Suerte, Harwin y Merrit de Aldealuna se enfrentaron a las llamas del septrio incendiado para buscar posibles prisioneros. Sólo tardaron unos momentos en salir del humo con ocho hermanos pardos, uno de los cuales estaba tan débil que Merrit lo tuvo que sacar cargado a hombros. También había con ellos un septon corpulento y casi calvo, pero sobre las túnicas grises llevaba una cota de mallas negra.
—Lo he encontrado en el hueco de las escaleras del sótano —dijo Jack entre toses.
—Tú eres Utt —dijo Thoros sonriendo al verlo.
—El septon Utt, si no os importa. Un hombre dedicado a dios.
—¿Qué dios querría a gentuza como tú? —gruñó Lim.
—Es verdad que he pecado —gimoteó el septon—. Lo sé, lo sé. Perdóname, Padre. Sí, graves han sido mis pecados.
Arya se acordaba bien del septon Utt, al que había visto en Harrenhal. El bufón Shagwell decía que siempre lloraba y rezaba pidiendo perdón después de matar a un muchachito. En ocasiones llegaba incluso a pedir a los Titiriteros que lo flagelaran. A todos les parecía de lo más divertido.
Lord Beric envainó la espada, con lo que las llamas se extinguieron.
—Rematad a los moribundos para que no sigan sufriendo —ordenó—. A los otros, atadlos de pies y manos; vamos a juzgarlos.
Los juicios fueron rápidos. Diferentes bandidos relataron cosas que habían hecho los Compañeros Audaces, los saqueos en ciudades y aldeas, las cosechas quemadas, las mujeres violadas y asesinadas, los hombres mutilados y torturados… Unos cuantos hablaron también de los muchachitos que el septon Utt había matado. Mientras lo hacían el septon no paraba de sollozar y de rezar.
—Soy un junco débil —le dijo a Lord Beric—. Rezo al Guerrero para que me dé fuerza, pero los dioses me hicieron débil. Apiadaros de mí. Esos niños, esos niños tan dulces… Yo no quería hacerles daño…
El septon Utt no tardó en estar colgado por el cuello de un alto olmo, meciéndose tan desnudo como en su día del nombre. Uno a uno lo siguieron los demás Compañeros Audaces. Algunos se resistieron, patalearon y se debatieron cuando les pusieron el nudo corredizo en torno a la garganta.
—¡Yo soldado, yo soldado! —no paraba de gritar uno de los ballesteros con acento myriense muy cerrado.
Otro ofreció a sus captores llevarlos a donde tenían oro; un tercero los intentó convencer de que sería un bandido excelente. A todos y cada uno los desnudaron, los ataron y los ahorcaron. Tom Sietecuerdas tocó para ellos un cántico fúnebre con su lira, y Thoros imploró al Señor de la Luz que sus almas se asaran hasta el final de los tiempos.
«Un árbol con titiriteros como frutos», pensó Arya al verlos mecerse con las pieles blanquecinas teñidas de rojo por el reflejo de las llamas del septrio incendiado. Los cuervos ya empezaban a acercarse, parecían surgir de la nada. Los oyó graznar y lanzarse picotazos unos a otros, y se preguntó qué se estarían diciendo. Arya no había temido al septon Utt tanto como a Rorge, a Mordedor y a otros que todavía estaban en Harrenhal, pero se alegraba de que estuviera muerto. «También tendrían que haber colgado al Perro, o haberle cortado la cabeza.» En vez de eso, para su disgusto, los bandidos habían curado el brazo quemado de Sandor Clegane, le habían devuelto la espada, el caballo y la armadura, y lo habían puesto en libertad no muy lejos de la colina hueca. Lo único que le quitaron fue el oro.
El septrio no tardó en derrumbarse con estrépito entre el humo y las llamas; las paredes ya no podían seguir soportando el peso del tejado de pizarra. Los ocho hermanos pardos lo miraban con resignación. El más viejo, que llevaba al cuello una tira de cuero de la que pendía un martillito de hierro como símbolo de su devoción al Herrero, les explicó que eran los últimos que quedaban.
