3

Los cascos de los caballos se despegaban con un blando chapoteo del fango que cubría la carretera. Las ruedas del carruaje rodaban lentamente sobre el suelo viscoso.

Había empezado a llover, pero eso no había detenido a Malcolm de Ruthven, que había decidido salir, de todos modos, con su prometida para mostrarle sus terrenos y su propiedad, que se extendía bajo una capa de opresivas nubes grises.

A través del lechoso velo de lluvia, Mary de Egton podía ver las colinas de un verde pálido entre las que corría la estrecha carretera. Las ovejas pastaban en los prados; para protegerse del tiempo desapacible, los animales se habían refugiado en las depresiones del terreno y se apretaban estrechamente los unos contra los otros.

Durante el viaje apenas habían hablado; Mary miraba fijamente por la ventana del carruaje y simulaba maravillarse ante el vasto paisaje, aunque en realidad solo trataba de evitar una conversación con Malcolm.

No podía decirse que su primer encuentro en el salón del desayuno hubiera transcurrido armónicamente. Por más que Mary se hubiera propuesto enfrentarse a su prometido sin prejuicios e iniciar confiada ese nuevo capítulo de su vida, la joven no había podido contenerse cuando se habían puesto frívolamente en cuestión cosas que ella consideraba incontestables. Su interés por la historia y la literatura, su simpatía por las cosas sencillas y honradas, su marcado sentido de la justicia; todo eso se consideraba, al parecer, algo indeseable en el castillo de Ruthven. Ni su futuro esposo ni su madre parecían valorar particularmente las cualidades que más enorgullecían a Mary. No era una personalidad independiente y libre lo que ellos querían, sino un ser sin voluntad y sin sangre que se sometiera a la etiqueta y al que pudiera llevarse de la cuerda como a una de esas ovejas que pastaban en esas tierras.

Aunque Mary lamentaba lo ocurrido, no se arrepentía de haberles contradicho. En realidad, después del desayuno la joven había querido retirarse a su habitación para encontrarse un rato a solas consigo misma, pero Eleonore había insistido en que acompañara a Malcolm en su inspección. Por lo visto pensaba que Mary vería con más simpatía a su futuro esposo en cuanto conociera la amplitud de sus posesiones.

A ojos de Mary, aquello equivalía a una ofensa.

Posiblemente algunas hijas de la nobleza pensaban de ese modo; mujeres para las que la máxima felicidad en la vida consistía en casarse con un rico laird que satisficiera todos sus deseos materiales. Pero Mary era distinta, y por más que se hubiera esforzado en negárselo a sí misma, ya no podía conseguirlo. En secreto había esperado que Malcolm de Ruthven fuera el hombre de sus sueños, un compañero que la tratara con respeto, como a una igual, que compartiera sus deseos y anhelos, y con el que pudiera conversar sobre las cosas que la cautivaban. Pero la verdad era distinta, amarga y áspera como el clima de esta tierra: Malcolm de Ruthven era un aristócrata de corazón frío que parecía apreciar por encima de todo su posición y sus posesiones. Lo que interesara a su futura esposa le era completamente indiferente.

– Y bien, querida -preguntó el laird con una perfecta pero fría cortesía-, ¿qué le parece? ¿Mis tierras son de su agrado? Todo esto pertenece a mi familia, Mary. Desde aquí hasta Bogniebrae, y más allá hasta Drumblair.

– El paisaje es precioso -respondió Mary en voz baja-. Aunque un poco triste.

– ¿Triste? -El laird levantó sus finas cejas-. ¿Cómo puede ser triste un paisaje? Solo son colinas, árboles y prados.

– Con todo, de él irradia un sentimiento. ¿No lo siente usted, Malcolm? Esta tierra es antigua, muy antigua. Ha visto y vivido mucho, y está de duelo.

– ¿De duelo, por qué? -preguntó el laird ligeramente divertido.

– Por los hombres -dijo Mary en voz baja-. ¿No le llama la atención? No hay hombres en sus tierras. Están vacías y tristes.

