Archivo de la abadía de Dryburgh, Kelso, mayo de 1822
En la antigua sala reinaba un silencio absoluto, un silencio de siglos pasados que inspiraba respeto y cautivaba a todo aquel que entraba en la biblioteca de la abadía de Dryburgh.
La abadía propiamente dicha ya no existía; en el año 1544 los ingleses, bajo el mando de Somerset, habían arrasado sus venerables muros. Sin embargo, algunos arrojados monjes de la orden premonstratense habían conseguido salvar la mayor parte de la biblioteca del monasterio y la habían trasladado a un lugar desconocido. Hacía unos cien años, los libros habían sido descubiertos de nuevo, y el primer duque de Roxburghe, conocido mecenas del arte y la cultura, se había preocupado de que la biblioteca de Dryburgh encontrara un nuevo alojamiento en las inmediaciones de Kelso: en un antiguo almacén de grano construido en ladrillo, bajo cuyo alto techo se encontraban depositados desde entonces los innumerables infolios, volúmenes y rollos de escritura salvados de la destrucción.
Aquí se conservaban los conocimientos acumulados durante siglos: copias y traducciones de antiguos registros que habían sobrevivido a las épocas oscuras, crónicas y anales medievales en los que se habían fijado los hechos de los monarcas. En la biblioteca de Kelso, sobre el pergamino y el papel quebradizo maltratados por el tiempo, la historia aún permanecía viva, y quien se sumergía en ella en este lugar se sentía penetrado por el hálito del pasado.
Ese era precisamente el motivo de que a Jonathan Milton le gustara tanto la biblioteca. Ya desde muchacho, el pasado había ejercido una atracción particular sobre él, y se había interesado mucho más por las historias que su abuelo le contaba sobre la antigua Escocia y los clanes de las Highlands que por las guerras y los déspotas de sus propios días. Jonathan estaba convencido de que los hombres podían aprender de la historia, pero para eso debían tomar conciencia del pasado. Y un lugar como la biblioteca de Dryburgh, que estaba impregnada de él, invitaba realmente a hacerlo.
Para el joven, que cursaba estudios de historia en la Universidad de Edimburgo, poder trabajar en este lugar era como un regalo. Su corazón palpitó con fuerza mientras cogía el grueso infolio del estante, y sin preocuparse por la nube de polvo que se levantó haciéndole toser, apretó el libro, que debía de pesar unos quince kilos, contra su cuerpo como una preciosa posesión. Luego cogió la palmatoria y bajó por la estrecha escalera de caracol hasta el piso inferior, donde se encontraban las mesas de lectura.
Con cuidado depositó el infolio sobre la maciza mesa de roble y se sentó para examinarlo. Jonathan estaba ansioso por conocer qué tesoros de otros tiempos descubriría.
Se decía que muchos de los escritos de la biblioteca no habían sido aún revisados y catalogados. Los pocos monjes que el monasterio había destinado para que se encargaran de los fondos no daban abasto, de modo que en los estantes cubiertos de polvo y de gruesas telarañas aún podían descansar algunas perlas ocultas. Sólo la idea de descubrir una de estas joyas hacía que el corazón de Jonathan se acelerara.
Sin embargo, él no estaba allí para enriquecer las ciencias de la historia con nuevos conocimientos. Su auténtica tarea consistía en realizar algunas sencillas indagaciones, una actividad bastante aburrida, aunque debía reconocer que estaba bien pagada. Además, Jonathan tenía el honor de trabajar para sir Walter Scott, un hombre que constituía un ejemplo luminoso para muchos jóvenes escoceses.
No era solo que sir Walter, que residía en la cercana mansión de Abbotsford, fuera un novelista de éxito cuyas obras se leían tanto en los aposentos de los artesanos como en los salones de las casas señoriales, sino que era también un escocés de cuerpo entero. A su intercesión y su influencia ante la Corona británica debía agradecerse que muchos usos y costumbres escoceses, que a través de los siglos habían sido objeto de mofa, progresivamente volvieran a tolerarse. Más aún, en algunos círculos de la sociedad británica podía decirse que lo escocés estaba de moda, y recientemente incluso se consideraba elegante adornarse con el kilt y el tartán.