—Antes de que empezara la guerra éramos cuarenta y cuatro, y este lugar era próspero. Teníamos una docena de vacas lecheras y un toro, un centenar de panales, un viñedo y un pomar. Cuando vinieron los leones se llevaron todo el vino, la leche y la miel, mataron a las vacas y prendieron fuego al viñedo. Después… He perdido la cuenta de todos los que nos visitaron. Este falso septon sólo ha sido el último. Había uno que era un monstruo… Le entregamos toda la plata que teníamos, pero no dejaba de decir que le escondíamos el oro, así que sus hombres nos fueron matando uno a uno para obligar a hablar al superior.
—¿Cómo sobrevivisteis vosotros ocho? —preguntó Anguy el Arquero.
—Me avergüenza reconocerlo, pero fui yo quien habló —dijo el anciano—. Cuando me llegó el turno de morir les dije dónde escondíamos el oro.
—Hermano —le dijo Thoros de Myr—, la única vergüenza es no habérselo dicho antes.
Aquella noche los bandidos se refugiaron en la destilería que se alzaba junto al riachuelo. Sus anfitriones tenían un escondrijo con comida bajo el suelo de los establos, de manera que compartieron una cena sencilla a base de pan de avena, cebollas y una aguada sopa de coles con un tenue sabor a ajo. Arya se dio por afortunada al encontrarse flotando en el cuenco una rodaja de zanahoria. Los hermanos no preguntaron los nombres de los bandidos en ningún momento.
«Lo saben», pensó Arya. Era imposible que no lo supieran. Lord Beric lucía un relámpago en la coraza, el escudo y la capa, y Thoros llevaba una túnica roja, o más bien lo que le quedaba de ella. Uno de los hermanos, un novicio joven, reunió valor para pedir al sacerdote rojo que no rezara a su falso dios mientras se encontrara bajo su techo.
—Y una mierda —dijo Lim Capa de Limón—. También es nuestro dios, y nos debéis la vida, joder. Además, ¿qué tiene de falso? Vale, vuestro herrero puede arreglar una espada rota, pero ¿puede curar a un hombre roto?
—Ya basta, Lim —ordenó Lord Beric—. Estamos bajo su techo y cumpliremos sus normas.
—El sol no dejará de brillar porque nos saltemos una oración o dos —asintió Thoros—. Quién lo va a saber mejor que yo.
Lord Beric no comió nada. Arya no lo había visto ingerir alimentos, aunque de vez en cuando tomaba una copa de vino. Tampoco parecía dormir. Cerraba el ojo sano como si estuviera fatigado, pero cuando alguien le hablaba lo abría al instante. El señor marqueño seguía vistiendo la desastrada capa negra y la mellada coraza con el desportillado esmalte del relámpago. No se la quitaba ni para dormir. El acero negro ocultaba la espantosa herida que le había infligido el Perro, al igual que el grueso pañuelo de lana escondía el círculo oscuro que le rodeaba la garganta. Pero no había nada que ocultara a la vista la cabeza rota, con la sien hundida, ni el agujero carmesí del ojo que había perdido, o la forma del cráneo bajo el rostro.
Arya lo miró con cautela mientras recordaba lo que había oído en Harrenhal sobre él. Lord Beric percibió su temor. Volvió la cabeza hacia ella y le hizo gestos para que se acercara.
—¿Te doy miedo, pequeña?
—No. —Se mordió el labio—. Sólo que… Pensaba que el Perro os había matado, pero…
—Lo hirió —dijo Lim Capa de Limón—. Fue una herida espantosa, desde luego, pero Thoros se la curó. Jamás ha habido mejor sanador.
Lord Beric lanzó a Lim una mirada extraña con el ojo sano; el otro no era más que un amasijo de cicatrices y sangre seca.