– Y así está bien. Demasiado nos ha costado expulsar a esa chusma campesina de nuestros terrenos. ¿Ve las ovejas allí, Mary? Son el futuro de nuestra tierra. Quien no quiera darse cuenta se cierra ante el progreso y nos perjudica a todos.

Mary no replicó nada. No quería iniciar de nuevo aquella desagradable discusión. En lugar de eso siguió mirando por la ventana, y para su alegría, descubrió entre las colinas de un color verde grisáceo algunos tejados desde cuyas chimeneas ascendía humo hacia el cielo.

– ¡Mire allí! -dijo-. ¿Qué es eso de ahí arriba?

– Cruchie -replicó Malcolm, y por el tono en que lo dijo parecía haber descubierto un forúnculo purulento en su cara-. Un montón de piedras inútiles.

– ¿No podríamos ir? -pidió Mary.

– ¿Para qué? No hay nada que ver.

– Se lo ruego. Me gustaría ver cómo vive la gente aquí.

– Está bien. -Era evidente que el laird no estaba muy entusiasmado por la propuesta-. Si insiste, sus deseos se verán cumplidos, querida Mary.

Con el puño plateado de su bastón, que llevaba como signo de su dignidad nobiliaria, Malcolm golpeó dos veces en la parte frontal del carruaje para indicar al cochero que torciera en la siguiente encrucijada. El vehículo se arrastró pesadamente por la carretera, que ascendía en suave pendiente. Cuanto más se acercaba el carruaje al pueblo, mejor podían distinguirse los detalles a través del velo de lluvia.

Eran casas sencillas, construidas en piedra natural, como las que Mary había visto en los pueblos que había atravesado durante su viaje. Pero aquí los tejados no estaban cubiertos de tejas sino de paja, y no había vidrios en las ventanas; andrajos de cuero y lana colgaban ante ellas, y las inmundicias que yacían esparcidas por la calle mostraban que los habitantes de Cruchie no vivían precisamente en el desahogo.

– Me habría gustado ahorrarle esta visión -dijo Malcolm despreciativamente-. Estas gentes viven como ratas entre su propia porquería y sus viviendas no son más que cuchitriles miserables. Pero pronto acabaré con esta penosa situación.

– ¿Qué tiene intención de hacer? -preguntó Mary.

– Me encargaré de que este maldito poblacho desaparezca del mapa. Dentro de unos años, nadie sabrá ya dónde se encontraba. En este lugar no quedará piedra sobre piedra, y las ovejas pastarán donde esos jornaleros ocupan aún mis tierras.

– ¿De modo que también quiere hacer desalojar el pueblo?

– Así es, querida. Y en cuanto vea a las criaturas andrajosas que viven en estas cabañas, convendrá conmigo en que eso es lo mejor que les podría ocurrir.

El carruaje se acercó a las casas, y entonces Mary pudo ver también a las figuras agachadas en las entradas de las cabañas. «Andrajosas» no era la palabra. Los habitantes de Cruchie llevaban menos que harapos en torno al cuerpo, eran solo jirones de lino y lana, desteñidos y rígidos por la suciedad. Sus rostros estaban consumidos y tenían la piel pálida y manchada por las privaciones que habían tenido que soportar. Mary no podía ver sus ojos, porque, en cuanto el carruaje se acercaba, todos, hombres, mujeres y niños, bajaban la mirada.

– Estas personas se mueren de hambre -constató Mary cuando pasaron ante ellos. Al contemplar la miseria de esta gente, un escalofrío le recorrió la espalda.

– Así es -confirmó Malcolm sin vacilar-, y es su propia estupidez e irracionalidad la que les condena a este destino. En varias ocasiones les he ofrecido que se trasladaran a la costa, pero sencillamente no querían irse de aquí. Y sin embargo, lo que esos haraganes sacan de la tierra no alcanza para llenarles el estómago, ni tampoco para que me paguen el arriendo. ¿Comprende ahora lo que trataba de decirle? A esta gente no podría sucederle nada mejor que encontrar un nuevo hogar y un trabajo. Pero, por desgracia, no quieren verlo así.