Para alimentar con nuevo material la casa editorial que sir Walter, junto con su amigo James Ballantyne, había fundado en Edimburgo, el escritor trabajaba literalmente día y noche, y generalmente en varias novelas al mismo tiempo. Para ayudarlo en su trabajo, Scott traía de Edimburgo a jóvenes estudiantes que se alojaban en su propiedad rural e investigaban algunos detalles históricos. La biblioteca de Dryburgh, que se encontraba en Kelso, a unos veinte kilómetros de la residencia de Scott, ofrecía unas condiciones ideales para ello.
A través de un amigo de su padre, con el que sir Walter había estudiado en sus años de juventud en la Universidad de Edimburgo, Jonathan había conseguido aquel puesto de meritorio. Y el enjuto joven, que llevaba el cabello anudado en una corta trenza, se consolaba sin dificultad a pesar de la naturaleza más bien tediosa de su trabajo -centrado en áridas investigaciones más que en la búsqueda de crónicas desaparecidas y antiguos palimpsestos-, pensando en que gracias a él tenía la posibilidad de pasar el tiempo en este lugar donde convivían el pasado y el presente. A veces, Jonathan permanecía allí sentado hasta avanzada la noche y perdía por completo la noción del tiempo, enfrascado en el examen de viejas cartas y documentos.
Eso hacía también esa noche.
Durante todo el día, había investigado y recogido material: asientos en anales, relatos de gobernantes, crónicas conventuales y otros apuntes que podían ser de utilidad para sir Walter en la redacción de su última novela.
Jonathan había copiado concienzudamente todos los datos y hechos significativos en el libro de notas que sir Walter le había dado. Pero una vez hecho el trabajo, volvió a dedicarse a sus propios estudios y se dirigió a la parte de la biblioteca que despertaba realmente su interés: las recopilaciones de escritos encuadernadas en cuero antiguo que se encontraban almacenadas en el piso superior y que en buena parte todavía no habían sido examinadas.
Como había podido constatar, entre ellas se encontraban pergaminos de los siglos xii y xiii: documentos, cartas y fragmentos de una época cuya investigación se había apoyado principalmente hasta ese momento en fuentes inglesas. Si conseguía dar con una fuente escocesa aún desconocida, aquello constituiría un hallazgo científico, y su nombre estaría en boca de todos en Edimburgo…
Animado por esta ambición, el joven estudiante invertía cada minuto libre en investigar por su cuenta en los fondos de la biblioteca. Estaba seguro de que ni sir Walter ni el abad Andrew, el administrador del archivo, tendrían inconveniente alguno en que lo hiciera, siempre que llevara a cabo su tarea puntualmente y de forma concienzuda.
A la luz de la vela, que sumergía la mesa en una luz cálida y vacilante, Jonathan estudiaba ahora una recopilación de textos con una antigüedad de siglos -fragmentos de anales que habían redactado los monjes del monasterio de Melrose, pero también documentos y cartas, relaciones de impuestos y otros escritos de este tipo-. El latín en que se habían conservado estos fragmentos ya no era la lengua culta de un Cesar o un Cicerón, como el que se estudiaba actualmente en las escuelas; la mayoría de los redactores habían utilizado una lengua que recordaba solo vagamente a la de los clásicos. La ventaja era que Jonathan no tenía ninguna dificultad en traducirla.
El pergamino de los fragmentos era acartonado y quebradizo, y en muchos lugares la tinta era casi ilegible. El agitado pasado de la biblioteca y el largo período de tiempo durante el cual los libros habían permanecido almacenados en cuevas ocultas y sótanos húmedos no habían tenido precisamente un efecto beneficioso sobre su estado de conservación. Los infolios y los rollos de escritura estaban empezando a descomponerse, y examinar su contenido y conservarlo para la posteridad debía ser el objetivo de cualquier persona interesada en la historia.
Jonathan estudió con atención los textos, página a página. Se mencionaban donaciones de la nobleza a sus vasallos, tributos satisfechos por los campesinos, y encontró una lista completa de los abades de Melrose. Todo aquello era interesante, pero de ningún modo sensacional.
Sin embargo, de pronto Jonathan descubrió algo que atrajo su atención. Mientras hojeaba los textos, se dio cuenta de que el aspecto y la forma de las anotaciones cambiaba. Lo que tenía ahora ante sí no eran cartas ni documentos. De hecho le resultaba difícil determinar el objetivo original del fragmento, ya que daba la sensación de haber sido arrancado de un conjunto más extenso; posiblemente de una crónica o de un antiguo registro conventual.
