6

Desde la cima de una colina, el jinete observaba la carretera que conducía de Jedburgh, en el sur, a Galashiels, en el norte, y que, más abajo de Newton, cruzaba un barranco que el Tweed había excavado en el terreno en el curso de los milenios. El suave paisaje montuoso se desplomaba allí en el abismo de forma inhabitualmente abrupta. Empinadas paredes de limo y arena rodeaban el lecho del río, que en ese lugar se estrechaba y discurría muchos metros por debajo del puente. Una arquitectura de troncos unidos entre sí, atrevida pero de aspecto frágil, sostenía la construcción.

Solo ochocientos metros al sur del puente de madera había un cruce en el que se juntaban las carreteras de Jedburgh y Kelso. Desde la colina podía distinguirse tanto el cruce como el puente. El jinete, después de ejecutar su siniestra obra, ya no tenía más que esperar. Se había cubierto con una capa de lana verde oscura, que le ayudaba a confundirse con el entorno y le hacía casi invisible bajo las ramas colgantes de los árboles, y se cubría la cara con una máscara de tela que, con excepción de unas finas rendijas para los ojos, le ocultaba completamente el rostro; un indicio más de que abrigaba algún propósito infame.

El hombre estaba sin aliento. Su amplia caja torácica se levantaba y se hundía violentamente bajo la capa, y el pelaje de su caballo negro brillaba de sudor. Apenas le había quedado tiempo para ejecutar el trabajo que le habían encomendado. No podían permitirse el menor retraso, y todo había tenido que hacerse con la máxima rapidez. Una vez que el carruaje de Kelso hubiera pasado el cruce, ya no habría vuelta atrás.

Hacía pocos minutos que la señal de humo había ascendido en el este, lo que significaba que el carruaje de Scott había abandonado el bosque. Pronto llegaría al cruce.

El jinete se irguió en la silla y espió, aguzando la vista, entre las ramas, para asegurarse de nuevo de que la construcción del puente no mostraba ningún defecto visible. Aquello era importante si la muerte de Walter Scott debía parecer un accidente.

En las últimas horas, el enmascarado y su gente habían estado trabajando en el puente de modo que cediera bajo la carga. Debido a la afiligranada forma de la construcción, aquello no era particularmente difícil. Bastaba que cedieran unos pocos puntales para que toda la estructura se precipitara a las profundidades, y con ella, todo lo que se encontrara encima.

Scott había cometido un error de peso. Con sus investigaciones y su curiosidad había hecho que personas poderosas se sintieran amenazadas. El enmascarado había recibido el encargo de acabar con esa amenaza, definitivamente y de modo que no levantara ninguna sospecha.

Un puente derrumbado suscitaría, sin duda, muchas preguntas, posiblemente se desencadenaría una nueva disputa entre los terratenientes y el gobierno, que se culparían mutuamente de la desgracia. Luego, nadie se haría más preguntas sobre la muerte de Walter Scott. Justo lo que querían los que habían pagado al hombre de la máscara.

Los ojos del jinete se empequeñecieron cuando desde el sudeste llegó hasta él, traído por el viento, un sonido de cascos y el traqueteo de un carruaje. Casi al mismo tiempo resonó el grito de un arrendajo, la señal acordada.

El puño del enmascarado se cerró en un gesto de triunfo. Scott y su sobrino no tenían ninguna posibilidad; no podían imaginar que corrían hacia una trampa mortal. Cuando el puente cediera, morirían bajo los escombros o se ahogarían en las aguas del río, que en esa época del año bajaba muy crecido.

¿No había dicho Scott en alguna ocasión que quería morir con la mirada puesta en su querido Tweed? La cara bajo la máscara se deformó en una mueca burlona. Al menos ese deseo se vería satisfecho.

El jinete volvió la vista hacia el sur, en dirección al cruce de carreteras; esperaba ver aparecer en cualquier momento el carruaje de Scott surgiendo de las colinas. Tan seguro estaba del éxito de su plan que ya contaba mentalmente las monedas que le habían prometido por el crimen; sin embargo, en un instante todo cambió.

