15

En el círculo de piedras


Cuando oyeron los pasos ante la barraca, supieron que había llegado la hora.

Durante dos días habían viajado a través del país, con destino desconocido y encerrados como animales en una jaula de madera. En algún momento, cuando ya se había puesto el sol, el carruaje se había detenido. Entonces habían arrastrado a sir Walter, a Quentin y a lady Mary fuera de su estrecha cárcel, y habían pasado la noche y el día siguiente en una cabaña destartalada: acurrucados en el suelo húmedo, hambrientos y sedientos, helados y atormentados por una terrible incertidumbre.

Se escucharon pasos en el suelo lodoso ante la puerta. Mary, que se apretaba estrechamente contra Quentin, le dirigió una mirada asustada, y aquel joven antes tan pusilánime sintió crecer en su interior una fuerza desconocida.

– No te preocupes -dijo con voz tranquilizadora-. Suceda lo que suceda, estoy a tu lado.

La puerta se abrió ruidosamente. En la penumbra del crepúsculo, una antorcha humeante iluminó la cabaña. Cinco encapuchados se encontraban ante la puerta. Todos llevaban las cogullas y las máscaras de la hermandad.

– Sacad a la mujer -ordenó uno de los tipos a los demás. Los encapuchados ya se disponían a sujetar a Mary, cuando Quentin se levantó y se interpuso en su camino.

– No -dijo enérgicamente-. ¡Dejadla en paz, bastardos!

Los sectarios, sin embargo, no estaban dispuestos a dejarse detener por él. Brutalmente, lo empujaron a un lado, lanzándolo contra la pared, y Quentin cayó al suelo, conmocionado. Impotente, tuvo que ver cómo sujetaban a Mary, que se resistía violentamente, y la arrastraban hacia fuera.

– ¡Protesto! -exclamó sir Walter, que, debido a su pierna enferma, no podía levantarse-. ¡Suelten inmediatamente a lady Mary!

– Cállate la boca, viejo loco -le respondieron con rudeza, mientras arrastraban a la joven hacia la puerta.

– Dejadla en paz -gritó Quentin-, cogedme a mí en su lugar.

Pero un instante después ya habían salido de la barraca. Los encapuchados cerraron la puerta tras de sí y corrieron el cerrojo; todo lo que sir Walter y Quentin pudieron oír fueron los desesperados gritos de socorro de Mary de Egton, resonando en la oscuridad del crepúsculo.

– ¡Maldita sea! -exclamó Quentin, y golpeó la pared con impotencia. Las lágrimas asomaron a sus ojos y se mesó los cabellos, desesperado-. ¿Por qué no lo he impedido? ¡Habría debido ayudarla! ¡Mary confiaba en mí! ¡Le prometí que la protegería, y he fracasado miserablemente!

– Has hecho todo lo que podías, muchacho -replicó sir Walter con tristeza-. No tienes la culpa de nada. Solo yo soy el culpable de todo lo que ha ocurrido. Por mi estúpido orgullo y mi testarudez. ¿Por qué tenía que meter la nariz en cosas que no me incumbían? ¡Ah, si hubiera escuchado al abad Andrew! O al profesor Gainswick. Tantos han sufrido una muerte sin sentido, solo porque yo no quise ceder. Ahora todos pagaremos por mi vanidad.

Quentin se había tranquilizado un poco. El joven se secó las lágrimas con un gesto enérgico y se sentó junto a su tío en el suelo.

– No debes decir estas cosas -le contradijo-. Todo lo que hiciste, tío, era correcto. Estos criminales tenían a Jonathan sobre su conciencia. ¿Qué habrías debido hacer? ¿Quedarte quieto y dejar que el asunto acabara en nada? Es evidente que tenías razón. Y acabe como acabe este asunto, te estoy agradecido por haber podido estar a tu lado.

– ¿Qué he aportado yo a tu vida, muchacho? -replicó sir Walter, sacudiendo la cabeza apesadumbrado-. Solo miedo y calamidades.

– No es cierto. Contigo he aprendido que hay cosas por las que vale la pena arriesgarse. Me has enseñado qué significa la lealtad. De ti he aprendido lo que es el coraje.

– Y has sido un buen alumno, Quentin -aseguró sir Walter en voz baja-. El mejor que nunca haya tenido.

– ¿De verdad lo crees?

– Desde luego. Me seguiste incluso cuando no eras de mi misma opinión, y a eso lo llamo yo lealtad. Superaste tu miedo y fuiste hasta el fondo de las cosas, y eso es, para mí, el coraje. Pero tu mayor mérito ha sido infundir valor a lady Mary hasta el último instante e incluso querer cambiarte, hace un momento, por ella. A eso, mi querido muchacho, yo lo llamo valor.

Sir Walter le miró sonriendo, y Quentin le devolvió la sonrisa. Antes ese elogio lo habría significado todo para él; pero en las circunstancias en que se encontraban constituía solo un débil consuelo.

– Te lo agradezco, tío -dijo, sin embargo-. Ha sido un honor para mí ser tu alumno.

– Como ha sido un honor para mí enseñarte -replicó sir Walter, y Quentin vio brillar en sus ojos una lágrima furtiva.

