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A primera hora de la mañana, un mensajero golpeó a la puerta de Abbotsford.

A sir Walter Scott, el dueño de la soberbia propiedad que se extendía a orillas del Tweed, le gustaba describir su residencia como un «romance de piedra y mortero», una imagen que encajaba a la perfección con Abbotsford; en el interior de los muros de arenisca marrón, en las galerías y en los pináculos que se elevaban en las esquinas y sobre los portales de la residencia, el tiempo parecía haberse detenido, como si el pasado sobre el que sir Walter escribía en sus novelas siguiera vivo.

A esa hora, cuando el sol aún no había salido y la niebla subía del río, Abbotsford ofrecía una imagen más siniestra que acogedora. Pero el mensajero, que había desmontado de su caballo y martilleaba ahora enérgicamente la pesada puerta de madera con el puño, tenía que transmitir al señor de Abbotsford una noticia demasiado urgente para fijarse en ello.

La madera retumbó sordamente bajo los golpes del correo, y no tardaron en oírse al otro lado unos pasos que crujían sobre la grava.

El cerrojo de la mirilla se deslizó a un lado y apareció un rostro gruñón que debía de pertenecer al mayordomo de la casa. En su cara, curtida por la intemperie y enmarcada por un cabello gris ondulado, sobresalía una roja nariz aguileña.

– ¿Quién eres y qué deseas a estas horas intempestivas? -preguntó el mayordomo en tono arisco.

– Me envía el sheriff de Kelso -replicó el mensajero, y mostró el sello que llevaba consigo-. Tengo una noticia urgente que transmitir al señor de la casa.

– ¿Una noticia para sir Scott? ¿A estas horas? ¿No puede esperar al menos a que salga el sol? Su señoría todavía está acostado, y no me gustaría despertarle. Bastante poco duerme ya estos días.

– Por favor -replicó el otro-, es urgente. Ha ocurrido algo. Un accidente.

El mayordomo le dirigió una mirada escrutadora. Al parecer, el tono apremiante del mensajero había acabado por convencerle de que el asunto no admitía demora, porque al final descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

– Bien, pasa. Pero te lo advierto, joven amigo, si interrumpes el sueño de sir Walter por una nadería, te aseguro que te arrepentirás.

El mensajero inclinó la cabeza humildemente. Dejó el caballo ante el portal y siguió al mayordomo a través de la galería que bordeaba el jardín hasta la casa señorial.

En el edificio principal, el mayordomo indicó al mensajero que aguardara en el vestíbulo. Impresionado por la suntuosidad gótica y la antigua elegancia del lugar, el mozo permaneció allí esperando, mientras el otro se alejaba para ir a buscar al señor de la casa.

El vestíbulo de Abbotsford House parecía surgido de otra época. Armaduras y armas antiguas se alineaban a lo largo de las paredes de piedra, decoradas también con pinturas y tapices que daban cuenta del glorioso pasado de Escocia. El alto techo, forrado, como en épocas antiguas, de madera, producía al visitante la impresión de encontrarse en la sala de ceremonias de un castillo. Por encima de la chimenea de piedra, que ocupaba la parte frontal de la sala, destacaba el escudo de armas de los Scott, rodeado de los colores de tartán del clan.

De una puerta que se encontraba a la derecha de la chimenea surgió inesperadamente un hombre que debía de rondar los cincuenta años. El recién llegado, con una estatura aproximada de metro ochenta, tenía una planta realmente impresionante. Llevaba el cabello, corto y cano, peinado hacia delante, y su rostro, en armonía con su fornida complexión, era de rasgos marcados y de una robustez campesina poco habitual entre los señores nobles. Unos ojos despiertos y atentos, a los que parecía no escapar nada, desmentían, sin embargo, cualquier impresión de tosquedad.

A pesar de la hora temprana, el hombre iba vestido como un perfecto gentleman; sobre los pantalones grises de corte ajustado, llevaba una camisa blanca y una chaqueta verde. Cuando se acercó al mensajero, este pudo constatar que cojeaba ligeramente.

No había duda: aquel era Walter Scott, el señor de Abbotsford.

Aunque el mensajero nunca había visto a Scott en persona, había oído hablar de su impresionante apariencia, y también de aquella disminución física, que procedía de sus días de infancia.

El aire despejado de Scott parecía confirmar lo que se comentaba a hurtadillas: que el señor de Abbotsford apenas encontraba tiempo para el sueño y pasaba día y noche en su estudio escribiendo sus novelas.

– Sir -dijo el mensajero, y se inclinó cuando el señor de la casa llegó ante él-. Perdone esta intrusión a una hora tan temprana.

