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La abadía de Dunfermline había sido fundada en torno al año 1070. Por encargo de la reina Margarita, monjes benedictinos habían erigido un priorato, que en 1128 había alcanzado el estatus de abadía y que había sido hasta entrada la Alta Edad Media un lugar de fe, educación y cultura.

La parte oeste de la gran iglesia, construida en clara piedra arenisca, se había conservado hasta los días de Walter Scott, mientras que el ala este había sido destruida en el curso de las turbulencias guerreras del Medioevo. Hacía solo unos pocos años que habían empezado a reconstruirla. El arquitecto William Burns, a quien sir Walter conocía personalmente, había recibido el encargo de llevar a cabo la construcción del edificio eclesiástico conforme al antiguo proyecto, un trabajo que en total había requerido tres años y que había llegado a su conclusión hacía solo unos pocos meses. En el curso de estos trabajos se había descubierto, en una cámara hacía tiempo cegada, la tumba del rey Robert I de Escocia, que había entrado en la historia bajo el nombre de Robert I Bruce.

– Realmente impresionante -dijo Quentin, mientras alzaba la mirada para contemplar el recién erigido campanario, una construcción maciza, de planta rectangular, coronada por una balaustrada de piedra. La inscripción «King Robert I Bruce» aparecía grabada en ella, de modo que el nombre del personaje cuyos restos albergaba la abadía de Dunfermline podía divisarse desde lejos.

– Sí, ¿verdad? -Sir Walter asintió con la cabeza-. En lugares como este el pasado está vivo, muchacho. Y tal vez esté también dispuesto a entregarnos alguno de sus secretos.

Entraron en la iglesia, no por la puerta frontal, sino por la nave lateral, cuyos muros estaban sostenidos por poderosos pilares. Desde su restauración, el templo aparecía de nuevo ante los ojos de los visitantes en todo su antiguo esplendor, y Quentin quedó muy impresionado por la habilidad de los antiguos maestros constructores y artesanos. El recinto eclesiástico, el corazón de los lugares sagrados, bordeado por una arcada de seis arcos soportados por lisas columnas cilíndricas, había sido erigido en otro tiempo por los maestros de Durham y era único en su estilo.

Quentin se encontraba a gusto en las iglesias. A sus ojos irradiaban una dignidad y una paz que difícilmente podía encontrarse en ningún otro lugar, como si la presencia de un poder superior velara para que entre estos muros no pudiera ocurrir nunca nada malo. En Dunfermline esta sensación era particularmente intensa; tal vez porque Margarita, la fundadora del monasterio, había sido una santa, pero tal vez también a causa del significado que aquel lugar tenía para todos los escoceses.

– Allá al fondo -susurró sir Walter, tirándole de la manga.

Con la cabeza humildemente inclinada, Quentin y su tío atravesaron la nave principal y se dirigieron hacia la estrecha escalera que conducía a la cripta. Sir Walter pasó primero, y los dos hombres llegaron a un espacio largo y estrecho, en cuya parte frontal se levantaba un pequeño altar consagrado a san Andrés, el santo protector de la nación escocesa. Ante el altar, flanqueado por docenas de velas encendidas, se encontraba el sarcófago del rey, un imponente sepulcro de madera, de más de un metro de altura y anchura, y el doble de longitud.

A pesar de su considerable antigüedad, el sarcófago estaba bien conservado; las imágenes y decoraciones talladas con que estaba adornado aún podían reconocerse. La cubierta incorporaba un relieve que mostraba al rey con su armadura completa, con la espada y el escudo de armas del león. A la luz vacilante de las velas, parecía que Bruce estuviera solo dormido y pudiera despertar en cualquier momento.

– De modo que aquí yace el rey -dijo Quentin, con la voz trémula de emoción-. Desde hace medio milenio.