Luego se hizo el silencio.

Ninguno de los dos volvió a abrir la boca; ambos miraban fijamente ante sí sin decir palabra. ¿De todos modos, qué habrían podido añadir? Todo estaba hablado ya, y cualquier cosa que hubieran dicho solo habría aumentado su dolor.

Ambos sabían que no había escapatoria. Aún no estaba claro qué se proponían hacer los sectarios con ellos, pero Malcolm de Ruthven y su banda de desalmados ya habían demostrado en anteriores ocasiones que para ellos la vida de un hombre no tenía ningún valor. Para conseguir sus objetivos, los hermanos de las runas estaban dispuestos a sembrar su camino de cadáveres, y ni sir Walter ni Quentin se hacían falsas ilusiones. Morirían, posiblemente esa misma noche, tal como habían predicho las runas del sarcófago de Robert Bruce.

La noche del eclipse lunar…

Durante mucho tiempo permanecieron en silencio, sumergidos en sus pensamientos. Luego -ya debía de ser medianoche- de nuevo se oyeron pasos ante la barraca. Se abrió la puerta, y los encapuchados volvieron.

Esta vez era el turno de sir Walter y de Quentin.


El escenario era tan sombrío como siniestro.

En un antiguo círculo de piedras que se remontaba a tiempos prehistóricos, formado por enormes sillares que se elevaban en la oscuridad contra el cielo nocturno, los hermanos de las runas se habían reunido en asamblea: docenas de encapuchados, que llevaban las máscaras negras y las cogullas de la hermandad.

Las antorchas que sostenían en las manos eran la única fuente de luz; pues la luna, que estaba alta en el cielo, ya había empezado a enturbiarse. Solo se veía una delgada hoz, que brillaba pálida y clara. El eclipse estaba próximo.

Los hombres llevaron a sir Walter y a Quentin al centro del círculo, junto a una mesa de sacrificios de piedra, donde esperaban otros dos encapuchados.

Uno de ellos era de elevada estatura, y a pesar de la capa negra con que se cubría, se veía claramente que era un hombre flaco y enjuto. Una máscara ennegrecida le ocultaba la cara, pero sir Walter estaba seguro de que tras aquel disfraz se ocultaba Charles Dellard, el inspector traidor.

El otro hombre era más bajo, y se distinguía de los demás sectarios por sus vestiduras blancas y la máscara de plata que le cubría la cara. A través de las rendijas brillaban unos ojos llenos de odio.

Sir Walter se dijo que debía de ser Malcolm de Ruthven. Quentin solo tenía ojos para la joven que yacía sobre la mesa, atada de pies y manos. La habían vestido con un traje raído de lino gris, y su cabello, largo y suelto, caía ondulante sobre la piedra milenaria. En su mirada se leía la desesperación.

– ¡Mary! -exclamó Quentin, y con un movimiento enérgico consiguió soltarse de los esbirros que le custodiaban. En un instante recorrió los pocos pasos que le separaban de la piedra del sacrificio y cayó ante ella jadeante.

– Mary -susurró-. Lo siento tanto… ¿Me oyes, Mary?

– Queridísimo Quentin -replicó ella con voz temblorosa-. No puedes hacer nada. El destino estaba contra nosotros. Querría que nunca nos hubiéramos encontrado.

– No -la contradijo él, mientras las lágrimas asomaban a sus ojos-. Ocurra lo que ocurra, me siento feliz por haberte encontrado.

– Vaya. -El hombre de la máscara de plata se había adelantado y los miraba desde arriba con aire altanero. Su voz rezumaba maldad-. Veo que por fin has encontrado a alguien capaz de ablandar tu frío corazón, Mary de Egton. Alguien que es digno de ti: un burgués, un don nadie de la peor clase.

– No te atrevas a ofenderle -siseó Mary-. Quentin tiene más sentido del honor en su dedo meñique que tú en todo tu corrompido cuerpo. Eres el último vástago de un linaje noble, tu título y tus propiedades son solo heredados; mientras que Quentin ha conseguido con esfuerzo todo lo que ahora es. Si tuviera que elegir, siempre le preferiría a él.

Las palabras de Mary hicieron que el enmascarado se tambaleara como bajo el efecto de un puñetazo.

– Te arrepentirás de esto. Cuando quise tu afecto, me lo negaste. Ahora pagarás por ello -profetizó-. Todos pagaréis por ello -añadió luego, dirigiéndose a Quentin y a sir Walter-. Antes de que la luna se desvele de nuevo, lamentaréis haberos puesto contra mí. ¡Porque esta noche se iniciará una nueva era!

– ¿Qué pretende? -preguntó sir Walter, que no parecía en absoluto impresionado por las palabras grandilocuentes del sectario-. ¿Para qué ha servido todo este derramamiento de sangre? ¿Para qué todo este odio sin sentido? ¿Esta ridícula mascarada? ¿Realmente cree en todo este teatro?

El hombre de la máscara de plata le dirigió una mirada extraña. Luego caminó lenta y amenazadoramente hacia él.