Mientras volvía a sonar el grito del arrendajo, esta vez más estridente y dos veces, apareció efectivamente un carruaje en el cruce; pero no llegaba por la carretera de Kelso, sino de Jedburgh, y alcanzaría el puente antes que el coche de Scott.

El enmascarado lanzó un juramento que ponía de manifiesto su bajo origen. ¿No había indicado a sus hombres, apostados más allá del cruce, que vigilaran que ningún otro carruaje pasara por el camino?

La mirada del asesino a sueldo voló atribulada entre el puente y el cruce de carreteras. El carruaje desconocido llegaría al barranco antes que Scott, y serían sus ocupantes los que se precipitarían al abismo. Sus jefes no le pagarían por eso…

El pánico se apoderó del hombre apostado en la colma. Rápidamente saltó de la silla, corrió bajo las ramas colgantes de los fresnos y, aunque se arriesgaba a ser visto, hizo una señal a los hombres que se ocultaban entre los matorrales a cada lado de la carretera. Gesticulando frenéticamente, señaló en la dirección por donde aparecería en unos instantes el otro carruaje.

Una mirada nerviosa hacia atrás, a la encrucijada, le mostró que el coche desconocido había pasado ya la carretera de Kelso y ahora se dirigía directamente hacia el puente. Era un tiro de dos caballos. Un único cochero iba sentado en el pescante, y por los baúles con que el vehículo iba cargado, el enmascarado dedujo que debía de tratarse de viajeros, posiblemente británicos del sur. El hombre maldijo de nuevo. Si en el accidente perdía la vida algún británico, el asunto provocaría un escándalo mucho mayor que si se trataba de un escocés.

Un momento después, el cabecilla de la banda de criminales vio llegar a su propia gente por la carretera de Jedburgh -seis jinetes que cabalgaban a galope tendido como si les persiguiera un escuadrón de dragones-. Al parecer, no habían prestado suficiente atención y habían dejado que el carruaje se escurriera entre sus filas. Ahora corrían como locos tras él, tratando de atraparlo.

Tal vez, pensó el enmascarado, aún no estaba todo perdido.


Mary de Egton se encontraba todavía bajo los efectos de la impresión de los terribles acontecimientos que habían tenido lugar en Jedburgh. La imagen de los hombres colgando sin vida en el patíbulo permanecía en su cabeza, y se preguntaba una vez más qué delito podían haber cometido el anciano de la posada y sus camaradas para haber sido ahorcados sumariamente en la plaza del pueblo.

En la agreste tierra que se extendía al otro lado de la frontera, se dijo, reinaban leyes distintas. Mary nunca había visto antes a un colgado, y aquella terrible impresión la atormentaba; al contrario que a Kitty, cuya naturaleza cándida la ayudaba a superar también rápidamente las cosas desagradables.

– ¿Qué ocurre, milady? -preguntó la doncella sonriendo-. ¿No estará afligida aún por esos hombres?

Mary asintió con la cabeza.

– No logro olvidarlos. No puedo comprender por qué los han ajusticiado.

– Yo tampoco lo sé, milady; pero estoy segura de que debían de tener buenas razones. Posiblemente eran criminales buscados. ¡Tal vez -y se llevó horrorizada la mano a la boca- aquel tipo tan extraño que anoche le habló en la posada fuera un asesino y usted se salvó de la muerte por los pelos!

– Tal vez -concedió Mary pensativa-. El caso es que ese hombre no parecía un asesino.

– Nunca lo parecen, milady. Si no, les reconocerían a la primera, y ya no habría asesinos -replicó la doncella con una lógica aplastante.

