7

No había cambiado nada.

Ya en casa, en Egton, Mary había pasado innumerables horas estériles en aburridos bailes y recepciones escuchando el parloteo insulso de una gente que, a causa de su origen, se consideraba privilegiada: mujeres jóvenes que tenían por único tema de conversación la última moda de París o el último cotilleo de Londres, y hombres jóvenes que nunca habían hecho nada en su vida que no fuera heredar las riquezas que sus padres y abuelos habían acumulado, y cuyos torpes intentos de aproximación Mary siempre había encontrado ofensivos.

Ciertamente, el número de jóvenes que se arremolinaban en torno a ella para inscribirse en su carnet de baile se había reducido de forma drástica desde que se había dado a conocer que era la prometida de Malcolm de Ruthven; pero, en todo lo demás, las cosas no habían hecho más que empeorar.

Los Ruthven daban un baile, supuestamente en honor de Mary y para ofrecerle una bienvenida adecuada a su nuevo hogar. Pero lo que en realidad perseguía esa fiesta que se celebraba en la gran sala de caballeros del castillo era, una vez más, ofrecer un podio para Eleonore y su hijo ante la nobleza de la comarca.

La gente se daba tono y presumía de sus posesiones, se embarcaba en conversaciones estúpidas sobre nimiedades y se apasionaba hablando de asuntos que no interesaban a Mary. Parecía que la vida auténtica, real, no tuviera acceso a reuniones sociales como aquella. Tras marcharse de Egton, Mary había creído que al menos podría escapar a ese desafortunado aspecto de su vida, pero se había equivocado. Los nobles de las tierras altas no eran menos vacíos y esnobs que los de casa. Por más que aquí los nombres sonaran distinto y que los invitados hicieran grandes esfuerzos para disimular su acento escocés, que consideraban rústico y poco elegante, eran, a fin de cuentas, las mismas conversaciones, las mismas caras aburridas y las mismas imposiciones sociales de Egton.

– Por aquí, hija mía -dijo Eleonore de Ruthven, y cogió a Mary del brazo para conducirla con suave firmeza hasta el siguiente grupo de invitados, que se encontraban plantados al borde de la pista de baile con una expresión orgullosa en sus rígidos rostros, mientras la orquestina tocaba un anticuado minué. Al parecer, allí nadie había oído hablar aún de los valses y de los otros nuevos bailes que estaban de moda en el continente.

– Lord Cullen -exclamó Eleonore con su habitual tono seco-, permita que le presente a Mary de Egton, la prometida de Malcolm.

– Es un gran placer. -Cullen, un hombre a mitad de los sesenta, que llevaba una peluca empolvada y uniforme de gala, insinuó una reverencia-. Por su nombre, debe de ser usted inglesa, ¿no es así, lady Mary?

– Sí, en efecto.

– Entonces seguro que tendrá aún algunos problemas para adaptarse al tiempo desapacible y a las costumbres que tenemos aquí, en la tierra alta.

– En realidad, no -dijo Mary, y sonrió forzadamente-. Mi prometido y su madre se esfuerzan en hacer que me sienta como en casa y no sienta nostalgia de mi hogar.

La risa que dejó escapar Eleonore sonó artificial, un poco como el cacareo de una gallina. Mary, que no podía soportar la hipocresía, se alejó y buscó en vano, en medio del ajetreo de pelucas, chaquetas y vestidos pomposos, un rostro humano. Alrededor únicamente veía caras empolvadas, que probablemente -pensó Mary-solo servían para ocultar que eran muy pocos los que, entre esa gente, aún estaban vivos.

– ¡Ah, mi querida Mary! ¡Aquí está usted!

Sin querer, Mary se había acercado al círculo donde Malcolm conversaba con otros jóvenes terratenientes. Las miradas ávidas que le dirigieron algunos de ellos mostraban claramente que aquellos jóvenes caballeros no eran ni la mitad de civilizados y distinguidos de lo que querían aparentar.

– Ahora mismo estábamos hablando sobre su tema preferido -dijo con una sonrisa irónica Malcolm, que desde su excursión al bosque apenas había hablado con ella.

