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Gwynneth Ruthven no conciliaba el sueño, como tan a menudo le ocurría en aquellos funestos días.

Desde que el poder de Wallace se había desvanecido, los clanes y la nobleza se encontraban en un estado de agitación permanente. Todo estaba en ebullición; la desgracia flotaba en el aire, y Gwynn podía percibirla claramente.

Tantas cosas habían cambiado desde la muerte de su padre… Tantas cosas en tan poco tiempo. No solo el alzamiento impulsado por la esperanza del pueblo escocés en un futuro de paz y libertad había acabado en un sangriento fracaso, sino que la nobleza estaba ahora fragmentada y enfrentada como nunca, dividida entre los que querían continuar siguiendo a Wallace y mantener su fidelidad hacia él, y los que le consideraban un peligroso advenedizo y querían aprovechar la oportunidad que les brindaba su derrota de Falkirk.

Como era una mujer, Gwynn no podía expresar su opinión sobre aquellos asuntos. Hacer la guerra e intervenir en la política era algo reservado a los hombres, y por eso solo su hermano Duncan dirigía en esos días el destino del clan de Ruthven.

Al inicio de su dominio, Duncan aún pedía con frecuencia a su hermana que le aconsejara en cuestiones complicadas, pero en los últimos tiempos había dejado de hacerlo. Bajo la influencia de los consejeros de que se había rodeado, Duncan había cambiado. Para mal, opinaba Gwynneth.

Una y otra vez volvía a su memoria el siniestro encuentro con la vieja Kala. La mujer de las runas la había prevenido de que su hermano se relacionaba con poderes que ni entendía ni podía controlar. Al principio Gwynneth había tratado de consolarse pensando que Kala era una vieja loca a cuyas palabras era mejor no prestar ninguna atención. Pero cuanto más tiempo transcurría, más claramente veía que Kala tenía razón en todo.

Al principio, Duncan solo se había mostrado reservado. Se había encerrado progresivamente en sí mismo y había dejado de compartir sus pensamientos con su hermana. Su corazón se encontraba afligido por la muerte de su padre, y en su duelo se había mezclado el odio; odio por el hombre a quien culpaba de la muerte del príncipe del clan y del fracaso de la insurrección: William Wallace.

Por lo que hacía a Wallace, Duncan no se encontraba de ningún modo solo entre los cabecillas de los clanes. Había muchos que desconfiaban de Braveheart, y no pocos le habían dado la espalda en la batalla de Falkirk. Que Wallace y sus fieles se hubieran vengado sangrientamente de ello no había mejorado la situación. Los nobles escoceses se despedazaban entre sí, y una vez más los ingleses triunfarían.

Gwynn había intentado, en vano, hacérselo comprender a Duncan, que se había limitado a reírse de ella y a decirle que las mujeres no entendían de esas cosas. Y naturalmente también había tratado, movida por las palabras de Kala, de prevenirle sobre sus nuevos consejeros. Entonces Duncan se había enojado, y por un momento Gwynn vio brillar algo en sus ojos que le inspiró miedo.

Desde entonces, Gwynneth no encontraba reposo.

Noche tras noche permanecía despierta en su alcoba dando vueltas en la cama. Y cuando finalmente la vencía el sueño, tenía pesadillas en las que aparecían su padre y su hermano y en las que se desencadenaba una pelea sangrienta entre ellos. Gwynneth siempre trataba de mediar, pero el sueño acababa invariablemente del mismo modo, sin que ella pudiera cambiarlo: padre e hijo desenvainaban sus espadas y se lanzaban el uno contra el otro. Al final, el antiguo señor del clan caía bajo los golpes de su propio vástago, que levantaba al cielo la hoja ensangrentada y decía algo en una lengua que Gwynneth no entendía.

Eran sonidos que nunca había oído, de una resonancia fría y maligna. Duncan murmuraba las palabras como si fueran la fórmula de un conjuro, una y otra vez, mientras Gwynneth permanecía inmóvil, petrificada de espanto. Su corazón palpitaba con fuerza, se aceleraba, y entonces despertaba de su sueño empapada en sudor…

Mary de Egton se estremeció.

Abrió los ojos bruscamente y durante un instante no supo dónde se encontraba. Su corazón palpitaba con violencia y un sudor frío le humedecía la frente. Tenía las manos y los pies helados, y tiritaba.

Mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra, volvió también el recuerdo. Comprendió que seguía en la cámara de la torre, a la que había huido para escapar de la vergonzosa persecución de Malcolm de Ruthven. Cuando pensaba en la huida de pesadilla a través de los corredores del castillo y en el jadeo bestial de su perseguidor, temblaba de arriba abajo; para volver a encontrar la calma, tuvo que decirse a sí misma enérgicamente que ahora se encontraba segura.

