8

– ¿Qué espera de mí?

El rostro de Charles Dellard no reflejaba benevolencia ni compasión. Al contrario, sir Walter tenía la impresión de que el inspector se sentía secretamente complacido al comprobar que sus sombrías predicciones se habían hecho realidad tan pronto.

– ¿Que qué espero de usted? -repitió sir Walter. En el despacho de la guardia de Kelso hacía calor y el ambiente estaba cargado. Quentin, que acompañaba, como siempre, a su tío, tenía la frente perlada de sudor-. Espero que atienda a sus deberes e investigue este suceso como merece.

– Como ya dije, el asunto no entra en mis atribuciones. El sheriff Slocombe, como representante de la ley, es la persona autorizada para investigar el accidente del puente…

– No fue un accidente -le contradijo sir Walter con decisión-. Fue un atentado premeditado dirigido contra mi sobrino y contra mí. Lady de Egton y su doncella estaban sencillamente en el lugar y el momento equivocados.

– Ya me lo ha dicho antes. Pero no existe ningún indicio que lo apoye.

– ¿Cómo que no? ¿No me advirtió usted mismo en nuestro último encuentro que me encontraba en peligro? ¿Que debía apartarme del caso?

Dellard no contestó enseguida, sino que pareció escoger cuidadosamente sus palabras.

– Bien, sir -dijo entonces-, supongamos que tiene razón. Partamos de la base de que este terrible suceso no fue un desgraciado accidente, sino la obra de los criminales que también son responsables de la muerte de Jonathan Milton y del incendio de la biblioteca. ¿Qué espera de mí? -preguntó de nuevo-. Ya le dije que estoy tras la pista de estos criminales. ¿Qué más podría hacer?

– Podría, por ejemplo, decirme de una vez quién es esa gente -propuso sir Walter-. ¿Por qué son tan fanáticos que no les importa sembrar su camino de cadáveres? ¿Qué oculta usted?

– Lo lamento, sir -respondió Dellard con expresión impenetrable-, pero no estoy autorizado a darle información sobre este asunto.

– ¿No? ¿Aunque hayan atentado contra la vida de mi sobrino y la mía? ¿Aunque una joven dama que, por cierto, es noble, haya estado a punto de morir? ¿Aunque haya habido una víctima mortal?

– Le he comunicado todo lo que debe saber. Le dije que para usted era más seguro permanecer en Abbotsford y esperar allí hasta que mi gente y yo hubiéramos llegado al final de este asunto. Estamos a punto de solucionar el caso y de capturar a los responsables. Pero es importante que se atenga a mis instrucciones, sir.

– ¿Sus instrucciones? -preguntó sir Walter airadamente.

– Mis encarecidos ruegos -rectificó Dellard diplomáticamente; pero el fulgor que brillaba en sus ojos revelaba que habría podido utilizar también vocablos muy distintos si su disciplina no le hubiera frenado.

– De modo que sigue negándose a revelarnos nada sobre el caso. A pesar de todo lo que ha ocurrido.

– No puedo hacerlo. La seguridad de los ciudadanos de este territorio tiene absoluta prioridad para mí, y no haré nada que pueda ponerla en peligro. De ningún modo permitiré que un civil…

– ¡Este civil ha estudiado derecho! -exclamó sir Walter tan fuerte que Quentin dio un respingo. De pronto la figura habitualmente tan afable de su tío había adquirido un carácter hosco e intimidador-. ¡Este civil ha sido durante varios años sheriff de Selkirk! -continuó-. ¡Y este civil tiene derecho a saber quién atenta contra su vida y quién amenaza la paz de su casa!

Durante unos segundos, que a Quentin le parecieron eternos, los dos hombres permanecieron frente a frente mirándose, separados solo por el antiguo escritorio de madera de roble.

– Muy bien -dijo Dellard finalmente-. Por respeto hacia su persona y a la consideración de que goza tanto aquí como ante la Corona, me inclinaré y le pondré al corriente del asunto. Pero le prevengo, sir Scott: saber demasiado puede ser peligroso.

– Ya han atentado contra mi vida en una ocasión -replicó sir Walter, furioso-. En ese suceso un hombre murió y dos jóvenes damas escaparon con vida por muy poco. Quiero saber de una vez en qué posición me encuentro.