Mary no replicó. El carruaje pasó ante una cabaña con el techo medio hundido. En la entrada vio a dos niños, un chiquillo y una niña pequeña, con el pelo enmarañado y lleno de mugre y vestidos con jirones de ropa sucios y agujereados.

Justo en el momento en que el carruaje pasaba ante ellos, el niño miró hacia arriba, y aunque la niña le cogió con fuerza de la manga y le indicó que volviera a bajar la mirada, él no lo hizo. En lugar de eso, una tímida sonrisa se dibujó en sus rasgos pálidos cuando vio a Mary, y levantó su manita para saludarla.

La niña se asustó al verlo y corrió al interior de la casa. Pero Mary, que había encontrado al chiquillo encantador, le devolvió la sonrisa y también le saludó con la mano. La niña volvió, y con ella su madre, y Mary pudo ver reflejado el espanto en el rostro de la mujer. La madre lanzó un grito a su hijo, lo sujetó y quiso retirarlo de la calle, pero entonces vio a la dama del carruaje que le sonreía amablemente y la saludaba. Estupefacta, la mujer soltó a su hijo, y tras un instante de duda, una sonrisa asomó también en sus rasgos macilentos. Por un instante pareció que un rayo de sol había atravesado las espesas nubes y había llevado un poco de luz a las tristes vidas de aquellas personas.

Un momento después, el carruaje había pasado de largo, y Malcolm, que había estado mirando hacia el otro lado, vio lo que hacía Mary.

– ¡Pero cómo se le ocurre! -le espetó-. ¿Qué está haciendo?

Mary dio un respingo.

– Yo… solo saludaba a ese niño que estaba al borde de la calle…

– ¡Esta conducta es del todo inapropiada! -la reprendió Malcolm-. ¿Cómo se atreve a ofenderme de este modo?

– ¿Ofenderle? ¿Qué quiere decir con eso?

– ¿Aún no lo ha comprendido, Mary? Usted es la futura esposa del laird de Ruthven, y como tal la gente debe respetarla y temerla.

– Mi querido Malcolm -replicó Mary sonriendo con calma-, la gente me respetará igualmente si de vez en cuando le regalo una sonrisa o saludo a los niños desde el carruaje. Y si con «temer» quiere decir que la gente debe desalojar la calle en cuanto yo me acerque, debo decirle con toda firmeza que no estoy dispuesta a hacerlo.

– ¿Que… no está dispuesta a qué?

– No estoy dispuesta a presumir de gran señora ante estas personas -dijo Mary-. Soy una extranjera en esta tierra, y mi esperanza es que Ruthven se convierta en mi nuevo hogar. Pero esto solo ocurrirá si puedo vivir en armonía con esta tierra y sus gentes.

– Eso nunca será así-la contradijo Malcolm con decisión-. ¡No puedo creer lo que está diciendo, apreciada Mary! ¿Que quiere vivir en armonía? ¿Con este atajo de campesinos? Se parecen más a las bestias que a usted y a mí. Ni siquiera respiran el mismo aire que nosotros. Por eso la temerán y le mostraran respeto, como hacen desde siempre, desde que hace más de ochocientos años el clan de los Ruthven se adueñó de este territorio.

– ¿Así pues, sus antepasados ocuparon estas tierras, apreciado Malcolm?

– Eso hicieron.

– ¿Y con qué derecho?

– Con el derecho de aquellos a los que ha elegido el destino -replicó el laird sin dudar-. Pertenecer al clan de los Ruthven no es solo un don, Mary. Es un privilegio. Nos remontamos a una tradición que alcanza a los días de Bruce y a la batalla de Bannockburn, donde la libertad de nuestra tierra se conquistó con las armas. Estamos destinados a gobernar, querida. Cuanto antes lo comprenda, mejor.

