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En la frontera escocesa, al mismo tiempo

Un viento frío acariciaba las colinas de las Highlands. Parte de las elevaciones que se extendían hasta el horizonte se habían plegado mansamente a las fuerzas de la naturaleza, que las minaban sin descanso; pero otra, en el curso de millones de años, había sido literalmente aplastada por ellas, y caía en abruptos despeñaderos corroídos por el viento y la lluvia.

Una hierba amarillenta, en la que se mezclaban las manchas de color de los brezos y las retamas que reptaban sobre la áspera piedra caliza, cubría el paisaje. Las cimas de las montañas estaban cubiertas de nieve, y la niebla que flotaba sobre los valles proporcionaba a la tierra un aura de virginidad. Un fino río que brillaba con destellos plateados fluía hasta un lago alargado, en cuya superficie lisa se reflejaba el majestuoso paisaje. Por encima resplandecía un cielo azul, salpicado de nubes.

Las Highlands parecían no conocer el paso del tiempo.

Un caballo blanco como la nieve, con las crines onduladas y la cola flotando al viento, galopaba por la orilla del lago. A su lomo cabalgaba una joven.

No llevaba silla ni riendas; la mujer, sentada a lomos del animal y vestida solo con una sencilla camisa de lino, se aferraba con las manos a sus crines. Aunque los cascos del caballo parecían volar sobre el árido paisaje, la amazona no sentía ningún miedo. Sabía que no podía ocurrirle nada; depositaba toda su confianza en el poderoso animal, cuyos músculos sentía trabajar bajo el pelaje empapado de sudor. El animal galopó hasta lo alto de una suave pendiente y siguió la cadena de colinas que bordeaban el lago.

La mujer echó la cabeza hacia atrás y dejó que el viento jugara con sus cabellos. Disfrutó del aire puro; no sentía ni el frío ni la humedad de esa mañana escocesa, y tenía la sensación de formar un solo cuerpo con la tierra.

Finalmente, el animal redujo la velocidad de su galope y pasó a un trote lento. En el extremo de la colina, allí donde el suelo árido había perdido la permanente batalla contra las fuerzas de la lluvia y el viento y caía en picado, se detuvo.

La mujer alzó la mirada y dejó que vagara por las colinas y los valles. Inspiró el intenso aroma del musgo y el olor acre de la tierra, oyó el suave canto del viento, que sonaba como el lamento por un mundo hacía tiempo perdido, hundido en la niebla de los siglos.

Eran las Highlands, la tierra de sus padres…

El sueño acabó bruscamente. Un bache de la estrecha carretera, lleno de irregularidades, hizo que el carruaje diera un salto, y Mary de Egton despertó de repente del adormilamiento intranquilo en que había caído durante el largo viaje. Parpadeando, abrió los ojos.

No sabía cuánto tiempo había dormido. Todo lo que recordaba era el sueño…, un sueño que siempre se repetía. El sueño de las Highlands, de los lagos y las montañas. El sueño de la libertad.

El recuerdo, sin embargo, se desvaneció rápidamente, y el despertar a la realidad fue frío y desagradable.

– ¿Ha dormido bien, milady? -preguntó la joven que se encontraba sentada junto a ella en el fondo del coche. Como Mary, su acompañante llevaba también un vestido de terciopelo forrado y por encima un manto de lana que debía protegerla del crudo frío del norte, además de un original sombrerito bajo el que asomaban los mechones de su cabello moreno. Era unos años más joven que Mary, y, como siempre, sus ojos irradiaban un optimismo infantil, una alegría, que, teniendo en cuenta las circunstancias que rodeaban el viaje, Mary era incapaz de compartir.

– Gracias, Kitty -dijo, forzando una sonrisa, que contrastaba por su expresión atormentada con la de la joven doncella-. ¿Has tenido alguna vez un sueño del que desearías no despertar nunca?

– De modo que ha tenido otra vez el mismo sueño, ¿no? -preguntó la doncella, intrigada. La curiosidad era una de las cualidades más destacadas de Kitty.

Mary se limitó a asentir con la cabeza. La libertad que había experimentado en su sueño seguía presente en ella y le proporcionaba un poco de consuelo, aunque sabía que era solo un sueño y que aquella sensación no era más que una ilusión.

La realidad era muy distinta. Aquel carruaje no conducía a Mary hacia la libertad, sino al cautiverio. La llevaba al norte, a las salvajes y rudas tierras altas, aquellas de las que en las recepciones locales se comentaban cosas increíbles: se hablaba de inviernos gélidos y de la niebla, que era tan densa que uno podía perderse en ella; de hombres toscos e incultos, que ignoraban las normas sociales y entre los que había algunos que seguían resistiéndose a reconocer a la Corona británica. Para esos hombres la libertad lo era todo.

Pero Mary no sería libre allí. El motivo de que se dirigiera a Escocia era su boda con Malcolm de Ruthven, un joven terrateniente escocés, cuya familia había acumulado grandes riquezas. El matrimonio se había concertado sin que Mary fuera consultada. Era uno de esos arreglos comunes entre las familias nobles; beneficioso para ambas partes, como solía decirse.

Naturalmente Mary se había opuesto. Naturalmente había alegado que no quería casarse con un hombre al que no conocía ni amaba. Pero sus padres eran de la opinión de que el amor era algo trivial, burgués, cuya importancia se exageraba enormemente. Tanto desde el punto de vista financiero como si se atendía a las consideraciones sociales, no podía ocurrirles nada mejor que el enlace de su hija con el joven laird de Ruthven. La familia de Mary no pertenecía precisamente a uno de los más ricos linajes nobles, y una unión con los Ruthven significaba un ascenso tanto en lo material como en lo social, cosas ambas a las que los padres de Mary otorgaban un gran valor.

Mary, en cambio, se resistía.

Se había defendido con todas sus fuerzas contra ese acuerdo cuando Eleonore de Ruthven, la madre del joven, había acudido a Egton para examinar a su futura nuera. Mary se había sentido como un pedazo de carne ofrecido en el mercado, y había reprochado a sus padres que quisieran venderla solo para obtener algunos privilegios. A pesar de que con ello superó ampliamente los límites del buen tono, el mutuamente beneficioso trato se convirtió en cosa hecha. Malcolm de Ruthven obtendría a una bella y joven esposa y los Egton se verían libres de su rebelde hija, antes de que pudiera causarles nuevos quebraderos de cabeza.