– También es verdad -dijo Mary, y no pudo evitar una sonrisa. El espíritu ingenuo de Kitty la ayudaba a superar su melancolía-. Pero miré a ese viejo escocés a los ojos, y lo que vi en ellos…

Un grito estridente surgió de la garganta de Kitty, haciéndola callar. La violenta sacudida hizo temblar el carruaje, y Mary, aplastada contra el asiento forrado de terciopelo oscuro, oyó el ruido atronador de los cascos y luego el restallar del látigo de Winston.

– Pero ¿qué ocurre? -preguntó Kitty, asustada.

Mary sacudió la cabeza, perpleja. Aunque el coche se bamboleaba violentamente y saltaba sobre la carretera salpicada de baches, se levantó de su asiento y se arrastró hasta la ventana, bajó el vidrio y lanzó una mirada al exterior.

Un poco más adelante pudo distinguir un puente, hacia el que el carruaje se dirigía a toda velocidad; al mirar atrás, vio a seis jinetes que volaban en su persecución. Los hombres llevaban ropas andrajosas y amplios mantos, que flotaban en torno a sus escuálidas figuras, y además, sombreros de ala ancha y máscaras.

Aquella visión le produjo el efecto de un martillazo.

¡Ladrones! ¡Un asalto!

Conmocionada, saltó hacia atrás y se dejó caer en su asiento. Kitty, que había adivinado el horror en los pálidos rasgos de su señora, no tuvo tiempo de preguntar por la causa, porque un instante después un disparo rompió el silencio en el valle.


– ¿Qué ha sido eso?

Sir Walter, que iba sentado con Quentin en el coche que les llevaba de vuelta de Kelso a Abbotsford, dio un respingo. Hacía un instante estaba sumido en sus pensamientos, rumiando sobre las razones que podría tener el abad Andrew para ocultarles lo que visiblemente sabía sobre la runa de la espada y los misteriosos acontecimientos de la biblioteca; pero el ruido le había devuelto súbitamente a la realidad.

– ¿El qué? -preguntó Quentin con su característica inocencia-. ¿De qué hablas?

– Ese ruido que acabamos de oír. Ese estampido.

– No he oído nada, tío.

– Pues yo sí -aseguró sir Walter, exasperado-, y conozco ese ruido. Era un disparo, muchacho.

– ¿Un disparo? -preguntó Quentin incrédulo. Entonces, el ruido que había oído sir Walter se repitió.

– Disparos -gritó su tío, y se lanzó hacia la ventana para mirar fuera.

Justo en ese momento llegaban a la encrucijada donde la carretera se unía a la de Jedburgh para seguir hacia el puente. Mudo de sorpresa, sir Walter vio cómo una horda de jinetes con capas que flotaban al viento daba caza a un carruaje desconocido, cuyo cochero agitaba el látigo y parecía hacer lo imposible por escapar de ellos.

– ¡Un asalto! -gritó sir Walter perplejo-. ¡Estos ladrones se atreven incluso a actuar en pleno día!

Quentin gimió asustado. En lugar de precipitarse hacia la ventana como había hecho su tío para comprobar que ocurría fuera, se lanzó instintivamente al suelo del carruaje, protegiéndose la cabeza con los brazos. Después de los acontecimientos de la biblioteca y de la sombría advertencia que había pronunciado el abad Andrew, un asalto de ladrones armados era sencillamente demasiado para sus castigados nervios.

Sir Walter aún estaba reflexionando sobre qué podía hacer -la comarca en torno a Galashiels se consideraba segura, y ni él ni su cochero llevaban armas- cuando apareció una nueva amenaza.

Justo ante el puente, de los matorrales que bordeaban la carretera saltaron varios hombres -unas figuras desarrapadas, como las que montaban a caballo, que llevaban también máscaras ante la cara- y cerraron el paso al carruaje. En la mano del cabecilla, sir Walter vio brillar una gran pistola de pedernal, que escupió fuego por su doble cañón…


Winston Sellers hizo chasquear el látigo y azuzó implacablemente a los caballos que tiraban del carruaje. Sus cascos parecían volar sobre la pedregosa carretera; los tendones y los músculos trabajaban bajo el pelaje brillante de sudor, pero el cochero no daba tregua a los animales.