– No dirá que no le he avisado -dijo el inspector en un tono tan siniestro que a Quentin se le puso la piel de gallina-. Nuestros adversarios son tan desalmados como astutos; por ello es imprescindible actuar con la máxima prudencia.

– ¿Quiénes son? -preguntó sir Walter, impertérrito.

– Rebeldes -replicó Dellard escuetamente-. Campesinos y otras gentes del pueblo insatisfechas con un destino del que solo ellos son culpables.

– ¿De qué está hablando?

– Hablo de que el gobierno, desde hace algunos años, está haciendo todo lo posible para civilizar esta tierra dejada de la mano de Dios y de que, por parte de la población, se le ponen continuamente obstáculos en el camino. Y esto sucede a pesar de que a esta gente no le podía pasar nada mejor que les sacaran de estos yermos para reasentarlos en la costa, donde hay tierra fértil y trabajo, ciudades en las que puede llevarse una vida que merezca ese nombre.

– Si está aludiendo a las Highlands Clearances… -empezó sir Walter.

– ¡Eso hago justamente! Hablo de derrochar el dinero de los impuestos de honrados ciudadanos para facilitar una vida mejor a unos testarudos escoceses. ¿Y cómo lo agradecen? Con revueltas, crímenes y asesinatos.

Con el alma en vilo, Quentin seguía la conversación, que iba degenerando progresivamente en disputa. Sabía que Dellard, con su frívolo discurso, estaba tocando un punto sensible en el temperamento normalmente equilibrado de su tío.

Naturalmente, también Quentin estaba informado de las acciones de evacuación de población que se desarrollaban en las tierras altas desde hacía ya varios años. Seducidos por las promesas de los ricos criadores de ovejas, que se declaraban dispuestos a pagar altos arrendamientos por sus terrenos, muchos terratenientes habían aceptado desalojar a los hombres que habitaban sus tierras. Los lugareños eran forzados a abandonar su hogar y trasladarse a regiones costeras, y no era raro que a quien se negaba a hacerlo le quemaran la casa con él dentro. La situación era particularmente conflictiva en el condado de Sutherland, donde el inglés Granville imponía su ley y los representantes judiciales tenían el apoyo de los militares. Sir Walter se había declarado repetidamente contrario a los reasentamientos, pero sus opiniones no habían encontrado eco entre los implicados, reacción en la que sin duda influía que muchos nobles escoceses defendiesen las medidas, que llenaban sus bolsillos.

– No tengo ningún inconveniente en llamar a las cosas por su nombre, inspector -dijo sir Walter, que parecía contenerse con dificultad-, pero no me gusta que se distorsionen. En el curso de las evacuaciones en las tierras altas, muchos campesinos escoceses fueron y son deportados con métodos brutales y contra su voluntad de sus tierras ancestrales para ser trasladados a la costa; y todo eso solo para que sus antiguos señores de los clanes puedan arrendar la tierra a ricos criadores de ovejas del sur.

– ¿Tierras ancestrales? Está hablando usted de suelos pobres y piedras desnudas.

– Estas piedras, apreciado inspector, son la patria de estas personas, el lugar que habitan desde hace cientos de años. Es posible que las intenciones del gobierno sean honorables, pero no justifican de ningún modo semejante actuación.

– ¿Está justificando, pues, que una banda constituida por estos patanes sin tierra recorra el país asesinando y asolándolo todo? -replicó Dellard airadamente.

Sir Walter inclinó la cabeza.

– No -dijo en voz baja-, no lo hago. Y me avergüenzo de que los que se encuentran tras estos viles ataques sean compatriotas míos. Pero ¿está realmente seguro de que es así?

– Persigo a estos criminales desde hace años -dijo Dellard-. Son fanáticos. Nacionalistas que se envuelven en cogullas y merodean por el país. Pero esta vez les estoy pisando los talones. Estoy a punto de atraparlos.

– ¿Fue también esa gente la que asesinó al pobre Jonathan?

– Así es.

– ¿Y fueron los que estuvieron a punto de acabar con la vida de mi sobrino?

– Lamento que tenga que enterarse de todo esto, sir Walter; pero no me ha dejado otra opción. Mi intención es protegerles, a usted y a su familia, y preservarles de influencias dañinas. Pero debe dejar que haga mi trabajo.