Mary nunca había sido lo que sus padres probablemente esperaban de ella: una de esas muchachas que ansiaban convertirse en princesas y rondaban por los bailes y las recepciones sociales pensando solo en agradar a algún joven conde o terrateniente.

Sus intereses eran otros.

Desde niña había preferido rodearse de libros antes que de vestidos nuevos, y había preferido hundir la nariz en sus novelas en vez de dedicarse a insulsas chácharas. Su corazón pertenecía a la palabra escrita, de la que nunca llegaba a cansarse, pues en ella habitaba el poder de trasladarla a un tiempo y un mundo en el que palabras como nobleza y honor aún tenían un significado.

Si habían sido los libros los que habían despertado en Mary ese anhelo de romanticismo y pasión, o si había encontrado en ellos lo que su corazón siempre había buscado, era algo que ella misma no habría sabido decir. Pero su deseo había sido siempre convertirse en la mujer de un hombre que no se casara con ella por su posición, sino porque la amara íntimamente.

Sin embargo, en la sociedad no había lugar para un romanticismo de este tipo. Su funcionamiento estaba marcado por las calumnias y las intrigas, por guerras de poder que se desarrollaban a espaldas de los implicados, y por maniobras políticas como era el matrimonio de Mary con Malcolm de Ruthven.

Desencantada, Mary había tenido que reconocer que el amor y la sinceridad eran cosas que pertenecían irrevocablemente al pasado. Solo en los libros podía encontrar todavía sus huellas, en la prosa y la poesía que hablaban de un tiempo que había acabado hacía ya medio milenio…

De pronto el traqueteo que había sacudido al carruaje durante todo el viaje cesó. Se habían detenido, y Mary pudo oír cómo el cochero bajaba del pescante y se, acercaba.

– ¿Milady?

Mary apartó la cortina de la ventanilla para lanzar una mirada al exterior.

– ¿Sí, Winston?

– Milady me había pedido que la informara cuando llegáramos a Carter Bar. Ya hemos llegado, milady.

– Muy bien. Gracias, Winston. Bajaré aquí.

– ¿Está segura, milady? -El cochero, un hombre de aspecto tosco y cara pálida, enrojecida ahora por el viento de la marcha, la miraba con aire preocupado-. Aquí los caminos no están pavimentados, y no hay ninguna barandilla a la que milady pueda sujetarse.

– Soy noble, Winston, pero no estoy hecha de azúcar -le informó Mary sonriendo, y se dispuso a bajar del carruaje poniendo así al pobre Winston, que se encontraba al servicio de su familia en Egton, en un verdadero apuro, porque el hombre no tenía suficientes manos para abrir la puerta del coche, desplegar el pequeño estribo y ayudar a su señora a bajar.

– Gracias, Winston -dijo Mary, resarciéndole con una sonrisa-. Voy a pasear un rato.

– ¿Puedo acompañar a milady?

– No es necesario, Winston. Puedo ir sola.

– Pero su madre…

– Mi madre no está aquí, Winston -replicó Mary con determinación-. Todo lo que la preocupa es que su mercancía llegue sana y en buen estado al castillo de Ruthven. Y ya sabré yo ocuparme de eso.

El cochero bajó la mirada, cohibido. Como sirviente no estaba acostumbrado a que hablaran con él con tanta franqueza. Mary lamentó enseguida haberle colocado en una situación incómoda.

– No te preocupes -dijo suavemente-. Solo caminaré unos pasos. Por favor, quédate junto al coche mientras tanto.

– Como desee milady.

El cochero se inclinó y la dejó pasar. Mary, que en ese entorno, con su manto y su vestido de terciopelo, parecía extrañamente fuera de lugar, se acercó al borde del camino y dejó vagar la mirada por el amplio panorama que se extendía más allá de la irregular cinta de piedra y limo de la carretera.

Era un paisaje amable de colinas y valles verdeantes, en los que se distinguían pequeñas aldehuelas, prados, pastizales y ríos. Las casas estaban construidas en piedra, y de sus chimeneas ascendían hacia el cielo finas cintas de humo. Los rebaños pastaban en los prados cubiertos de rastrojos. Aquí y allá, los rayos del sol atravesaban la capa de nubes y dibujaban manchas doradas en la alegre campiña. Mary estaba sorprendida.

Le habían dicho que el panorama de Carter Bar transmitía al viajero que llegaba a Escocia una primera impresión de la rudeza y la aridez que le esperaban en el norte. Unos treinta kilómetros al sur, el emperador romano Adriano había hecho levantar una muralla que había separado, hacía ya unos 1.700 años, la civilización del sur de la barbarie del norte, y esa fama marcaba todavía hoy la imagen de Escocia. Sin embargo, Mary no podía descubrir allí nada de la rudeza, del salvajismo y la aridez de que se hablaba en el sur.

La tierra que se extendía ante ella no era pobre y agreste, sino fértil y rica en vegetación. Había bosques y prados verdes, y aquí y allá se distinguían manchas de los campos labrados. Mary había esperado que el panorama de Carter Bar la amedrentaría, pero no era esa en absoluto la sensación que le inspiraba. La visión de esta encantadora campiña, con sus suaves colinas y valles, le proporcionó algo de consuelo, y por un breve, casi imperceptible momento tuvo la impresión de que volvía a casa tras una larga ausencia.

Aquella sensación, sin embargo, se desvaneció enseguida, porque Mary comprendió súbitamente que en ese instante estaba dejando atrás todo lo que le había sido familiar. Ante ella se abría la incertidumbre de lo desconocido. Una vida con un hombre al que no amaba, en una tierra que le era extraña. La antigua melancolía la dominó de nuevo, penetrando, sombría y oprimente, en su corazón.