Los Sellers servían a la casa de Egton desde hacía tres generaciones, y todos sus miembros habían dado siempre prueba de una absoluta lealtad a la familia. Nunca habían dejado de ser fieles a los Egton, y jamás se habían apartado de su lado, ni siquiera en la época en que el abuelo de lady Mary, lord Warren de Egton, fue a las colonias, a Norteamérica, para luchar como oficial contra los rebeldes separatistas.

Ni el propio Winston habría sabido decir por qué pasaban esos pensamientos por su cabeza mientras, sentado sobre el pescante del bamboleante carruaje, azuzaba sin descanso a los caballos. Tal vez fuera porque en aquel momento era consciente de la responsabilidad que recaía sobre sus hombros.

Tal vez Mary de Egton no siempre reflejaba lo que Winston entendía por una lady, y su tendencia a hacer caso omiso de todo lo correcto y tradicional a menudo le había colocado en situaciones incómodas; pero la joven siempre se había mostrado justa y atenta con él, y eso era más de lo que podían decir muchos sirvientes de sus señores. El cochero estaba firmemente decidido a defender su vida hasta el último aliento y a hacerlo todo para que no cayera en manos de los ladrones.

Winston miró nerviosamente hacia atrás y vio a los jinetes que perseguían el carruaje, con aquellas aterradoras máscaras sobre sus caras. Nunca antes había sido perseguido por unos ladrones, ni tampoco habían atentado nunca contra su vida. Pero el primer disparo le había hecho súbitamente darse cuenta de que aquella gente no se detenía ante nada y de que no podía permitir que las damas cayeran en poder de los bandidos.

De nuevo blandió el látigo. Los cascos de los caballos atronaban sobre la desigual carretera mientras arrastraban el carruaje, cuyas ruedas emitían, al saltar sobre las piedras y los baches, unos inquietantes gemidos. Winston solo podía confiar en que resistieran el esfuerzo. Si se rompía una rueda o un eje, todo estaría perdido. Solo tendrían una oportunidad de escapar a sus perseguidores si alcanzaban el puente que se encontraba un poco más adelante. Sobre los lisos tablones, el carruaje avanzaría muchísimo más rápido, y tal vez entonces consiguieran dejarlos atrás.

De nuevo sonó un disparo. Instintivamente Winston encogió la cabeza entre los hombros, consciente probablemente de que sobre el pescante ofrecía un objetivo fácil. El plomo que el bandido había disparado no acertó en el blanco. El cochero se permitió un suspiro de alivio, que, sin embargo, se le quedó atravesado en la garganta cuando volvió a mirar hacia atrás. Los perseguidores habían ganado terreno; ahora estaban solo a diez o quince metros del carruaje.

Tenía que extraer las últimas energías de los caballos si quería llegar al puente antes de que le alcanzaran. Ya se disponía a restallar el látigo, cuando vio cómo la maleza se abría a ambos lados de la carretera y varios enmascarados saltaban a ella, armados con pistolas y sables.

En una reacción instintiva, Winston quiso tirar de las riendas para esquivar a los hombres que le cerraban el paso; pero al momento comprendió que de ese modo echaría a perder definitivamente cualquier posibilidad de escape. Solo quedaba un camino: permanecer en la carretera, no detenerse y romper el cordón de los ladrones.

Winston Sellers no era un hombre particularmente valiente ni muy decidido, pero la situación le transformó. Levantándose a medias en el pescante, blandió el látigo y azuzó a los caballos con gritos estentóreos.

En la carretera los ladrones gritaron, y Winston vio cómo uno de ellos levantaba su pistola. En un abrir y cerrar de ojos saltó la chispa y el arma se disparó. El cochero sintió un dolor agudo, ardiente, en su hombro derecho; el impacto fue tan fuerte que le echó hacia atrás en el pescante, pero no soltó las riendas ni dejó de blandir el látigo.