– Está bien, hijo -dijo sir Walter, y una sonrisa juvenil iluminó sus rudos rasgos-. Aún no me había ido a la cama, y por lo que parece, no creo que hoy vaya a hacerlo ya. Mi fiel Mortimer me ha dicho que tenías un mensaje para mí. ¿Del sheriff de Kelso?

– Exacto, sir -confirmó el mensajero-, y lamento que no sea una buena noticia. Se trata de su estudiante, Jonathan Milton…

Una sonrisa de complicidad se dibujó en el rostro de sir Walter.

– El bueno de Jonathan, sí. ¿Qué le ha ocurrido ahora? ¿Ha olvidado la hora, llevado por su celo, y se ha dormido entre infolios y viejos documentos?

Esperaba que el mensajero respondiera, al menos, a su sonrisa; pero el rostro del hombre permaneció serio.

– Temo que es peor que eso, sir -dijo en voz baja-. Ha habido un accidente.

– ¿Un accidente? -Sir Walter levantó las cejas.

– Sí, sir. Una desgracia espantosa. Su estudiante, Jonathan Milton, ha muerto.

– ¿Que… que ha muerto? ¿Jonathan ha muerto? -se oyó decir sir Walter a sí mismo. Tenía la sensación de que un extraño pronunciaba las palabras; era incapaz de creer lo que oía.

El mensajero asintió con la cabeza, consternado. Tras una pausa que se hizo interminable, continuó:

– Lamento mucho tener que transmitirle esta noticia, sir; pero el sheriff quería que fuera informado cuanto antes.

– Naturalmente -dijo sir Walter, que tenía que esforzarse para conservar su aplomo-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y dónde? -quiso saber.

– En la biblioteca, sir. Por lo visto, el joven señor se quedó allí hasta muy tarde para estudiar. Parece que cayó por la escalera.

El espanto de sir Walter se tiñó al momento de un sentimiento de culpa. Jonathan había ido a Kelso por encargo suyo, había investigado para él en la antigua biblioteca. De modo que tenía al menos parte de responsabilidad en lo ocurrido.

– Iré enseguida a Kelso -informó decidido.

– ¿Por qué, sir?

– Porque debo ir -dijo sir Walter apesadumbrado-. Es lo menos que puedo hacer por Jonathan.

– No lo haga, sir.

– ¿Por qué no?

– El sheriff de Kelso se está ocupando de las investigaciones, y a su debido tiempo le informará de todo. Pero… no vaya a ver el cadáver. Es una visión horrible, sir. No debería…

– Tonterías -le interrumpió sir Walter bruscamente-. Yo mismo fui sheriff durante bastante tiempo y sé qué me espera. ¿Qué clase de maestro sería si no fuera a informarme sobre las circunstancias de la muerte de Jonathan?

– Pero sir…

– Basta -le ordenó sir Walter secamente. El mensajero no tuvo más remedio que inclinarse y retirarse, aunque intuía que a su superior, el sheriff de Kelso, no le alegraría demasiado la visita de sir Walter.


La localidad de Kelso estaba situada a unos veinte kilómetros de Abbotsford. La mayor parte de Kelso formaba parte del patrimonio del duque de Roxburghe, cuyo antecesor había erigido unos cien años atrás un castillo a orillas del Tweed en el que la familia residía desde entonces. Junto con las localidades de Selkirk y Melrose, Kelso formaba un triángulo que a Scott le gustaba describir como «su tierra»: colinas y bosques atravesados por las tranquilas aguas del Tweed, que representaban para él la quintaesencia de su patria escocesa. Sir Walter consideraba Kelso como el pueblo más romántico de la comarca, un lugar donde aún parecía seguir vivo gran parte del espíritu de la antigua Escocia que tanto le gustaba evocar en sus novelas.

Algunos días, Scott se hacía llevar a Kelso por su cochero, para pasear entre los antiguos edificios de piedra a orillas del Tweed y dejarse inspirar por la atmósfera del pasado. Esa mañana, sin embargo, el camino a Kelso era para él mucho más amargo.

Sir Walter había puesto rápidamente a los miembros de la casa al corriente del terrible incidente. Lady Charlotte, su bondadosa esposa, había estallado en lágrimas al enterarse de la muerte de Jonathan Milton, ese joven cortés y atento que en no pocas ocasiones le había recordado a su marido en sus años jóvenes, por su entusiasta patriotismo y su curiosidad por el pasado. Mientras tanto, sir Walter había ordenado que engancharan los caballos y había subido al coche junto con su sobrino Quentin, que residía también en Abbotsford y había querido acompañar a su tío.