No era extraño que estuviera helada. Vestida solo con su camisón y su bata, seguía acurrucada sobre la piedra desnuda, mientras el helado viento nocturno soplaba en torno a la torre oeste. En su regazo descansaban los documentos que había encontrado: las notas de Gwynneth Ruthven, que el caprichoso destino había hecho llegar a sus manos.

Mary recordó que había empezado a leer los escritos, que constituían una especie de crónica, un diario en el que Gwynneth -una joven de la edad de Mary, que había vivido hacía unos quinientos años- había dejado constancia de sus impresiones y vivencias, de sus esperanzas y miedos. Mary se había quedado totalmente fascinada por aquellas notas, y a pesar de las dificultades que comportaba la traducción del latín, no había podido dejar de leer. En algún momento debía de haberse quedado dormida sobre la emocionante lectura, y por lo que parecía, sus sueños y lo leído se habían fundido una vez más en una visión confusa.

Entretanto las tinieblas habían empezado a disiparse, y la pálida luz de la luna había dado paso a una luz grisácea que penetraba por la pequeña abertura de la ventana.

Mary pensó en la posibilidad de abandonar la cámara y volver a su habitación, pero, a pesar de que se estaba helando bajo el aire frío del alba, que penetraba por las grietas y las juntas del muro, decidió no hacerlo. Malcolm podía estar aún acechando fuera. Era más seguro esperar hasta que hubiera salido a cazar, como hacía casi cada mañana. Además, Mary no tenía ningunas ganas de volver con su hipócrita prometido y su insensible madre. Prefería permanecer para siempre allí arriba, en la torre, y pasar el tiempo estudiando el legado de Gwynneth.

Apenas su mirada se hubo posado en las líneas, no pudo dejar de seguir leyendo. El diario de la joven la atraía de forma mágica, como si no fuera el destino de Gwynneth Ruthven el que aparecía plasmado en el pergamino, sino el suyo propio…

Gwynneth despertó.

Respiraba entrecortadamente y los largos cabellos se le pegaban a la cabeza, húmedos de sudor. En algún momento debía de haberse dormido, pero de nuevo la había atormentado una pesadilla. Una visión de tiempos lejanos, imágenes confusas que había construido su miedo.

Parecía que el corazón iba a estallarle en el pecho, y respiró profundamente para tranquilizarse. De repente fue consciente de que las voces que había oído no las había soñado, sino que eran reales. Un murmullo apagado, monótono, que flotaba como un espectro entre los muros del castillo y podía percibirse tan pronto aquí como allá.

Intrigada, se levantó de la cama para ver de dónde procedían los extraños sonidos. La fina camisa de lino que llevaba no le ofrecía ninguna protección contra el frío, por lo que cogió la espesa manta de lana de oveja y se la echó por encima de los hombros.

Con precaución se deslizó afuera, al pasillo. La puerta de su habitación chirrió y se cerró tras ella. La luz vacilante de las antorchas, encajadas aquí y allá en los soportes del muro, constituía la única iluminación. No se veía a nadie por ninguna parte. ¿Dónde estaban los guardias?

Gwynn se apretó la manta en torno a los hombros y se deslizó sin ruido por el pasillo. Tiritaba, no tanto por el riguroso frío, al que estaba acostumbrada, como por el canto que se arrastraba aún por los corredores. Oía solo un zumbido apagado, al que seguía una triste melodía. Pero con cada paso que daba, el canto se hacía un poco más fuerte. Finalmente alcanzó la escalera principal, que descendía hasta el vestíbulo. Bajó sin hacer ruido, acompañada por el lúgubre murmullo.

La sala estaba vacía. Gwynneth se inquietó al ver que los centinelas que normalmente hacían guardia junto a la entrada no estaban en su puesto. Miró alrededor en la penumbra. Aún se oía la cantinela, incluso más fuerte y clara que antes. Procedía de los calabozos, de la lúgubre bóveda que se extendía por debajo del castillo de Ruthven.

Gwynn se estremeció. No le gustaban los subterráneos del castillo, nunca le habían gustado. A veces habían encerrado allí a los prisioneros, y se decía que en aquel lugar su bisabuelo Argus Ruthven había torturado cruelmente a sus enemigos hasta la muerte. Durante años las bóvedas habían estado vacías. Pero parecía que ahora volvían a utilizarse…

A pesar de la resistencia que sentía en su interior, Gwynn se dirigió a la escalera y bajó lentamente los peldaños. El canto se hizo más fuerte, y entonces pudo comprobar que eran palabras en una lengua extranjera, una lengua que Gwynn no comprendía, aunque sus sonidos hicieron que un escalofrío le recorriera la espalda, porque sonaban fríos y cínicos. Y malvados, le pareció a la joven.

