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Medianoche.

La luna creciente brillaba alta en el cielo entre las peladas colinas, bañándolas con su luz pálida y fría. Ni un soplo de viento agitaba el aire, y los velos de niebla yacían como petrificados en las hondonadas.

La tierra estaba desolada y vacía. Ningún árbol elevaba sus ramas hacia el cielo oscuro, y solo una maleza rala crecía en las grises laderas. El suelo estaba surcado de grietas profundas, que cortaban la superficie del páramo y hacían que las colinas parecieran marcadas por llagas ulcerosas.

No parecía haber nada vivo en aquel lugar remoto. Y sin embargo, ellos se reunían allí desde hacía siglos, en ese lugar que albergaba fuerzas siniestras.

Las piedras estaban dispuestas en semicírculo, grandes sillares en otra época cuidadosamente tallados y ahora cubiertos de musgo. Mucho tiempo atrás habían formado un círculo completo: trece grandes piedras, cada una de cinco toneladas de peso. El recuerdo de cómo habían llegado allí y habían podido levantarse en aquel lugar se había perdido; pero el conocimiento de su poder se había preservado. Muchas de las piedras se habían derrumbado, y los grandes y macizos cairns yacían dispersos en torno al círculo mágico.

El lugar, sin embargo, había conservado su significado. Los tres siglos transcurridos desde la erección del círculo de piedras no habían podido minar los poderes que lo habitaban, y los adeptos que se entregaban a su culto aún seguían acudiendo allí.

La procesión que se aproximaba al círculo de piedras constituía una visión espeluznante. Figuras encapuchadas que caminaban de dos en dos, con las cabezas inclinadas, envueltas en largos mantos de tela oscura que parecían absorber la luz de la luna y flotaban en torno a ellos, amplios y ondulantes, mientras se acercaban al círculo murmurando para sí palabras en una lengua que el mundo había olvidado hacía mucho tiempo, sonidos de una época oscura y pagana. La luz del cambio de los tiempos las había barrido, y sin embargo, no habían sido totalmente olvidadas; corazones sombríos las habían conservado en la memoria y las habían preservado hasta el presente. Así, transmitiéndose de generación en generación, habían sobrevivido a los siglos; y con ellas, la antigua fe.

El jefe de los sectarios cabalgaba al frente de su gente, montado en un caballo blanco como la nieve. Como sus partidarios, vestía un amplio manto que ocultaba su figura, pero sus ropas eran de un blanco pálido, que brillaba a la luz de la luna y le proporcionaba el aspecto de un enviado de un mundo distinto, místico.

Cuando el cortejo alcanzó el círculo de piedras, el canto aumentó de intensidad, cambió de ritmo y de entonación. Hacía un momento aún sonaba sumiso y quejoso, mientras que ahora había adquirido un tono apremiante y desafiador. El tiempo de la espera se acercaba a su fin. Las figuras, que habían bajado las capuchas de sus mantos sobre la cara, se distribuyeron por el espacio que enmarcaban las piedras. Lo hicieron moviéndose lentamente, con una extraña falta de animación, como en trance. Cada uno sabía qué puesto debía ocupar, conocía cuál era su importancia en el círculo. El jefe condujo a su caballo hasta el centro del círculo de piedras, hacia un sencillo bloque pétreo que en tiempos antiguos había servido como mesa de sacrificios. Las oscuras manchas de sangre dejaban ver que aún seguía cumpliendo esta función.

El hombre bajó de su caballo, cuyo blanco pelaje relucía, a la luz de la luna, con un brillo apagado que le confería un aura ultraterrena. Con pasos medidos se acercó a la mesa de piedra y levantó los brazos. Instantáneamente el canto enmudeció. Con un gesto acompasado, casi teatral, el hombre sujetó la capucha de su manto blanco y la echó hacia atrás.