– ¿Se da cuenta? -dijo Mary suavemente-, precisamente esto nos diferencia. Yo preferiría creer que todos los hombres son iguales por naturaleza y que Dios solo dotó a algunos de poder y riqueza para que ayudaran a los débiles y los protegieran.

Malcolm la miró fijamente y durante un momento pareció no saber si debía reír o llorar.

– ¿De dónde ha sacado eso? -preguntó por fin.

– De un libro -replicó Mary sencillamente-. Lo escribió un americano, y en él defiende la tesis de que todos los hombres son iguales por naturaleza y están dotados de los mismos valores y la misma dignidad.

– ¡Ja! -El laird se había decidido por la risa, aunque no sonaba muy sincera-. ¡Un americano! ¡Por favor, apreciada Mary! Todo el mundo sabe que los colonos están locos. El reino ha hecho bien en dejarles marchar para que pudieran hacer realidad sus confusas ideas en otro lado. Ya verá adonde llegan con ellas; pero a usted, querida, la tenía por más inteligente. Tal vez debería apartar un poco la nariz de los libros. Una mujer hermosa como usted…

– ¿Quiere decirme, por favor, qué tiene que ver mi aspecto con esto? -replicó Mary con atrevimiento-. ¿Quiere prohibirme la lectura, mi querido Malcolm? ¿Y convertirme en una de esas insulsas aristócratas que solo saben hablar de cotilleos de la corte y de vestidos nuevos?

Sus ojos brillaban, retadores, y Malcolm de Ruthven pareció llegar a la conclusión de que no tenía sentido pelearse con ella. En lugar de eso, se inclinó de nuevo hacia delante y envió una señal al cochero con su bastón.

Mary miró hacia fuera por la ventana y vio pasar árboles y colinas grises. No sabía qué la irritaba más: que su futuro esposo defendiera opiniones que ella consideraba anticuadas e injustas, o que de nuevo no hubiera podido dominarse y se hubiera dejado arrastrar por su temperamento.

Dejaron atrás la elevación de Cruchie, y la arboleda a lo largo de la carretera se hizo más densa. Aún llegaba menos luz que antes al interior del carruaje, y Mary tenía la sensación de que las oscuras sombras se hundían directamente en su corazón. Ningún calor irradiaba de esta tierra, y aún menos de los hombres a los que pertenecía. Malcolm estaba sentado inmóvil junto a ella, con su cara pálida rígida como una máscara de piedra. Mary estaba pensando con repugnancia en si debía disculparse ante él, cuando el laird indicó de pronto al cochero que detuviera el vehículo.

El carruaje se detuvo en medio del bosque, que rodeaba la carretera por ambos lados.

– ¿Qué le parece, querida? -preguntó Malcolm, que había recuperado su habitual aspecto controlado e inabordable-. ¿Quiere que paseemos un rato?

– Encantada.

Mary sonrió tímidamente para comprobar si todavía estaba enfadado, pero él no respondió a su sonrisa.

Esperaron a que el cochero bajara, abriera la puerta y abatiera los escalones, y luego descendieron del coche. Mary notó que los pies se le hundían a medias en el suelo blando. El olor del bosque, aromático y mohoso al mismo tiempo, ascendió por su nariz.

– Pasearemos un poco. Espéranos aquí -indicó Malcolm al cochero, y avanzó con Mary por un estrecho sendero que serpenteaba entre los altos abetos y robles, adentrándose en la espesura.

– Todo esto me pertenece -dijo mientras caminaban-. El bosque de Ruthven se extiende desde aquí hasta el río. Ningún otro laird del norte es propietario de una extensión tan grande de terreno boscoso.

Mary no respondió, y durante un rato caminaron el uno junto al otro sin hablar.

– ¿Por qué me dice esto, Malcolm? -preguntó Mary finalmente-. ¿Cree que no le valoraría si fuera menos rico y poderoso?

– No. -El laird se detuvo y le dirigió una mirada penetrante-. Se lo digo para que sepa apreciar debidamente unos privilegios y un poder que ha obtenido sin ninguna intervención por su parte.