Mary dio media vuelta y volvió, abatida, al carruaje. Su doncella Kitty había preferido esperarla en el coche. Al contrario que a Mary, a ella le había parecido magnífico que la casaran con un acomodado terrateniente escocés y saber que pasaría el resto de su vida en un castillo, rodeada de riqueza y lujos. A Mary, en cambio, la idea le resultaba tan insoportable que le provocaba un malestar casi físico. ¿Qué significaba toda esa riqueza, pensaba tristemente para sí, cuando no entraba en juego ningún sentimiento auténtico?

Winston la ayudó a subir al carruaje y esperó pacientemente a que se instalara. Solo después trepó él al pescante, soltó el freno y condujo al tiro de dos caballos pendiente abajo por la estrecha carretera que serpenteaba en dirección al valle.

Mary se atormentó todavía durante un rato contemplando el paisaje por la ventanilla. Vio prados verdes y rebaños de ovejas que pastaban: una imagen de paz, que, sin embargo, no podía aportarle ya ningún consuelo. La sensación de familiaridad que había sentido arriba en el paso se había esfumado para no volver, y a Mary no le quedó más remedio que hacer lo que siempre había hecho en casa, en Egton, cuando tenía la sensación de que la ahogaban las restricciones que le imponía su condición.

Cogió un libro.

– ¿Un nuevo libro, milady? -preguntó Kitty parpadeando divertida, cuando Mary cogió el pequeño volumen encuadernado en piel. La doncella era una de las pocas personas que conocía la pasión secreta de su señora.

Mary asintió.

– Se titula Ivanhoe. Lo ha escrito un escocés llamado Walter Scott.

– ¿Escribir, un escocés, milady? -Kitty rió entre dientes, y luego se sonrojó súbitamente-. Por favor, milady, perdone mis irreflexivas palabras -murmuró avergonzada-. Olvidaba que su futuro esposo, el laird de Ruthven, también es escocés.

– No te preocupes. -Mary esbozó una sonrisa. Al menos Kitty siempre sabía cómo arreglárselas para animarla un poco.

– ¿De qué trata el libro, milady? -preguntó la doncella para cambiar de tema.

– Del amor -respondió Mary con melancolía-. Del amor verdadero, Kitty, del honor y la lealtad. Cosas que, me temo, han quedado un poco anticuadas.

– ¿Y estuvieron de moda alguna vez?

– Eso creo. En todo caso me gustaría creerlo. La forma en que Scott escribe de estas cosas, las palabras que encuentra… -Mary sacudió la cabeza-. No puedo imaginar que alguien pueda escribir así sin haberlo experimentado antes personalmente alguna vez.

– ¿Quiere leerme algo, milady?

– Con mucho gusto.

Mary se alegró de que su acompañante mostrara interés por el elevado arte de la palabra escrita. Gustosamente recitó un fragmento de la novela surgida de la pluma de Walter Scott. Y con cada línea que leía, aumentaba su admiración por el arte del escritor.

Scott escribía sobre una época en la que el amor y el honor habían sido algo más que meras palabras vacías. Su novela, que se desarrollaba en la Inglaterra de la Edad Media, trataba de orgullosos caballeros, mujeres nobles, de héroes que se consumían de amor por su adorada y defendían su honor con la afilada punta de su espada…, de una era perdida que probablemente nunca volvería, barrida por el viento del tiempo.

Mary estaba atrapada por la lectura. Con la fuerza de su poesía, Scott sabía expresar exactamente lo que sentía en el fondo de su corazón.

El duelo.

La melancolía.

Y un hálito de esperanza.


Al caer la noche, el carruaje llegó a Jedburgh, un pueblecito situado treinta y ocho kilómetros al sudoeste de Galashiels. Como en toda la localidad solo había una posada que ofreciera alojamiento, la elección no fue difícil.

Los cascos de los caballos repiquetearon sobre los adoquines toscamente tallados cuando Winston detuvo el coche ante el antiguo edificio de piedra natural. Kitty miró por la ventanilla con aire ligeramente reprobador y arrugó la nariz al ver el edificio gris, que un cartel herrumbrado identificaba como The Jedburgh Inn.

– No es precisamente un palacio, milady -se adelantó a opinar-. Se ve que ya no estamos en Inglaterra.

– Eso no me preocupa, Kitty -replicó Mary modestamente-. Tendremos un techo bajo el que cobijarnos, ¿no? Me pasaré el resto de mi vida en un castillo. ¿Qué importa una noche en una posada?

– En realidad no quiere ir a Ruthven, ¿verdad? -preguntó Kitty con una franqueza poco adecuada a su posición, pero muy propia de ella.

– No. -Mary sacudió la cabeza-. Si hubiera una posibilidad de evitar esta boda, lo haría. Pero soy lo que soy, y debo someterme a la voluntad de mi familia; aunque…

– ¿Aunque no ame a laird Malcolm? -la ayudó a acabar Kitty.

Mary asintió.

– Siempre esperé que mi vida fuera distinta -dijo en voz baja-. Un poco como en esa obra que te he leído hoy. Que en ella hubiera amor y pasión. Que fuera distinta de la de mis padres. Supongo que era ingenuo por mi parte.

– ¿Quién sabe, milady? -dijo Kitty, dirigiéndole una sonrisa-. ¿No sabe lo que cuentan de esta tierra? ¿Que aquí aún actúa la magia de los tiempos antiguos?

– ¿Es cierto eso?

– Desde luego, milady. Lowell, el mozo de cuadra, me lo explicó. Su abuelo era escocés.

– Vaya -replicó Mary-. ¿Has trabado relación con el mozo de cuadra, Kitty?

– No, yo… -La doncella se sonrojó-. Solo quería decir que tal vez al final todo acabe saliendo bien, milady. Tal vez Malcolm de Ruthven sea el hombre de sus sueños.

– Lo dudo. -Mary sacudió la cabeza-. Me gusta leer historias, Kitty, pero no soy tan ingenua para creer que nada de lo que en ellas está escrito pueda llegar a cumplirse. Sé lo que la vida exige de mí. Y de ti, Kitty -añadió cuando Winston se acercó para abrir la puerta del carruaje-; exige que pases una noche en esta posada, tanto si te gusta como si no.