Aparecieron unos rasgos inmóviles, rígidos, de metal resplandeciente: una máscara de plata que le cubría todo el rostro menos los ojos, en la que estaban grabados signos de un significado antiguo y siniestro. Sus partidarios le imitaron, y también bajo sus capuchas oscuras aparecieron máscaras, caras grotescas talladas en madera y ennegrecidas con hollín.

– Hermanos -elevó la voz el jefe, que se destacaba, diáfano, en la noche-. Conocéis el motivo de nuestra reunión. El tiempo del cumplimiento ya no está lejos, y aún no hemos encontrado lo que buscamos. Tenemos pistas, que seguimos, pero se han alzado frente a nosotros fuerzas enemigas que se interponen en nuestro camino.

– ¡Muerte! -bramó uno de los enmascarados, alzando el puño-. ¡Muerte y ruina para nuestros enemigos!

– Así lo exigen las runas -exclamó la figura erguida junto a la mesa de sacrificios-. Pero también dicen que los hermanos de la espada deben estar sobre aviso. Porque si son descubiertos antes de haber tomado posesión de la herencia que les corresponde por derecho, pueden ser derrotados. No somos invencibles, hermanos, aún no; debemos ser precavidos en todo lo que hacemos. El incidente del puente nunca habría debido producirse. He pedido cuentas a los responsables y me he encargado de que nunca más puedan volver a poner en peligro a nuestra hermandad. Sin embargo, debemos tomar precauciones. Hasta que no se haya cumplido la profecía, seremos vulnerables.

Un silencio turbado se instaló en el círculo de los sectarios. El jefe, que conocía bien el poder de sus palabras, dejó que hicieran su efecto durante un rato. Luego dijo:

– Ha aparecido otro partido, hermanos, que trata de descifrar el enigma de la runa de la espada; y aunque hace muchos años que nosotros vamos en su busca, no podemos excluir que nuestros enemigos alcancen el éxito antes que nosotros.

– ¡Muerte y ruina! -tronaron ahora muchas docenas de gargantas-. ¡Muerte y ruina para nuestros enemigos!

– Naturalmente podríamos hacerlo -objetó su jefe-. Naturalmente podríamos deshacernos de nuestros enemigos. Pero he reflexionado, hermanos, y he llegado a la conclusión de que no sería un paso inteligente. Por un lado, otro asesinato atraería la atención hacia nuestra hermandad, lo que no sería aconsejable después de los recientes sucesos. Y por otro, ¿por qué no podríamos utilizar la curiosidad de nuestros enemigos en nuestro provecho? ¿Por qué no servirnos de ellos para resolver el enigma y encontrar lo que durante tanto tiempo nos ha permanecido oculto?

El coro de los enmascarados había enmudecido. Los sectarios miraban a su jefe expectantes; acobardados y, al mismo tiempo, llenos de admiración por su agudeza y su astucia.

– Me encargaré de que nuestros enemigos trabajen para nosotros -proclamó su plan con voz potente-. Creerán que triunfan, pero en realidad la victoria será nuestra. Pensarán que son más astutos que nosotros, pero siempre iremos un paso por delante de ellos. Hermanos, ya está próximo el día en que el poder volverá a manos de los que desde el principio lo poseyeron. Esta vez nadie podrá detenernos.

Sus partidarios, que le rodeaban formando un amplio círculo, manifestaron su acuerdo dejando escapar unos sonidos roncos, paganos.

– Pero ¿cómo lograréis, sublime maestro -objetó finalmente uno de ellos-, que nuestros enemigos trabajen para nosotros?

De la máscara plateada del jefe surgió una risa apagada, que recordaba el retumbar de una tormenta lejana.

– Es sencillo, hermanos. Solo hace falta conocer bien la naturaleza humana. A veces hay que prohibir cosas a la gente para estar seguro de que las harán de todos modos. La vanidad y la curiosidad son poderosos aliados de los que podemos servirnos en la mayoría de los casos, y Walter Scott no está libre de ellas…

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