Llegó al final de la escalera. Ante ella se extendía el estrecho corredor al que daban las rejas de las celdas. El canto procedía del extremo del pasillo, donde se encontraba la bóveda principal. Desde allí llegaba hasta ella el resplandor oscilante de un fuego. Gwynn siguió adelante titubeando.

Se mantuvo apretada contra la piedra húmeda, cubierta de musgo y moho, y se acurrucó en las sombras que proyectaba el fuego. El canto aumentó de intensidad y alcanzó un espantoso clímax, de una disonancia casi insoportable. Luego se interrumpió, justo en el momento en que Gwynneth llegó al extremo del corredor y pudo echar una ojeada a la sala principal.

La visión era espeluznante. Los ojos de Gwynn se dilataron de horror, y se llevó la mano a la boca para no gritar y traicionarse.

La baja bóveda, con el techo negro de hollín, estaba iluminada por un gran fuego que habían encendido en el centro de la sala. Alrededor pudo distinguir unas figuras cuya visión inspiraba miedo: hombres con mantos y capuchas negras, con los rostros horriblemente desfigurados.

Por un instante, Gwynn creyó que se trataba de demonios enviados del mundo tenebroso para arrastrarlos a todos a la ruina. Pero luego vio que los pares de ojos que miraban desde aquellos rostros demoníacos pertenecían a seres humanos. Llevaban unas grotescas máscaras de madera tallada que habían ennegrecido con hollín, para que inspiraran aún más espanto.

Las figuras formaban un amplio círculo, y no solo rodeaban el fuego sino también a otro grupo de personas, entre las cuales Gwynn reconoció con horror a Duncan, su propio hermano.

Estaba desnudo. Acababa de quitarse la ropa, y uno de los encapuchados que le rodeaban la cogió y la echó al fuego. A continuación otro empezó a pintar el cuerpo de Duncan con pintura roja, con extraños símbolos que se retorcían formando arabescos.

Eran signos rúnicos, pero distintos a todos los que Gwynneth había visto hasta entonces. Aunque conocía algunos de los antiguos signos, que aún se usaban en muchos lugares, la joven no consiguió descifrar ninguno de aquellos. Probablemente se trataba de signos secretos. De runas que estaban prohibidas. De repente, Gwynn tuvo la sensación de que los trazos que dibujaban sobre el cuerpo de su hermano no eran de pintura, sino de sangre…

Se estremeció. Horrorizada, vio cómo los brazos, piernas, espalda y pecho de Duncan eran embadurnados con símbolos paganos. Él mismo apenas parecía percibirlo. Con los brazos extendidos, permanecía erguido mirando fijamente ante sí, como si no estuviera realmente en ese lugar. Y mientras tanto murmuraba palabras.

Gwynn sintió miedo en su corazón, miedo por su hermano. Todo la impulsaba a arrancarlo del círculo de aquellos encapuchados que planeaban algo malvado. Por mucho que hubiera cambiado, Duncan seguía siendo su hermano, y ella tenía el deber, no solo ante él sino también ante su padre, de protegerlo del peligro y evitar que sufriera ningún daño.

Pero justo en el momento en que se disponía a adelantarse y gritar, sucedió algo: los encapuchados que rodeaban a su hermano se hicieron a un lado y el cordón se partió. Otra figura apareció, una figura que ocultaba también sus rasgos detrás de una máscara; pero, a diferencia de los otros encapuchados, su cogulla era de un blanco resplandeciente, y su máscara, de plata brillante. Aunque nunca en su vida había visto a un druida, Gwynneth Ruthven supo al momento que se encontraba ante uno.

Gwynn había oído hablar de los magos y los iniciados en las runas de los tiempos antiguos. Aunque los monjes habían prohibido sus prácticas paganas, los druidas seguían viviendo en las narraciones y los recuerdos del pueblo. A menudo se decía que aún existían algunos que se oponían a los mandamientos de la Iglesia y llevaban una vida secreta, que se ocultaban hasta que llegara su hora y volvieran los antiguos dioses.

La cara del hombre de la cogulla blanca no era visible, pero por su actitud y la forma en que se movía podía adivinarse que era muy anciano. El druida se adelantó hasta el centro de la amplia ronda, hasta el lugar donde se encontraba Duncan. Los otros encapuchados se retiraron, de modo que el hermano de Gwynneth estaba ahora solo ante las llamas, que proyectaban sombras cambiantes sobre su piel desnuda y embadurnada de sangre.

Gwynn se estremeció, e instintivamente se apretó aún más contra la roca, como si así pudiera evitar que la descubrieran. Algo en ella la impulsaba a huir, pero la angustia por su hermano la retuvo. Además, a su preocupación se unía ahora una gran curiosidad, y un montón de preguntas acudían a su mente.