– ¿Y qué tema es ese? -preguntó Mary, sonriendo indecisa. De algún modo debía guardar las apariencias si quería sobrevivir a esa velada, se dijo.

– ¿Es cierto que está usted en contra de las Highland Clearances, milady? -preguntó un mozo que apenas tendría veinte años. Sobre su frente se levantaba un tupé de pelo rojizo y su figura fornida tenía algo de rústico; si sus antepasados no hubieran alcanzado la riqueza y la respetabilidad hacía unos cientos de años, pensó Mary, probablemente el joven estaría trabajando en algún establo o en los campos.

No se lo pensó mucho antes de responder. Aquella noche, Mary había escuchado y había participado ella misma en tanta charla hipócrita que casi se sentía enferma. Ya no podía seguir disimulando. No cuando se trataba de sus convicciones.

– Sí -dijo sin rodeos-. ¿Le gustaría a usted ser expulsado de su tierra y ver cómo quemaban su casa, mi apreciado…?

– McDuff -se presentó el pelirrojo-. Henry McDuff. Soy el segundo laird de Deveron.

– Qué gran honor para usted -replicó Mary sonriendo-. Seguro que habrá peleado valientemente en muchas guerras y habrá recibido muchas condecoraciones para llegar a alcanzar sus privilegios.

– No, claro que no, milady -la corrigió McDuff, que no se había dado cuenta de que Mary se divertía a su costa-. Eso lo hizo mi bisabuelo. Se encontraba en el lado correcto en el campo de batalla de Culloden, y de este modo aseguró para siempre el poder y el patrimonio de nuestra familia.

– Comprendo. Y usted, apreciado McDuff, emula a su antepasado combatiendo a sus propios compatriotas. Por desgracia no posee usted tanto arrojo como él. Porque entonces eran jefes de clan y soldados sus adversarios, y hoy, en cambio, solo campesinos indefensos.

– Son cosas que no se pueden comparar -resopló el reprendido-. Estos campesinos ocupan nuestras tierras. Y así impiden que proporcionen buenos beneficios.

– Mi querido McDuff -dijo Mary con voz almibarada-, en primer lugar, esa gente vive en sus tierras, no las ocupa. Y tampoco lo hacen gratis, sino que le pagan un arriendo por ello.

– ¡El arriendo! -El laird tomó aire, y sus mejillas se tiñeron de rojo-. ¡Ya estamos con eso! Como si los pocos peniques que esos jornaleros nos pagan pudieran llamarse un arriendo.

Algunos de los jóvenes presentes rieron sarcásticamente y otros expresaron su aprobación en voz alta. El malestar de Malcolm de Ruthven aumentaba a ojos vistas.

– Naturalmente -replicó Mary enseguida-. Tiene razón, mi querido McDuff. Ya sé que usted y los suyos sufren privaciones desde hace años porque los ingresos de los arriendos se reducen cada vez más. -Y mientras hablaba, señaló de forma inequívoca el bulto no precisamente pequeño que se formaba sobre la pretina del joven laird.

Esta vez fue Mary quien provocó las risas de los presentes, y McDuff puso cara de ofendido. Malcolm, que se encontraba visiblemente incómodo con la situación, dijo:

– Ahí lo tienes, querido Henry. Este es el progreso del que tanto nos gusta hablar, los tiempos modernos. También forma parte de ello que las mujeres expresen libremente su opinión.

– Desde luego ha quedado bien claro -replicó McDuff agriamente.

– Perdone si le he ofendido, apreciado laird -continuó Mary en tono sarcástico-. Estoy segura de que solo quiere lo mejor para las personas que viven en sus tierras. Ni en sueños se le ocurriría enriquecerse a su costa, ¿no es cierto?

Mary aún pudo ver cómo Malcolm se estremecía dolorosamente ante la sonora bofetada que acababa de propinar a su huésped, pero no se preocupó por ello y se volvió para buscar la salida. Sentía una urgente necesidad de aire fresco. Tenía que salir de aquella sala, en la que imperaban la hipocresía y la fatuidad. Le era indiferente que las miradas de numerosos invitados al baile la siguieran y que ni siquiera hubiera bailado todavía con su prometido, como exigía la etiqueta. Solo quería salir de allí antes de que de su boca surgieran más maldades, de las que tal vez luego tuviera que arrepentirse.