– No me gusta, milady -replicó Kitty, guiñándole el ojo-, pero como solo soy su doncella, me resignaré y…

El resto de lo que quería decir quedó ahogado por un vocerío que llegaba de la calle, acompañado por un ruido de pasos apresurados sobre el duro adoquinado.

– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó Mary.

Rápidamente cogió la mano que le tendía Winston, y bajó del carruaje justo a tiempo para ver cómo varios hombres, que llevaban el uniforme rojo con largos faldones de la milicia de las Tierras Altas, arrastraban a un hombre fuera de la posada.

– ¡Vamos, ven aquí! ¿Vendrás con nosotros de una vez, maldito canalla?

– ¡No, no quiero! -bramó el increpado, un hombre de robusta complexión que llevaba las ropas sencillas, casi miserables, de un campesino. Su acento revelaba claramente que era escocés, y su boca pastosa mostraba que había bebido demasiado. Su cara y su nariz estaban casi tan rojas como los uniformes de los soldados que le sujetaban y le empujaban violentamente hacia la calle.

– ¡Te enseñaremos a no arrastrar por el fango el nombre del rey, maldito rebelde!

El jefe de la tropa, que llevaba los galones de cabo, levantó el brazo y golpeó al hombre en el costado con la culata de su fusil. El borracho se desplomó, lanzando un gemido, y quedó tendido sobre la fría piedra.

El oficial y sus soldados empezaron entonces, entre risotadas, a descargar culatazos contra el caído y a golpearle con sus botas. Algunos hombres que habían salido de la posada detrás de los soldados permanecían de pie al borde de la calle y asistían, consternados, a aquel juego cruel. Sin embargo, ninguno de ellos se atrevió a enfrentarse a los soldados, que por lo visto tenían intención de establecer un ejemplo sangriento con el indefenso campesino.

Mary vio horrorizada cómo el hombre tendido en el suelo recibía un culatazo en la cara. Su nariz se rompió con un horrible crujido, y el rojo claro de la sangre salpicó el pavimento.

Mary de Egton apartó la mirada, asqueada. Todo en ella se rebelaba contra la forma en que trataban a aquel hombre, y espontáneamente adoptó una valerosa decisión.

– ¡Basta! -ordenó en voz alta. Pero los soldados no la oyeron y siguieron golpeando al caído.

Mary quiso correr entonces en ayuda del pobre hombre, pero Winston, que todavía la tenía cogida de la mano, la retuvo.

– No lo haga, milady -la previno el cochero-. Piense que somos unos extraños en esta parte del país, y no sabemos cómo…

Con un movimiento enérgico, Mary se soltó. Extraña o no, no tenía intención de ver cómo aquel pobre hombre era golpeado hasta la muerte. No había culpa que pudiera justificar semejante castigo.

– ¡Basta! -dijo de nuevo, y antes de que Winston o cualquiera de los presentes pudieran detenerla, ya había entrado en el círculo de los hombres uniformados que golpeaban al caído.

Estupefactos, los soldados interrumpieron su bárbara tarea.

– ¿Quién tiene el mando aquí? -preguntó Mary en tono decidido.

– ¡Yo, milady! -respondió el joven cabo.

Por su dialecto, Mary pudo deducir que también él era escocés, un escocés que se ensañaba en público con un compatriota.

– ¿Qué ha hecho este hombre para que merezca ser tratado de este modo? -quiso saber Mary.

– Perdone, milady, pero no creo que esto sea de su incumbencia. Hágase a un lado y déjenos cumplir con nuestro deber.

– ¿Su deber, cabo? -Mary miró de arriba abajo al escocés-. ¿Considera su deber golpear a un hombre caído e indefenso? Debo decir, cabo, que realmente me alegra saber que hay soldados tan conscientes de su deber. Al menos así una dama no debe temer por su seguridad; siempre, claro está, que no se encuentre tendida en el suelo.

Algunos de los mirones rieron ruidosamente. Los rasgos del cabo adoptaron el color de su uniforme.

– Puede ofenderme tanto como quiera, milady -dijo con voz temblorosa-, pero no debería tratar de evitar que castigue a este traidor.

– ¿Es un traidor? ¿Qué ha hecho?

– Se ha expresado de forma despectiva sobre la casa real -fue la indignada respuesta.

– ¿Y eso ya lo convierte en un traidor? -Mary alzó las cejas-. ¿Qué puede decirse entonces de un cabo que maltrata públicamente a sus propios compatriotas? Porque es usted escocés, ¿verdad, cabo?

– Naturalmente, milady, pero…

De nuevo rieron algunos de los hombres que se encontraban ante la posada. Dos de ellos dieron incluso unas palmadas, encantados.

– Si este hombre ha infringido la ley, lléveselo y procéselo -reprendió Mary al oficial-; pero si no ha hecho nada que infrinja la ley y solo le golpea porque usted y sus compañeros no tienen nada mejor que hacer, sea tan amable de dejarle en paz, cabo. ¿Me ha comprendido?

Plantado ante ella, el oficial apretó los puños con rabia, impotente, temblando de ira; pero sabía muy bien que no podía hacer nada. La joven que le había reprendido con tanta brusquedad a la vista de todos era, visiblemente, de origen noble, y era británica. A ojos del cabo, esas eran dos buenas razones para no encararse con ella.

– Informaré de esto -hizo saber apretando los dientes.

– Hágalo -replicó Mary mordazmente-. Espero con ansia que llegue el momento de poder tomar una buena taza de té con el comandante de su guarnición.

El cabo aún permaneció un rato inmóvil. Luego se volvió, encendido de ira, e indicó a sus hombres que le siguieran. Entre los aplausos y las chanzas de los curiosos, los uniformados se retiraron.

Sin dedicarles una sola mirada, Mary se inclinó hacia el hombre que se retorcía de dolor en el suelo. Tenía la nariz torcida, la cara manchada de sangre y una herida abierta en la frente. -Todo va bien -le dijo con voz tranquilizadora, mientras sacaba del bolsillo de su manto un pañuelo de seda-. Se han ido. Ya no tiene nada que temer.