– ¿Es posible -dijo- que con todo lo que ha oído y vivido le siga faltando fe, Scott? Y sin embargo, puedo reconocer claramente el miedo en sus ojos.

– En eso tiene razón. Pero mi miedo no tiene que ver con viejas maldiciones y necias mascaradas, sino con el daño que, en su furor, puede causar al pueblo escocés. ¿Qué se propone, Malcolm de Ruthven?

– De modo que sabe quién soy -replicó el otro, y con un movimiento indolente se quitó la máscara. Sus pálidos rasgos estaban deformados por el odio-. En ese caso -añadió- le concederé el honor de verme aparecer en público a cara descubierta en el último acto de este juego. ¿Por qué no, al fin y al cabo? Cuando el ritual haya concluido, ya no tendrá ninguna relevancia saber quién o qué era yo. Todos se preguntarán solo por lo que soy.

– ¿De verdad? -Sir Walter levantó las cejas impertérrito-. ¿Y qué es usted, Ruthven? ¿Un loco? ¿Un iluso que ha perdido toda relación con la realidad? ¿O es solo un vulgar ladrón y asesino?

El rostro de Malcolm de Ruthven se contorsionó en una mueca de rabia.

– Usted no sabe nada -constató-. Es tan ignorante como el primer día, y sin embargo, ha tenido oportunidades suficientes para comprender y convertirse en un creyente. Pero le aseguro, Scott, que antes de que salga el sol estará convencido de que no estoy loco y de que el hechizo que pesa sobre la espada de la runa realmente existe. Porque esta noche voy a desencadenarlo.

– ¿De modo que esta es la razón? ¿Por eso tuvieron que morir todos esos hombres inocentes? ¿Mi pobre Jonathan? ¿El profesor Gainswick? ¿El abad Andrew?

– Ellos fueron los últimos. Los últimos de una larga serie de víctimas que ha exigido el combate por la espada de la runa. Hace cientos de años se selló un pacto, Scott. Un pacto con poderes oscuros, que desde entonces habitan la espada de la runa y tienen la capacidad de derribar y coronar a los gobernantes. Ellos llevaron a Braveheart a la ruina y elevaron a Robert Bruce al trono del rey.

– Robert I Bruce fue rey de Escocia -recordó Scott-con la santa bendición de la Iglesia.

– Tonterías. Su reinado fue solo una sombra; su dominio, de corta duración. Bruce habría podido gobernar eternamente, pero era demasiado simple para comprender las posibilidades que le ofrecía el destino. Abandonó la espada en el campo de batalla de Bannockburn, y de ese modo lo tiró todo por la borda.

– Solo hizo lo que le aconsejaba su conciencia.

– Él fue el causante de su propia ruina, y nos traicionó a todos. Según se dice, inmediatamente después de la batalla una vieja mujer de las runas, que practicaba las artes luminosas, cogió la espada para ocultárnosla. Durante muchos siglos la buscamos en vano.

– ¿A quién se refiere? ¿Quiénes la buscaron?

– La Hermandad de las Runas y la estirpe de los Ruthven -fue la orgullosa respuesta de Malcolm-, inseparablemente unidas desde el día de Bannockburn. Durante siglos buscamos la espada y lo hicimos todo para volver a conquistar el poder, mientras el nuevo orden se reforzaba cada vez más. Llegaron los ingleses para arrollarnos, y los señores de los clanes se dejaron seducir por ellos como estúpidos escolares. Faltaba fuerza para unir a los clanes, pues el símbolo de esa unidad se había perdido en el día de la batalla fatal. Finalmente, sin embargo, la espada fue descubierta de nuevo, y la hermandad consideró que el tiempo había llegado. Por desgracia, tuvimos que reconocer que nos habíamos equivocado.

– Las insurrecciones jacobitas -adivinó sir Walter-. Así pues, la hermandad era la fuerza impulsora que se ocultaba tras la rebelión. Esperaban derribar al gobierno con ayuda de los Stewart, pero su plan fracasó. De ahí la precipitada huida del castillo de Edimburgo…

– El tiempo no estaba maduro, los signos fueron malinterpretados. El gran druida, que había guiado a nuestra hermandad durante siglos, encontró la muerte en el cañoneo del castillo de Edimburgo. Mi abuelo, Galen de Ruthven, era el único que conocía el paradero de la espada. En la confusión de los combates también murió, y se llevó el secreto a la tumba.

– Qué triste -replicó sir Walter sin asomo de lástima.

– Con su temprana muerte, se rompió la cadena. Durante siglos, la pertenencia a la Hermandad de las Runas se había transmitido de padre a hijo. Mi padre, sin embargo, no tenía ningún conocimiento de ello. Se casó con una aristócrata que se había adaptado a los británicos y no conservaba ninguna de las antiguas tradiciones de su pueblo, una mujer que hasta el día de hoy está poseída por la idea de casar a su único hijo, el laird de Ruthven, con una inglesa. El laird, sin embargo, tropezó por casualidad con las notas de su abuelo, y supo de la orgullosa tradición que preservaba la casa de Ruthven. Cuando entonces se descubrió, además, la tumba de Robert Bruce y vio los signos en el sarcófago, supo que su destino era volver a fundar la hermandad y emprender la búsqueda de la espada, pues el tiempo del cumplimiento había llegado.