Quentin, que había pasado su infancia y su juventud en Edimburgo, era el hijo de una hermana de sir Walter. Era un joven de veinticinco años, fuerte y alto como la mayoría de los Scott, pero que se caracterizaba por cierta ingenuidad que debía atribuirse sobre todo a que nunca se había alejado por mucho tiempo de la casa de sus padres. Quentin había llegado a Abbotsford para hacer su aprendizaje con sir Walter; conforme a los deseos de su madre, el joven debía convertirse en escritor, como su famoso tío.

Scott, por su parte, por más que se sintiera halagado por este encargo, temía que a Quentin le faltaran la mayoría de las condiciones que se requerían para convertirse en un novelista de éxito. Aunque el joven poseía una mente despierta y una notable fantasía, cualidades ambas fundamentales para la práctica de la escritura, tanto su capacidad de expresión lingüística como su conocimiento de los clásicos, de Plutarco a Shakespeare, dejaban bastante que desear.

Además, Quentin tenía una extraña facilidad para complicar los hechos objetivos y pasar por alto lo esencial, cualidad que sin duda había heredado de su padre. La agudeza analítica y la enérgica capacidad de decisión características de todos los Scott brillaban por su ausencia en su caso, y tampoco podía negarse que el joven daba muestras de cierta torpeza.

De todos modos, Scott se había declarado dispuesto a aceptar a Quentin y a formarle. Tal vez, se decía, su sobrino aún tuviera que descubrir su verdadera vocación, y posiblemente el tiempo que pasara en Abbotsford podría serle útil para ello.

– Aún no puedo creerlo -dijo Quentin, afectado, mientras el coche avanzaba traqueteando por el camino cubierto de follaje. Para esa época del año, las noches eran desacostumbradamente frías, y los dos hombres sentados en el interior del carruaje se habían ajustado bien las capas en torno a los hombros-. Me parece sencillamente increíble que Jonathan esté muerto, tío.

– Increíble, en efecto -respondió Walter Scott, abstraído en sombrías meditaciones; no podía dejar de pensar que el joven Jonathan había ido a Kelso por él y que todavía podría estar con vida si no le hubiese enviado a la biblioteca.

Naturalmente, sabía que el joven sentía un enorme interés por el pasado, y había considerado su deber promover adecuadamente esta afición y el talento que Jonathan poseía para la historia. Sin embargo, en ese momento las razones que le habían impulsado a adoptar aquella actitud le parecían fatuas e inconsistentes.

¿Qué diría a los padres de Jonathan, que habían enviado a su hijo para que aprendiera y se desarrollara a su lado? La sensación de haber fracasado pesaba en su ánimo y se sentía dominado por una fatiga abrumadora. No había pegado ojo en toda la noche, trabajando en su nueva novela, pero aquella obra heroica en torno al amor, los duelos y la cábala de pronto le resultaba indiferente. Todos sus pensamientos se concentraban en el joven estudiante que había perdido la vida en el archivo de Dryburgh.

También Quentin parecía abrumado por la noticia. Jonathan y él tenían casi la misma edad, y en las últimas semanas se habían convertido en buenos amigos. La repentina muerte del estudiante le había conmocionado profundamente. Una y otra vez se pasaba nerviosamente la mano por la espesa cabellera marrón, alborotándose el pelo, que apuntaba en todas direcciones. Como siempre, llevaba la chaqueta arrugada, y el lazo mal anudado. Normalmente, sir Walter le habría hecho notar que su aspecto no era en absoluto propio de un gentleman, pero esa mañana aquello le resultaba indiferente.

El coche salió del bosque y a través de la ventanilla lateral pudieron distinguir la cinta clara del Tweed. La niebla cubría el río y los bancos de la orilla, y el sol, que entretanto había salido, se ocultaba tras espesas nubes grises, lo que contribuyó a ensombrecer aún más el ánimo de sir Walter.

Finalmente aparecieron entre las colinas los primeros edificios de Kelso. El carruaje pasó ante la taberna y la vieja herrería, y siguió bajando por la calle del pueblo para ir a detenerse ante los muros del viejo almacén de grano. Sir Walter no esperó a que bajara el cochero. Abrió la puerta y salió, seguido por Quentin.

El aliento de los dos hombres formaba nubecillas de vapor en el aire húmedo y frío de la mañana. Por los caballos y el coche que se encontraban ante el edificio, sir Walter dedujo que el sheriff todavía se encontraba en el lugar. Pidió al cochero que esperara y se acercó a la entrada, que vigilaban dos miembros de la milicia nacional.