Sir Walter calló. Quentin, que a esas alturas conocía bastante bien a su tío, pudo ver que las palabras de Dellard le habían dado que pensar. A Quentin, en cambio, las explicaciones del inspector le habían impresionado menos. La idea de que tras aquellos incidentes se encontraran unos campesinos levantiscos y de que el misterioso fantasma con el que se había tropezado en la biblioteca fuera una persona de carne y hueso más bien le tranquilizaba.

Sir Walter, con todo, no parecía dispuesto a darse por satisfecho.

– Esto no tiene sentido -objetó-. Si efectivamente se trata de rebeldes, ¿por qué han puesto sus miras en mí? Todo el mundo sabe que me opongo a las Clearances y que nunca lo he ocultado, ni siquiera ante los representantes del gobierno.

– Pero también es sabido que simpatiza con la Corona, sir. Gracias a su influencia, la forma de vida escocesa se ha puesto de moda en la corte y el rey planea una visita a Edimburgo. Es evidente que de este modo, le guste o no, se ha ganado la enemistad de los rebeldes.

– ¿Y por qué unos campesinos rebeldes deberían quemar una biblioteca? Lo lógico es pensar que el principal interés de unos hombres expulsados de sus tierras es llenar sus estómagos hambrientos.

– ¿Espera que le explique qué traman unos ladrones que se mueven a salto de mata? Son rebeldes, sir Scott, estúpidos campesinos que no se preguntan por el sentido de sus crímenes.

– Estos hombres se arriesgan a acabar en la horca, inspector. De modo que es lógico suponer que persiguen un objetivo con sus actuaciones.

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– Con esto quiero decir que su teoría no me convence, inspector Dellard, porque faltan pruebas decisivas que la apoyen. Yo, en cambio, le he proporcionado repetidamente indicios y declaraciones de testigos, pero usted no se ha interesado por ellos.

– ¿Qué declaraciones? -Dellard lanzó una ojeada despreciativa a Quentin-. El relato de un joven que estaba tan asustado que apenas puede recordar nada con precisión. Y una historia rocambolesca sobre no sé qué viejo signo. ¿Espera usted que presente algo así a mis superiores?

– Ningún signo, sino una runa -le corrigió sir Walter-. Y a pesar de todo lo que ha dicho, sigo sin estar convencido de que esta runa no esté relacionada con lo que ha ocurrido aquí.

– Es libre de hacerlo -replicó Dellard, y su voz sonó tan helada que Quentin se estremeció-. No puedo obligarle a que crea en mi teoría, aunque sin duda tengo más experiencia que usted en la lucha contra el crimen y estoy desde hace tiempo tras la pista de estos bandidos. Si lo desea, puede elevar una queja contra mí ante el gobierno. Pero hasta ese momento, sir, soy yo quien dirige las indagaciones y no permitiré que nadie me diga cómo tengo que actuar.

– Le he ofrecido mi ayuda, eso es todo.

– No necesito su ayuda, sir. Sé que existen algunos círculos en la corte que simpatizan con usted pero yo no formo parte de ellos. Yo soy un oficial, ¿me comprende? Estoy aquí porque tengo una tarea que cumplir, y eso haré. Actuaré con dureza contra esa cuadrilla de campesinos y les mostraré quién manda en esta tierra. Y a usted, sir Walter, le aconsejo encarecidamente que se retire a Abbotsford y permanezca allí. No puedo, ni quiero, decirle más.

– ¿Considerará, al menos, la posibilidad de destacar a algunos de sus hombres para la protección de Abbotsford?

– Eso no será necesario. Ya nos encontramos tras la pista de los malhechores. Dentro de poco los tendremos cogidos en la trampa. Y ahora le deseo buenos días, sir.

Dellard volvió a sentarse tras su escritorio, se volvió hacia los documentos que había estado examinando antes de que llegaran y no volvió a dirigirles la mirada, como si ya hubieran abandonado la habitación.

Sir Walter apretó los puños y por un momento Quentin temió que su tío perdiera los estribos. Los acontecimientos de los últimos días, empezando por la muerte de Jonathan, siguiendo con el incendio de la biblioteca y acabando con el atentado en el puente, habían afectado a sir Walter más de lo que quería admitir, y Quentin -aunque a regañadientes- tuvo que reconocer que incluso su tío, conocía lo que era el miedo.