– Pero usted no consiguió encontrarla -replicó sir Walter, que tenía claro que Malcolm hablaba de sí mismo.

– Apenas quedaba ningún rastro; solo las indicaciones contenidas en un libro en el que se habían registrado los secretos de nuestra hermandad para el caso de que, en algún momento, fuera destruida y tuviera que formarse de nuevo. Aunque nuestros enemigos mortales, los monjes de Dryburgh, nos habían estado observando durante siglos, no imaginaban que ese libro se encontraba justo ante sus ojos. Ellos mismos lo conservaban, dividido en fragmentos y repartido en diversas bibliotecas.

– Y buscando estos fragmentos llegó a Kelso -concluyó sir Walter.

– Dryburgh era una de las bibliotecas que en el tiempo antiguo habían sido elegidas para albergar uno de los fragmentos. Pero yo no sabía si el escrito habría sobrevivido a la destrucción del monasterio; de modo que tuvimos que buscar en Kelso, durante muchas noches de labor esforzada. Al final, sin embargo, no encontramos nada, excepto a un joven estudiante ignorante que, por pura casualidad, había tropezado con informaciones que habría sido mejor que no conociera.

– Jonathan -suspiró sir Walter-. Por eso debía morir.

– Su estudiante estaba en el mal momento en el lugar equivocado, Scott. Para borrar nuestras huellas, di la orden de quemar la biblioteca. El escándalo que provocaría el incendio, me dije, permitiría que nuestros agentes en el lugar pudieran proseguir la búsqueda de la espada de la runa.

– Está hablando de Charles Dellard.

– Exacto. El hecho de que su infortunado sobrino escapara por un pelo a la muerte en el incendio nos facilitó aún más las cosas, pues usted personalmente exigió que se efectuara una investigación oficial del suceso, y de este modo proporcionó a Dellard un camuflaje perfecto. En cierto modo, apreciado Scott, nos ayudó. Hasta que usted mismo empezó a meter las narices en nuestros asuntos. Entonces comprendí que era un hombre peligroso, de manera que decidí desembarazarme de usted y de su sobrino.

– El asalto en el puente -supuso sir Walter.

Malcolm asintió.

– Sin embargo, el atentado no salió como estaba planeado, y en lugar del suyo, fue otro el carruaje que pasó por el puente saboteado, un coche en el que viajaban dos jóvenes.

– ¡Miserable canalla! ¡Estas mujeres estuvieron a punto de perecer por su culpa!

– Lo sé. E imagínese mi sorpresa cuando me enteré de que una de estas mujeres era mi propia prometida. Ahora sé que todo aquello no fue una casualidad, sino que el destino así lo había querido. El ataque frustrado en el puente me colocó en una situación difícil. Aquello atrajo la atención de los monjes de Kelso hacia nosotros, y usted, mi apreciado Scott, ejercía una presión cada vez mayor sobre Dellard, mientras que la búsqueda de la espada de la runa no avanzaba. De modo que tenía que tomar una decisión…

– … y decidió deshacerse de Quentin y de mí -concluyó sir Walter-. De ahí el ataque a mi propiedad. Quería atemorizarnos, para que abandonáramos Abbotsford y fuéramos a Edimburgo.

– Interpreta mal mis planes, Scott -dijo Malcolm como un profesor que regaña a su alumno-. Lo que me interesaba no era deshacerme de ustedes. Al contrario, en adelante hice todo lo que pude para apoyarles en sus investigaciones, porque había comprendido que su brillante inteligencia y su fama podían sernos muy útiles si hacía que trabajara para nosotros. Solo mucho más tarde descubrí que los monjes de Kelso probablemente habían tenido la misma idea. A partir de ese momento le proveímos alternativamente de indicios, y tanto los unos como los otros quedamos sorprendidos por los rápidos avances que realizaba. ¿No le parece una fina ironía del destino? Era una marioneta en nuestras manos, Scott, y ni siquiera ahora se da cuenta de ello.

– Miente -dijo sir Walter, pero en su rostro podía verse claramente que aquellas palabras le habían afectado. ¿Podía ser cierto aquello?, se preguntaba. ¿Realmente había sido dirigido y manipulado durante todo ese tiempo sin que se diera cuenta? ¿Le habían llevado su testarudez y su anhelo por conocer la verdad a trabajar codo con codo con sus enemigos?

– ¿Y qué me dice del profesor Gainswick? -preguntó.

– ¿A qué se refiere?

– ¿Por qué tenía que morir el profesor? Solo porque usted temía que pudiera revelarme demasiado sobre el asunto. Esto demuestra que miente.

– ¿Realmente lo cree así? -Malcolm de Ruthven lanzó un bufido de desprecio-. ¿Qué habría podido revelarle ese viejo loco? Era tan inofensivo como inútil. Habríamos podido proporcionarle igualmente nosotros las informaciones que le dio.

– Entonces ¿por qué tenía que morir? ¿Por qué, si no suponía ninguna amenaza para usted?