Mary aún tuvo el aplomo suficiente para comprobar que Eleonore no la observaba mientras desaparecía furtivamente por una de las entradas laterales. Malcolm la vio, pero no consideró necesario seguirla, y Mary se lo agradeció.

Pasando junto a los sirvientes, que la miraban estupefactos, se dirigió hacia el pasillo y corrió hacia la escalera más próxima. Ya no podía contener el llanto. Como si se hubiera roto un dique, las lágrimas se deslizaron por sus mejillas empolvadas de blanco, trazando a su paso líneas quebradas que parecían resquebrajaduras abiertas en su hermoso semblante.

Durante mucho rato Mary no supo dónde se encontraba; entre los tortuosos corredores y escaleras del castillo se había desorientado, pero siguió corriendo simplemente hacia delante. La desesperación y el miedo latían furiosamente en sus venas y le oprimían la garganta.

¿De verdad había creído que podría adaptarse a aquello? ¿Realmente había pensado que podría violentarse a sí misma hasta el punto de casarse con un hombre que ni conocía ni amaba? ¿Que podría negar todo aquello en lo que creía solo para convertirse en una esposa complaciente?

En los círculos de la nobleza era habitual arreglar bodas, matrimonios de conveniencia que se basaban en razones financieras y sociales y que no tenían absolutamente nada que ver con el amor y el romanticismo. ¡Pero Mary no quería que su vida transcurriera de aquel modo! Durante un tiempo se había consolado pensando que tal vez todo saliera de forma distinta y encontrara en Malcolm de Ruthven a un hombre al que pudiera respetar y también amar; pero ni una cosa ni otra eran posibles. Malcolm no era más que un arribista pomposo, al que importaban, por encima de todo, la riqueza y la influencia. Y lo que era casi peor: su prometido la trataba como a un cuerpo extraño en su vida, que habría preferido mantener alejado y que solo soportaba en atención a su madre.

¿Debía pasar así el resto de su vida? ¿Tolerada, pero infeliz y desesperada porque ninguna de sus esperanzas iban a cumplirse jamás?

Sollozando, se precipitó por un largo pasillo flanqueado por viejas armaduras y débilmente iluminado por la vacilante luz de las velas. Sabía que aquella era una huida sin sentido, pero no podía resistirse al impulso interior que la empujaba a escapar y a dejarlo todo tras de sí.

Precipitadamente bajó una escalera, pasó a través de un portal flanqueado por guardias y se encontró en el patio interior del castillo, donde estaban aparcados en fila las carrozas y los coches de los invitados al baile.

Algunos cocheros y sirvientes, que estaban reunidos conversando, callaron enseguida al verla y se dirigieron miradas cohibidas.

– Por favor, buena gente -dijo Mary, y se secó rápidamente las lágrimas del rostro-. No se molesten por mí y sigan con sus cosas.

– ¿Todo va bien, milady? -preguntó preocupado uno de los cocheros.

– Naturalmente. -Mary asintió con la cabeza y luchó contra las lágrimas-. No pasa nada. Estoy bien.

Caminó por el patio. Sus pulmones aspiraron el frío aire nocturno y se tranquilizó un poco. De pronto una música débil, una cadencia animada y rítmica totalmente distinta de los aburridos sones de la música de baile de la orquestina, llegó a sus oídos.

– ¿Qué es eso?-preguntó Mary al cochero.

– ¿Qué quiere decir, milady?

– La música -dijo Mary-. ¿No la oyes?

El cochero aguzó el oído. Era imposible no oír el batir del tambor, al que ahora se añadió también el sonido claro de un violín y el alegre son de una flauta.

– Verá, milady -balbuceó el joven, sonrojándose-, por lo que sé, allá arriba, en la casa de los sirvientes, se celebra una fiesta. Una de las criadas se ha casado con un mozo.