¿Quiénes eran esos encapuchados? ¿Qué tenía que ver Duncan con ellos? ¿Y por qué se sometía a esta ceremonia pagana? ¿Lo habían forzado a ello o lo hacía voluntariamente?

Gwynneth confiaba encontrar respuestas, mientras miraba fascinada lo que sucedía.

Duncan seguía allí inmóvil, con los brazos abiertos. El druida se detuvo ante él y murmuró unas palabras incomprensibles, que sonaban como la fórmula de un conjuro. Luego dijo en voz alta y clara:

– Duncan Ruthven, ¿estás hoy aquí para solicitar tu ingreso en nuestra hermandad secreta?

– Sí -llegó la respuesta, pronunciada en voz baja. Duncan tenía los ojos vidriosos y una mirada ensimismada, como si no fuera dueño de sí mismo.

– ¿Harás todo lo que se exija de ti? ¿Colocarás los intereses de la hermandad por delante de cualquier otra exigencia y centrarás en adelante todos tus esfuerzos en aumentar su poder y su influencia?

La voz del druida, al principio suave y conspiradora, se había hecho potente e imperiosa.

– Sí -replicó Duncan, asintiendo con la cabeza-. Dedicaré todos mis esfuerzos a servir a la hermandad, hasta la muerte y más allá.

– ¿Juras solemnemente que obedecerás las indicaciones de tu druida?

– ¿Y que pondrás tu vida, y la de las próximas generaciones, al servicio de la hermandad y la consagrarás a la lucha contra el nuevo orden?

– Sí.

– ¿Juras, además, que combatirás a los enemigos de la hermandad, sean quienes sean?

– Sí.

– ¿Y que lo harás aunque sean los tuyos, los de tu propia sangre?

– Sí -aseguró Duncan sin la menor vacilación. Gwynneth se estremeció.

– Que así sea. Desde este momento, Duncan Ruthven, eres aceptado en la Hermandad de las Runas. A partir de este instante, tu nombre y tu posición no tienen ya ninguna importancia, pues ahora serán las runas las que determinarán tu vida. En la hermandad encontrarás tu cumplimiento. Juntos combatiremos a los enemigos que han aparecido en el horizonte del tiempo para expulsar a los antiguos dioses.

– Juntos -exclamó Duncan como un eco, y se dejó caer, desnudo, sobre la fría piedra.

El druida extendió los brazos y pronunció nuevas fórmulas en aquella lengua extraña y monstruosa, y a continuación hizo una seña a los hombres de su séquito. Los encapuchados llegaron con una capa negra que colocaron sobre Duncan. Finalmente el neófito recibió también una máscara, que había sido tallada en madera y ennegrecida al fuego. Se la colocó y se cubrió la cabeza con la amplia capucha de la cogulla. Ahora no se diferenciaba ya exteriormente de los restantes encapuchados.

Gwynneth se estremeció de horror. Unos ojos fríos que miraban fijamente a través de las rendijas de la máscara, una capa de lana teñida de negro: su hermano se había transformado ante sus ojos en uno de esos siniestros encapuchados, y ella ni siquiera había intentado evitarlo.

Pero aún no era demasiado tarde. Aún podía adelantarse y darse a conocer, llamar a Duncan por su nombre.

A la joven, sin embargo, le faltaba valor para hacerlo. El miedo le oprimía la garganta, le ceñía el pecho como una cinta de hierro y casi le quitaba el aire. Algo amenazador irradiaba de esa gente, y ahora que su hermano había desaparecido bajo la máscara y la capa y tenía el mismo aspecto que ellos, no le causaba menos miedo que los demás. Esa era, pues, la razón de que hubiera cambiado tanto, de que se hubiera rodeado de nuevos consejeros. Había caído bajo la influencia de esta hermandad, adepta a las antiguas creencias paganas.

Instintivamente, Gwynneth sujetó la cruz de madera que llevaba colgada del cuello con una correa de cuero. Hacía mucho tiempo se la había regalado su padre, para que la protegiera de las malas influencias y las tentaciones. Habría hecho mejor dándosela a Duncan.

Ahora también su hermano empezó a cantar en aquella lengua extraña que inspiraba miedo y que seguramente había aprendido en secreto. Los restantes encapuchados se unieron a su canto, y una siniestra melodía resonó en la bóveda haciendo temblar sus cimientos. Finalmente, el druida levantó los brazos y la multitud enmudeció al momento. También Duncan, que había prometido fidelidad y obediencia al jefe de la hermandad, calló instantáneamente.