La caligrafía y el trazo de los caracteres escritos con pincel se diferenciaban radicalmente de los de las páginas anteriores. Además, el pergamino parecía ser más fino y tener un poro más grueso, lo que indicaba una datación considerablemente más antigua que la de los demás textos.
¿De dónde podía proceder este escrito? ¿Y por qué lo habían arrancado del volumen original?
Si alguno de los monjes que administraban la biblioteca hubiera estado cerca, Jonathan se lo habría preguntado; pero a aquella hora tardía el abad Andrew y sus hermanos de congregación ya se habían retirado a la oración y la clausura. Los monjes se habían acostumbrado a que Jonathan se pasara el día enfrascado en la contemplación de las reliquias del pasado, y como el estudiante gozaba de la plena confianza de sir Walter, le habían dejado una llave que le permitía visitar la biblioteca siempre que quería.
Jonathan sintió que los cabellos se le erizaban en la nuca. A él solo correspondía, pues, resolver aquel enigma, surgido de forma tan inesperada.
A la luz oscilante de la vela, empezó a leer.
Le resultó bastante más difícil que con los demás fragmentos; por una parte, porque la página estaba mucho más deteriorada, pero también porque el redactor había utilizado un latín muy extraño, en el que se mezclaban conceptos de una lengua extranjera.
Por lo que Jonathan pudo descubrir, la hoja no debía de formar parte de una crónica. A juzgar por las fórmulas utilizadas -se hablaba repetidamente de «altos señores»-, debía de tratarse de una carta, pero en tal caso el estilo era muy poco habitual.
– Tal vez un informe -murmuró Jonathan para sí, pensativo-. Un informe de un vasallo a un lord o un rey…
Con curiosidad detectivesca siguió leyendo. Su ambición le impulsaba a descubrir a quién había sido dirigido en otro tiempo ese escrito y de qué se hablaba concretamente en el texto. Para investigar el pasado no solo se requerían unos sólidos conocimientos históricos, sino también una buena dosis de curiosidad. Y Jonathan poseía ambas cosas.
Descifrar la carta resultó ser una tarea desalentadora. Aunque Jonathan había acumulado ya alguna experiencia en la lectura y la interpretación de notas en las que se mezclaban abreviaturas y enigmas, solo pudo avanzar unas líneas. Su latín escolar le dejaba vergonzosamente en la estacada cuando trataba de seguir los tortuosos caminos que había recorrido el autor del texto.
De todos modos, algunas palabras despertaron su atención. Se hablaba una y otra vez del «papa sancto» -¿una referencia al Santo Padre de Roma?-, y en varios lugares aparecían las palabras gladius y rex, las denominaciones latinas para «espada» y «rey».
Además, Jonathan tropezaba continuamente con conceptos que no podía traducir porque, sin duda alguna, no procedían de la lengua latina, ni siquiera en su forma modificada. Supuso que se trataba de inclusiones del gaélico o del picto, que en la Alta Edad Media aún estaban muy extendidos.
Como explicaba sir Walter, algunos viejos escoceses seguían utilizando esas lenguas arcaicas, durante mucho tiempo prohibidas. ¿Y si copiaba la página y la mostraba a uno de esos hombres?
Jonathan sacudió la cabeza.
Con esa única página no llegaría muy lejos. Tenía que encontrar el resto del informe, que estaría escondido en alguna parte en las polvorientas entrañas de la antigua biblioteca.
Pensativamente cogió la palmatoria. En el resplandor oscilante que difundía la llama, miró alrededor. Y al hacerlo, sintió que su pulso se aceleraba. La sensación de encontrarse tras la pista de un verdadero secreto le llenó de euforia. Las palabras que había descifrado no se le iban de la mente. ¿Se trataría realmente de un informe? ¿Quizá del mensaje de un legado papal? ¿Qué podían tener que ver con aquello un rey y una espada? ¿Y de qué rey podía tratarse?
Su mirada se deslizó hacia arriba, en dirección a la balaustrada tras la que se dibujaban espectralmente las estanterías del piso superior. De allí procedía el volumen en el que había descubierto el fragmento. Posiblemente allí encontraría también el resto.