La pistola del bandido atronó de nuevo, y del segundo cañón del arma voló otra bala, que esta vez erró su objetivo. El carruaje había llegado a la altura de los hombres. Cuatro de ellos se lanzaron gritando hacia un lado, pero el tirador no fue bastante rápido. Los cascos de los caballos lo alcanzaron y lo derribaron, y las pesadas ruedas del carruaje le pasaron por encima aplastándolo.

Un instante después el coche había alcanzado el puente y volaba sobre los maderos bruñidos por la lluvia. A pesar del dolor que le atormentaba y de la sangre que manaba de la herida, Winston Sellers exteriorizó su alivio con un grito ronco; un alivio que, sin embargo, solo duró una fracción de segundo.

Entonces sintió que los maderos cedían bajo el peso del carruaje y escuchó el gemido de la estructura. La supuesta salvación se reveló como una trampa mortal.


Todo ocurrió tan deprisa que incluso al rápido entendimiento de sir Walter le resultó difícil seguir el exacto desarrollo de los acontecimientos.

El carruaje, conducido por un cochero que debía de ser un hombre de una extraordinaria presencia de ánimo, acababa de romper la falange de los ladrones que se habían plantado inesperadamente en su camino y corría a toda velocidad hacia el puente.

Casi simultáneamente, los bandidos cesaron en su furioso ataque y se dispersaron como una bandada de gallinas ante el zorro. Los jinetes izaron a los caballos a sus camaradas que iban a pie; solo dejaron en el suelo al que había sido atropellado por el coche. Luego espolearon a sus monturas y salieron al galope por las colinas.

Y entonces resonó un gemido estremecedor.

Sir Walter miró hacia el puente y fue testigo de un suceso increíble.

Los ocupantes del carruaje, que apenas acababan de escapar a los ladrones, se enfrentaban ahora a un nuevo y mortal peligro. Porque cuando el vehículo llegó al centro del puente, la estructura se derrumbó sobre sí misma.

Desde la posición en que se encontraba, sir Walter no pudo ver dónde había empezado el derrumbe. Con un potente crujido, uno de los puntales cedió. El enorme peso que descansaba sobre los pilares y las vigas de madera que se elevaban sobre las aguas del Tweed ejerció así presión sobre un solo lado. La estructura se desequilibró, y con un terrible estruendo el puente se derrumbó sobre sí mismo.

Justo al lado del carruaje, las vigas se partieron. En el punto de rotura, los maderos de la calzada cedieron, se precipitaron a las profundidades y fueron arrastrados por las espumeantes aguas del río. Las ruedas del coche se hundieron en los agujeros que habían dejado los maderos que faltaban, y la rápida carrera de los caballos quedó bruscamente interrumpida.

Los animales relincharon asustados y su frenética huida se detuvo en seco. Llenos de pánico, tiraron violentamente de sus arneses, impulsados por los gritos estridentes del cochero, que desde su elevado puesto apenas podía comprender qué había ocurrido. En ese instante, toda la construcción central del puente cedió. En una auténtica reacción en cadena, los pilares y las vigas de carga se rompieron como ramas podridas, y el puente se partió por el centro.

Las vigas maestras se quebraron con un crujido espantoso, y la calzada de maderos se abrió y se hundió en las profundidades. La grieta se hacía cada vez más grande. Dominados por el pánico, los caballos relinchaban y trataban de levantarse sobre sus patas traseras, pero los arneses se lo impedían. Parte del suelo había desaparecido bajo sus patas y los animales braceaban ahora en el vacío.

Mientras una mitad del puente se derrumbaba sobre sí misma con un ruido atronador, la parte sobre la que se encontraba el carruaje permaneció unida aún con el borde del barranco. Uno de los pilares resistía con firmeza a las leyes de la física, pero era solo cuestión de tiempo que cediera a la presión. Otras vigas se rompieron, y el camino de madera se inclinó hacia un costado.