Tal vez no fuera tanto la preocupación por su propio bienestar lo que le quitaba el sueño, sino la inquietud por la seguridad de su familia y de la gente que se encontraba a su servicio. Y Dellard no movía un dedo para disipar esos temores.

Sir Walter se volvió bruscamente, cogió su sombrero y abandonó el despacho del inspector.

– Este hombre oculta algo -dijo en cuanto estuvieron de nuevo en la calle.

– ¿A qué te refieres, tío? -preguntó Quentin.

– No sé qué es, pero creo que Dellard sigue sin decirnos todo lo que sabe sobre esos rebeldes.

– ¿Y qué harás ahora?

– Dos cosas. Por una parte, enviaré una carta a Londres para protestar por la obstinada actitud de Dellard. Para ser alguien que ha sido enviado para protegernos, es decididamente arrogante. Y tampoco la actitud que adopta hacia nuestro pueblo me gusta.

– ¿Y por otra?

– Volveremos a visitar al abad Andrew. En nuestra última conversación tuve la sensación de que también él sabe más de lo que quiso decirnos. Tal vez ahora, bajo la impresión de los últimos acontecimientos, cambie de opinión y rompa su silencio.

Quentin se limitó a encogerse de hombros. Sabía que no serviría de nada contradecirle. También en su empecinamiento a la hora de mantener sus decisiones, sir Walter era un escocés de pura cepa.

Así, tomaron de nuevo el camino de la abadía. Quentin observó con satisfacción que las calles de la ciudad estaban muy animadas esa mañana, lo que parecía excluir la posibilidad de que pudieran ser víctimas de una nueva emboscada. De todas formas, el joven se descubrió dirigiendo miradas más escépticas de lo habitual a las personas con las que se cruzaban o que se encontraban paradas en las callejuelas. El incidente de la biblioteca y los acontecimientos en el puente le habían hecho desconfiar de todo lo que le rodeaba. Para el cándido joven, aquel era un cambio muy notable, aunque Quentin no sabía si considerarlo positivo o negativo. En cualquier caso, al menos era útil.

Desde el portal del monasterio fueron conducidos de nuevo al primer piso. Esta vez encontraron al abad Andrew abstraído en la oración.

El monje que les había introducido les pidió con voz susurrante que esperaran a que el abad hubiera acabado su breviario. Sir Walter y Quentin atendieron cortésmente la petición. Mientras aguardaban, Quentin tuvo ocasión de echar una ojeaba al despacho sencillamente amueblado del religioso Su mirada se posó en una colección de libros antiguos y rollos de escritura, algunos de los pocos ejemplares que habían podido ser rescatados de la biblioteca quemada. El abad Andrew no era solo un hombre de fe y el superior de la congregación de Kelso, sino también un científico y un erudito.

El monje acabó su oración con el signo de la cruz y se inclinó hasta el suelo. Luego se levantó de su posición arrodillada y volvió a inclinarse ante la sencilla cruz que colgaba, como único adorno, de la pared encalada. Solo entonces se volvió hacia sus visitantes.

– ¡Sir Walter! ¡Joven señor Quentin! Qué feliz me siento de volver a verles sanos y salvos después de todo lo que ha sucedido. Doy las gracias al Señor por ello.

– Buenos días, reverendo padre. Veo que ya ha oído hablar del incidente.

– ¿Y quién no? -replicó el religioso, y sonrió a su modo benévolo e indulgente-. Cuando el sheriff Slocombe trabaja en un caso, todo Kelso suele estar informado del estado de las investigaciones.

– Entonces ya imaginará por qué estamos aquí.

– ¿Para rogar al Señor por la pronta detención de los malhechores?

Raras veces, en el tiempo que llevaba en Abbotsford, Quentin había visto que sir Walter se enmudeciera ante nadie, pero esa fue una de las pocas ocasiones en que pudo hacerlo. El joven no pudo sustraerse a la impresión de que eso justamente era lo que había pretendido el abad Andrew.

– No, estimado abad -admitió, sin embargo, sir Walter-. Estamos aquí porque buscamos respuestas.

– ¿Y quién no? La búsqueda de respuestas ocupa la mayor parte de nuestra vida.

– Supongo que así es -replicó sir Walter-, y me temo que si no las consigo pronto, mi vida no será muy larga.