– Lo lamento, sir -dijo uno de ellos, un mozo de aspecto tosco con un cabello rojizo que revelaba su procedencia irlandesa, cuando los dos hombres llegaron junto a él-. El sheriff ha prohibido el acceso a la biblioteca a todas las personas ajenas al caso.

– Y ha hecho bien -observó sir Walter-. Pero yo soy el maestro del joven que ha muerto en esta biblioteca. Por eso supongo que puedo solicitar que se me permita la entrada.

Scott pronunció estas palabras con tal decisión que el pelirrojo no se atrevió a replicar. El mozo, que parecía completamente desconcertado, intercambió una mirada de impotencia con su camarada, y luego se encogió de hombros y les dejó pasar. Sir Walter y Quentin cruzaron las grandes puertas de roble y entraron en el venerable edificio, que antes había sido el almacén de grano de la región y ahora se había transformado en un depósito del conocimiento. A ambos lados de la sala principal se extendían hileras de estanterías dobles de casi cinco metros de altura, situadas las unas frente a las otras, formando estrechos pasillos. Varias mesas de lectura ocupaban el centro libre de la sala. Como el almacén tenía una altura considerable, a lo largo de los laterales se había levantado una galería, bordeada por una balaustrada de madera que descansaba sobre pesados pilares de roble. Allí arriba se habían instalado nuevas estanterías de libros e infolios; más de los que un hombre podría examinar en toda su vida.

Al pie de la escalera de caracol que conducía a la balaustrada, algo yacía en el suelo cubierto por un paño oscuro de lino. Sir Walter dedujo, angustiado, que debía de ser el cadáver de Jonathan. A su lado se encontraban dos hombres que conversaban en voz apagada. Sir Walter los conocía a ambos.

John Slocombe, el sheriff de Kelso, enfundado en una chaqueta raída con la insignia de sheriff del condado, era un hombre fornido de edad mediana, de cabello ralo y con una nariz enrojecida por el scotch, que no reservaba solo para las frías noches de invierno.

El otro hombre, que llevaba la sencilla cogulla de lana de la orden premonstratense, era el abad Andrew, el superior de la congregación y administrador de la biblioteca. Aunque el convento de Dryburgh ya no existía, la orden había destinado a Andrew y a algunos hermanos para que se ocuparan de los fondos del antiguo archivo, que había sobrevivido de forma milagrosa a las turbulencias de la época de la Reforma. Andrew era un hombre de elevada estatura, delgado, con rasgos ascéticos pero de ningún modo adustos. Sus ojos azul oscuro eran como los lagos de las Highlands, misteriosos e impenetrables. Sir Walter apreciaba la serenidad y la ponderación del religioso.

Al distinguir a los visitantes, los dos hombres interrumpieron la conversación. El rostro de John Slocombe reveló un horror manifiesto cuando reconoció a sir Walter.

– ¡Sir Scott! -exclamó, y se acercó a los recién llegados retorciéndose las manos con nerviosismo-. Por san Andrés, ¿qué está haciendo aquí?

– Informarme sobre las circunstancias de este espantoso accidente -replicó sir Walter en un tono que no admitía replica.

– Es horrible, horrible -dijo el sheriff-. No debería haber venido, sir Walter. El pobre muchacho…

– ¿Dónde está?

Slocombe comprendió que el señor de Abbotsford no tenía la menor intención de atender a sus insinuaciones.

– Allí, sir -dijo titubeando, y se hizo a un lado para dejar ver el bulto ensangrentado que yacía sobre el suelo de piedra desnudo y frío de la biblioteca.

Sir Walter oyó cómo Quentin dejaba escapar un gemido, pero no le prestó atención. En aquel momento su compasión y su interés estaban exclusivamente centrados en el joven Jonathan, arrancado a la vida de aquel modo tan inesperado como aparentemente absurdo. Aunque sir Walter era un hombre de complexión robusta, al acercarse al muerto sintió que le flaqueaban las piernas.

El ayudante del sheriff había tendido una manta sobre el cadáver, aunque en algunos lugares la tela estaba completamente empapada de sangre oscura. También en el suelo se veía sangre, que se había deslizado sobre las losas de piedra en regueros viscosos y finalmente se había condensado con el frío.

El sheriff Slocombe se mantenía junto a sir Walter, y seguía gesticulando nerviosamente.

– Piense, sir Walter, que fue una caída desde una gran altura. Es una visión espantosa. Solo puedo aconsejarle que no…

Sir Walter no se dejó convencer. Con gesto decidido, se inclinó, sujetó la manta y tiró de ella. La visión que se ofreció a los cuatro hombres era realmente atroz.