– Al principio no estaban seguros de haber encontrado realmente la tumba del rey Robert -explicó sir Walter-. Pero luego se constató que el pecho del cadáver se había abierto, y recordaron que, según la tradición, el último deseo de Bruce fue que llevaran su corazón a Tierra Santa. Las fuentes afirman que el rey cargaba con una culpa de la que quería purificarse. Originalmente, él mismo había querido realizar el viaje a la Tierra Prometida, pero cuando vio que su salud no se lo permitiría, pidió a sus fieles que cumplieran por él este último deseo, para que su alma encontrara la paz.

– ¿Y qué culpa era esa, tío?

– No sabemos nada sobre el carácter concreto de la culpa, pero debió de ser algo grave, porque parece que el rey soportó esa carga hasta su muerte.

Aunque por su expresión podía adivinarse que las palabras de sir Walter le habían impresionado profundamente, Quentin -en parte también porque no quería permanecer en la cripta más tiempo del necesario- sacó enseguida el pedazo de papel que habían encontrado en la mano del profesor Gainswick y comparó el dibujo del erudito con la representación de la placa sepulcral.

– Las imágenes son idénticas -constató-. Con una excepción.

– En la cubierta del sarcófago no aparece la runa -constató sir Walter, sin necesidad de dirigir una sola mirada al dibujo-. Ya lo imaginaba, porque en otro caso me habría llamado la atención en algún momento. Por otro lado…

Se adelantó y se inclinó sobre la cubierta para observarla mejor.

– Una vela, rápido -susurró a Quentin, que corrió a obedecerle.

A la luz de la llama, Quentin vio lo que su tío había descubierto: en el lugar donde debería encontrarse el signo rúnico, la madera de roble estaba rebajada.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo, muchacho? -preguntó sir Walter.

– Eso creo, tío. Alguien ha hecho desaparecer el signo. Falta saber por qué motivo.

– Para no atraer la atención sobre sí mismo -dijo sir Walter convencido.

– ¿Quieres decir que pudieron ser los propios hermanos de las runas quienes borraron el signo?

– ¿Y quién, si no? Han hecho ya cosas mucho peores para borrar sus huellas.

– Bien, también podría ser alguien que quisiera borrar el recuerdo de los sectarios.

– Es una posibilidad que también hay que considerar -concedió sir Walter-. Por desgracia, ni una ni otra variante explican de qué modo están relacionados el rey Robert y los sectarios. ¿Cuál es la conexión? El incendio de la biblioteca de Kelso, el asalto a Abbotsford, el asesinato del profesor Gainswick, la próxima visita del rey, y ahora también el sarcófago de Robert I Bruce; ¿cómo está relacionado todo esto? Tengo que confesar, muchacho, que este enigma supera mi modesta capacidad de comprensión.

– Tiene que haber una respuesta -dijo Quentin, convencido-. Parece que el profesor Gainswick la encontró, y por eso murió.

– Este es el siguiente enigma: ¿de dónde sacó el profesor que la espada había estado marcada en otro tiempo con la runa? Por lo que sé, no existen representaciones contemporáneas del sarcófago. Pero el signo parece haber sido borrado hace mucho tiempo. ¿Cómo podía tener, pues, el profesor, conocimiento de ello?

– Tal vez solo sacó sus conclusiones -supuso Quentin.

A la luz oscilante de la vela, examinó las restantes caras del sarcófago, que, como la cubierta, estaban decoradas con relieves. Aunque los estragos del tiempo eran visibles en ellos y la madera estaba deteriorada en algunas zonas, aún podían reconocerse las imágenes, que mostraban escenas importantes en la vida del rey.

En el lado derecho estaba representada la batalla de Bannockburn, en la que Robert había alcanzado su legendaria victoria sobre los ingleses. La cara opuesta mostraba su aclamación y coronación por la nobleza escocesa en el palacio de Scone, y la representación de la cara delantera, el reconocimiento de su regencia por el enviado del Papa. La cara posterior, finalmente, representaba a un caballero que cabalgaba hacia un castillo de aspecto extraño, con tejados altos y abovedados. Por otras ilustraciones que había visto, Quentin sabía que muchos artistas de la Alta Edad Media habían representado así Tierra Santa. El caballero llevaba consigo un cofrecillo en el que estaban inscritas las palabras: «Cor regis».