– Que Dios la bendiga, milady -balbuceó el campesino, a quien los dolores parecían haber devuelto la sobriedad-. Que Dios la bendiga…

– No ha sido nada…

Mary sacudió la cabeza y secó la sangre del rostro del hombre. Retrospectivamente no podía decir qué la había impulsado a intervenir en su favor de forma tan decidida. ¿Había sido compasión? ¿O sencillamente se había indignado al ver que trataban a una persona de una forma tan cruel?

– Tiene la nariz rota -dijo Mary a los curiosos, que seguían mirando boquiabiertos al borde de la calle-. Alguien debería llamar a un médico.

– ¿A un médico? -preguntó con cara de pasmo un muchacho de cabellos encendidos-. Aquí no hay médico, milady. El doctor más próximo está en Hawick, y es inglés.

– ¿Y eso qué significa?

El muchacho la miró con los ojos muy abiertos.

– Significa que no hace falta que le llamemos porque no vendría -dijo encogiéndose de hombros-. Además el salario de un año no bastaría para pagarle.

– Comprendo. -Mary se mordió los labios-. Entonces llevadlo a la posada y colocadlo sobre una mesa. Trataré de curarlo yo misma.

El joven y sus compañeros se miraron los unos a los otros desconcertados. Era evidente que no sabían qué hacer.

– ¡Vamos, a qué esperáis! -dijo un viejo escocés, que estaba allí plantado, mordisqueando su pipa y enviando nubecillas al aire neblinoso del atardecer-. Haced lo que ha dicho milady y llevad al pobre Alian a la casa.

Los muchachos se golpearon con los codos, como para darse ánimo, y por fin se pusieron en movimiento. Cogieron al herido, que gemía atrozmente, y lo llevaron a la posada.

– Gracias -dijo Mary, dirigiéndose al viejo escocés, que seguía fumando con deleite su pipa.

– Hummm -replicó el anciano. Su cara, curtida por la intemperie, tenía la textura del cuero viejo, y su barba era como una corona blanca que iba de una oreja a otra-. Ha hecho bien, chiquilla -añadió aprobatoriamente.

– ¿Chiquilla? -preguntó exaltado Winston, que había asistido atónito al incidente y ahora descargaba el equipaje de las dos damas-. Esta dama es lady Marybeth de Egton -informó al viejo escocés-. Si tienes que dirigirte a ella, será mejor que lo hagas como corresponde a su rango y su origen, y no…

– Ya basta, Winston -interrumpió Mary a su cochero.

– Pero milady, él no…

– Ya basta -repitió Mary con energía, y Winston enmudeció; enfurruñado, el cochero volvió a su tarea, se cargó los dos baúles a la espalda y los llevó al interior de la posada.

– Bien hecho -volvió a decir el viejo escocés dirigiéndose a Mary, y la sonrisa que le envió fue como un débil rayo de luz en aquel día triste.


Más tarde, los tres viajeros se encontraron en la sala, junto a una mesa un poco apartada de las demás y cubierta con un mantel de lino. La sala del Jedburgh Inn no se diferenciaba de la de las otras posadas y tabernas en las que habían pernoctado los últimos día Mary y su cortejo: una estancia moderadamente grande, con paredes de piedra maciza y por encima un techo bajo de madera desgastada. La barra era poco más que una tabla gruesa, colocada sobre una fila de viejos barriles de ale y las mesas y las sillas eran de madera de roble toscamente trabajada. Un fuego ardía en la chimenea abierta y mantenía alejado el frío de la noche; más atrás, una escalera de madera conducía al primer piso de la casa, donde se encontraban las habitaciones de los huéspedes.

Ante todo, Mary se había ocupado del herido. Había curado sus heridas lo mejor que había podido y había ordenado que lo llevaran a casa para que pudiera descansar. Luego Winston había encargado la comida al posadero, y en ese momento les servían una abundante cena consistente en ale, queso, pan y haggis. Mientras que Kitty y Winston daban muestras evidentes de no apreciar demasiado la cocina escocesa, Mary la encontró de lo más apetitosa. Tal vez fuera su rechazo a todo lo artificial, a lo excesivo, lo que le hacía valorar las ventajas de la cocina sencilla: las especiadas vísceras de cordero le parecían mucho más sabrosas que las perdices y los faisanes que se ofrecían en las aburridas recepciones a que estaba acostumbrada.

Tampoco pasó por alto las continuas miradas furtivas que dirigían hacia su mesa los hombres y mujeres presentes en la sala. La joven nunca había visto unas miradas como aquellas, pero no tardó en comprender cuál era su significado.

Hambre.

La gente que se encontraba sentada a las mesas vecinas era pobre de solemnidad. Un haggis entero era seguramente más de lo que tenían para comer, ellos y sus familias, en todo un mes. Cuando Winston se quejó poco después de que los escoceses no parecían saber cómo se fabricaba una ale decente, Mary le reconvino con sequedad. No podía decir por qué, pero algo en ella había tomado partido instintivamente por las personas que habitaban esta tierra extranjera, algo que procedía de las profundidades de su ser y cuyo origen no conseguía precisar.

Así permanecieron en silencio sentados a la mesa, no muy lejos de la chimenea, que difundía un agradable calor. Ni Kitty ni Winston se atrevían a decir palabra; el cochero porque, para su gusto, ya había sufrido demasiadas reprimendas en aquel día, y la joven doncella porque, por más que lo intentara, no podía comprender a su señora.

Mary ya iba a anunciar su intención de retirarse a descansar, cuando uno de los huéspedes se levantó de su mesa y se acercó con pasos pesados hacia ellos. Era el viejo escocés barbudo que había interpelado a Mary ante la posada. La pipa seguía encajada en la comisura de sus labios. El anciano se apoyaba en un nudoso bastón, cuyo pomo estaba adornado con artísticas tallas.

– ¿Puedo sentarme, milady? -preguntó con la lengua pastosa por la cerveza.

– No -replicó Winston agriamente, levantándose de su silla-. Milady no desea…

– Naturalmente que puede -dijo Mary sonriendo, y señaló la silla situada al extremo de la alargada mesa.

– Pero milady -exclamó Winston, acalorado-, ¡es solo un simple campesino! ¡No se le ha perdido nada en su mesa!