Era Jonathan, de aquello no cabía duda; pero la muerte le había deformado horriblemente. El estudiante yacía sobre el suelo extrañamente contorsionado. Al parecer, había caído de cabeza y se había golpeado con gran violencia. Había sangre por todas partes, y algo más que sir Walter tomó por masa encefálica.

– Espantoso, ¿verdad? -preguntó el sheriff, y miró a sir Walter, impresionado.

Mientras el señor de Abbotsford palidecía y asentía con la cabeza consternado, Quentin ya no pudo aguantar más. El joven dejó escapar un sonido gorgoteante, se llevó la mano a la boca y corrió afuera para vomitar.

– Parece que su sobrino no lo ha soportado -constató el sheriff en un tono de ligero reproche-. Ya le advertí que era espantoso, pero no quiso creerme.

Sir Walter no respondió. En lugar de eso, se sobrepuso a su horror y se inclinó para despedirse de Jonathan.

Una parte de él esperaba probablemente encontrar perdón en el rostro pálido y manchado de sangre del muerto. Pero lo que sir Walter vio allí fue algo distinto.

– ¿Sheriff?-preguntó.

– ¿Dígame, sir?

– ¿No le ha llamado la atención la expresión del rostro del muerto?

– ¿Qué quiere decir, sir?

– Tiene los ojos dilatados y la boca muy abierta. En los últimos segundos de su vida, Jonathan tuvo que estar muy asustado por algo.

– Debió de darse cuenta de que perdía el equilibrio. Tal vez durante un breve instante fuera consciente de que había llegado el final. A veces ocurre.

Sir Walter alzó la mirada hacia la estrecha escalera de caracol, que trepaba hacia lo alto a solo unos pasos de distancia.

– ¿Jonathan llevaba algún libro consigo cuando cayó por la escalera?

– Por lo que sabemos, no -replicó el abad Andrew, que hasta entonces se había limitado a escuchar en silencio-. En todo caso no se encontró ninguno.

– Ningún libro -repitió sir Walter en voz baja.

Miró hacia la escalera, tratando de imaginar cómo se había desarrollado el trágico accidente. Pero por más que se esforzaba, no acababa de conseguirlo.

– Perdone, sheriff -dijo por fin-, pero aquí hay algunas cosas que no entiendo. ¿Cómo es posible que un hombre joven, que no lleva ningún peso encima y tiene las manos libres para sujetarse a la barandilla, se precipite por esta escalera de cabeza y se rompa el cráneo?

El rostro de John Slocombe cambió de color casi imperceptiblemente, y a sir Walter, que debido a su profesión se había convertido en un observador atento, tampoco se le escapó el brillo que iluminó por un instante los ojos del sheriff.

– ¿Qué quiere decir con eso, sir?

– Que no creo que Jonathan cayera de los escalones -dijo sir Walter, mientras se incorporaba lentamente, se dirigía a la escalera y subía los primeros peldaños-. Fíjese en la sangre, sheriff. Si efectivamente Jonathan hubiera caído desde aquí, las manchas deberían apuntar hacia la salida; pero señalan en la dirección opuesta.

El sheriff y el abad Andrew intercambiaron una mirada fugaz.

– Tal vez -opinó el guardián de la ley, señalando hacia arriba- nos hayamos equivocado. Tal vez ese pobre joven cayó directamente desde la balaustrada.

– ¿Desde ahí arriba? -Sir Walter subió los escalones, que crujieron suavemente bajo sus pies. Lentamente recorrió la baranda de madera decorada con tallas hasta llegar al lugar bajo el que yacía el cadáver del estudiante-. Tiene razón, sheriff -constató, asintiendo con la cabeza-. Jonathan pudo caer desde aquí. Los rastros de sangre lo confirmarían.

– Lo que yo decía. -En el rostro de John Slocombe podía adivinarse el alivio que sentía.

– De todos modos -objetó sir Walter-, no sé cómo Jonathan podría haber caído por encima de la balaustrada. Como puede ver, sheriff, la baranda casi me llega al pecho, y el Creador me dotó de una estatura muy respetable. El pobre Jonathan era una cabeza más bajo que yo. ¿Cómo pudo producirse, pues, un accidente que le hiciera caer de cabeza desde la balaustrada?

El sheriff apretó las mandíbulas y los rasgos de su cara se alteraron de nuevo. Tomó aire para contestar, pero luego cambió de opinión. Murmurando en voz baja, subió la escalera, se acercó a sir Walter y susurró en tono conspirativo:

– Ya le insinué que dejara tranquilo el cadáver, sir, y tenía mis razones para hacerlo. El destino del pobre joven ya es bastante malo; no le arrebate también la posibilidad de salvar su alma.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Quiero decir, sir, que usted y yo sabemos muy bien que el joven señor Jonathan no pudo ser empujado desde esta balaustrada, pero que sería mejor que nos guardáramos esta idea para nosotros. Usted ya sabe -dijo mirando de reojo al abad Andrew, que se encontraba abajo junto al cadáver y rezaba con la cabeza inclinada- lo que la Iglesia niega a los que rechazan el mayor regalo del Creador.