El carruaje se deslizó hacia abajo y golpeó contra la barandilla, que de momento resistió el impacto. Una sacudida recorrió el vehículo, y el cochero, que se había sujetado desesperadamente al pescante, perdió el equilibrio. Sus manos se agitaron en el vacío, y gritando, cayó de cabeza al abismo, donde el río se lo tragó.

Los dos caballos, que seguían braceando desesperadamente, retenidos por los arneses, tiraron con violencia del carruaje. La pluma se rompió, y los animales siguieron a su cochero a una muerte segura. En su caída partieron otra viga, y el último pilar que quedaba en pie se inclinó chirriando. Sostenido solo por la deteriorada baranda, el carruaje se balanceó dramáticamente, inclinado sobre el abismo. De su interior surgían gritos estridentes.

– ¡No! -gritó horrorizado sir Walter, que hasta ese momento había confiado en que no viajara nadie en el carruaje. Reflexionando febrilmente, trató de encontrar un modo de ayudar a los ocupantes.


Kitty gritaba fuera de sí.

En el instante en que la calzada del puente se había derrumbado y el carruaje se había deslizado varios metros hacia las profundidades, un grito estridente y prolongado que parecía no tener fin había surgido de su garganta. Mary, en cambio, se esforzaba en conservar la calma, lo que no era precisamente fácil en aquellas circunstancias.

Primero el carruaje se había hundido casi verticalmente, y luego había volcado de costado. Las dos mujeres habían visto entonces con horror cómo Winston se precipitaba al abismo.

– ¡Dios mío, milady! -chilló Kitty, mientras se aferraba con fuerza a su asiento en el fondo del coche, como si aquello pudiera salvarla.

Mary miró por la ventana lateral y vio la barandilla que separaba al carruaje del abismo y que por el momento aún lo protegía de la caída. La madera corroída por el sol y la lluvia había conocido tiempos mejores, y Mary se preguntó instintivamente cuánto tiempo podría resistir ese peso, sobre todo porque ya podían escucharse unos chirridos y crujidos siniestros.

Con cuidado, para no poner en peligro el frágil equilibrio, se atrevió a moverse un poco más hacia delante y echó una ojeada por la ventana. Con espanto constató que el puente acababa justo ante el carruaje; allí, en el lugar donde la calzada habría debido continuar, solo se veían los extremos quebrados de las vigas maestras. Los caballos habían desaparecido. Los animales debían de haberse precipitado a las profundidades junto con su dueño.

El puente se había partido por el centro, y la otra mitad ya se había derrumbado. Solo un capricho del destino parecía haber preservado de momento ese lado. De todos modos, ese capricho podía llegar a su término en cualquier momento, cuando el último pilar que quedaba en pie cediera. O lo que era aún más probable, cuando la vieja madera de la baranda dejara de aguantar.

A pesar del pánico que sentía, Mary era consciente de que no podían permanecer ni un momento más en el carruaje. «Tenemos que abandonar el coche», fue su primer pensamiento.

– Ven, Kitty.

– No, milady. -La doncella sacudía convulsivamente la cabeza; lágrimas de pánico caían por sus mejillas-. No puedo.

– ¡Sí puedes! Sé que puedes hacerlo, Kitty.

La doncella seguía sacudiendo la cabeza tozudamente, como una niña pequeña.

– Moriremos -sollozó-, igual que Winston.

– No, no moriremos -la contradijo Mary en tono resuelto. La expresión de su rostro no tenía ya nada de la distinción de una lady de casa noble. La determinación había hecho que las venas, hinchadas, resaltaran en su frente pálida, y sus ojos dulces revelaban ahora una férrea voluntad de supervivencia-. Tenemos que abandonar el carruaje, Kitty. Si nos quedamos aquí, moriremos.