– ¿Una boda?

– Sí, milady.

– ¿Y por qué yo no sabía nada?

– No debe enfadarse por eso, milady. -La voz del cochero adoptó un tono casi suplicante-. La madre del laird ha dado su acuerdo a la unión. No sabíamos que también se requería el consentimiento de milady; por esta razón no…

– No quería decir eso. Es solo que me habría gustado saberlo para presentar mis respetos a la pareja y entregarles un regalo.

– ¿Un… regalo?

– Claro. ¿Por qué me miras tan sorprendido? Vengo del sur y no estoy familiarizada con las costumbres que existen aquí, en el norte. ¿No es habitual en las Highlands ofrecer regalos a los novios?

– Naturalmente -le aseguró el cochero-. Solo que no esperaba que… Quiero decir…

El hombre bajó la cabeza y dejó de hablar, pero Mary sabía de todos modos lo que había querido expresar.

– ¿No esperabas que una dama pudiera interesarse por la boda de dos sirvientes?-preguntó.

El cochero asintió silenciosamente con la cabeza.

– Pues lamento desengañarte -dijo Mary sonriendo-. ¿Querrías hacer algo por mí? Llévame a la casa de los sirvientes y preséntame a la pareja.

– ¿Realmente quiere ir?

El cochero la miró indeciso.

– Si no, no te lo pediría.

– Bien, es que…-respondió el otro vacilando.

– ¿Qué ocurre?

– Milady tendrá que perdonarme, pero su cara…

Mary se acercó a uno de los carruajes y utilizó una ventanilla como espejo. Enseguida vio lo que el joven quería decir: su cara, llorosa, tenía un aspecto realmente lamentable. Rápidamente sacó un pañuelo de debajo del vestido y se limpió los polvos. Por debajo apareció su piel, clara y sonrosada. Luego volvió a dirigirse al cochero.

– ¿Mejor? -preguntó sonriendo.

– Mucho mejor -replicó él, y respondió a su sonrisa-. Si milady quiere hacer el favor de seguirme… -Y bajo las miradas sorprendidas de los demás sirvientes, la condujo, pasando ante los carruajes y los establos, hasta el otro lado del patio, donde se levantaba un edificio de dos plantas de tosca piedra natural, que se encontraba adosado al muro del castillo.

Aunque los postigos estaban cerrados, a través de las rendijas se filtraba luz y del interior surgía la música que Mary había oído. El cochero le dirigió una mirada de duda, y con una inclinación de cabeza Mary le dio a entender que aún seguía dispuesta a entrar. El hombre se adelantó y abrió la puerta; un instante después, Mary tuvo la sensación de que se encontraba de nuevo en un mundo completamente diferente, extraño para ella.

Aunque las paredes no estaban revocadas y los muebles eran viejos y toscos, de la habitación emanaba una alegría y una vitalidad que Mary había buscado hasta entonces en vano en Ruthven.

En una chimenea abierta ardía un alegre fuego, ante el que se encontraban agachados varios niños y donde se asaban pedazos de masa de pan en unos largos bastones de madera. En la mitad izquierda de la habitación había una larga mesa a la que estaban sentados los invitados a la boda, entre ellos algunos mozos y criadas que Mary ya conocía de vista.

Sobre la gran mesa de roble se veían varias fuentes llenas de alimentos sencillos -pan y salchichas de sangre, y cerveza en jarras de piedra grises-. Un noble difícilmente habría encontrado aquella comida adecuada para una boda, pero para esa gente representaba un festín.

Al otro lado de la habitación se había instalado la banda -tres miembros de la servidumbre que sabían tocar el violín y la flauta y marcar el ritmo con el tambor-. Al son de aquella música fresca y despreocupada bailaban un joven y una muchacha con el cabello adornado con flores; sin duda los novios en honor de los cuales se celebraba la fiesta. Mary ya se disponía a acercarse a la pareja para felicitarles, cuando uno de los músicos la vio.