– ¿Sin ninguna intervención? Pero yo…

– No soy tonto, Mary. Puedo ver que no está usted de acuerdo con este arreglo. Que habría preferido quedarse en Inglaterra, en lugar de venir al norte para casarse con un hombre que ni siquiera conoce.

Mary no respondió. ¿Qué habría podido replicar? Cualquier protesta sería solo una pura manifestación de hipocresía.

– Puedo entenderla perfectamente -aseguró Malcolm-, porque a mí me sucede lo mismo que a usted. ¿Cree realmente que me agrada que me casen con una mujer que ni conozco ni amo? ¿Una mujer a la que no he visto en mi vida y que mi madre ha buscado para mí, como si fuera una mercancía expuesta en el mercado?

Mary bajó los ojos. Malcolm tenía que saber que la había ofendido, pero eso no parecía preocuparle.

– No, Mary -añadió secamente-. Yo estoy tan poco entusiasmado como usted por este acuerdo, que me impone unas ataduras que me coartan y me carga con unos deberes que no tendría por qué soportar. De modo que antes de compadecerse de sí misma, piense que no es la única que sufre por este arreglo.

– Comprendo -dijo Mary titubeando-. Pero dígame una cosa, Malcolm; si tan contrario es a este acuerdo y a nuestro matrimonio, si en el fondo de su ser le resulta odioso y no puede imaginarse que en su vida pueda llegar a ver en mí sino a una mercancía que han elegido para usted, ¿por qué no se opone a los deseos de su madre?

– Eso podría venirle bien, ¿verdad? -replicó con una sonrisa cínica y cargada de maldad-. Entonces sería libre y podría volver a Inglaterra sin perder el honor. Porque así el único culpable sería yo, ¿no es eso?

– No, no -le aseguró Mary-, me ha entendido mal. Todo lo que quiero decir es que…

– ¿Cree usted que es la única prisionera en el castillo de Ruthven? ¿Cree realmente que yo soy libre?

– Bien, usted es el laird, ¿no?

– Por gracia de mi madre -dijo Malcolm en un tono impregnado de sarcasmo-. Debería saber, Mary, que yo no soy un miembro legítimo de la casa de Ruthven. Mi madre me aportó al matrimonio al desposarse con el laird de Ruthven, mi apreciado antecesor y padrastro. Su hijo carnal murió en un misterioso accidente de caza. Una bala perdida le alcanzó y acabó con su vida. De este modo me convertí en laird cuando mi padrastro murió. Pero mientras mi madre siga viva, tengo que limitarme a administrar todo esto. Ella es la verdadera propietaria y señora de Ruthven.

– Eso… no lo sabía -dijo Mary en voz baja, mientras comprendía de golpe por qué Eleonore de Ruthven se mostraba tan arrogante y segura de sí misma.

– Ahora ya lo sabe. Y si a partir de este momento se siente aún menos inclinada a casarse conmigo, no podré censurarla por ello. Le aseguro que si estuviera en mi mano, la subiría al próximo coche que partiera de aquí y me libraría de usted lo más pronto posible. Pero no tengo elección, apreciada Mary. A mi madre se le metió en la cabeza que tenía que buscarme una mujer, y por alguna razón creyó que en usted había encontrado a la indicada. Yo tengo que inclinarme si quiero seguir siendo el laird de Ruthven y señor de estas tierras. Y usted, Mary, también se comportará conforme a sus deseos, porque no permitiré que ni usted ni nadie me arrebate lo que me corresponde por derecho.

El bosque que les rodeaba absorbía sus palabras y hacía que sonaran extrañamente apagadas. Mary permanecía inmóvil ante su prometido. Apenas podía creer que de verdad hubiera dicho todo aquello. Lentamente, muy lentamente, la idea de que no era, en realidad, más que una mercancía que habían vendido a buen precio en el mercado iba penetrando en su conciencia.