– ¿Qué quiere decir con esto? -Sir Walter dirigió una mirada inquisitiva al rostro enrojecido por el alcohol del sheriff de Kelso-. ¿Que el pobre Jonathan se suicidó?

Sin querer había elevado la voz, pero el abad Andrew no parecía haberle oído. El religioso seguía orando, en actitud humilde, por el alma de Jonathan.

– Lo supe en cuanto entré en la biblioteca -insistió Slocombe-, pero me lo guardé para mí para permitir que el joven tuviera un entierro como es debido. Piense en su familia, sir, en la vergüenza que tendría que soportar. No manche el recuerdo de su alumno sacando a la luz una verdad que es mejor que permanezca oculta.

Walter Scott miró a los ojos al hombre que era responsable de imponer la ley y preservar el orden en el condado. Pasaron unos instantes, que a John Slocombe le parecieron eternos, antes de que una sonrisa cortés se dibujara en el rostro de sir Walter, que respondió suavemente:

– Sheriff, comprendo lo que quiere decirme y valoro su… -e introdujo una corta pausa- su discreción. Pero Jonathan Milton de ningún modo se suicidó. Podría jurarlo.

– ¿Cómo puede estar tan seguro de ello? Se pasaba el tiempo solo, ¿no es cierto? Apenas tenía amigos, y por lo que sé, tampoco fue visto nunca con ninguna muchacha. ¿Qué sabemos de lo que puede pasar por la cabeza de una mente enferma?

– Jonathan no tenía una mente enferma -le contradijo sir Walter-. Era un hombre extremadamente despierto y sano. Pocas veces he tenido a un estudiante que cumpliera con las tareas que le encomendaba con mayor diligencia y entusiasmo que él. ¿Y quiere hacerme creer que se lanzó premeditadamente por encima de esta baranda para poner fin a su vida? Esto es una biblioteca, sheriff. Jonathan vivía para el estudio de la historia. No habría muerto por ella.

– Entonces ¿cómo explica lo ocurrido? ¿No decía antes que no podía haber caído de ningún modo por la escalera?

– Muy sencillo, sheriff. Que Jonathan no se lanzara desde la balaustrada no quiere decir forzosamente que no cayera desde ella.

– No comprendo…

– ¿Sabe, sheriff? -dijo sir Walter, observando a Slocombe con ojos glaciales-, creo que sabe usted muy bien adonde quiero ir a parar. Excluyo que nos encontremos ante un accidente que le costara la vida al pobre Jonathan y tampoco puedo creer que él mismo se la quitara. De modo que solo queda una posibilidad.

– ¿Un asesinato? -dijo el sheriff, pronunciando la terrible palabra en voz apenas audible-. ¿Cree que su discípulo fue asesinado?

– La lógica no permite extraer ninguna otra conclusión -replicó sir Walter, con una voz en la que resonaba la amargura.

– ¿Qué lógica? Solo ha planteado suposiciones, sir, ¿o acaso no es así?

– Pero suposiciones que para mí solo admiten una conclusión -dijo sir Walter, y bajó la mirada para contemplar el cuerpo sin vida de su alumno-. Jonathan Milton ha muerto esta noche de muerte violenta. Alguien le lanzó a la muerte, arrojándolo por encima de la balaustrada.

– ¡No es posible!

– ¿Por qué no, sheriff? ¿Porque eso le daría demasiado trabajo?

– Con todo el respeto, sir, tengo que defenderme contra esa imputación. Después de que me informaran de lo ocurrido, vine aquí corriendo sin vacilar para aclarar las circunstancias de la muerte de Jonathan Milton. Conozco mis deberes.

– Entonces cumpla con ellos, sheriff. Para mí está claro que aquí se ha cometido un crimen, y espero que haga todo lo que esté en su mano para esclarecerlo.

– Pero… esto no es posible. Sencillamente no es posible, ¿comprende? Desde que soy sheriff, nunca ha habido un asesinato en este condado.

– Entonces tendrá que quejarse ante el asesino de Jonathan de que no se haya atenido a la norma -replicó sir Walter mordazmente-. Yo, por mi parte, no descansaré hasta descubrir qué ha ocurrido aquí realmente. Sea quien sea el culpable de la muerte de Jonathan Milton, tendrá que pagar por ello.