– Pero… pero… -balbuceó la doncella, que estaba blanca como la cera y temblaba como una azogada. Lágrimas de miedo habían borrado todo rastro de su habitual carácter despreocupado.

También Mary sentía que el corazón iba a estallarle en el pecho; tenía la sensación de que en cualquier momento el suelo desaparecería bajo sus pies, tanto en sentido literal como figurado. Con una disciplina férrea, se esforzó, sin embargo, en recuperar su aplomo y hacer lo único que podía salvarles la vida a su doncella y a ella.

Lentamente se arrastró hacia arriba sobre el banco, hacia el otro lado del carruaje, acompañada por los constantes crujidos de la baranda. De algún modo consiguió descorrer el cerrojo y empujar la puerta hacia arriba. Sobre ella apareció el cielo azul.

– Vamos, Kitty -susurró a su doncella-. Subamos.

– Vaya usted, milady. Yo me quedaré aquí.

– ¿Para hacer qué? ¿Para morir? -preguntó Mary con dureza-. Ni hablar. Vamos, afuera.

– ¡No, milady, por favor!

– ¡Maldita sea! ¡Vas a moverte de una vez, mocosa malcriada! -la increpó Mary, y aunque el tono y las palabras eran más propios de un afilador de cuartel que de una dama, no dejaron de causar el efecto buscado.

Kitty abandonó, titubeante, el rincón donde había permanecido agazapada y cogió la mano de Mary para trepar al exterior del carruaje. De repente se escuchó un fuerte crujido. Mary se dio cuenta, horrorizada, de que la baranda cedía y se doblaba bajo el peso del coche.

Entonces resonó un crujido seco. Uno de los largueros se rompió, y el carruaje se inclinó un poco más hacia el abismo. Pero la baranda aún no había capitulado definitivamente en aquel combate perdido de antemano, y el pesado vehículo seguía aún, literalmente, colgado de un hilo.

Temblando, Kitty miró hacia las profundidades que se abrían tras la ventana.

– Rápido -susurró Mary, y la cogió de la mano para atraerla hacia sí y ayudarla a trepar al exterior del coche.

Kitty se movía con torpeza, estorbada por su vestido de seda. Con una mezcla de paciencia y suave violencia, Mary consiguió empujar a su doncella al exterior. Y después de lanzar una última mirada al vacío que se abría a sus pies, abandonó también el carruaje. Las delicadas manos de Kitty se tendieron hacia ella y la ayudaron a subir. Con los miembros temblorosos, Mary se izó, y a pesar de su amplio vestido, consiguió salir por la abertura por la abertura. Temblando de arriba abajo, las dos mujeres se encontraron acurrucadas sobre la inclinada pared lateral del carruaje; en ese instante comprendieron hasta qué punto era desesperada su situación.

Solo uno de los pilares del puente permanecía intacto y soportaba el último tramo de la calzada, sobre el que se encontraba el carruaje, pero el soporte ya estaba doblado y pronto cedería, arrastrando al abismo al resto del puente, y con él al coche. Consternada, Mary levantó la mirada hacia el borde del abismo. La calzada de madera del puente había caído de lado y colgaba oblicuamente sobre el precipicio; parecía pender solo de unas pocas fibras de madera. Si se rompían, todo habría acabado. Mary percibió el rumor que ascendía de las profundidades, oyó claramente el crujido del pilar, que no soportaría mucho tiempo más la carga.

– Oh, milady -gemía Kitty, mientras miraba horrorizada hacia el abismo-. Milady, milady…

Lo repetía como un conjuro, mientras lágrimas amargas caían por sus mejillas. Mary buscó, desesperada, una salida, pero se vio forzada a reconocer que no había ninguna. No tenían ninguna oportunidad de llegar a la otra orilla, y tampoco podían volver atrás. Un movimiento torpe, un paso en falso, y el pilar cedería.