– Muy sencillo -replicó Malcolm visiblemente complacido-, porque el incidente en la biblioteca me había hecho comprender que nada le motivaría tanto como la pérdida de otro amigo querido, por cuya muerte, naturalmente, también se culparía. Y tenía razón, ¿no es cierto?

Por un instante sir Walter se quedó sin habla, horrorizado por lo que acababa de escuchar.

– Miserable y sanguinario bastardo -susurró-. ¿Mató a un hombre inocente solo para mantenerme interesado en el asunto? ¿El profesor Gainswick tuvo que morir para que yo buscara la espada con mayor enardecimiento?

– Parece desatinado, se lo concedo. Pero coincidirá conmigo en que la maniobra no erró su objetivo, mi apreciado Scott. A partir de ese momento nada podía detenerle en su ambición por resolver el enigma de la Hermandad de las Runas.

– Y… ¿el dibujo que dejó Gainswick?

– Una pequeña atención nuestra; al fin y al cabo, debíamos hacerles llegar otro indicio. Era un cebo, que usted y su inocente sobrino se tragaron sin sospechar nada. Así encontraron la inscripción en el sarcófago de Bruce y descifraron los signos; si no lo hubieran hecho, no estarían hoy aquí.

– No todos los signos -le contradijo sir Walter.

– Claro que no; en caso contrario tampoco estarían hoy aquí-replicó Malcolm malignamente-. ¿Quiere saber qué significan esos signos? En otro tiempo, todos los miembros de la hermandad los conocían de memoria, pues se transmitieron de generación en generación durante casi quinientos años:

En la noche de la luna oscura

la hermandad se reúne

en el círculo de piedras,

para combatir la amenaza

y recuperar lo que antaño se perdió:

la espada de las runas.

– ¿Lo ve, Scott? -preguntó Malcolm, y señaló al cielo, donde entretanto el disco de la luna se había reducido aún más. Ahora el astro aparecía como cubierto de sangre, de un rojo escarlata entre las estrellas. De la hoz solo quedaba ya un fino borde-. ¡En la profecía se habla de esta noche! La noche en que la luna se entenebrece como en otro tiempo y se renueva el hechizo que condujo ya una vez al pueblo escocés a la libertad.

– Libertad -dijo sir Walter burlonamente-. ¿Cuántas veces se ha utilizado esta palabra para allanar el camino a usurpadores sin escrúpulos? A usted no le importa la libertad, Ruthven, sino solo aumentar su poder. Pero no lo conseguirá, porque solo lanzará a Escocia a un caos y un dolor aún mayores. La gente aquí ya ha sufrido demasiado. Lo que necesitan, sobre todo, es paz.

– Habrá paz -aseguró Malcolm-. Cuando expulsemos al falso rey del trono y yo mismo lleve la corona, habrá paz.

– ¿Usted? ¿Quiere coronarse rey a sí mismo? -Sir Walter rió sin alegría-. Al menos ahora sé que está loco.

– Comprendo que no comparta mi punto de vista, Scott. Todos los grandes personajes de la historia tuvieron fama de estar locos. Alejandro Magno, Julio César, Napoleón…

– ¿Quiere tomar seriamente por ejemplo a un hombre que desencadenó una revolución sangrienta y que lanzó a toda Europa a una guerra sin sentido?

– ¿Por qué no? La providencia me ha elegido, Scott. A mí y a nadie más. La espada de la runa, forjada en tiempos antiguos y dotada de un gran poder, me proporcionará la fuerza necesaria para acometer esta empresa. Ella es la llave con la que haremos retroceder el cambio de era y derribaremos el orden nuevo. ¡Y de sus cenizas nos alzaremos como los nuevos señores de esta tierra, y alguna vez, quizá, de todo el mundo!

– Usted ha perdido el juicio -dijo sir Walter. No era ningún reproche, sino una constatación; pero Malcolm de Ruthven no se inmutó. Por el resplandor febril que brillaba en sus ojos podía adivinarse que su mente ya se había precipitado a un abismo sin retorno.

Su conversación con sir Walter había finalizado. Con un gesto triunfal, levantó los brazos.

– ¡Hemos vencido, hermanos! -gritó a sus partidarios-. ¡Runas y sangre!

– Runas y sangre -resonó la consigna como un eco entre las filas de los encapuchados. Y luego, en un tono cada vez más imperioso y desafiador-: ¡Runas y sangre!

Acompañado por el coro de los sectarios, Malcolm de Ruthven volvió hacia la mesa del sacrificio, donde Mary de Egton yacía tendida. Quentin estaba agachado a su lado y trataba de consolarla, pero ¿qué consuelo podía ofrecerle ante el sombrío destino que la aguardaba?

De nuevo Malcolm se cubrió la cara con la máscara. Luego extendió los brazos, e inmediatamente sus seguidores enmudecieron. Dellard se acercó y le entregó la espada; Malcolm la levantó de modo que todos los hermanos de las runas pudieran verla. Un rumor cargado de respeto, admiración y ansia de poder recorrió las filas de los encapuchados.