—El mejor sanador —asintió con cansancio—. Ya es hora del cambio de guardia, Lim. Por favor, encárgate tú.
—Sí, mi señor. —La larga capa amarilla de Lim se le arremolinó a la espalda cuando se volvió y salió a zancadas a la noche azotada por el viento.
—A veces, hasta los hombres más valientes se ciegan cuando les da miedo ver algo —comentó Lord Beric una vez Lim se hubo marchado—. ¿Cuántas veces me has traído ya de vuelta, Thoros?
—Quien te trae de vuelta es R'hllor, el Señor de la Luz —dijo el sacerdote rojo inclinando la cabeza—. Yo sólo soy su instrumento.
—¿Cuántas veces? —insistió Lord Beric.
—Seis —respondió Thoros de mala gana—. Y cada vez me cuesta más. Mi señor se ha vuelto imprudente. ¿Tan dulce es la muerte?
—¿Dulce? No, amigo mío. No tiene nada de dulce.
—Entonces no la cortejes tanto. Lord Tywin dirige a sus hombres desde la retaguardia, al igual que Lord Stannis. Lo más sensato sería que hicieras lo mismo. Una séptima muerte podría ser el fin para los dos.
—Aquí es donde Ser Burton Crakehall me rompió el yelmo y la cabeza de un golpe de maza —dijo Lord Beric tocándose la cabeza, sobre la oreja izquierda, donde le habían hundido la sien. Se quitó el pañuelo y dejó a la vista la magulladura negra que le rodeaba el cuello—. Ésta es la marca que me dejó la manticora en Aguasbravas. Hizo prisioneros a un pobre apicultor y a su esposa pensando que eran seguidores míos y proclamó a los cuatro vientos que los ahorcaría a menos que me entregara. Me entregué, pero aun así los colgó, y a mí entre los dos. —Se llevó un dedo al agujero rojo que había sido su ojo—. Aquí es donde la Montaña me clavó a daga a través del visor. —La sombra de una sonrisa cansada le aleteó en los labios—. Ya van tres veces que muero a manos de la Casa Clegane. A estas alturas, debería haber aprendido la lección.
Arya sabía que era una broma, pero Thoros no se rió. Puso una mano en el hombro de Lord Beric.
—No pienses en eso.
—¿Cómo voy a pensar en algo que apenas recuerdo? Hubo un tiempo en que tenía un castillo en las Marcas y estaba comprometido para casarme con una mujer, pero hoy no sabría encontrar aquel castillo ni te podría decir de qué color tenía la mujer el pelo. ¿Quién me armó caballero, viejo amigo? ¿Cuáles eran mis comidas favoritas? Todo se va desvaneciendo. A veces creo que nací sobre la hierba ensangrentada de aquel bosquecillo de fresnos con el sabor de la sangre en la boca y un agujero en el pecho. ¿Eres tú mi madre, Thoros?
Arya contempló al sacerdote myriense, con su cabellera desastrada, los harapos rosados y los restos de armadura vieja. Una incipiente barba gris le cubría las mejillas y la piel flácida debajo de la barbilla. No se parecía en nada a los magos de las historias de la Vieja Tata, pero tal vez…
—¿Podríais devolver la vida a un hombre que no tuviera cabeza? —le preguntó—. Sólo una vez, no seis. ¿Podríais?
—No hago magia, pequeña. Yo sólo rezo. Aquella primera vez, su señoría tenía un agujero que lo atravesaba y la boca llena de sangre, y supe que no había ninguna esperanza. De modo que, cuando su pecho herido dejó de moverse, le di el beso del buen dios para enviarlo hacia él. Me llené la boca de fuego y le insuflé las llamas, le llené con ellas la garganta, los pulmones, el corazón y el alma. Es lo que llaman «el último beso», más de una vez vi a los viejos sacerdotes dárselo a los siervos del Señor cuando morían. Yo mismo lo había dado un par de veces, como corresponde a todo sacerdote. Pero jamás hasta entonces había sentido a un hombre muerto estremecerse cuando el fuego lo llenaba ni abrir los ojos de nuevo. No fui yo quien lo trajo de vuelta, mi señora. Fue el Señor. R'hllor aún tiene planes para él. La vida es calor, y el calor es fuego, y el fuego es de Dios, sólo de Dios.