– Ahora que te has convertido en uno de nosotros, Duncan -volvió a tomar la palabra el anciano-, debes participar en nuestros planes y en nuestro combate contra los enemigos del antiguo orden. Nuestro objetivo está fijado: queremos que los antiguos dioses vuelvan y que los monjes, esos impíos representantes del tiempo nuevo, sean expulsados para siempre. Con sus cruces han profanado nuestra tierra, con sus iglesias han infamado nuestros lugares de culto. Se han aliado con los ingleses para subyugar a nuestro pueblo. Contra esto lucharemos, con todos los medios que se encuentren a nuestro alcance.

– Sacrificaría mi vida para servir a la causa -aseguró Duncan.

– Solo cuando el último monje haya sido expulsado de Escocia y los clanes vuelvan a gobernar, nuestra misión se habrá cumplido. Los antiguos dioses volverán, y los druidas serán tan poderosos como en otro tiempo.

– Como en otro tiempo -confirmó Duncan lleno de convicción. Gwynneth sintió un nuevo escalofrío. Algo había cambiado en la voz de su hermano. Ahora sonaba tan fría y tan implacablemente decidida como la del druida.

– Las runas me han revelado -continuó el jefe de la hermandad- que la oportunidad que se presenta para descargar un golpe aniquilador contra los nuevos poderes y volver a erigir el antiguo orden nunca fue tan favorable como hoy. Después de un largo período de espera, ha llegado el momento de actuar.

– ¿Cómo, gran druida? -preguntó uno de sus partidarios.

– Como sabéis, el país se encuentra en estado de insurgencia. El nuevo orden se tambalea desde que William Wallace tomó la espada y unió a los clanes en el combate contra los ingleses.

– ¿Cómo es posible eso? ¿No es Wallace un devoto seguidor de la Iglesia?

– Lo es -confirmó el druida-. Hemos intentado inútilmente atraerlo a nuestro lado, pero ha permanecido inflexible y ha rechazado nuestra amistad. Esto se convertirá ahora en su perdición. Su caída ya se ha iniciado, hermanos. Los grandes días de Wallace están contados. La nobleza se ha vuelto contra él, y una maldición fatal sellará definitivamente su destino.

– ¿Una maldición, poderoso druida?

El jefe de la hermandad asintió.

– La espada de un hombre decide sobre la victoria o la derrota. Así ha sido desde siempre. La hoja de Braveheart, sin embargo, ya no alcanzará ninguna otra victoria. Haremos que sobre ella pese un hechizo que llevará a Wallace a la ruina, y a nosotros, en cambio, al poder. Antiguas runas que proceden de los días fundacionales de nuestra hermandad me han revelado el secreto. La espada de Braveheart, la espada con la que consiguió la victoria en Stirling, no es un arma corriente. Es una de las hojas rúnicas que fueron forjadas en tiempos por los señores de los clanes y con cuyo agudo filo se escribió durante siglos la historia de nuestro pueblo; están penetradas del poder de las runas, que pueden ayudarlas a alcanzar la victoria, o la derrota.

– ¿Queréis hechizar la hoja rúnica de Braveheart, gran druida?

– Eso haré. El amargo hálito de la traición se aferrará a ella y nada podrá limpiarlo. Wallace caerá, su destino está sellado. Los suyos le abandonarán y seguirán a otro guía, a uno que vea con buenos ojos a nuestra hermandad y nuestros objetivos.

– He hablado con los negociadores del conde de Bruce -intervino Duncan-. Dicen que está dispuesto a aceptar nuestras condiciones.

El druida asintió.

– No esperaba otra cosa. La estrella de Wallace caerá pronto. La fortuna en la guerra le abandonará, y su propia gente le traicionará. Pero su espada pasará a Robert Bruce, que proseguirá la obra de Wallace y terminará triunfalmente la guerra contra los ingleses. De este modo nos desharemos de un adversario indeseable y ganaremos al mismo tiempo a un valioso aliado.

– El conde se ha comprometido a quebrantar el poder de los monasterios. Quiere levantar la prohibición de las sociedades rúnicas y devolver su antiguo poder a los druidas.

– Así será. Wallace es viejo y testarudo; Robert, en cambio, es joven y fácilmente influenciable. En el próximo encuentro de la nobleza, lo propondremos como jefe. Luego todo ocurrirá como lo he planeado. En cuanto Robert se siente en el trono, le haremos gobernar conforme a nuestros propósitos. Nuestro poder será tan grande como lo fue en otro tiempo, e incluso más allá de las fronteras temblarán ante nosotros. Runas y sangre: así fue en otro tiempo y así volverá a ser.

– Runas y sangre -repitieron los encapuchados como un eco. Y luego volvieron a iniciar la monótona cantinela que habían entonado ya al principio de la ceremonia.