– Tan poco como a un simple cochero -replicó Mary impasible-. Así son las cosas en los viajes.

– ¿Está de viaje? -preguntó el viejo escocés después de sentarse-. ¿Se dirige al norte, quizá?

– Esto no te incumbe -dijo Winston ásperamente-. Milady no va a…

Una mirada reprobadora de Mary le hizo callar. El cochero volvió a sentarse en su sitio con aire enfurruñado, como si le hubieran forzado a beber una jarra más de aquella asquerosa cerveza escocesa.

– Sí, vamos hacia el norte -informó Mary cortésmente al viejo escocés, que le parecía extrañamente familiar: era como si no fuera la primera vez que le veía, y sin embargo nunca en su vida había cruzado la frontera de Carter Bar. Se trataba más bien de un sentimiento, una intuición que surgía de las profundidades de su ser.

– ¿Es su primer viaje a Escocia?

Mary asintió con la cabeza.

– ¿Y le gusta esto?

– No lo sé. -Mary sonrió cohibida-. He llegado hoy. Es demasiado pronto para formarse una opinión.

– En eso ya aventaja usted a sus compatriotas -opinó el viejo escocés con una sonrisa sin alegría-. La mayoría de los ingleses que vienen a visitarnos ya saben desde el primer día que esto no les gusta. La tierra es agreste; el tiempo, frío, y la cerveza no tiene el mismo sabor que en casa.

– ¿De verdad hay gente que opina así? -preguntó Mary, dedicando una mirada reprobadora a Winston.

– Desde luego, milady. Pero usted es distinta, puedo sentirlo en mis viejos huesos.

– ¿Qué quieres decir con eso?

El viejo dejó la pipa, lanzó un último anillo de humo al aire denso, que olía a ale y a sudor frío, y una sonrisa juvenil se dibujó en sus labios.

– Soy viejo, milady -dijo-. Setenta y seis condenados inviernos he vivido ya, y en esta región esto son muchos inviernos. Vine al mundo el mismo año en que ese condenado carnicero de Cumberland nos infligió la humillación de Culloden. Desde entonces, he visto llegar y marcharse a muchos ingleses. Para la mayoría de ellos, nuestra hermosa tierra no es más que algo que explotar, algo a lo que se le puede arrancar hasta el último condenado penique. Pero usted está hecha de otra pasta, puedo sentirlo.

– No te equivoques -replicó Mary-. Soy noble, igual que esos otros ingleses de los que hablas.

– Pero usted no nos ve como bárbaros que deben cultivarse -dijo el viejo escocés, dirigiéndole una mirada cargada de intención-. Usted nos ve como personas. Si no, no se habría interpuesto cuando esos viles traidores cayeron sobre el pobre Alian Buchanan.

– Solo hice lo que era mi deber -replicó Mary modestamente.

– Hizo más que eso. Fue muy valiente y tomó partido por nosotros. Esos jóvenes que ve allí -y señaló a las mesas vecinas, ocupadas por jóvenes escoceses que no dejaban de dirigirle miradas furtivas- nunca lo olvidarán.

– No tiene importancia. No ha sido nada especial.

– Tal vez no para usted, milady, pero para nosotros sí. Cuando uno pertenece a un pueblo que ha sido oprimido y explotado por los británicos y los terratenientes, que es expulsado de su tierra solo para que otros puedan obtener más beneficios, se aprende a valorar la amistad.

– Te refieres a las Clearances, ¿verdad? -preguntó Mary, que había oído hablar de los forzados reasentamientos de población llevados a cabo por los terratenientes con el objetivo de reestructurar la economía de las Highlands. En lugar de la agricultura que se había practicado allí hasta entonces, y que proporcionaba escasas ganancias, el futuro económico de Escocia debía ser la cría de ovejas. Pero para ello era necesario que los habitantes de las tierras altas fueran trasladados de sus regiones de origen hacia las costas. La nobleza del sur consideraba estas medidas necesarias para hacer por fin del norte del reino una región civilizada y próspera. Desde el punto de vista de los nativos, naturalmente, las cosas se veían de otro modo…

– Es una vergüenza -dijo el viejo escocés-. Durante generaciones nuestros padres lucharon para que Escocia se viera libre de estos condenados ingleses, y ahora nos expulsan de la tierra que habitamos desde hace siglos.

– Lo lamento mucho -dijo Mary, y sus palabras sonaron sinceras. Aunque a primera vista nada la unía a estas personas, de una extraña forma se sentía próxima a ellas, quizá porque compartían un destino común: también Mary se sentía expulsada de su hogar y tendría que pasar el resto de su vida en un lugar que le era extraño y en el que no quería vivir, pensó, tenía más cosas en común con estos hombres de las que hasta ese momento había supuesto.

– Quinientos años -murmuró el viejo escocés para sí-. Quinientos malditos años hace de eso. ¿Lo sabía?

– ¿De qué estás hablando?

– Era el año 1314 cuando Robert I Bruce se enfrentó a los ingleses en el campo de batalla de Bannockburn. Los clanes unidos los desollaron vivos, y Robert se convirtió en rey de una Escocia libre. Hace más de quinientos años -añadió el viejo en un susurro misterioso.

– No lo sabía -reconoció Mary-. En realidad, sé muy poco acerca de las Highlands. Pero pienso hacer algo para remediarlo.

– Sí, hágalo, milady -continuó el viejo, y se inclinó tanto hacia ella que Mary pudo percibir el olor áspero de su chaqueta de cuero y su aliento amargo de tabaco y cerveza-. Siempre es bueno conocer el pasado. No hay que olvidarlo nunca. Nunca, ¿me oye?

– Desde luego -le aseguró Mary un poco intimidada. Los rasgos del viejo escocés habían cambiado; ya no parecían tan bondadosos y sabios como antes, sino fanáticos y enfurecidos. En su mirada, hacía solo un momento tan benévola, parecía arder ahora un fuego salvaje.

– Cometimos el error de olvidar el pasado -le susurró el viejo, y al pronunciar estas palabras, su voz adoptó un tono conspirativo-. Traicionamos las tradiciones de nuestros antepasados y fuimos terriblemente castigados por ello. El propio Robert fue quien dio el primer paso. Rompió con las tradiciones, cometió el error con el que empezó todo el mal.