A Arya se le llenaron los ojos de lágrimas. Thoros había empleado muchas palabras, pero todas significaban «no», le había quedado muy claro.
—Tu padre era un buen hombre —dijo Lord Beric—. Harwin me ha hablado mucho de él. De buena gana perdonaría tu rescate en su memoria, pero necesitamos el oro con desesperación.
«Parece que dice la verdad», pensó Arya mordiéndose el labio. Sabía que Lord Beric había entregado el oro del Perro a Barbaverde y al Cazador para que compraran provisiones al sur del Mander.
—La última cosecha se quemó, ésta se está ahogando y pronto se nos echará encima el invierno —le había oído decir cuando los envió con el encargo—. El pueblo necesita grano y semillas, y nosotros espadas y caballos. Demasiados de mis hombres van montados sobre jacos, caballos de tiro y mulas al encuentro de enemigos que cabalgan sobre corceles y caballos de batalla.
Lo que Arya no sabía era cuánto podría pagar Robb por ella. Era todo un rey, no el niño al que había dejado en Invernalia jugando con la nieve. Y si se enteraba de las cosas que había hecho, de lo del mozo de cuadras, el guardia en Harrenhal y todo lo demás…
—¿Qué pasa si mi hermano no quiere pagar el rescate?
—¿Por qué dices eso? —preguntó Lord Beric.
—Bueno… —titubeó Arya—, tengo el pelo revuelto y las uñas sucias y los pies llenos de callos.
Lo más probable era que a Robb eso no le importara, pero a su madre, sí. Lady Catelyn siempre había querido que fuera como Sansa, que cantara, bailara, cosiera y fuera cortés. Sólo con pensarlo, Arya sintió el impulso irrefrenable de peinarse el cabello con los dedos, pero lo tenía todo enmarañado y apelmazado, y lo único que consiguió fue arrancarse un mechón.
—Estropeé el vestido que me regaló Lady Smallwood, y no coso muy bien. —Se mordió el labio—. Quiero decir que no coso nada bien. La septa Mordane siempre me decía que tenía manos de herrero.
—¿Con esos deditos tan blandos? —le dijo Gendry soltando una carcajada—. No podrías ni coger un martillo.
—¡Sí que podría si me diera la gana! —le espetó.
Thoros rió entre dientes.
—Tu hermano pagará, pequeña. Por eso no tengas miedo.
—Ya, pero ¿y si no quiere? —insistió.
—En ese caso te enviaría una temporada con Lady Smallwood, o tal vez a mi castillo de Refugionegro. —Lord Beric dejó escapar un suspiro—. Pero estoy seguro de que no hará falta. No está en mi poder devolverte a tu padre, igual que tampoco puede hacerlo Thoros, pero al menos me puedo encargar de que vuelvas sana y salva a los brazos de tu madre.
—¿Me lo juráis? —le preguntó. Yoren también le había prometido llevarla a casa, y en vez de eso lo habían matado.
—Por mi honor de caballero —le aseguró con solemnidad el señor del relámpago.
Llovía cuando Lim volvió a la taberna mascullando maldiciones, el agua que le chorreaba de la capa amarilla formó un charco en el suelo. Anguy y Jack-con-Suerte estaban haciendo rodar los dados, pero jugaran a lo que jugaran el tuerto Jack no tenía suerte nunca. Tom Sietecuerdas sustituyó una cuerda rota de su lira y les cantó «Las lágrimas de la Madre», «Cuando la mujer de Willum se mojó», «Lord Harte salió a cabalgar en un día lluvioso» y, por último, «Las lluvias de Castamere».