Asustada, Gwynn se retiró hacia el oscuro corredor. Lo que había escuchado la había llenado de espanto. Estos sectarios paganos -esta hermandad, como se llamaban a sí mismos- planeaban un complot demoníaco que tenía a Braveheart como víctima.

Gwynn no conocía a William Wallace, pero había oído hablar mucho de él, y la mayoría de lo que había oído le había gustado. Se decía que Wallace era un hombre con un elevado sentido de la justicia, al que importaba, por encima de todo, la libertad. Duro y despiadado con sus enemigos, se preocupaba, sin embargo, por aquellos que necesitaban su protección. El padre de Gwynneth había creído en él, en su visión de una Escocia libre y fuerte, que ya no tuviera que temer a los ingleses.

Al inicio de la guerra contra la Corona, la táctica de Braveheart había tenido éxito; después de las primeras victorias, cada vez más guerreros se habían agrupado bajo su bandera. Los clanes de las tierras altas, ferozmente enemistados desde siempre, habían enterrado sus diferencias y se habían unido a él para servir a una causa mayor y más honorable: la libertad del pueblo escocés. Luego había habido retrocesos, y después de los primeros éxitos en Inglaterra, Braveheart había tenido que retirarse de nuevo. Era un secreto a voces que sobre todo la joven nobleza se apartaba de Wallace y prefería a Robert Bruce como jefe, para coronarlo rey en Perth. Y ahora Gwynneth conocía también a la fuerza impulsora que se encontraba tras estos esfuerzos: la Hermandad de las Runas.

Nunca habría pensado que su hermano pudiera ser tan necio y estar tan ciego para pactar con esa clase de poderes siniestros. ¿No había insistido siempre su padre en que la época de los druidas había pasado y solo la nueva fe podía salvar al pueblo? ¿En que eran los monasterios los que extendían la cultura y la educación en el país, y en que la acumulación de conocimientos y el dominio de la escritura eran virtudes tan importantes, al menos, como la valentía y la destreza en el manejo de la espada? ¿Cómo había podido olvidar Duncan todo eso?

Trastornada, Gwynneth se disponía a dar media vuelta para deslizarse afuera de la sala, cuando oyó un ligero crujido tras de sí. Casi al mismo tiempo, una mano se posó sobre su hombro…

Mary lanzó un grito y volvió en sí sobresaltada.

Sorprendida, constató que todavía estaba sentada en el suelo de la habitación de la torre, con los pergaminos desenrollados sobre las rodillas. Su corazón palpitaba muy deprisa y le sudaban las manos. Sentía angustia y miedo, como si no hubiera sido Gwynneth Ruthven sino ella misma la que había espiado esa siniestra reunión en las catacumbas del castillo.

Mary jamás se había sentido tan fascinada por un texto hasta el punto de no encontrarse ya en situación de diferenciar lo escrito de lo vivido; ni siquiera con las novelas de sir Walter Scott, que normalmente sabía cautivarla como ningún otro escritor.

Lo que Mary había experimentado era tan directo, tan próximo a la realidad, que tenía la sensación de haber vivido ella misma esa hora sombría. ¿Se había dormido y solo había soñado todo aquello? Mary no podía recordarlo, pero debía de haber sido así. Concentrada en el estudio del antiguo escrito, no había sido consciente de su fatiga hasta que los ojos se le habían cerrado. Y una vez más el presente y el pasado se habían mezclado de forma inquietante en su sueño.

Mary pensó, estremeciéndose, en la mano que la había arrancado del sueño. La había sentido en su hombro. Si no hubiera estado sentada con la espalda contra la pared, se habría vuelto para estar segura de que no había nadie tras ella.

Solo un sueño… ¿o era algo más?

De nuevo Mary tuvo que pensar en las palabras de la sirvienta, y se preguntó si la extraña anciana no tendría razón. ¿Había efectivamente algo que la unía con Gwynneth Ruthven, algo que enlazaba sus destinos más allá de los siglos?

Su razón se negaba a creer algo así, pero ¿cómo podía explicarse, si no, todo aquello? ¿Cómo era posible que sufriera con Gwynneth como si fuera una amiga querida a quien conociera desde la infancia? ¿Por qué tenía la sensación de haber estado presente en aquellos días sombríos?

Debía averiguar más sobre Gwynneth Ruthven y sobre los acontecimientos que se habían desarrollado en aquella época en el castillo de Ruthven. Aunque parte de ella se sentía atemorizada ante la idea, Mary empezó a leer de nuevo, y al cabo de solo unas líneas el relato de Gwynneth la atrapó de nuevo en sus redes…


Con una brusca inspiración, Gwynneth Ruthven se volvió, y se encontró ante los rasgos arrugados de una anciana. Aliviada, constató que era Kala. La mujer de las runas se llevó un dedo a los labios para indicarle que callara. Luego cogió a Gwynneth de la mano y la arrastró escalera arriba, lejos de los sectarios, cuyo monótono murmullo resonaba a sus espaldas.