Scott había abandonado su tono susurrante y hablaba con voz audible, de modo que también el padre Andrew había prestado atención a sus últimas palabras. El monje miró hacia arriba, y sir Walter tuvo la sensación de que los rasgos del religioso expresaban comprensión.

– Por favor, sir -dijo el sheriff Slocombe, que ahora había adoptado un tono casi suplicante-, tiene que entrar en razón.

– Mi razón nunca ha funcionado con mayor claridad que en este instante, mi apreciado sheriff -le aseguró sir Walter.

– Pero ¿qué tiene intención de hacer ahora?

– Haré que este suceso sea investigado. Por alguien que no tema tanto a la verdad como usted.

– He hecho lo que consideraba correcto -se defendió Slocombe-, y sigo creyendo que se equivoca. No hay ningún motivo para informar a la guarnición.

Sir Walter, que ya había dado media vuelta para bajar al piso inferior, se volvió de nuevo hacia él.

– ¿Es eso, sheriff? -preguntó en tono seco-. ¿Es eso lo que teme? ¿Que pueda informar a la guarnición y que un inglés tome el mando aquí?

El sheriff no respondió, pero la mirada cohibida que dirigió al suelo le traicionó.

Sir Walter lanzó un suspiro. Conocía el problema. Los oficiales británicos de las guarniciones, entre cuyas tareas se encontraba también la de asegurar la paz en el país y ejercer funciones de policía, tenían el defecto de ser poco cooperativos. La arrogancia con que trataban a sus colegas escoceses era tristemente famosa. En cuanto se hicieran cargo del caso, el sheriff prácticamente no tendría ya nada que decir.

Durante su época de sheriff en Selkirk, Scott había tenido que relacionarse en repetidas ocasiones con los capitanes de las guarniciones. La mayoría de ellos odiaban haber sido trasladados al crudo norte, y no era raro que la población sufriera las consecuencias de su descontento. Alertar a la guarnición significaba dejar todo Kelso a merced de su arbitrariedad.

– No tiene nada que temer, sheriff -dijo sir Walter en voz baja-. No tengo intención de informar a la guarnición. Nosotros mismos trataremos de descubrir qué le sucedió al pobre Jonathan.

– Pero ¿cómo, sir? ¿Cómo va a hacer eso?

– Con buenas dotes de observación y un entendimiento despierto, sheriff.

Seguido por Slocombe, que se frotaba las manos nerviosamente, sir Walter bajó los peldaños de la escalera y se acercó al abad Andrew, que, incluso enfrentado a un acontecimiento tan espantoso, parecía respirar, como siempre, una profunda paz interior.

– ¿Si no he oído mal, no comparte usted la teoría del sheriff? -preguntó el monje.

– No, estimado abad -respondió sir Walter-. Hay demasiadas contradicciones. Demasiadas cosas que no encajan.

– Esta es también mi opinión.

– ¿Que también es su opinión? -gimió Slocombe-. ¿Y por qué no me ha dicho nada?

– Porque no soy quién para poner en duda sus juicios. Y usted es el guardián de la ley, John, ¿o no es así?

– Eso creo, sí -dijo el sheriff, desconcertado. Por su expresión se veía que en ese momento se sentiría mejor en compañía de un buen vaso de scotch.

– Entonces ¿cree usted también que el pobre muchacho fue empujado desde ahí arriba? -preguntó sir Walter.

– La sospecha parece lógica. Aunque la idea de que entre estos venerables muros haya podido cometerse un crimen sangriento me llena de inquietud y temor.

– Tal vez no fue un asesinato -lo intentó de nuevo Slocombe-. Tal vez fue solo una desgracia, una broma que acabo mal.

– Acabó mal, en efecto -replicó sir Walter ásperamente, mirando de reojo al cadáver horriblemente desfigurado-. ¿Ha interrogado a sus compañeros de congregación, abad Andrew?

– Naturalmente. Pero ninguno de ellos vio ni oyó nada. En ese momento todos se encontraban en sus habitaciones.

– ¿Existen testimonios de ello? -insistió sir Walter. La pregunta le valió una mirada reprobadora del monje-. Disculpe -añadió a media voz-. No quiero sospechar de nadie, es solo que…

– Ya sé -aseguró el abad-. Se siente usted culpable porque el joven Jonathan estaba a su servicio. Estaba aquí por encargo suyo cuando sucedió, y por eso cree ser corresponsable de su muerte.