– Habla con mucha tranquilidad de cosas muy serias -constató el abad en un tono de ligero reproche.

– Mi tranquilidad es solo externa, estimado abad, puede creerme -dijo sir Walter-. En realidad me invade una profunda preocupación, no tanto por mí mismo como por las personas que más aprecio. Ya he perdido a una, y hace unos pocos días, un desconocido también encontró la muerte. Este asunto está adquiriendo una gravedad cada vez mayor, y eso me inquieta.

– Comprendo su angustia, sir Walter, y naturalmente les incluiré en mis oraciones. Pero me pregunto por qué ha venido a verme. Me parece que en este caso el inspector Dellard es la persona más indicada para…

– Ya hemos ido a ver al inspector Dellard -intervino Quentin de improviso, porque tenía la sensación de que debía ayudar a su tío de algún modo. Con todo, el joven no dejó de sorprenderse por su atrevimiento.

– Nos ha contado una historia abstrusa según la cual unos campesinos levantiscos de las Highlands serían los responsables de los ataques -añadió sir Walter a modo de aclaración.

– ¿Y usted no le cree?

– No tiene sentido. Dellard no ha concedido ninguna importancia a la declaración de Quentin ni a mis observaciones y se aferra tozudamente a su propia teoría.

– Usted alude al asunto de la runa…

– Sí, estimado abad. Estas son las respuestas que buscamos.

– ¿De mí?

– Sí, reverendo padre. Para serle franco, esperábamos que pudiera decirnos algo más que en nuestra última visita.

– Les he comunicado todo lo que sé al respecto. Pero también les dije que si se ocupaba demasiado de estas cosas invocaría a la desgracia y poco después usted mismo pudo experimentar cuánta razón tenía. De modo que esta vez escuche mi consejo, sir Walter. Procede del corazón de un hombre que siente un gran afecto por usted y su familia.

– No tengo ninguna duda sobre ello, y ya sabe que también yo he tenido siempre en gran estima al convento. Pero no son buenos consejos lo que necesito, sino respuestas. Tengo que saber qué se oculta tras esa runa. Dellard no cree en ello, pero yo estoy convencido de que el signo y esos amenazadores incidentes están relacionados.

– ¿Qué le hace estar tan seguro?

En la voz del religioso podía percibirse un ligero cambio. Ahora ya no parecía tan tranquila y benevolente, lo que Quentin atribuyó al efecto de una tensión creciente.

– No estoy en absoluto seguro, estimado abad. Mi sobrino y yo erramos a través de un laberinto de indicios inconexos y buscamos las relaciones que faltan. Esperábamos que usted pudiera ayudarnos en esto, porque, para ser sinceros…

– ¿Sí?

– … tuve la impresión de que sabe usted un poco más de lo que quiso revelarnos -confesó sir Walter con su habitual franqueza-. Sé que no abrigaba malas intenciones al callar, sino que lo hizo porque quería tranquilizarnos. Pero ahora sería importante saberlo todo. Es más fácil prepararse para un peligro cuando se sabe de dónde llega la amenaza.

– ¿De modo que se dio cuenta? -El abad alzó las cejas, sorprendido.

– Una de las exigencias de mi oficio es aprender a interpretar los cambios en la mímica y la gestualidad. Me precio de haber adquirido algunas capacidades en el elevado arte de la observación, y en su caso, reverendo, me pareció claro que no nos lo había dicho todo sobre la runa de la espada.

El superior miró primero a sir Walter y después a su sobrino. Respiró unas cuantas veces antes de recuperarse de su sorpresa. Y luego dijo:

– Callar las cosas y ocultar secretos no es propio de un religioso. Aunque no existe ningún voto que nos comprometa con la verdad, el Señor siempre nos ha llamado a dar un testimonio sincero ante los demás. Por eso no voy a negar que tiene razón, sir Walter. Conozco ese signo que me mostró, y ya lo había visto antes.

– ¿Por qué no nos los dijo?

– Porque no quería que les ocurriera nada, ni a usted ni a su sobrino. Esta runa, sir Walter, pertenece al reino del mal. Procede de una época pagana, y nunca trajo nada bueno a los hombres. Me temo que deberá contentarse con esto, porque no puedo, ni debo, decirle más.

