11

Como el tiempo apremiaba, partieron esa misma noche. Sir Walter despertó a su cochero y le ordenó que enganchara los caballos. Poco después se ponía en camino junto con Quentin y el abad Andrew. Los monjes se mantendrían a cierta distancia tras ellos para asegurarse de que nadie les siguiera.

Apenas hablaron durante el viaje. Tanto sir Walter como su sobrino tenían que reflexionar aún sobre todas las novedades que el abad les había desvelado. Finalmente se aclaraba el enigma, las partes individuales del mosaico se juntaban para formar una imagen. Aunque Quentin no estaba precisamente entusiasmado por esta impresión de conjunto.

Lo que había escuchado sobre sucesos mágicos, antiguas maldiciones y conspiraciones siniestras había vuelto a despertar sus antiguos temores. Si un honrado hombre de Iglesia como el abad Andrew se tomaba estas cosas en serio y les otorgaba tanta importancia, no podía tratarse solo de quimeras, se decía. De todos modos, Quentin estaba firmemente decidido a no dejarse dominar por el miedo. Quería ayudar a su tío a llevar aquel asunto a buen término. Además, estaba en juego el futuro de Escocia, y quizá de todo el Imperio.

Hacía muy poco que el país había escapado al peligro napoleónico, y ya aparecía en el horizonte una nueva amenaza, un vestigio de los tiempos oscuros. Quentin no tenía el menor deseo de ver cómo su país caía en el caos y la barbarie, pues precisamente eso parecían pretender los sectarios. De manera que dejaría a un lado su miedo y cumpliría con su deber como se esperaba de él en tanto que ciudadano y patriota.

También sir Walter estaba sumergido en sus pensamientos; aunque Quentin no podía descubrir en los rasgos de su tío el menor signo de miedo. Sir Walter era un hombre que se guiaba por la razón, y estaba satisfecho de ello; ni siquiera las revelaciones del abad podrían apartarle de sus convicciones. Con todo, su rostro estaba teñido de cierta preocupación.

Aunque no compartía las convicciones del abad en lo que se refería a la espada y a la supuesta maldición, Scott no podía hacer caso omiso de la amenaza que suponía la Hermandad de las Runas. Y como hombre de Estado que era, sabía muy bien lo que podía acarrear un atentado contra la vida del rey. Todo aquello por lo que había trabajado en su vida -la reconciliación entre ingleses y escoceses y el renacimiento de la cultura escocesa- quedaría irremediablemente destruido. El reino se hundiría en una crisis que lo haría vulnerable a los ataques de sus enemigos, tanto del interior como del exterior. A ojos de sir Walter, no se requería ninguna maldición mística para amenazar al Imperio: el peligro ya era bastante grande sin necesidad de eso, y él estaba absolutamente decidido a combatirlo. Si la clave era la espada, debía encontrarla antes que los conspiradores…

Pronto el carruaje llegó a su destino. Con sentimientos encontrados, Quentin constató que de nuevo se dirigían a High Street, ascendiendo por la colina sobre la que se erguían los poderosos muros del castillo de Edimburgo. El abad Andrew hizo detener el carruaje ante una vieja casa, situada en el lado frontal de un estrecho patio. Los tres hombres descendieron del coche. Quentin sintió un escalofrío al levantar la mirada hacia la fachada del edificio. La construcción databa de la Baja Edad Media, y tenía muros de entramado y un tejado alto y puntiagudo. Era más que evidente que la casa había conocido tiempos mejores: en muchos lugares, la arcilla de la obra se desmenuzaba, y la madera estaba carcomida y medio podrida. El edificio estaba deshabitado, de modo que sus ventanas, oscuras e impenetrables, observaban a los visitantes como las cuencas vacías de una calavera.

– Esto era antes una posada -explicó el abad Andrew-. Pero ahora el edificio pertenece a mi orden.

– ¿Y cómo es eso? -preguntó Quentin, que no podía imaginar cómo alguien podía comprar una vieja ruina como aquella.

– Muy sencillo -replicó el abad con voz apagada-. Existen documentos que afirman que esta posada era un lugar de encuentro secreto de la Hermandad de las Runas. Y ahora síganme al interior, caballeros. Aquí fuera no estamos seguros; la noche tiene ojos y oídos.