Llegaron al vestíbulo, y con una agilidad que nadie habría podido imaginar en ella, la anciana subió apresuradamente los escalones en dirección a la muralla. Gwynneth comprobó con estupefacción que Kala parecía conocer bien el castillo de Ruthven. No tenía ninguna dificultad para encontrar el camino a través de los pasillos débilmente iluminados, y por lo que se veía, conocía perfectamente su objetivo.

Al final llegaron a la empinada escalera que ascendía en espiral a la torre oeste, y Kala indicó a Gwynn que la siguiera. La joven miró furtivamente alrededor, antes de deslizarse por la puerta detrás de la vieja e iniciar la subida.

En la torre hacía frío. El viento penetraba a través de las alargadas hendiduras, y Gwynneth tiritaba mientras ascendía hacia lo alto, pisando la piedra húmeda con sus pies descalzos. A la pálida luz de la luna, podía ver a Kala, como una sombra oscura ante ella. Mientras que el pulso de Gwynn se aceleraba, no parecía que la anciana tuviera que hacer ningún esfuerzo para subir. Con impulso juvenil ascendía con rapidez, y poco después se encontraron ante la puerta de la cámara de la torre.

Para sorpresa de Gwynneth, Kala tenía la llave. La anciana abrió la puerta e hizo entrar a Gwynn en la polvorienta y oscura habitación, iluminada únicamente por la luz de la luna que penetraba por la baja ventana.

– Siéntate -pidió Kala a Gwynn, y como no había sillas ni bancos, la joven se sentó en el suelo. También Kala se dejó caer gimiendo, convertida de nuevo en una mujer anciana-. ¿Y bien? -preguntó, sin detenerse en explicaciones-. ¿Comprendes ahora de qué hablaba cuando nos encontramos en el barranco?

Gwynn asintió con la cabeza.

– Creo que sí. Aunque no lo he comprendido todo, ni mucho menos…

– No necesitas saber más -la interrumpió Kala, para añadir luego con más suavidad-: No es bueno saber demasiado sobre estas cosas, hija. Un conocimiento excesivo solo perjudica; mírame a mí, si no. Bajo la carga del conocimiento he envejecido y me he encorvado. Te bastará saber que estos encapuchados no practican las artes blancas, sino las otras, las del lado oscuro, que se sirve de las runas prohibidas.

– Comprendo -dijo Gwynn, que no se atrevió a preguntar más.

– Esta cámara -dijo Kala, y efectuó un amplio movimiento con la mano- es el último y único lugar de este castillo al que todavía no ha llegado el poder del mal. Es el punto más alejado de los enclaves donde se ejecutan acciones sombrías, hundidos en los cimientos del castillo.

– ¿Quiénes son esos hombres? -quiso saber Gwynneth.

– Hermanos de las runas -respondió Kala despreciativamente-. Veneran a dioses oscuros y ejecutan crueles rituales. No es raro que en sus celebraciones se derrame sangre humana, si eso sirve a sus fines. Tu hermano ha sido un necio al unirse a esa gente.

– Ahora es uno de ellos. He visto cómo lo admitían en la hermandad. Ya no es él mismo.

– Claro que no -tronó Kala-. Estos malditos hermanos de las runas han envenenado sus pensamientos. Ahora les pertenece y ya no te escuchará. Ya no podemos hacer nada por él.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Que ha abandonado la senda de la luz, hija mía. Ya no es tu hermano. Debes comprenderlo y resignarte a ello.

– No puedo hacerlo -replicó Gwynn tozudamente-. Duncan y yo tenemos el mismo padre. Por nuestras venas fluye la misma sangre, y yo le quiero. Nunca podría renegar de él.

– Eso es muy triste, hija mía, porque él ya te ha expulsado de su corazón.

– No. No es cierto.

– Lo es, y tú lo sabes. Desde hace algún tiempo tu hermano ya no te escucha, ¿no es verdad? No te ha prestado atención, no te ha pedido consejo ni ha mostrado ningún afecto por ti. ¿Me equivoco?

Gwynn asintió a regañadientes.

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Ha sido obra del druida. Ha envenenado el corazón de Duncan con palabras y le ha vuelto ciego a todas las cosas hermosas. Para tu hermano ya no hay esperanza, debes comprenderlo. Cualquier intento de salvarle te destruiría, y el druida saldría triunfador.

– ¿Quién es ese hombre?