Bruscamente, el batir del tambor se detuvo, y también los otros instrumentos enmudecieron. Los novios dejaron de bailar, y los sirvientes sentados a la mesa interrumpieron la conversación. En un instante se hizo el silencio en la habitación, y todos los ojos se dirigieron, asustados, hacia Mary.

– No, por favor -dijo ella-. Seguid con la fiesta, no os preocupéis por mí.

– Perdone, milady-dijo el novio, bajando humildemente la cabeza-. No queríamos molestarla. Si hubiéramos sabido que el ruido se oía en la casa, no habríamos…

– Pero si no me habéis molestado -le interrumpió Mary, y sonrió-. Solo he venido para presentar mis respetos a los novios.

Y antes de que cualquiera de los presentes comprendiera qué pasaba, cogió la mano del novio, se la estrechó y le deseó a él y a su familia todos los bienes imaginables. Luego se dirigió hacia la no menos sorprendida novia, la abrazó y la felicitó también cordialmente.

– Gracias, milady -dijo la joven sonrojándose, y dobló la rodilla con cierta torpeza. Sus pálidos rasgos estaban cubiertos de pecas y sus cabellos eran rojos como el fuego. A pesar del raído vestido que llevaba, a Mary le pareció hermosa, de una belleza natural y fresca. Estaba segura de que habría superado sin esfuerzo la comparación con todas las damas del baile si se hubiera enfundado en un vestido caro y se hubiera peinado convenientemente.

– ¿Cómo te llamas? -quiso saber.

– Moira, señora -respondió la joven tímidamente.

– ¿Y tú? -preguntó al novio.

– Me llamo Sean, milady. Sean Fergusson, el aprendiz de herrero.

– Encantada. -Mary sonrió y miró alrededor-. ¿No hay aquí algo de beber para que pueda hacer un brindis a la salud de los novios?

– ¿Quiere… quiere beber con nosotros, milady? -preguntó uno de los hombres mayores que se encontraban sentados a la mesa.

– ¿Y por qué no? -replicó Mary-. ¿Creéis que una dama elegante no puede vaciar una jarra de cerveza?

La respuesta no se hizo esperar: enseguida sirvieron a Mary una de las toscas jarras llenas hasta el borde de espumeante líquido.

– ¡Por Sean y Moira! -dijo Mary, y levantó su jarra-. Para que disfruten de una larga y saludable vida y se amen siempre.

– Por Sean y Moira -repitieron todos, y luego se llevaron las jarras a los labios y las vaciaron según la antigua costumbre. Aunque en realidad, Mary fue la única que la vació efectivamente, pues el resto de los presentes estaban demasiado ocupados mirándola sorprendidos; nunca antes habían visto a una noble que vaciara su jarra de cerveza de un trago.

La joven dejó la jarra y se limpió la espuma de los labios con el dorso de la mano.

– Bien -dijo-. Y ahora quiero desearos a todos una feliz fiesta. Espero que sea más animada y alegre que el triste festejo que se celebra ahí arriba.

Mary dirigió una inclinación de cabeza a los presentes a modo de despedida; ya iba a salir de la habitación cuando Moira se adelantó de repente.

– ¡Milady!-exclamó.

– ¿Sí, hija mía?

– No… no hace falta que se vaya, si no quiere. Sean y yo nos sentiríamos felices si quisiera quedarse. Claro que solo si lo desea…

– No -dijo Mary-. No estaría bien. Seguro que queréis estar entre vosotros. Solo os estropearía la fiesta.

– A mí no me la estropearía -dijo Moira osadamente-, y a Sean seguro que tampoco. A no ser que prefiera irse.

Mary, que se había quedado parada en el umbral, se volvió. De pronto la invadió una extraña melancolía, y tuvo que luchar para contener las lágrimas.

– ¿Queréis que me quede aquí con vosotros? -preguntó, emocionada-. ¿En vuestra boda?

– Si le complace, milady.

Mary sonrió al oírla, y una lágrima cayó por su mejilla.

– Naturalmente que me complace -aseguró-. Me quedaré con mucho gusto, si puedo.

– ¿Me permitiría en ese caso, milady, que le solicite un baile? -preguntó Sean.