La puerta se abrió con un chirrido, y al entrar les golpeó en la cara un aire corrompido. El abad Andrew encendió algunas velas, y cuando su resplandor mortecino se extendió por la habitación, Quentin descubrió que no estaban solos. A lo largo de las paredes se alineaban varias figuras envueltas en cogullas oscuras, inmóviles y silenciosas. Quentin se quedó sin aliento al verlas, pero el abad Andrew le tranquilizó sonriendo.

– Perdone, joven señor Quentin, debería haberle prevenido. Naturalmente este edificio está vigilado a todas horas por mis hermanos. No lo perdemos de vista ni un momento.

– Pero… ¿por qué están a oscuras? -preguntó Quentin estupefacto.

– Porque nadie debe saber que están aquí. No queremos dar pistas a nuestros oponentes para que puedan seguirnos.

Una vez aclarado el misterio, Quentin ayudó a los monjes a tapar las ventanas para que no se filtrara luz al exterior. Luego encendieron más velas, y una luz suave iluminó la vieja sala de la posada.

Con excepción de un mostrador construido con viejos barriles de cerveza, no había ningún otro mobiliario. Seguramente alguien lo había empleado para calentar sus frías habitaciones durante el invierno. Una capa de polvo de un dedo de grosor, que se levantaba arremolinándose en el aire a cada paso que daban, cubría el suelo.

Sir Walter, a quien no parecía molestar la suciedad ni el olor a moho, observó el lugar con atención.

– ¿Y está seguro de que esto fue en otro tiempo un lugar de encuentro de los sectarios, abad Andrew?

– En todo caso así se afirma en las crónicas de mi orden.

– Pero ¿por qué nuestros oponentes no saben nada de esto?

– Este es uno de los enigmas que hasta el momento no he podido desentrañar -reconoció el religioso-. Al parecer, en medio de las turbulencias de la insurrección jacobita, se perdieron informaciones importantes. Por lo que sabemos, un joven miembro de un clan del norte fue el último hombre que tuvo en su posesión la espada de la runa. Se dice que fue llevada a Edimburgo, donde debería haber sido entregada en el curso de la ceremonia de coronación de Jacobo VII de Escocia. Pero esto nunca llegó a suceder.

Sir Walter asintió.

– Un año después de la toma de Edimburgo -dijo-, los jacobitas, bajo el mando del joven Charles Stewart, sufrieron una aplastante derrota en Culloden. Edimburgo volvió a ser reconquistada por las tropas del gobierno, y a partir de ese momento el movimiento jacobita quedó prácticamente liquidado.

– Exacto. Y en esos días, cuando en las calles de la ciudad se desarrollaban combates encarnizados entre jacobitas y soldados del gobierno, la espada se perdió. Suponemos que los sectarios la escondieron para que no cayera en manos inglesas. Sin embargo, no sabemos adónde la llevaron.

– Pero creen que aún podría estar cerca de aquí.

– Lo que esperamos encontrar es un indicio, una pista que podamos seguir. Muchos eruditos de nuestra orden han revisado ya este lugar, pero no han encontrado nada. Ahora nuestras esperanzas descansan en usted, sir Walter.

– Veré qué puedo hacer. Pero no quiero hacerle promesas, estimado abad. Si sus eruditos no han encontrado nada, ¿que esperanzas podría abrigar yo de tener más éxito que ellos?

– Con todos los respetos para su modestia -replicó el abad Andrew con una sonrisa benévola-, aquí está totalmente fuera de lugar. Ha demostrado ser un hombre de entendimiento agudo, sir Walter; su tenacidad me ha provocado algunos dolores de cabeza estas últimas semanas.

– En ese caso, le debo este favor como reparación -replicó Scott, y cogió una de las palmatorias para revisar las paredes con ella. Quentin le imitó y le siguió, aunque no tenía la menor idea de qué buscaba su tío.

– ¿Miraron en las paredes? -preguntó sir Walter.

– Desde luego. No se encontraron espacios huecos ni nada parecido.

– ¿Y en el suelo? -dijo señalando las desgastadas tablas.

– También se revisó minuciosamente. No se encontró la espada ni ningún indicio sobre su paradero.