– ¿Qué error? -preguntó Mary asombrada-. ¿De qué estás hablando?

– Hablo de la espada del rey -dijo el viejo escocés con aire misterioso-. De la espada que se quedó en el campo de batalla de Bannockburn. Ella había alcanzado la victoria, pero Robert no la respetó. Rompió con la tradición del tiempo antiguo y volvió su mirada hacia otros usos y costumbres. Ese fue el principio del fin.

– Si tú lo dices…

Penosamente impresionada, Mary miró alrededor. Era evidente que el viejo había bebido demasiado y el alcohol se le había subido a la cabeza. Por las miradas de Kitty y de Winston podía ver que ninguno de los dos daba el menor crédito a las palabras del hombre. Mary, en cambio, se sentía turbada, aunque no habría sabido decir por qué.

Tal vez tuviera que ver con el propio viejo, que le parecía tan extraño y al mismo tiempo tan familiar. Y tal vez, también, con lo que contaba, aunque Mary no comprendía nada de toda aquella historia.

– La espada se perdió -murmuró el anciano-, y con ella nuestra libertad.

– De acuerdo, viejo -dijo el posadero, que llegaba para recoger la mesa-. Ya has molestado bastante a milady. Ahora es momento de volver a casa. Es la hora del cierre, y no quiero tener más problemas con los rojos.

– Ya me voy -aseguró el viejo-. Permítame solo que vuelva a mirar en sus ojos, milady. En ellos puedo reconocer algo que hacía mucho tiempo que no veía.

– ¿Y es…? -preguntó Mary ligeramente divertida.

– Bondad -replicó el viejo con seriedad-. Valor y sinceridad. Cosas que creía perdidas. Me alegro de haberla encontrado, milady.

Durante un breve instante, Mary creyó ver un brillo húmedo en los ojos del viejo. Luego el escocés se levantó y se volvió para salir. El hombre abandonó el local junto con los otros clientes, que el dueño empujaba con suave firmeza hacia la calle.

Mary les siguió con la mirada, perpleja. Las últimas palabras del viejo escocés se repetían en su cabeza.

«Bondad, valor y sinceridad. Cosas que creía perdidas…»

El viejo había expresado exactamente lo que también ella sentía. Había plasmado en palabras sus pensamientos más íntimos, como si pudiera ver el fondo de su alma. Como si la conociera desde hacía años. Como si conociera sus deseos secretos y sus anhelos y los compartiera…

– Un bicho raro, si me lo pregunta, milady -dijo Winston.

– No sé. -Kitty se encogió de hombros-. Yo lo encuentro muy simpático.

– Ha sido muy extraño -dijo Mary-. Sé que parece una locura, pero tengo la sensación de que conozco a este hombre.

– Me sorprendería mucho, milady. -Winston sacudió la cabeza-. Un pobre diablo como él no debe de haber salido nunca de su pueblo. Y usted tampoco ha estado nunca aquí antes.

– No quería decir eso. Es algo distinto. Una especie de familiaridad que raras veces hasta ahora…

Mary calló.

Por más confianza que tuviera en sus sirvientes, no debía revelarles algo que formaba parte de su más íntima vida interior. Ni siquiera Mary sabía interpretar qué había ocurrido entre ella y el viejo hombre de la frontera. Pero era evidente que sus palabras la habían conmovido. Su duelo por la vieja Escocia, perdida para siempre, la había afectado como si también ella hubiera perdido algo importante. «Una época de romanticismo y verdad…»

Mary no podía dejar de pensar en ello.

Más tarde, mientras estaba tendida en la cama en su habitación, bajo la pesada manta rellena de plumón que se reservaba a los huéspedes de rango, se preguntó cómo debió de haber sido.

Entonces, hacía quinientos años…


Partieron por la mañana temprano. Winston había enganchado los caballos con las primeras luces del alba. Mientras Kitty atendía a su señora en su arreglo matutino y la ayudaba a vestirse, el sirviente cargó los baúles en el amplio maletero montado en la cola del carruaje.

En la sala de la posada, que aún olía a sudor y a cerveza, el pequeño grupo de viajeros tomó un frugal pero vigorizador desayuno consistente en unas sustanciosas gachas. Winston quiso protestar, alegando que una lady inglesa podía esperar algo mejor, pero Mary le disuadió de hacerlo.

No quería parecer descortés; el encuentro con el viejo escocés la noche anterior la había impresionado profundamente, y empezaba a intuir la magnitud del orgullo y el apego a la tradición que caracterizaba a esos hombres sencillos. También ellos tomaban solo gachas para desayunar, de modo que Mary pensaba contentarse también con eso. Una extraña simpatía, que ni ella misma podía explicarse, la unía a los habitantes de este país.

Aquella noche había soñado de nuevo; había vuelto a ver a la joven que cabalgaba en su caballo blanco como la nieve por las Highlands, unas Highlands que Mary solo conocía por las pinturas y que en sus sueños eran tan palpables como si hubiera estado ya allí en persona. Luego, Mary ya solo podía recordar impresiones borrosas e imágenes lejanas. Un castillo desde cuyas almenas miraba una mujer joven, y una espada clavada en el suelo en medio de un campo de batalla.

Debía de ser consecuencia de las palabras del viejo escocés, que la habían perseguido hasta sus sueños.

Después de desayunar, los viajeros abandonaron el Jedburgh Inn. El sol ya había ascendido sobre las toscas casas cubiertas de paja y el cielo se había teñido de un delicado tono rosa.

– Un amanecer rojo -comentó Winston malhumorado, mientras ayudaba a las damas a subir al coche-. Va a llover, milady. No parece que esta condenada tierra quiera prepararle un buen recibimiento.

– También llovía en casa, Winston -dijo Mary encogiéndose de hombros-. No comprendo tu irritación.

– Perdone, milady. Debe de ser por la región. Es un lugar solitario y desolado, y los habitantes no son más que campesinos incultos.