El miedo y el pánico que antes había combatido con tanto éxito, se apoderaron ahora también de ella. Mary y su doncella se cogieron de las manos para proporcionarse consuelo en los últimos minutos -tal vez los últimos segundos- de su vida. Ambas estaban tan asustadas que no pudieron ver cómo llegaba la salvación, bajo la modesta forma de una cuerda.

Desconcertada, Mary miró fijamente el final de la soga, que formaba un lazo. Instintivamente la sujetó y levantó la mirada hacia el borde del barranco, de donde había llegado. No se veía a nadie, pero un instante después, lanzaron una segunda cuerda. También en este caso, el extremo formaba un lazo.

Una voz apremiante resonó en lo alto:

– ¡Rápido! ¡Rodéense con los lazos!

Mary y Kitty intercambiaron una mirada asombrada. Luego hicieron lo que la voz les ordenaba; pasaron los brazos por dentro de los lazos y se los ciñeron en torno al cuerpo. ¡Justo a tiempo!, porque un instante después la baranda del puente cedía.

Con un sonoro crujido, la desgastada madera se quebró, y el carruaje sobre el que estaban agachadas las dos mujeres se deslizó sobre los maderos inclinados, cayó al vacío y se sumergió en las turbulentas aguas del río.

Mary y su doncella gritaron al sentir que perdían el apoyo bajo sus pies. Por un instante temieron ser arrastradas también al abismo, pero las cuerdas las sostuvieron. Al mismo tiempo sintieron que tiraban de ellas hacia arriba, mientras por debajo el resto del puente, que había perdido por completo la estabilidad, se desmoronaba chirriando.

El gemido del pilar y el ruido de la madera al quebrarse ahogaron el estridente grito de Kitty. Petrificadas por el espanto, las dos mujeres vieron cómo el resto del puente se separaba del borde de la pared y con un estruendo infernal se precipitaba a las profundidades, mientras ellas se balanceaban impotentes sobre el abismo, entre la vida y la muerte.

Pero fuera quien fuese quien aguantaba aún el extremo de la cuerda, no parecía tener intención de soltarla. Bamboleándose sobre el abismo, Mary de Egton y su doncella fueron izadas lentamente, palmo a palmo.

Los gritos de Kitty se extinguieron, y sus habitualmente sonrosados rasgos adoptaron un tono verdoso. Un instante después, perdió el conocimiento; la impresión y el horror de los acontecimientos habían sido demasiado para la doncella. Inmóvil, Kitty colgaba en su lazo, que tiraba a sacudidas de ella, arrastrándola hacia arriba.

Mary aún se mantuvo consciente el tiempo suficiente para vivir la llegada al protector borde de la pared. Con manos temblorosas palpó la roca. Desde arriba, unas manos abrazaron sus muñecas y la ayudaron a alcanzar suelo seguro.

Agotada, se dejó caer en el polvo. Su respiración era irregular, el corazón le latía desbocado, y se dio cuenta de que también iba a perder el conocimiento.

Había visto el final ante sí y apenas podía creer que se había salvado. Le parecía un milagro, y solo quería dirigir una mirada a su misterioso salvador antes de perder por completo la conciencia.

Un rostro apareció sobre ella. Pertenecía a un joven de rasgos un poco ingenuos, pero francos y simpáticos, qué la miraba preocupado.

A este se añadió un segundo rostro, cuyo propietario era unos años mayor. Un mentón ancho de aspecto enérgico adornaba una faz enmarcada por cabellos de un color gris pálido. El escrutador par de ojos despiertos y claros que la miraban de frente podía pertenecer tanto a un erudito como a un poeta.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó el hombre, y mientras sus sentidos se enturbiaban, Mary fue consciente de que conocía esa cara.

La había visto en el libro que había leído y que trataba de los hechos valerosos del caballero Wilfred de Ivanhoe. Cuando la inconsciencia cayó sobre ella como un saco grueso y oscuro, pensó que su misterioso salvador no podía ser sino el propio sir Ivanhoe…

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