– ¿Y cómo podría reprochármelo? -exclamó Scott haciendo un gesto de impotencia-. A primera hora de la mañana, un mensajero llama a mi puerta y me comunica que uno de mis estudiantes está muerto. Y todo lo que el sheriff puede proporcionarme son cuatro explicaciones sin ninguna consistencia. ¿Cómo reaccionaría usted en mi lugar, abad?

– Trataría de descubrir qué ha ocurrido -replicó el superior de la congregación con franqueza-. Y al hacerlo, no me preocuparía de si puedo herir o no la sensibilidad de los afectados. Averiguar la verdad tiene prioridad absoluta en estas circunstancias.

Sir Walter asintió con la cabeza, agradecido por esas palabras de ánimo. En su interior reinaba la confusión. Habría preferido encontrar otra explicación para el incidente; pero los indicios solo permitían una conclusión: Jonathan Milton había sufrido una muerte violenta. Alguien le había empujado por encima de la balaustrada; no existía otra posibilidad. Y a su maestro correspondía ahora descubrir quién era ese alguien.

– ¿Estaba cerrada la puerta de la biblioteca cuando encontraron a Jonathan? -preguntó sir Walter.

– Efectivamente -se apresuró a informarle el abad.

– ¿No había señales de una entrada violenta?

– No, en tanto es posible juzgarlo.

– ¿Había huellas en el suelo? ¿Indicios que permitan concluir que, aparte de Jonathan, había alguien más en la biblioteca?

– Tampoco, por lo que podemos saber. Parece que Jonathan estaba completamente solo.

– Esto resulta muy inquietante -comentó el sheriff Slocombe con voz de conspirador-. Cuando era joven, mi abuelo me explicó un caso parecido. El asesino nunca fue encontrado, y el caso nunca se resolvió.

– Bien -suspiró sir Walter-, al menos trataremos de hacerlo, ¿no le parece? ¿Sabe dónde trabajó por última vez Jonathan, estimado abad?

– Allí, en aquella mesa. -El monje señaló una de las macizas mesas de roble que ocupaban el centro de la sala-. Encontramos sus instrumentos de escritura, pero no había ningún libro.

– Entonces debió de subir para volver a colocarlo en su sitio-supuso sir Walter-. Tal vez quería acabar sus estudios.

– Es posible. ¿En qué trabajaba últimamente el joven señor?

– Investigaba para una nueva novela que se desarrolla en la Baja Edad Media. -Sir Walter sonrió con indulgencia-. Ya sabe que Jonathan no solo realizaba estudios a mi servicio-añadió-. Su entusiasmo por la ciencia de la historia era muy grande.

– Es cierto. El joven señor pasaba a menudo noches enteras investigando los secretos del pasado. Posiblemente…

– ¿Sí? -preguntó sir Walter.

– No, nada. -El abad sacudió la cabeza-. Era solo una idea. Nada importante.

– ¿Cree que es posible que fuera un ladrón? ¿Alguien que se hubiera ocultado aquí, en la biblioteca, y hubiera espiado a Jonathan?

– Me sorprendería. ¿Qué podrían robar aquí, amigo mío? En este lugar no hay más que polvo y libros antiguos. En nuestros días, los ladrones y los rateros están mucho más interesados en llenar sus estómagos y sus bolsas.

– Es cierto -admitió sir Walter-. De todos modos, ¿no podría comprobar si se ha robado algo?

El abad Andrew dudó un momento.

– Será difícil. Muchos de los documentos del archivo aún no han sido catalogados. La ayuda que me hace llegar la orden es, dicho sea entre nosotros…, más bien parca. En estas condiciones, averiguar si se ha sustraído algo resultaría casi imposible; especialmente teniendo en cuenta que no me parece muy probable que un ladrón esté interesado en estos antiguos escritos.

– En todo caso sabré valorar sus esfuerzos -le aseguró sir Walter-. Le enviaré a Quentin para que colabore con sus hermanos en la revisión de los fondos. Y naturalmente mostraré mi agradecimiento a su comunidad a través de una aportación económica.

– Si tanto le interesa…

– Se lo ruego. No encontraré la paz hasta que sepa por qué tuvo que morir Jonathan.

– Comprendo. -El monje asintió con la cabeza-. Pero tengo que prevenirle, sir Walter.

– ¿De qué?

– Es preferible que algunos secretos sigan permaneciendo ocultos en el pasado -dijo el abad enigmáticamente-. No es bueno tratar de arrancárselos.

Sir Walter le dirigió una mirada escrutadora.

– No ese secreto -dijo luego, y se volvió para salir-. No ese secreto, apreciado abad.

– ¿Qué hará ahora, señor? -preguntó Slocombe, preocupado.

– Muy sencillo -replicó sir Walter en tono decidido-. Veré qué tiene que decir el médico.

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