Sus padres habían despachado a la hija rebelde para que dejara de causarles problemas en Egton; Eleonore la había comprado para que su hijo tuviera una mujer y pudiera dar un heredero a Ruthven; y Malcolm, por último, la aceptaba como un mal necesario para conservar su posición y sus propiedades.

Mary luchó contra las lágrimas de decepción que ascendían desde lo más profundo de su ser, pero finalmente ya no pudo contenerse.

– Ahórreme sus lágrimas -dijo Malcolm con rudeza-. Es un trato ventajoso para ambas partes. Usted sale muy bien parada de este asunto, apreciada Mary. Recibe un buen nombre y una soberbia propiedad. Pero no espere de mí que la ame y la respete, aunque quieran arrancarme esta promesa.

Dicho esto, dio media vuelta y volvió, siguiendo el sendero, hacia el carruaje. Mary se quedó sola con sus lágrimas. Pensó que era una tonta por haberse engañado a sí misma de aquel modo.

Los días en Abbotsford y su encuentro con sir Walter Scott le habían devuelto la alegría de vivir, la habían hecho confiar en que el destino podía tenerle reservado algo más que una vida de cumplimiento del deber y sometimiento. Pero ahora comprendía cuan necia y vana había sido esta esperanza. El castillo de Ruthven nunca sería su hogar, y su futuro esposo no trataba de ocultar siquiera que ni la apreciaba ni sentía afecto por ella.

Ante Mary se extendía una vida de soledad.

Instintivamente pensó en las personas que había visto en Cruchie, en la expresión en el rostro de la joven madre. En ella se leía el miedo, y eso era justamente lo que sentía en este momento.

Puro miedo…

Cuando Mary volvió al castillo de Ruthven, Kitty no estaba allí. La habían enviado con la modista a Inverurie, para concertar una cita para Mary.

El hecho de que su doncella, que para ella era más una amiga que una sirvienta, no estuviera presente para consolarla con su carácter animado y despreocupado aumentó la melancolía de Mary.

Cansada, se dejó caer en la cama, que se encontraba en la parte frontal de la habitación, y la tristeza, el dolor y la decepción estallaron en su interior y se desbordaron sin que pudiera hacer nada por evitarlo; lágrimas amargas cayeron por sus mejillas y mojaron las sábanas.

Mary no habría podido decir cuánto tiempo permaneció así tendida. Al final, el torrente de sus lágrimas se secó, pero permaneció la desesperación. Aunque Malcolm había dejado más que claro su punto de vista, una parte de ella todavía se resistía desesperadamente a creer que aquello fuera todo lo que la vida podía ofrecerle. Era joven, hermosa e inteligente, se interesaba por el mundo en toda su rica variedad, ¿y su destino debía ser llevar una vida de triste sometimiento al deber como la esposa no amada de un laird escocés?

Un ruido interrumpió el curso de sus reflexiones. Alguien llamaba a la puerta de su habitación; primero tímidamente, y luego un poco más fuerte.

– ¿Kitty? -preguntó Mary a media voz, mientras se sentaba y se frotaba los ojos enrojecidos por el llanto-. ¿Eres tú?

No recibió respuesta.

– ¿Kitty? -preguntó Mary de nuevo, y se acercó a la puerta-. ¿Quién va? -quiso saber.

– Una sirvienta -respondieron en voz baja. Mary descorrió el cerrojo y abrió la puerta, que había cerrado antes para quedarse a solas con su dolor.

Una anciana se encontraba fuera.

No era muy alta, pero de los rasgos pálidos y arrugados de aquella figura encogida emanaba algo que imponía respeto. El largo cabello, que le llegaba hasta los hombros, de una blancura nívea, contrastaba intensamente con el vestido, negro como la pez. Instintivamente, Mary pensó en la figura oscura que había creído ver a su llegada, en la terraza del castillo de Ruthven…

– ¿Sí? -dijo Mary indecisa. Aunque se esforzaba en ocultar que había llorado, su voz temblorosa y sus ojos enrojecidos la traicionaban.