– El corazón del rey -tradujo Quentin en tono respetuoso-. Así pues, lo que nos ha transmitido la tradición es correcto. El corazón del rey Robert fue llevado por sus fieles a Tierra Santa.

– Fuera cual fuese la razón -añadió sir Walter con expresión alterada.

A estas alturas, Quentin conocía suficientemente a su tío para interpretar correctamente sus expresiones, y sabía cuándo estaba rumiando una idea que no le gustaba.

– Tío -preguntó con cautela-, ¿crees posible que este enigma que tratamos de resolver tenga algo que ver con el voto del rey? ¿Que esta culpa de la que has hablado tenga relación con la runa de la espada? ¿O incluso con la hermandad secreta?

– Tengo que reconocer que he pensado en esa posibilidad, aunque solo la idea me parece un sacrilegio. La cuestión es saber qué relación existe entre todo esto…

– ¡Tío! -exclamó Quentin en voz alta, porque de pronto había descubierto algo en el panel de la batalla de Bannockburn.

Sir Walter corrió enseguida a su lado, y con mano temblorosa, Quentin señaló excitado un lugar del relieve donde aparecían representadas filas de ballesteros ingleses. En medio de la filigrana de figuras talladas, de modo que a primera vista resultaba imposible distinguirlo, había un signo extraño.

Una runa.

– Dios Todopoderoso -exclamó sir Walter, mientras dirigía a su sobrino una mirada admirativa-. Me inclino ante ti, muchacho, realmente tienes ojos de lince. Este signo fue incluido en la escena con tanta discreción que apenas puede distinguirse.

– Es extraño -dijo Quentin, que era incapaz de recibir esa clase de alabanzas entusiastas sin que le subieran los colores-. A primera vista, el signo no se puede reconocer; pero cuando lo has descubierto, ya no puedes dejar de verlo siempre que contemplas la imagen.

– Un mensaje secreto -susurró sir Walter-. Hábilmente oculto a las miradas.

– ¿Y qué puede significar el signo?

– No soy un experto en escritura rúnica -reconoció sir Walter, y alargó a su sobrino papel y carboncillo-. Haz una copia de esto; luego iremos a casa a consultar los libros.

Quentin asintió, colocó el papel sobre el lugar, y lo rayó suavemente por encima con el carboncillo hasta que los contornos de la runa empezaron a dibujarse en él. Luego, animado por su descubrimiento, buscó también signos ocultos en las otras caras del sarcófago, y encontró montones de ellos.

Una y otra vez, de la maraña de la representación salían a la luz símbolos entrelazados que aparentemente hacia un instante no estaban allí. A la luz de la vela, sir Walter y Quentin examinaron el sarcófago, y cuanto más rato miraban, más signos se destacaban de la confusión y se hacían visibles. Al cabo de unas dos horas habían localizado doce signos distintos, que Quentin copió diligentemente.

– Creo que ya están todos -opinó sir Walter.

– ¿Cómo has llegado a esta conclusión, tío?

– Porque hay trece signos, y este número tiene una especial significación en las artes rúnicas.

– ¿Trece? Solo hemos encontrado doce runas.

– Olvidas la runa de la espada en la cubierta. Tal vez el profesor Gainswick dedujera su existencia a partir de la presencia de las otras doce runas. Por lo visto, también él descubrió los signos.

– Claro -asintió Quentin-. Así se explica también la referencia a Abbotsford. Con ello el profesor quería indicarnos que la runa del entablado de la pared no era la firma de un artesano, sino la obra de esos sectarios.

– Tal vez. Aunque eso significaría también que la hermandad poseía en aquellos tiempos una gran influencia, si tenía agentes en la corte del rey. En cualquier caso, las suposiciones no nos harán avanzar. Volveremos a Edimburgo e intentaremos traducir estos signos. Si efectivamente constituyen un mensaje oculto, haremos todo lo posible por descifrarlo. Tal vez el secreto se nos revele pronto.

– Eso es lo que temo -murmuró Quentin, aunque habló tan bajo que su tío no le oyó.

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