– ¡Esta es la espada de la runa, hermanos! La hoja forjada en tiempos antiguos con la que el traidor Wallace alcanzó la victoria, antes de que se volviera contra él para castigarlo. El hechizo aún la habita, pero, para que pueda aniquilar de nuevo a los enemigos de Escocia, debe renovarse. Como hace quinientos años, en la noche de la luna oscura nos reunimos aquí para hacer lo que la historia nos ha encomendado. ¡Y como en otro tiempo la hoja debe mancharse con la sangre de una virgen para que sus fuerzas despierten!

– ¡No! -Quentin se levantó de un salto-. ¡No le harás nada, bastardo enmascarado! No te atrevas a ponerle la mano encima, o te…

El puño de uno de sus guardianes le alcanzó violentamente en la nuca haciéndole callar. Quentin cayó al suelo, fulminado, pero el joven no estaba dispuesto a rendirse. Su desesperación y el temor de perder a Mary le proporcionaban un valor y una fuerza que nunca antes había conocido. Se incorporó de nuevo, impertérrito, y miró a Malcolm de Ruthven con ojos centelleantes de ira.

– ¡Sacadlo de aquí! -ordenó este irritado. Quentin fue sujetado por sus guardianes.

– ¡No! -gritó debatiéndose furiosamente, y alargó la mano hacia Mary para tocarla por última vez.

– ¡Quentin! -gritó ella. Su mirada angustiada buscó la suya, y sus ojos se encontraron para ofrecerse, por un breve instante, paz y consuelo.

– Lo siento mucho, Mary -exclamó-. ¿Me oyes? ¡Lo siento muchísimo!

– No tienes por qué, Quentin. Has hecho todo lo que podías por mí, e incluso más. Te amo…

– Conmovedor -se burló Malcolm de Ruthven-. Veo que por fin has encontrado a tu alma gemela, querida Mary. Por desgracia tu reciente felicidad no tiene futuro, porque dentro de unos instantes la luna se habrá oscurecido. Entonces empezará mi era, Mary de Egton, y la tuya terminará.

– Y me parece bien, Malcolm de Ruthven -replicó Mary con una calma helada-, porque no deseo vivir en tu era.

Atribulado, Quentin miró hacia el cielo. Malcolm tenía razón. La luna se había ensombrecido tanto que ya solo se distinguía un disco desvaído contra la negrura de la noche. Las estrellas habían desaparecido detrás de unas nubes oscuras, y en la lejanía podía oírse el retumbar de los truenos, que hacían que la noche pareciera aún más lúgubre. Un viento helado se levantó y barrió el círculo de piedras. Dentro de unos instantes la conjunción sería completa.

Malcolm levantó la espada y la sujetó con ambas manos para abatirla con terrible impulso contra su víctima inerme. Sus partidarios iniciaron una siniestra cantinela en una lengua ruda y monstruosa que Quentin no entendió. Las voces se imponían al bramido del viento y al retumbar de la tormenta que se acercaba.

– ¡No! -aulló, y otra vez luchó con furia desesperada contra los esbirros que le sujetaban; pero los encapuchados lo agarraron con firmeza y, sin que pudiera hacer nada por evitarlo, lo arrastraron de nuevo junto a su tío, que tenía también el horror escrito en el rostro.

– ¡No, Ruthven! -gritó Walter Scott con todas sus fuerzas-. No lo haga…

Era como una pesadilla.

De pronto los acontecimientos parecían desarrollarse con una lentitud viscosa, y Quentin tuvo la sensación de que a su alrededor todo se difuminaba. Como si su conciencia se hubiera enturbiado para no tener que soportar la terrible realidad, para no tener que ver cómo la hoja de la runa acababa cruelmente con la vida de la mujer que amaba.

Enfrentada a una muerte próxima, Mary le había reconocido su amor, el amor proscrito de una noble hacia un burgués.

Pero ¿qué podía hacer contra la desgracia que se abatía sobre ella con la violencia de una tormenta?

Una mirada al cielo…

El eclipse de luna se había completado.

Envuelto en nubes, el disco oscuro destacaba en el cielo, rodeado por el resplandor centelleante de los rayos que descargaban del manto de la noche.

Había llegado el momento que la Hermandad de las Runas esperaba desde hacía más de medio milenio. El canto de los sectarios aumentó de intensidad en un crescendo atronador.

Y Malcolm de Ruthven actuó.

De golpe, la percepción de Quentin volvió a hacerse clara, tan clara como nunca antes en su vida. Con nitidez cristalina vio al jefe de la secta de las runas de pie a la luz de las antorchas mientras levantaba la espada, y por una fracción de segundo el tiempo pareció detenerse. Quentin se quedó mirando, petrificado, y con los ojos dilatados de horror vio cómo Malcolm de Ruthven se disponía a descargar el golpe mortal.

En ese instante sucedió algo inesperado.

Un fortísimo trueno retumbó e hizo temblar el círculo de piedras. No pocos de los sectarios se lanzaron al suelo asustados. Y en el mismo instante, justo sobre el círculo, se produjo una descarga; un rayo descendió resplandeciente y convirtió la noche en día, y como si la punta de la espada de la runa lo atrajera de forma misteriosa, descargó con espantosa violencia en la antiquísima hoja y alcanzó a Malcolm de Ruthven con fuerza aniquiladora.