– Lo lamento, abad Andrew, pero de ningún modo puedo contentarme con lo que me ha dicho. Tengo motivos para suponer que esta runa y el atentado en el puente están relacionados, y debo descubrir qué se oculta tras esto.

– No parece que el inspector Dellard crea en esta relación.

– No -confirmó sir Walter malhumorado-. El está convencido de que la runa no tiene nada que ver con los hechos que han sucedido.

– ¿Por qué no acepta su explicación? En mi opinión, el inspector es un investigador cauteloso y experimentado, que goza de la confianza del gobierno y también de los terratenientes.

– Porque abrigo la sospecha de que el inspector está más interesado en utilizar los acontecimientos como pretexto para actuar contra los rebeldes que en esclarecerlos realmente -respondió sir Walter con franqueza.

– Esta es una grave inculpación.

– No es una inculpación. Es una sospecha que revelo a un buen amigo. Usted y yo estamos interesados en la verdad, estimado abad; pero no estoy tan seguro en lo que concierne a Dellard.

De nuevo se produjo una pausa, en la que la mirada de Quentin pasó de un hombre a otro.

Los dos habían dejado claro su punto de vista, y Quentin no sabría decir quién había aportado los argumentos más convincentes. Tanto en la figura de sir Walter como en la del abad había algo que infundía respeto, y Quentin estaba intrigado por saber quién de los dos acabaría por salirse con la suya.

Teniendo en cuenta el asunto de que se trataba, Quentin ni siquiera estaba seguro de querer que fuera su tío quien impusiera su voluntad…

– Respeto sus intenciones, sir Walter-dijo finalmente el abad-, y sé lo que siente. Pero no puedo decirle más de lo que ya le he dicho. En todo caso me gustaría advertirle una vez más: la runa es un signo del mal. La muerte y la ruina caen sobre aquel que sigue sus oscuras sendas. Dos hombres han encontrado ya la muerte, y ha faltado muy poco -y el abad miró hacia Quentin- para que tuviéramos que lamentar más víctimas. Siéntase agradecido por aquellos que todavía están entre nosotros y deje las cosas como están. A veces -añadió el abad en tono solemne-, los hombres obtienen una ayuda con la que no habían contado.

– ¿De qué está hablando? -preguntó sir Walter con sarcasmo-. ¿De mi ángel de la guarda?

– Estoy plenamente convencido de que el Todopoderoso extiende su mano protectora sobre nosotros, sir Walter, incluso en tiempos sombríos como estos. Olvide lo que ha visto y oído, y confíe en que Dios le protegerá a usted y a los suyos. Le pido, no, le imploro, que olvide la runa. No solo por usted mismo. Piense también en su familia.

El abad había hablado en voz baja, recalcando cada palabra. A Quentin se le había puesto la piel de gallina al oírlo, y también su tío, normalmente tan equilibrado y sereno, parecía afectado por las palabras del monje.

La muerte y la ruina, una runa que pertenecía al reino del mal: Quentin se estremecía ante aquellas palabras, y no habría tenido ningún problema en borrar para siempre aquel asunto de su mente. Sir Walter, por su parte, no llegaba a tanto; pero sus rasgos, antes tan decididos, se habían suavizado y habían perdido su rigidez.

– Bien -dijo finalmente con voz ronca-. Le agradezco sus sinceras palabras, reverendo abad, y aunque mi anhelo por conocer la verdad no ha disminuido, le prometo que reflexionaré sobre lo que ha dicho.

El abad Andrew parecía aliviado.

– Hágalo, sir. Su familia se lo agradecerá. Hay cosas tan antiguas que han sido olvidadas por la historia. Tradiciones que se remontan a siglos y proceden de épocas sombrías. Demasiados hombres han perdido ya la vida por su causa para jugar frívolamente con ellas. Las consecuencias serían funestas. Una catástrofe sin salvación posible…


– ¡Adelante! ¡Agrupadlos!

La voz cortante de Charles Dellard resonó en la plaza del pueblo de Ednam. La pequeña localidad, que se encontraba a unos seis kilómetros al noroeste de Kelso, era el objetivo de la operación que el inspector había decidido emprender obedeciendo a una inspiración repentina.