Mary, que estaba subiendo al carruaje, se detuvo con un pie en el estribo y dirigió una mirada reprobadora a su criado.

– Para ser un cochero tienes una elevada opinión de ti mismo, mi buen Winston.

– Perdone, milady. No quería parecer despreciativo -se disculpó el sirviente, pero la altivez que se reflejaba en sus rasgos desmentía sus palabras.

Mary trepó al carruaje y ocupó su lugar. No podía censurar a los escoceses por no soportar a los ingleses. Incluso los sirvientes ingleses parecían mirar despectivamente a los habitantes de esta tierra y los consideraban unos patanes.

Mary, sin embargo, no era de la misma opinión. A través de las novelas de Walter Scott que había leído, se había formado otro concepto de la tierra al otro lado de la frontera. Lo que para algunos era un territorio desolado donde no existía la cultura ni las buenas costumbres era para ella uno de los pocos lugares en que los conceptos de honor y nobleza aún no habían muerto.

Para la mayoría de los jóvenes nobles de su edad, la tradición era solo una palabra vacía, un tópico con el que se trataba de legitimar la propia riqueza, mientras otros apenas tenían qué comer; aquí en el norte, en cambio, la palabra aún tenía un significado. Aquí se vivía con el pasado, y la gente estaba orgullosa de ello. Mary había visto claramente ese orgullo en los ojos del viejo.

Mientras el carruaje se ponía en movimiento y Kitty no dejaba de quejarse de que había dormido mal en el miserable camastro de la posada y de que le dolía la espalda, los pensamientos de Mary volvieron a girar en torno a lo que había dicho el extravagante viejo.

¿A qué debía de referirse cuando había hablado de traición? ¿Qué viejas tradiciones se habían abandonado en el campo de batalla de Bannockburn? El escocés parecía tomarse aquello muy en serio, aunque su lengua estuviera entorpecida por la cerveza. Mary pensó que su futuro país era una tierra llena de enigmas y contradicciones.

Perdida en sus pensamientos, miró por la ventanilla lateral del carruaje, vio pasar los edificios de Jedburgh, las tiendas de los comerciantes y los talleres de los artesanos. Algunas gallinas y un cerdo, que corrían sueltos por la calle, se apartaron a un lado asustados al ver que se acercaba el coche.

A aquellas horas apenas había nadie en la calle, solo unas mujeres que iban al mercado empujando sus carretillas. Poco después, el carruaje llegó a la plaza del mercado, una despejada superficie de cuarenta y cinco metros de lado rodeada de casas de dos pisos, entre ellas un despacho comercial y la casa del sheriff local.

En el extremo este de la plaza, algunas vendedoras habían instalado sus puestos y sus tenderetes y ponían a la venta lo poco que sus hombres habían podido arrancar al pobre suelo. Mary, sin embargo, no les dedicó ni una mirada. Toda su atención se centraba en el patíbulo que habían erigido en el centro de la plaza.

Era una tarima de madera sin pulir en la que se levantaban varias horcas. Mary vio con horror que de las sogas colgaban cinco hombres.

Los habían ejecutado al amanecer. Algunos soldados, que con sus uniformes rojos constituían la única nota de color frente al gris melancólico de las casas, montaban guardia ante las horcas.

– Qué horror -exclamó Kitty, tapándose la cara con las manos.

Trastornada hasta lo más íntimo por aquella visión, Mary sintió náuseas, pero no pudo apartar la mirada de los cinco cuerpos inanimados que colgaban de sus cuerdas, rígidos y sin vida. Y entonces descubrió con espanto que conocía a uno de los muertos.

Como no habían colocado sacos sobre las cabezas de los condenados, al pasar pudo ver los rostros de los muertos. Y en uno de ellos, Mary reconoció al viejo escocés que la había interpelado en el Jedburgh Inn, que le había hablado de Robert I Bruce y de la batalla de Bannockburn, de cómo la tradición del pueblo escocés había sido traicionada.

Las últimas palabras que había pronunciado acudieron a su mente. El hombre se había despedido de ella. De algún modo parecía haber intuido que no llegaría a ver el nuevo día.

Mary cerró los ojos; sintió duelo e ira al mismo tiempo. Había hablado con el viejo, le había mirado a los ojos. Sabía que no había sido un mal hombre, un criminal que mereciera ser colgado y expuesto a la vista de todos en la plaza pública. Pero en esta tierra -poco a poco Mary empezaba a comprenderlo- imperaban otras reglas.

Uno de los soldados que hacía guardia ante el patíbulo miró hacia el carruaje. Llena de espanto, Mary vio que era el joven cabo al que había reprendido ante la posada. El hombre esbozó una sonrisa irónica y se inclinó en su dirección. Se había vengado amargamente de la humillación que le había infligido.

Mary no sabía qué debía hacer. Le habría gustado indicar a Winston que detuviera el carruaje, para poder acercarse al cabo y reprenderle; pero una voz interior le decía que con aquello solo conseguiría empeorar las cosas.

El orgullo y la firmeza inquebrantable del viejo habían constituido, sin duda, un continuo motivo de irritación para los gobernantes ingleses. Lo habían colgado para dar ejemplo y mostrar a la población que era peligroso rebelarse contra los poderosos. E indirectamente, Mary había contribuido a ello.

Aquello la conmocionó hasta lo más hondo. Mary se avergonzó de pertenecer al grupo que tenía el poder en sus manos en aquellas tierras. En los bailes de la nobleza del sur, a la gente le gustaba divertirse hablando de la estupidez de los campesinos escoceses y comentando que, si hacía falta, debería inculcárseles la civilización incluso a la fuerza. Jóvenes que nunca habían padecido ninguna necesidad en su vida disfrutaban haciendo bromas de mal gusto sobre ellos.

Pero la realidad era distinta. En esta tierra no imperaba la civilización, sino la arbitrariedad; y no los escoceses, sino los ingleses, parecían ser aquí los auténticos bárbaros.

La indignación de Mary no tenía límites, lágrimas de rabia y de dolor asomaron a sus ojos, y mientras el carruaje abandonaba Jedburgh, la joven se preguntó una vez más a qué clase de horrible lugar la habían enviado.

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