El canto de los sectarios se interrumpió. Por un instante se quedaron deslumbrados, y el grito estridente que escapó de Malcolm les hizo ver que el destino había cambiado. Rayos de luz rojos y verdes saltaron en todas dirección, y luego el resplandor se extinguió.

Malcolm, con todo el cuerpo abrasado, se tambaleaba junto a la mesa del sacrificio. La máscara se desprendió de su cara y desveló unos rasgos ennegrecidos y deformados. Con los ojos muy abiertos, el jefe de la secta miraba fijamente ante sí con expresión de incredulidad. Su boca articuló unas últimas palabras roncas:

– Bruce -murmuró-, era el espíritu de Bruce…

Luego se desplomó.

– ¡El hechizo! ¡El hechizo! -gritó uno de los sectarios-. ¡Se ha vuelto contra nosotros!

Un horror sin medida dominó a los hermanos de las runas, extendiéndose entre sus filas con el viento helado y llenando sus corazones de pánico.

Tampoco los guardianes de Quentin se vieron libres de él. Aterrorizados, los hombres aflojaron la presa, y el joven consiguió liberarse y corrió hacia Mary, que yacía inmóvil sobre la fría piedra del sacrificio. ¿La habría alcanzado también el rayo destructor?

«¡No! No, por favor…»

Quentin fue hacia ella y se inclinó sobre su cuerpo, para constatar con indecible alivio que su corazón aún palpitaba.

En ese momento su mirada fue a posarse sobre la espada de la runa, que estaba clavada en el suelo junto a la piedra del sacrificio, y entonces vio también de dónde habían surgido los rayos de luz rojos y verdes: de los luminosos rubíes y las brillantes esmeraldas que estaban incrustados en la empuñadura y habían aparecido bajo el cuero quemado. Sin embargo, no quedaba el menor rastro de la runa que antes había deslucido la hoja de la espada.

La sorpresa de Quentin no tenía límites; pero el joven no pudo dar expresión a su estupefacción, porque en ese instante los acontecimientos se precipitaron. Charles Dellard, que había caído junto al cuerpo de su jefe y había comprobado su muerte, se levantó bufando de ira. Con un movimiento rápido, deslizó su mano derecha bajo la amplia capa y sacó un puñal curvado.

– ¡La bruja debe morir! -vociferó con una energía que podía competir en furia con la de su desdichado jefe, y se dispuso a lanzarse sobre Mary para acabar lo que Malcolm de Ruthven no había podido concluir.

Quentin actuó antes de que su entendimiento pudiera reaccionar o su prudencia pudiera frenarle. Con una agilidad felina, se lanzó hacia delante, saltó sobre la mesa del sacrificio, sobre la que aún yacía, desvanecida, la dama de su corazón y se catapultó contra el agresor. La posibilidad de ser alcanzado por el puñal de Dellard no le preocupaba. La cólera, la frustración y el miedo de los días pasados se abrieron paso y proporcionaron a Quentin una fuerza casi sobrehumana.

En su salto, consiguió sujetar a Dellard, le agarró de la capa y lo derribó. Los dos hombres aterrizaron violentamente en el suelo, unidos en un abrazo mortal e iniciaron una lucha encarnizada por la posesión del arma.

Sir Walter, libre de sus guardianes, que habían puesto pies en polvorosa, se acercó cojeando a la mesa de piedra para correr en ayuda de su sobrino. Entonces, imponiéndose al griterío de los sectarios, un alarido resonó en la noche.

– Quentin -gimió sir Walter, y desesperado miró al cielo en una oración muda. Al llegar a la mesa del sacrificio, donde estaba tendida Mary de Egton, vio la espada, con las piedras que destellaban a la luz de las antorchas, y a los dos hombres inanimados que yacían en el suelo, empapados en sangre.

– Quentin…

Una de las dos figuras se agitó, se incorporó primero solo a medias y miró, aturdida, alrededor, antes de ponerse finalmente en pie. Con indecible alivio, Walter Scott reconoció a su querido sobrino. Dellard permanecía inmóvil en el suelo, con su propio puñal clavado en el corazón.

Sir Walter corrió hacia su sobrino, y juntos fueron a ocuparse de Mary, que despertaba poco a poco de su desvanecimiento. Sin embargo, el peligro seguía presente. Cuando los sectarios vieron que también su segundo jefe estaba muerto, su inicial espanto se transformó en un furor ciego, y resonaron gritos de venganza.

– ¡Matadlos! ¡Son los culpables de todo!

– ¡Han atraído la maldición sobre nosotros!

– ¡No deben vivir!

– Runas y sangre…

Los encapuchados se acercaban de todos lados, estrechando el círculo que formaban en torno a la mesa del sacrificio. A través de las rendijas de las máscaras, sus ojos brillaban con furia asesina; se inició un murmullo siniestro, que sonaba como el gruñido de un monstruo arcaico que hubiera sufrido una herida mortal y estuviera aún sediento de sangre.

Apretados los unos contra los otros, Quentin, Mary y sir Walter contemplaban cómo el enemigo se acercaba hacia ellos. Los encapuchados desenvainaron puñales y cuchillos, y los tres supieron que no podían esperar compasión.