El pisoteado suelo limoso tembló bajo los cascos de los caballos cuando los dragones espolearon a sus monturas. Los uniformes rojos brillaban, las pulidas botas de montar y los gorros de cuero negro refulgían, y los bruñidos sables reflejaban la luz del atardecer deslumbrando a los habitantes del pueblo.

Los jinetes llegaron de todas partes y empujaron ante sí a los lugareños como ganado, para reunirlos, apretujados como un rebaño asustado, en el centro de la plaza rodeada de miserables cabañas con techo de paja. Las mujeres y los niños lloraban, mientras los hombres, que habían sido sacados de sus casas, comercios y talleres, apretaban los puños en un gesto de rabia impotente.

Dellard los contempló con indiferencia. El inspector, que, como sus hombres, iba montado y miraba desde lo alto de su silla a los lugareños pobremente vestidos, estaba acostumbrado a ser odiado. El puesto que ocupaba requería tomar decisiones e imponerlas con dureza, y su larga experiencia en este campo le había proporcionado un instinto seguro sobre la mejor forma de atemorizar a las masas y forzarlas a seguir su voluntad.

El poder tenía dos pilares: la dureza y la arbitrariedad.

Dureza para que nadie dudara de que poseía la determinación y la fuerza necesarias para hacer uso de su poder.

Arbitrariedad para que nadie pudiera sentirse seguro y el miedo doblegara la voluntad de las personas.

Los dragones realizaron su trabajo con toda eficacia, lo que casi divirtió a Dellard. No pocos de los jinetes eran escoceses de nacimiento que actuaban contra sus propios compatriotas. Muchos de ellos habían tomado parte en las Clearances en Sutherland. Granville los había recomendado, y Dellard no dudó en recurrir a ellos cuando tuvo que reunir a un destacamento combativo para ejecutar esta misión.

Al fin y al cabo, nunca se habían enfrentado a un reto de tanta envergadura. Dellard era realista, le repugnaban las palabras pomposas. Pero en esta ocasión se jugaban el todo por el todo…

Uno de los dragones disparó su mosquete. El estampido ensordecedor que resonó en la plaza hizo enmudecer de golpe a la multitud. Se hizo el silencio. En algún lugar un caballo resopló y golpeó con los cascos contra el suelo. Por lo demás, no se oía el menor ruido.

Inquietos, los lugareños alzaron la mirada hacía los dragones que les cercaban por todas partes. Dellard percibió la ira y el miedo en los ojos de la gente, y disfrutó de la sensación de haber vencido y de poseer el poder.

Guió a su caballo a través de las filas de los soldados. Con su uniforme, con chaqueta oscura, pantalones blancos y un amplio manto de montar sobre los hombros, tenía un aire lúgubre e intimidador, y los habitantes del pueblo se apartaban a su paso.

Dellard conocía los mecanismos del miedo, y sabía qué hacer para que se convirtiera en su aliado. Aguardó aún unos momentos, dejando a los lugareños en la incertidumbre sobre la suerte que les esperaba. Luego su voz cortante retumbó en la plaza.

– Hombres y mujeres de Ednam -gritó-, soy el inspector Charles Dellard del gobierno de su majestad el rey. Posiblemente ya habréis oído hablar de mí. Fui enviado para investigar los sucesos que condujeron al incendio de la biblioteca de Kelso, y tengo fama de cumplir siempre lo que se me encarga sin contemplaciones, a completa satisfacción de su majestad. Naturalmente ya sé quién se encuentra tras el vil ataque y estoy tras la pista de los criminales, que deberán pagar por sus actos. Este es el motivo por el cual estoy aquí. ¡He recibido informaciones que señalan que algunos de los rebeldes que cometen sus fechorías en Galashiels se esconden en este pueblo!

La inquietud se hizo palpable en la plaza. Hombres y mujeres intercambiaron miradas consternadas, y Dellard pudo ver en sus ojos cómo crecía el miedo. Naturalmente no tenían ni idea de qué hablaba, y se preguntaban, azorados, qué se proponía hacer con ellos y qué ocurriría a continuación.

Un hombre se adelantó. Dellard calculó que tendría unos sesenta años. Llevaba un vestido viejo y andrajoso, y el sombrero de tres picos, conforme a la antigua moda, que manoseaba nerviosamente, estaba agujereado.

– ¿Qué quieres? -preguntó el inspector fríamente.