Instantáneamente se hizo un silencio de muerte en la sala. Que una dama vaciara una jarra de cerveza y fuera invitada a un banquete nupcial en la casa de los sirvientes ya era de por sí bastante inhabitual; pero que además un aprendiz de herrero se atreviera a pedirle un baile superaba todos los límites.

Los invitados presentes en la habitación parecían ser muy conscientes de ello. En tensión, casi atemorizados, miraban a Mary, que comprendió una vez más que aquella gente tenía pocos motivos para sonreír bajo el dominio de los Ruthven. También Sean parecía intuir que había tensado demasiado la cuerda, y bajó la mirada, cohibido.

– Claro que bailaré contigo -dijo Mary en medio del silencio general-. Siempre, claro está, que tu esposa no tenga nada en contra.

– ¿De… de verdad? -preguntó Sean, atónito.

– Claro que no, milady -añadió Moira rápidamente-. ¿Qué podría tener en contra?

– Entonces que los músicos toquen algo -pidió Mary riendo-. Pero algo rápido, alegre, si es posible. Y por favor, sed indulgentes conmigo; me temo que no conozco vuestros bailes.

– Entonces se los enseñaremos con mucho gusto, milady -aseguró Sean, que, con un gesto, indicó a los tres músicos que volvieran a sus instrumentos.

Unos segundos más tarde, el ritmo palpitante del tambor y los alegres gorjeos de la flauta llenaban la habitación. El aprendiz de herrero inclinó la cabeza en un gesto de ánimo, tendió la mano a Mary, y un instante después la arrastró consigo a la pequeña pista de baile.

Al momento, los restantes invitados formaron un círculo en torno a ambos, dando palmadas y golpeando el suelo con los pies al ritmo de la música. Mary se echó a reír. Su risa resonó cristalina y aliviada, y tuvo la sensación de que se deshacía de una enorme carga. Liberada de las coerciones de la etiqueta, se sintió revivir, y por primera desde Abbotsford, tuvo de nuevo la sensación de ser una criatura viva, palpitante.

El joven Sean era un bailarín lleno de temperamento. Aunque Mary no dominaba ni uno solo de los pasos, la hizo girar sobre las tablas mientras ejecutaba divertidas cabriolas. Mary pronto descubrió que allí no había ningún ceremonial, ni figuras fijas ni reverencias a las que atenerse. Se dejó llevar sencillamente por la melodía y se movió al ritmo de la música. El miriñaque de su pesado vestido se balanceaba a un lado y a otro como una campana, lo que divirtió sobre todo a los niños, que lanzaron risas alborozadas.

– Ya has bailado bastante, jovencito -dijo muy animado un viejo escocés, en quien Mary reconoció al maduro encargado de los establos del castillo-. Tu novia te echa en falta. Ahora déjame a mí bailar con la dama.

– Como quieras, tío -respondió Sean con una sonrisa irónica.

El novio se retiró y el viejo sirviente se inclinó ante Mary.

– ¿Me concedería el honor, milady? -preguntó galantemente.

Mary tuvo que hacer un esfuerzo para contener la risa.

– ¿Cómo podría rechazar una invitación tan galante, señor? -replicó sonriendo divertida, y un instante después la habían sujetado del brazo y la hacía girar como una peonza.

Con una energía y una habilidad difíciles de imaginar en un hombre de su edad, el viejo encargado saltó sobre la pista de baile, elevándose en el aire y juntando los talones como si la fuerza de la gravedad no tuviera efecto sobre él. Mary giró en círculo al son de la música. Su pulso se aceleró y sus mejillas se tiñeron de carmín.

La pieza que tocaban los músicos llegó al final, pero antes de que Mary hubiera podido sentarse, empezó la siguiente melodía, más alegre y animada aún que las anteriores. Algunos de los niños se acercaron, cogieron a Mary de la mano y bailaron en corro con ella. Por un rato, la joven olvidó todas sus preocupaciones y temores.

Dejó de pensar en Malcolm de Ruthven y en el triste destino que la esperaba.

No era consciente del desastre que se cernía sobre ella.

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