– Comprendo… -Sir Walter siguió examinando despacio la habitación, iluminó todos los rincones y revisó el techo, soportado por pesadas vigas de madera-. Inspeccionaremos individualmente cada uno de los pisos -decidió-. Y cuando acabemos, examinaremos los techos. Si hace falta, desmontaremos la casa piedra por piedra…

– ¡Tío!

El grito de Quentin interrumpió las explicaciones de sir Walter. Solo unas semanas atrás, Scott probablemente habría reprendido a su alumno, pero entretanto el joven había demostrado ser un colaborador valioso, al que sin duda valía la pena prestar atención.

– ¿Qué ocurre, muchacho? -preguntó sir Walter.

Quentin se había detenido y observaba la chimenea situada en la parte posterior de la sala. Por encima de la abertura se distinguía, tallado en la piedra, un león rampante, el animal heráldico de Robert Bruce y de la familia Stewart, que lo había tomado de él. Aunque el paso del tiempo había deteriorado considerablemente la figura, Quentin parecía haber descubierto algo en ella.

– Mira esto, tío -dijo, señalándola con impaciencia.

Sir Walter se acercó enseguida, y a la luz de la vela pudo observar lo que su sobrino le indicaba.

Alguien había grabado unas runas en el escudo de armas.


¡Lo que experimentaba era real!

El descubrimiento fue tan espantoso que Mary de Egton abrió la boca para lanzar un grito de pánico. Pero de su boca no salió ningún ruido. El terror le oprimía la garganta y ahogaba cualquier sonido.

Las máscaras grotescas e inexpresivas, manchadas de hollín, que la miraban desde todos lados no eran producto de una nueva pesadilla, sino tan reales como ella misma. No solo las veía ante sí, sino que además podía oír la respiración jadeante de los hombres y sentía en la nariz el olor acre del humo.

Llena de angustia, quiso volverse, pero no pudo hacerlo. La habían atado de modo que le era imposible moverse. Indefensa, yacía en el suelo, mientras los encapuchados la observaban en silencio desde arriba. Los ojos que la miraban fijamente tras las rendijas de las máscaras eran fríos y despiadados.

– ¿Dónde estoy? -exclamó Mary finalmente-. ¿Quiénes sois? Por favor, contestad…

Nadie respondió a su pregunta, pero un instante después las filas de los enmascarados se abrieron y un nuevo encapuchado, que parecía ser el cabecilla del grupo, se acercó a ella. A diferencia de los otros, este vestía una cogulla de un blanco deslumbrante, y la máscara que llevaba ante la cara no era de madera ennegrecida, sino de reluciente plata. En la mano izquierda sostenía un bastón con un puño de plata que tenía la forma de una cabeza de dragón.

– Millencourt -susurró Mary, y palideció.

El enmascarado se plantó ante ella con aire amenazador y la miró altivamente desde arriba.

– ¿De modo que por fin te has despertado, ramera traidora?

Bajo la máscara, su voz sonaba amortiguada y extrañamente metálica, pero, a pesar de la conmoción que había sufrido, Mary tuvo la sensación de que la conocía.

– ¿Dónde estoy? -preguntó de nuevo en voz baja y vacilante-. ¿Y quién es usted?

– ¿Quieres callar de una vez, mujer? -la increpó el encapuchado-. ¿Cómo te atreves a levantar la voz ante el jefe supremo de la hermandad?

– ¿La hermandad…?

Mary tenía la sensación de que sus sueños y visiones habían adquirido vida de pronto. Los encapuchados y su jefe, la misteriosa hermandad; todo le recordaba con espantosa claridad las anotaciones de Gwynneth Ruthven.

¿Cómo era posible aquello?

¿Era adivinación? ¿Predestinación? ¿O solo un capricho del destino, uno más entre todos los que Mary había tenido que soportar en los últimos tiempos?

– La Hermandad de las Runas -explicó el enmascarado orgullosamente-. Fundada hace mucho tiempo y solo con un objetivo: preservar el conocimiento de los antiguos secretos. Durante siglos fuimos hostigados y perseguidos, sí, y casi nos aniquilaron. Pero ahora hemos vuelto y nada podrá detenernos. Somos los señores de la nueva era, ¡y ay de los que nos injurian y se burlan de nosotros, Mary de Egton!

Mary temblaba como una azogada. Lágrimas de miedo asomaron a sus ojos, mientras se preguntaba de dónde podía conocer su nombre el enmascarado.