– Sir, me llamo Angus Donovan. Soy el hombre que los habitantes de Ednam han elegido como su portavoz.

– ¿Eres el alcalde?

– Si desea llamarlo así, sir.

– ¿Y qué quieres de mí?

– Asegurarle, en nombre de los habitantes de Ednam, que tiene que estar equivocado. No hay rebeldes en nuestro pueblo. Todos los hombres y mujeres de Ednam respetan la ley.

– ¿Y esperas que lo crea? -Las comisuras de los labios de Dellard se inclinaron despreciativamente hacia abajo-. Vosotros, los campesinos, sois todos iguales. Os agacháis e inclináis la cabeza, pero en cuanto nos damos la vuelta, mostráis vuestro verdadero rostro. Asoláis y saqueáis, sois taimados y codiciosos y asesináis a vuestros propios paisanos.

– No, sir. -El alcalde se inclinó profundamente-. Perdone que le contradiga, pero en Ednam no hay nadie que sea así.

– Posiblemente no procedan de Ednam -concedió Dellard-; pero quien proporciona albergue a malhechores o ayuda a ocultarlos a la ley se hace tan culpable de sus crímenes como si él mismo los hubiera cometido.

– Pero aquí no hay ningún malhechor, créame. -La desesperación aumentaba en la voz del viejo Donovan.

– Está bien -dijo Dellard muy tranquilo-. Entonces demuéstramelo.

– ¿Que se lo demuestre? -dijo el alcalde con los ojos dilatados-. ¿Cómo podría demostrárselo, sir? Tiene que confiar en mi palabra. Mi palabra como el más viejo del pueblo y veterano en la batalla de…

Charles Dellard se limitó a reír.

– Así son las cosas con los escoceses, ¿verdad? -se burló-. En cuanto se sienten acorralados, se refugian en su glorioso pasado porque es lo único que les queda. Pero eso no os servirá de nada. ¿Capitán?

Un dragón que llevaba las charreteras doradas del rango de oficial se puso firme en su silla.

– ¿Sí, sir?

– Esta gente tiene media hora para entregarnos a los rebeldes. Si no lo hacen, quemad sus casas.

– Sí, sir -ladró el oficial, y su rostro rígido no dejaba duda de que estaba dispuesto a ejecutar sin vacilar la orden de su superior.

– Pe… pero, sir-balbuceó Angus Donovan, mientras un pánico silencioso se extendía entre las filas de los lugareños. Dureza y arbitrariedad, pensó Dellard satisfecho.

– ¿Qué quieres? -preguntó-. Os concedo una oportunidad, ¿no? También habría podido ordenar a mis hombres que cogieran rehenes o fusilaran a algunos de vosotros.

– ¡No! -exclamó el viejo, asustado, y levantó las manos en un gesto implorante-. ¡Cualquier cosa menos eso!

– Haced lo que digo y no os ocurrirá nada. Traednos a los rebeldes y os dejaremos en paz. Seguid ocultándolos y vuestro pueblo arderá.

– Pero nuestras casas… ¡Son todo lo que tenemos!

– Entonces deberíais hacer con la máxima celeridad lo que os exijo -dijo Dellard, inflexible-. En otro caso, pronto no tendréis nada en absoluto. ¿Capitán?

– ¿Sí, sir?

– Media hora. Ni un minuto más.

– Comprendido, sir.

Dellard asintió con la cabeza. Luego sujetó las riendas, hizo dar media vuelta a su caballo y salió cabalgando de la plaza. El oscuro manto se hinchaba a su espalda, y era consciente de que no pocos habitantes del pueblo debían de ver en él a un demonio encarnado. Dureza y arbitrariedad.

Charles Dellard estaba satisfecho. Las cosas se desarrollaban tal como había planeado.

Cuando Scott y Slocombe se enteraran del asunto, supondrían que con aquello quería provocar a la población para desafiar a los nacionalistas y forzarlos a actuar. Probablemente elevarían una protesta, y tal vez Scott escribiría otra de sus famosas cartas a Londres.

A Dellard le resultaba indiferente. Ninguno de esos bobos tenía idea de la amplitud real de sus planes. Y un día, dentro de muchos años, nadie querría creer que todo había empezado en un poblacho insignificante al otro lado de la frontera.

Un poblacho llamado Ednam.

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