Y quién sois vos, preguntó el orgulloso señor,
para haceros tales reverencias?
Sólo soy un gato con diferente pelaje,
y ésa es toda la esencia;
con pelaje dorado o pelaje carmesí,
el león garras sigue teniendo,
y las mías son tan largas y afiladas, mi señor,
como las que vais exhibiendo.
De esa manera habló, eso fue lo que dijo
el señor de Castamere,
pero ahora las lluvias lloran en sus salones,
y nadie oírlas puede.
Sí, ahora las lluvias lloran en sus salones,
y ni un alma oírlas puede.
Por fin a Tom se le acabaron las canciones que hablaban de lluvias y dejó la lira a un lado. Entonces sólo les quedó el sonido de la propia lluvia que repiqueteaba contra el tejado de pizarra de la destilería. La partida de dados terminó, y Arya se dedicó a sostenerse primero sobre una pierna y luego sobre otra mientras escuchaba cómo Merrit se quejaba de que a su caballo se le había caído una herradura.
—Si queréis se la pongo yo —intervino Gendry de repente—. Sólo era aprendiz, pero mi maestro decía que tenía buena mano para el martillo. Sé herrar caballos, arreglar rotos en las cotas de mallas y quitar las mellas de las armaduras. Seguro que también podría hacer espadas.
—¿Qué quieres decir, muchacho? —preguntó Harwin.
—Trabajaré como herrero para vosotros. —Gendry se dejó caer sobre una rodilla ante Lord Beric—. Si me aceptáis puedo seros útil, mi señor. Antes hacía herramientas y cuchillos, y también hice un casco que no estaba nada mal. Uno de los hombres de la Montaña me lo robó cuando me cogieron prisionero.
«Él también quiere abandonarme», pensó Arya mordiéndose el labio.
—Harías mejor en ir a servir a Lord Tully en Aguasdulces —dijo Lord Beric—. Yo no puedo pagar tus servicios.
—No me han pagado nunca. Sólo quiero una fragua, comida a la hora de comer y un lugar donde dormir. Eso es todo, mi señor.
—En cualquier lugar darían la bienvenida a un herrero. Todavía más si es un armero hábil. ¿Por qué ibas a preferir quedarte con nosotros?
Arya vio como Gendry hacía una mueca con su cara de idiota en un esfuerzo por pensar.
—En la colina hueca… No sé, me gustó lo que dijisteis de que erais hombres del rey Robert y también hermanos. Me gustó que juzgarais al Perro. Lord Bolton lo que hacía era cortar cabezas y ahorcar a la gente, y Lord Tywin y Ser Amory igual. Prefiero trabajar como herrero para vosotros.
—Tenemos muchas armaduras que necesitan arreglos, mi señor —le recordó Jack a Lord Beric—. La mayor parte se las cogemos a los muertos y tienen los agujeros por los que les entró la muerte.
—Tú debes de ser corto de entendederas, chico —dijo Lim—. Somos bandidos. La mayoría somos escoria de baja estofa, menos su señoría, claro. No te creas que esto es como en las canciones del bobo de Tom. No le arrancarás un beso a ninguna princesa ni participarás en un torneo con una armadura robada. Si te unes a nosotros acabarás colgado de un árbol o con la cabeza en una pica sobre las puertas de cualquier castillo.
—Es lo mismo que os harían a vosotros —dijo Gendry.
—Es verdad —replicó alegremente Jack-con-Suerte—. Los cuervos nos esperan a todos. Mi señor, este chaval parece valiente y necesitamos lo que nos podría aportar. Por mi parte voto que lo aceptemos.
—Y deprisa —sugirió Harwin con una risita—, antes de que se le pase la fiebre y recupere el sentido común.