La anciana miró nerviosamente hacia el corredor, como si temiera que alguien hubiera podido seguirla o la estuvieran escuchando.

– Hija mía -dijo en voz baja-, he venido para prevenirla.

– ¿Para prevenirme? ¿Contra qué?

– Contra todo -replicó la mujer, que tenía un acento de las tierras altas áspero y marcado y una voz que crujía como el cuero viejo-. Contra esta casa y las personas que viven en ella. Y sobre todo contra usted misma.

– ¿Contra mí misma?

La anciana hablaba en enigmas, y Mary estuvo tentada de creer que la mujer había perdido la razón. En su mirada, sin embargo, había algo que desmentía esta impresión; sus ojos brillaban como piedras preciosas, y en ellos había algo despierto y vigilante que Mary no pudo dejar de percibir.

– El pasado y el futuro se unen -continuó la anciana-. El presente, hija mía, es el lugar donde se encuentran. En este lugar sucedieron cosas terribles hace mucho tiempo, y volverán a ocurrir. La historia se repite.

– ¿La historia? Pero…

– Debería abandonar este lugar. No es bueno para usted estar aquí. Es un lugar sombrío y maldito, que ensombrecerá su corazón. El mal está presente entre estos muros. Los espíritus del pasado se agitan; no les dejan descansar, y por eso volverán. Se avecina una tormenta como nunca conocieron las tierras altas. Si nadie la detiene, se propagará hacia el sur y abrazará todo el país.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Mary. El tono de la anciana y la forma en que la miraba le producían escalofríos. Había oído decir que los habitantes de las tierras altas honraban sus tradiciones y que en esta agreste región el pasado seguía vivo en muchos sentidos. El legado celta de sus antepasados constituía la base de una superstición que estas gentes cultivaban y que se transmitía de generación en generación. Sin duda, eso podía explicar algunas cosas…

– Váyase -susurró la anciana en tono conspirativo-. Debe irse, hija mía. Abandone este lugar tan pronto como pueda, antes de que la alcance el mismo destino que a… Titubeó un instante y dejó de hablar.

– ¿El mismo destino que a quién? -acabó Mary-. ¿De quién hablas?

De nuevo la anciana miró nerviosamente alrededor.

– De nadie -respondió luego-. Ahora tengo que irme. Piense en mis palabras.

Y dicho esto, dio media vuelta, se alejó apresuradamente por el corredor y desapareció en la esquina.

– ¡Alto! ¡Espera! -gritó Mary, y salió corriendo tras ella.

Pero cuando llegó al recodo, la anciana ya había desaparecido.

Mary volvió, pensativa, a su habitación. Desde su partida de Egton habían ocurrido muchas cosas extrañas. El encuentro con el viejo en Jedburgh, el asalto al carruaje, el accidente en el puente, el encuentro con sir Walter, la siniestra conversación con Malcolm Ruthven… Si Mary reunía todo lo sucedido, daba efectivamente la sensación de que unos poderes siniestros habían entrado en acción y conducían su vida por extrañas vías. Pero, naturalmente, eso no tenía sentido. Por más que Mary respetara la veneración que sentían los habitantes de las tierras altas por su tierra y su historia, sabía que todo aquello eran solo supersticiones, el intento de dar un sentido a cosas que sin lugar a dudas no tenían ninguno.

¿Qué objetivo podía tener la cruel muerte de Winston en el puente? ¿Qué sentido tenía que se encontrara atrapada aquí, en el fin del mundo, y tuviera que casarse con un hombre que no la amaba y que la consideraba un cuerpo extraño en su vida?

Mary sacudió la cabeza. Ella era una romántica que quería creer que valores como el honor, la nobleza de sentimientos y la lealtad seguían existiendo, pero no era tan necia para dar crédito a historias de fantasmas y maldiciones sombrías. La supersticiosa anciana podía creer en todo aquello, pero no ella.

Y sin embargo, ¿por qué entonces no se desvanecía aquel miedo que sentía en lo más profundo de su corazón?

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