El encapuchado interpretó acertadamente la expresión de su rostro.

– Te preguntas de dónde te conozco -constató-. Deja que te diga, Mary de Egton, que la hermandad lo sabe todo. Sabemos de dónde procedes y también que huiste cobardemente. Que eludiste tu responsabilidad y abandonaste a tu futuro esposo Malcolm de Ruthven, exponiéndolo al ridículo.

Mary sintió que le faltaba el aire. Ese era el motivo de que la tuvieran prisionera. Poco antes de alcanzar su objetivo había ido a caer de nuevo en manos de los Ruthven; incluso los guardianes de la ley parecían estar a su servicio. De repente, la furia se unió a su miedo. Estos hombres podían llevar máscaras aterrorizadoras y tenerse por descendientes de los antiguos druidas, pero si eran solo marionetas de Malcolm de Ruthven, únicamente merecían su desprecio.

– ¿Os ha enviado Malcolm? -preguntó, y con cada palabra su voz ganaba firmeza-. ¿Ha encargado a unos cómplices que hagan lo que él no tiene agallas para hacer?

– ¡Vigila tu lengua, mujer! ¡Las palabras que eliges te conducen a la ruina!

– ¿Qué esperáis de mí? ¿Que me arrodille ante vosotros? ¿Ante unos hombres que ni siquiera tienen el valor de mostrar su rostro a una mujer que yace en el suelo atada e indefensa?

Los ojos tras la máscara de plata centellearon. La mano derecha del encapuchado tembló y se cerró con fuerza, y por un momento pareció que iba a golpear a Mary con el puño. Pero finalmente se contuvo, y una risa forzada surgió de la máscara.

– Aún habla la arrogancia por tu boca-siseó-, pero pronto me suplicarás, Mary de Egton. Tu orgullo se quebrará, te lo aseguro por las runas de nuestra hermandad.

– ¿Qué os proponéis hacer conmigo? -preguntó Mary retadoramente, enfrentándose a sus torturadores con el valor de alguien que ya no tiene nada que perder-. ¿Queréis violarme? ¿Torturarme? ¿Matarme como si fuerais despreciables ladrones?

El enmascarado se limitó a reír y dio media vuelta, como si quisiera abandonarla a sus partidarios.

– ¡Exijo una respuesta! -gritó Mary tras él-. ¿Queréis matarme? ¿Me ocurrirá lo mismo que a Gwynneth Ruthven en otro tiempo?

Ella misma no sabía por qué había dicho aquello. El nombre de Gwynneth había pasado de pronto por su mente, y en su furia impotente lo había gritado en voz alta. No podía imaginar el efecto que producirían sus palabras.

El jefe de los sectarios se inmovilizó, como fulminado por un rayo. Amenazadoramente se volvió de nuevo hacia ella.

– ¿Qué acabas de decir?

– Preguntaba si acabaré como Gwynneth Ruthven -le espetó Mary con aire retador. Cualquier reacción del enmascarado era preferible para ella a que la dejara allí tirada sin más, como una mercancía sin valor.

– ¿Qué sabes tú de Gwynneth Ruthven?

– ¿Por qué pregunta? ¿No había dicho que usted y su banda lo sabían todo?

– ¿Qué sabes de ella? -gritó el enmascarado, y en un arranque de cólera que asustó incluso a su propia gente, tiró del pomo de su bastón, y una hoja larga y brillante apareció a la vista-. Habla, Mary de Egton -siseó, colocándola contra su garganta-, o te juro que lo lamentarás.

Mary sintió el acero frío y afilado contra su piel, y ante la perspectiva de una muerte cruel su determinación se diluyó. Al ver que aún dudaba, el encapuchado aumentó la presión de la hoja, y un fino reguero de sangre se deslizó por el cuello de Mary; la fría mirada de su atormentador no dejaba ninguna duda sobre su intención de clavarle la espada.

– He leído sobre ella -dijo Mary, rompiendo su silencio.

– ¿Sobre Gwynneth Ruthven?

Asintió.

– ¿Dónde?

– En unas antiguas notas.

– ¿De dónde las sacaste?

– Las encontré.

– ¿En el castillo de Ruthven?

De nuevo Mary asintió.