—Thoros, tráeme la espada. —Una sonrisa débil rozaba los labios de Lord Beric. En aquella ocasión el señor del relámpago no prendió fuego a la espada, sino que se limitó a rozar con ella el hombro de Gendry—. Gendry, ¿juras ante los ojos de los hombres y los dioses defender a los indefensos, proteger a las mujeres y a los niños, obedecer a tus capitanes, a tu señor y a tu rey, luchar con valentía cuando sea necesario y cumplir las tareas que se te encomienden, por duras, humildes o peligrosas que sean?
—Sí, mi señor.
El señor marqueño pasó la espada del hombro derecho al izquierdo.
—Levantaos, Ser Gendry, caballero de la colina hueca, y sed bienvenido a nuestra hermandad.
Desde la puerta les llegó una carcajada brusca, gutural.
Estaba empapado por la lluvia. Llevaba el brazo quemado envuelto en hojas y tiras de lino, sujeto contra el pecho con un tosco cabestrillo de cuerdas. Pero las quemaduras antiguas que le marcaban el rostro brillaban negras a la luz de la pequeña hoguera.
—¿Qué, Dondarrion, armando más caballeros? —gruñó el intruso—. Sólo por eso tendría que volver a matarte.
—Tenía la esperanza de no volver a verte, Clegane. —Lord Beric se enfrentaba a él con gesto frío—. ¿Cómo nos has encontrado?
—No me ha costado gran cosa. La mierda de humareda que habéis montado se ve hasta en Antigua.
—¿Qué ha pasado con los centinelas que dejé apostados?
—¿Esos dos ciegos? —Clegane hizo una mueca—. Los podría haber matado y ni se habrían enterado. ¿Qué habríais hecho en ese caso?
Anguy echó mano del arco. Notch lo imitó.
—¿Tantas ganas tienes de morir, Sandor? —preguntó Thoros—. Debes de estar loco o borracho para habernos seguido.
—¿Borracho de qué, de lluvia? No me dejasteis oro suficiente ni para una copa de vino, retoños de ramera.
—Somos bandidos. —Anguy sacó una flecha—. Los bandidos roban. Lo dice en todas las canciones, seguro que Tom te canta alguna si se lo pides por favor. Da gracias de que no te matamos.
—Inténtalo si te atreves, arquero. Te apuesto lo que quieras a que te quito el carcaj y te meto las flechas por el culo.
Anguy levantó el arco, pero antes de que pudiera disparar, Lord Beric lo detuvo con un gesto de la mano.
—¿A qué has venido, Clegane?
—A recuperar lo que me pertenece.
—¿El oro?
—Pues claro. Te garantizo que no ha sido por el placer de volver a verte la cara, Dondarrion. Ahora eres más feo que yo. Y encima te has convertido en un caballero ladrón.
—Te di una nota a cambio de tu oro —dijo Lord Beric con calma—. Una promesa de pago cuando termine la guerra.
—Con tu papel me limpié el culo. Devuélveme el oro.
—Ya no lo tenemos. Se lo di a Barbaverde y al Cazador para que fueran al sur a comprar grano y semillas al otro lado del Mander.
—Para alimentar a la gente cuyas cosechas quemaste —intervino Gendry.
—Ah, ¿ésas tenemos? —Sandor Clegane se rió de nuevo—. Pues resulta que es lo mismo que pretendía hacer con él. Dar de comer a un montón de campesinos sucios y a sus cachorros picados de viruelas.
—Es mentira —dijo Gendry.
—Vaya, así que el chico tiene lengua. ¿Por qué los crees a ellos y no a mí? No será por mi cara, ¿verdad? —Clegane miró a Arya—. ¿También la vas a armar caballero, Dondarrion? ¿La primera niña de ocho años en la historia de la caballería?
—Tengo doce —mintió Arya en voz alta—. Y si quisiera podría ser caballero. También te podría haber matado, pero Lim me quitó el cuchillo. —Sólo de recordarlo se ponía furiosa otra vez.
—Pues ve con las quejas a Lim, no a mí. Y luego mete el rabo entre las piernas y huye. ¿No sabes qué les hacen los perros a los lobos?