El eclipse de luna había acabado. El disco lunar volvía a recuperar el color, y la pálida hoz del satélite apareció de nuevo. La tormenta había pasado, como si hubiera descargado con el único objetivo de confrontar a Malcolm de Ruthven con la fragilidad de su existencia mortal.

Los ambiciosos planes de la Hermandad de las Runas habían fracasado, pero aún no había corrido suficiente sangre. Los sectarios querían que alguien pagara por los sucesos que acababan de desarrollarse ante sus ojos y que, sin embargo, todavía les parecían inconcebibles.

Instintivamente, Quentin cogió a Mary de la mano. Ella se apretó contra él, y sir Walter extendió sus brazos protectores sobre ambos, como un padre que quisiera proteger a sus hijos de todo mal. Probablemente habrían encontrado un horrible final, si en ese instante no hubiera resonado un ruido de cascos que se acercaba.

De nuevo el círculo de piedras pareció temblar cuando los caballos resollantes surgieron súbitamente de la oscuridad de la noche, montados por encapuchados con amplios mantos. Los jinetes blandieron unos largos bastones de madera y enseguida se lanzaron al ataque.

– Los monjes de Kelso -exclamó sir Walter-. ¡Estamos salvados!

Al instante se desencadenó un combate encarnizado entre los monjes y los sectarios, una lucha incomparablemente más violenta que la que había tenido lugar en las callejas de Edimburgo. La batalla entre los poderes de la luz y de las tinieblas, para la que los monjes se habían preparado durante siglos, se libraba por fin. Por todas partes resonaba el clamor de la batalla, y aquí y allá un disparo restallaba en la noche, seguido a veces por el grito de un herido. Las antorchas se apagaban, y en la penumbra rojiza de la luna renaciente, figuras envueltas en amplias capas se deslizaban a través de la noche y se enfrentaban en duelos enconados.

Era imposible determinar cuántos hombres peleaban en aquella semioscuridad. Pero finalmente los monjes de Kelso se impusieron. La mayoría de los sectarios cayeron víctimas de los bastonazos de los arrojados religiosos; otros emprendieron la huida, perseguidos por los monjes, y otros, finalmente, entregaron las armas.

Una sombra surgió de la penumbra y se acercó a sir Walter, Quentin y Mary, que habían asistido con el alma en vilo al estremecedor espectáculo. El hombre llevaba la amplia cogulla de la orden monástica, y cuando se echó la capucha hacia atrás, Quentin y sir Walter vieron que era el hermano Patrick, el ayudante y mano derecha del abad Andrew.

– ¿Están bien? -preguntó.

– Afortunadamente sí -respondió sir Walter-. Pero si usted y sus hermanos no hubieran acudido…

– Lamento mucho haber llegado tan tarde. Pero después de que nos enteráramos de lo que había sucedido en Edimburgo, necesité cierto tiempo para descubrir en qué círculo de piedras quería reunirse la hermandad.

– Entonces ¿sabe lo que le ha sucedido al abad Andrew?

Patrick asintió.

– Murió por aquello en lo que creía. Siempre estuvo convencido de que un día deberíamos hacer frente al mal, y tenía razón. Pero ahora el peligro ha desaparecido.

Quentin había contorneado la mesa del sacrificio y se había inclinado para coger la espada de la runa. Una sensación extraña le invadió al sujetarla. Sorprendido, miró las piedras preciosas que habían salido a la luz de una forma tan inesperada. Luego tendió el arma a su tío, que a su vez la ofreció al hermano Patrick.

– Esta es la espada por cuya causa han ocurrido tantas desgracias -dijo Scott-. Consérvela y cuide de que nunca pueda volver a originar tan terribles daños.

– ¡No, sir Walter! -El monje levantó las manos en un gesto de rechazo-. ¿Cómo podría atreverme a ocultar esta arma? Otros que eran más inteligentes y poderosos que yo lo intentaron, y todos fracasaron. La espada no puede ocultarse. Se diría que está habitada por una voluntad propia que la hace aparecer de nuevo una y otra vez.

– Entonces destrúyala.

– No es necesario. Porque la maldad no se encuentra en la espada, sino en lo que los hombres han hecho de ella. En otro tiempo fue un símbolo, sir Walter, un símbolo de la unidad y la libertad de Escocia, y eso debería volver a ser. Llévela de vuelta a Edimburgo y entréguela al representante del gobierno. Ellos sabrán qué debe hacerse con ella.

Sir Walter reflexionó un instante y luego asintió.

– Tal vez tenga razón. Afirmaremos que encontramos la espada en otro momento y otras circunstancias. Teniendo en cuenta la delicada situación política, no será difícil encontrar un testigo digno de crédito que confirme la veracidad de esta versión de la historia. Yo, por mi parte, no malgastaré una palabra en explicar lo ocurrido en el círculo de piedras.

– Será lo mejor -asintió el hermano Patrick-. La Hermandad de las Runas ha sido desmantelada y el peligro ha sido conjurado. Después de tantos siglos, esta tierra encontrará por fin la paz.

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