– ¡Miserable ladrona! ¿Quién te permitió leerlas? ¿Quién te habló del secreto? ¿Por eso fuiste a Ruthven? ¿Para espiar?

– No -aseguró Mary desesperada-. No sé nada de un secreto, y tropecé con las notas de Gwynneth Ruthven por pura casualidad.

– ¿Dónde?

– En la cámara de la torre. -Notó que la presión de la hoja aumentaba y no pudo contener las lágrimas-. Las encontré por casualidad. Estaban escondidas en una cavidad del muro.

– Nada ocurre por casualidad, Mary de Egton, y desde luego no cosas como esta. ¿Leíste las notas?

Mary asintió.

– Entonces conoces la maldición. Sabes lo que ocurrió.

– Lo sé, Pero yo… no pensé que fuera posible, hasta ahora…

El enmascarado lanzó un bufido de desprecio, y luego se retiró para consultar con sus partidarios. Mary tomó aire, jadeante, y se palpó el lugar donde la espada había rasgado su delicada piel. Vio cómo el hombre de la máscara de plata gesticulaba nerviosamente y parlamentaba con los demás encapuchados.

Finalmente volvió.

– El destino -dijo- toma a veces extrañas vías. Es evidente que existe un motivo para que nuestros caminos se crucen. Sin duda la providencia ha intervenido en esto.

– ¿La providencia? -preguntó Mary-. Será más bien un inspector corrupto.

– ¡Calla, mujer! No sé qué capricho del destino te ha elegido precisamente a ti para entregarnos la llave del poder. Pero ha ocurrido. Precisamente tú tuviste que encontrar las notas desaparecidas de Gwynneth Ruthven. En realidad debería estarte agradecido por ello.

– Renuncio a su agradecimiento -aclaró Mary con aspereza-. Preferiría que me dijera qué significa todo esto. ¿De qué está hablando? ¿Qué llave es esa que menciona? ¿Y dónde ha oído hablar de Gwynneth Ruthven?

De nuevo se dibujó una malvada sonrisa tras la máscara.

– En mis círculos es de buen tono conocer la historia de los antepasados.

Y tras decir estas palabras, el encapuchado se quitó la máscara.

Mary no podía dar crédito a lo que veían sus ojos: ante ella habían aparecido los rasgos pálidos, tan conocidos como odiados, de Malcolm de Ruthven.

– Malcolm -susurró asustada. Por eso la voz del enmascarado le había resultado tan familiar.

– Si hace solo unos días solicité en vano tu atención -replicó su prometido fríamente-, creo que ahora me la he ganado por completo.

– No comprendo… -balbuceó Mary desconcertada, mientras su mirada iba de Malcolm a sus encapuchados seguidores.

– Claro que no comprendes. ¿Cómo podrías hacerlo? Eres una mujer ignorante, tus pensamientos giran exclusivamente en torno a ti misma. Puedes haber leído muchos libros, pero no has comprendido nada. El poder, Mary de Egton, pertenece a aquellos que lo toman. Esta es la esencia de la historia.

La forma en que hablaba y el centelleo de sus ojos inspiraban miedo, y Mary se dijo que ese era el aspecto que debía de tener un hombre que estaba a punto de perder la razón.

– No sé qué destino te ha elegido para traernos la victoria -continuó-, pero nuestros caminos parecen estar unidos por lazos indisolubles. Lo que hace medio milenio inició mi antepasado Duncan Ruthven se llevará ahora a cabo. La espada de la runa volverá y poseerá de nuevo su antiguo y mortífero poder. Y tú, Mary de Egton, serás la que selle el hechizo, ¡con tu sangre!

Tras estas palabras, Malcolm de Ruthven estalló en una amenazadora carcajada, y sus partidarios iniciaron una cantinela sorda y bárbara.

Mary se sintió poseída por un indescriptible terror. Su mirada se veló, y las máscaras ennegrecidas que la rodeaban se fundieron en un mosaico de horror. Todo su cuerpo se crispó, y gritó, aulló de espanto y de pánico, sin otro resultado que el de hacer aumentar la intensidad del canto de los encapuchados.

Su corazón latía desbocado, y un sudor frío le cubrió la frente, hasta que las emociones la superaron y perdió el conocimiento. La cortina cayó, y la oscuridad tomó posesión de ella.

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