—La próxima vez te mataré. ¡Y también a tu hermano!
—No. —Entrecerró los ojos oscuros—. Eso te aseguro que no. —Se volvió de nuevo hacia Lord Beric—. Oye, ¿por qué no armas caballero a mi caballo? No caga nunca cuando está en un salón y no cocea demasiado, se lo merece. A menos que también pretendas robármelo.
—Más te vale montar en ese caballo y largarte —le advirtió Lim.
—Me iré con mi oro. Vuestro dios me declaró inocente.
—El Señor de la Luz te perdonó la vida —declaró Thoros de Myr—. No dijo que fueras Baelor el Santo.
El sacerdote rojo desenvainó la espada, y Arya vio que Jack y Merrit también tenían las armas en las manos. Lord Beric aún sostenía la hoja con la que había armado caballero a Gendry.
«A lo mejor esta vez lo matan.»
—Sois unos vulgares ladrones. —El Perro volvió a fruncir los labios.
—Tus amigos leones entran en los pueblos, se llevan todos los alimentos y todo el dinero que encuentran, y dicen que eso es «forrajear». —Lim estaba furioso—. Los lobos hacen lo mismo, ¿por qué no lo vamos a hacer nosotros? No te hemos robado, perro. Estábamos «forrajeando».
Sandor Clegane les miró los rostros uno por uno, como si quisiera memorizarlos. Luego, sin añadir palabra, se dio la vuelta y salió de nuevo a la oscuridad y a la lluvia de donde había llegado. Los bandidos aguardaron, titubeantes…
—Más vale que vaya a ver qué les ha hecho a los centinelas. —Harwin se asomó con cautela antes de salir para asegurarse de que el Perro no aguardaba al acecho junto a la puerta.
—Además, ¿cómo se las había apañado ese cabrón de mierda para juntar tanto oro? —preguntó Lim Capa de Limón para aliviar un poco el ambiente.
—Ganó el torneo de la Mano en Desembarco del Rey —dijo Anguy encogiéndose de hombros, luego sonrió—. Yo también gané una fortuna, pero después conocí a Dancy, a Jayde y a Alayaya. Me enseñaron cómo sabe el cisne asado y qué se siente al bañarse en vino del Rejo.
—Así que te measte todo el oro, ¿eh? —rió Harwin.
—Todo no. También compré estas botas y esta daga tan buena.
—Lo que tendrías que haber comprado es una parcela de tierra —dijo Jack-con-Suerte—, y haber hecho una mujer honrada de una de esas chicas que asaban cisnes. Y sembrar una cosecha de nabos y otra de hijos.
—¡El Guerrero me libre! Habría sido un desperdicio convertir mi oro en nabos.
—A mí me encantan los nabos —se ofendió Jack—. Mira, ahora mismo me gustaría tener delante un buen puré de nabos.
Thoros de Myr hizo caso omiso de las chanzas.
—El Perro no ha perdido sólo unas bolsas de monedas —meditó—. También ha perdido a su amo y su perrera. No puede volver con los Lannister, el Joven Lobo no lo aceptaría jamás en sus filas y no creo que su hermano quiera volver a verlo. Me parece que ese oro era todo lo que le quedaba.
—Mierda —dijo Watty el Molinero—. Entonces seguro que vuelve a matarnos cuando estemos dormidos.
—No. —Lord Beric había envainado la espada—. Sandor Clegane nos mataría a todos de buena gana, pero no mientras dormimos. Anguy, mañana por la mañana quiero que vayas en la retaguardia con Dick Lampiño. Si Clegane nos sigue todavía, mata a su caballo.
—Es un caballo estupendo —protestó Anguy.
—Eso —dijo Lim—. A quien tendríamos que matar es al jinete. El caballo nos sería muy útil.
—Opino lo mismo que Lim —dijo Notch—. Deja que le clave unas cuantas flechas al Perro, ya verás cómo cambia de idea.