Jonathan tenía claro que las posibilidades eran más bien escasas, pero al menos quería intentarlo. Concentrado en su tarea, había perdido por completo la noción del tiempo; ni siquiera se había dado cuenta de que hacía rato que había pasado la medianoche. Subía ya apresuradamente los peldaños de la escalera de caracol, cuando un ruido le sobresaltó. Una palpitación sorda e intensa.
La maciza puerta de roble de la biblioteca se había abierto y se había cerrado de nuevo.
Asustado, Jonathan lanzó un grito. Mantuvo la vela ante sí para iluminar el espacio bajo la balaustrada, porque quería ver quién era el visitante nocturno; pero el resplandor de la vela no alcanzaba tan lejos y se perdía en la polvorienta negrura.
– ¿Quién va? -preguntó entonces en voz alta.
No recibió respuesta.
En cambio, oyó un ruido de pasos. Unos pasos suaves y medidos, que se acercaban avanzando sobre el frío suelo de ladrillo.
– ¿Quién va? -preguntó de nuevo el estudiante-. ¿Es usted, abad Andrew?
Tampoco esta vez recibió respuesta, y Jonathan sintió que a su innata curiosidad se unía ahora una vaga sensación de miedo. Apagó la vela, entrecerró los ojos, y en la penumbra de la biblioteca, iluminada ahora solo por la tenue luz de la luna que caía en hebras finas a través de las sucias ventanas, se esforzó en distinguir algo.
Los pasos, mientras tanto, se acercaban inexorablemente; en la penumbra el estudiante pudo reconocer una figura fantasmal.
– ¿Quién… quién es usted? -preguntó asustado. Pero no obtuvo respuesta.
La figura, que llevaba una capa amplia y ondulante con capucha, ni siquiera miró en su dirección. Imperturbable, pasó ante las pesadas mesas de roble y siguió hacia la escalera que conducía a la balaustrada.
Jonathan retrocedió instintivamente, y de pronto sintió un sudor frío en la frente.
La madera de los escalones crujió cuando la espectral figura colocó el pie sobre ellos. Lentamente subió la escalera; con cada paso que daba, Jonathan retrocedía un poco más.
– Por favor -imploró en voz baja-. ¿Quién es usted? Dígame quién es…
La figura alcanzó el extremo superior de la escalera, y Jonathan pudo ver su rostro en el momento en que cruzó uno de los pálidos rayos de luna.
El encapuchado no tenía rostro.
Jonathan contempló, aterrorizado, los rasgos inmóviles de una máscara; una mirada fría brillaba tras las rendijas de los ojos.
El joven se estremeció. ¡Quien vestía un atuendo tan lúgubre y ocultaba además el rostro tras una máscara por fuerza tenía que abrigar intenciones perversas!
Precipitadamente dio media vuelta y salió corriendo. No podía bajar por la escalera, porque la siniestra figura le cerraba el paso; de modo que corrió en la dirección opuesta a lo largo de la balaustrada y se metió por uno de los pasillos que se abrían entre las estanterías de libros.
El pánico le dominaba. De pronto, los antiguos libros y registros no le ofrecían ya ningún consuelo. Todo lo que quería era escapar. Pero al cabo de unos pasos, su huida llegó al final.
El pasillo acababa ante una pared maciza de ladrillo. Jonathan comprendió que había cometido un grave error. Dio media vuelta para enmendarlo… y constató que ya era demasiado tarde.
El encapuchado se encontraba al extremo del pasillo. En la tenue luz de la biblioteca, tan solo se distinguía su silueta, lúgubre y amenazadora, cerrándole el paso.
– ¿Qué quiere? -preguntó Jonathan de nuevo, sin esperar realmente una respuesta.
Sus ojos, dilatados por el pánico, buscaron una salida que no existía. Rodeado por tres altas paredes, se encontraba indefenso, a merced del fantasma.
La figura se acercó. Jonathan retrocedió hasta tropezar con el frío ladrillo. Temblando de miedo, se apretó contra la pared; sus uñas engarfiadas se aferraron con tal fuerza a los ásperos resaltes de los ladrillos que de sus dedos brotó sangre. Podía sentir la frialdad que emanaba de la siniestra figura. Cubriéndose la cara con las manos en un gesto defensivo, se dejó caer y empezó a sollozar suavemente, mientras el enmascarado se aproximaba.
La capa del encapuchado se hinchó y la oscuridad cayó sobre Jonathan Milton, negra y sombría como la noche.