—Bajo la colina hueca, Clegane se ganó el derecho a vivir —dijo Lord Beric sacudiendo la cabeza—. No se lo voy a arrebatar.
—Mi señor habla con sabiduría —dijo Thoros a los demás—. Un juicio por combate es sagrado, hermanos. Todos me oísteis pedir a R'hllor su intervención, visteis cómo su mano quebró la espada de Lord Beric justo cuando iba a matarlo. Parece que el Señor de la Luz aún tiene planes para el Perro de Joffrey.
Harwin no tardó en volver a la destilería.
—Pies de Flan estaba dormido como un tronco, pero ileso.
—Ya verás cuando lo coja yo —dijo Lim—. Le voy a hacer otro agujero en el culo. Por su culpa nos podrían haber matado a todos.
Aquella noche, nadie durmió bien sabiendo que Sandor Clegane estaba cerca, en la oscuridad, al acecho. Arya se acurrucó cerca del fuego cómoda y abrigada, pero no conseguía conciliar el sueño. Sacó la moneda que le había dado Jaqen H'ghar y la apretó en la mano mientras se arrebujaba bajo la capa. Siempre que la sostenía se sentía más fuerte al recordar que ella había sido el fantasma de Harrenhal, que en aquellos días podía matar con un susurro.
Pero Jaqen se había ido, la había abandonado.
«Pastel Caliente también me abandonó, y ahora Gendry.» Lommy había muerto, Yoren había muerto, Syrio Forel había muerto, hasta su padre había muerto, y Jaqen le había dado una maldita moneda de hierro antes de desaparecer.
—Valar morghulis —susurró en voz baja. Apretó el puño con fuerza, tanto que los bordes duros de la moneda se le clavaron en la palma de la mano—. Ser Gregor, Dunsen, Polliver, Raff el Dulce. El Cosquillas y el Perro. Ser Ilyn, Ser Meryn, el rey Joffrey, la reina Cersei.
Arya trató de imaginarse qué aspecto tendrían muertos, pero le costaba recordar sus rostros. Al Perro sí lo podía visualizar, y a su hermano, la Montaña, y desde luego jamás olvidaría la cara de Joffrey ni la de su madre… pero las de Raff, Dunsen y Polliver empezaban a desvanecerse, incluso la del Cosquillas, que tenía un aspecto tan común.
Al final el sueño se apoderó de ella, pero en mitad de la noche Arya se volvió a despertar con un hormigueo. Del fuego apenas quedaban unas brasas. Mudge estaba de pie junto a la puerta y otro guardia paseaba en el exterior. La lluvia había cesado, a oídos de Arya llegaron los aullidos de los lobos.
«Están muy cerca y son muchos —pensó. Parecía que estuvieran en torno a los establos, que eran docenas, o tal vez cientos—. Ojalá se coman al Perro.» Se acordó de lo que había dicho sobre los lobos y los perros.
Cuando llegó la mañana, el septon Utt seguía balanceándose colgado del árbol, pero los hermanos pardos estaban bajo la lluvia con palas y excavaban tumbas poco profundas para los otros muertos. Lord Beric les agradeció que les hubieran proporcionado techo y comida, y les dio una bolsa de venados de plata para contribuir a la reconstrucción. Harwin, Luke el Lúcido y Watty el Molinero salieron a explorar, pero no encontraron lobos ni perros.
Mientras Arya ajustaba la cincha de la silla de montar, Gendry se le acercó para decirle que lo sentía. Ella puso el pie en el estribo y montó para poder mirarlo desde arriba, en vez de desde abajo.
«Podrías haber hecho espadas para mi hermano en Aguasdulces», pensó. Pero no fue eso lo que dijo.
—Así que quieres ser un idiota caballero bandido y que te ahorquen —le espetó—. ¿Y a mí qué? Yo estaré en Aguasdulces con mi hermano en cuanto paguen el rescate.
Por suerte aquel día no llovió y consiguieron avanzar bastante para variar.