– ¿Que quién es? -Kala se permitió una risa sin alegría, que dejó ver los raigones de su boca desdentada-. Su nombre es demasiado largo para que puedas retenerlo, hija mía. El druida hace mucho tiempo que está en este mundo, más que yo o que cualquiera. Algunos afirman que el portador de la máscara de plata ha ido cambiando, pero yo creo que es siempre el mismo. El mismo espíritu maligno que desde hace siglos vaga sin descanso y que quiere echar raíces en esta época.

– ¿En esta época?

Gwynneth se apretó la capa en torno a los hombros con un estremecimiento, pero no consiguió protegerse contra el horror.

– La Hermandad de las Runas es antigua, hija mía, muy antigua. Ya existía cuando nuestro pueblo todavía era joven y creía en gigantes y en dioses, en espíritus que vivían en la tierra y en los fuegos fatuos de los pantanos y los cenagales. Entretanto se ha iniciado un tiempo nuevo y con él un nuevo orden. -Señaló la cruz, que Gwynneth llevaba en torno al cuello-. En este nuevo orden ya no hay lugar para las criaturas del mundo antiguo. Las runas pierden su significado, y lo que una vez fue se extinguirá.

– ¿Y no te entristece eso?

Kala sonrió débilmente.

– También los versados en el arte luminoso de las runas sienten que su tiempo en la tierra llega al final. De todos modos ya solo quedamos unos pocos; pero, al contrario que el druida y la hermandad, nosotros confiamos en el flujo de la vida y en la ley del tiempo. Nada se pierde en el universo. La obra que en otra época iniciamos será continuada por otros.

– ¿Por otros? ¿De quién estás hablando?

– De los que han puesto su vida al servicio del nuevo orden y de la nueva fe.

– ¿Te refieres a los monasterios? ¿A los monjes y las monjas?

– Ellos proseguirán la obra de la luz -dijo Kala, convencida-. Es posible que su doctrina sea distinta y su Dios más poderoso que nuestra antigua fe, pero ellos respetan la vida y abominan de las tinieblas, tanto como nosotros en otro tiempo. Los que quieren aferrarse a la fe antigua, en cambio, son sus enemigos. Ellos pactan con poderes demoníacos y lanzan siniestras maldiciones para evitar por todos los medios su decadencia. Saben que el tiempo los ha dejado atrás, pero no quieren reconocerlo. Por eso los druidas y los que se han conjurado con ellos hacen todo lo posible por derribar el orden nuevo y restituir los antiguos poderes. Para hacerlo necesitan ayudantes bien dispuestos, como tu hermano. Patriotas fáciles de engañar, que creen que hacen lo mejor para Escocia, por su honor y su libertad. Pero a la hermandad solo le importa aumentar su autoridad y su influencia. El druida y sus partidarios quieren el poder, hija mía. Tu hermano es solo un medio para alcanzar este fin, y él ni siquiera intuye el objetivo para el que le utilizan.

– Entonces debo decírselo. Debe saberlo todo antes de que sea demasiado tarde.

– Ya es demasiado tarde, hija mía. No te escucharía, ni te creería. Duncan se ha ligado a los poderes malignos. Ha caído en el lado oscuro, lleva su signo y su capa. Ha tomado una decisión, y para él no hay vuelta atrás.

– Entonces deberíamos avisar a William Wallace. Debe saber qué se propone la hermandad. Es el único que tiene poder suficiente para detenerlos.

– Has hablado con inteligencia, hija mía -la elogió la anciana-. Ahora sabemos por fin dónde se encuentra el peligro y qué se propone nuestro enemigo. Pero Wallace no solo es conocido por su valor, sino también por su testarudez. ¿Crees de verdad que confiaría en una muchacha de un clan y en una vieja mujer de las runas?

– Entonces hablaré con el padre Dougal -decidió Gwynneth-. Nuestros enemigos son también sus enemigos, y Braveheart concederá más crédito a las palabras de un hombre de Iglesia.

Kala sonrió misteriosamente.

– Ya veo -dijo- que no me equivoqué contigo. Pero debemos ser prudentes. Bajo las máscaras de los hermanos de las runas se ocultan los rostros de hombres con mucha influencia, de caballeros y señores de los clanes. No podemos confiarnos a nadie más y no deberíamos…

De pronto calló y miró con los ojos muy abiertos en dirección a la puerta de la cámara. Gwynn se volvió, y contuvo la respiración al distinguir también la sombra oscura a través de la estrecha rendija entre el suelo y la hoja.

Alguien se encontraba ante la puerta…

Mary de Egton se sobresaltó al oír que alguien llamaba con fuerza a la puerta de la cámara.

– ¿Mary? -gritó una voz enérgica-. Hija, ¿estás aquí?

Bruscamente, Mary volvió al presente. La voz pertenecía a Eleonore de Ruthven.

De nuevo llamaron, esta vez con mayor energía aún, y de nuevo se dejó oír la voz estridente e imperiosa de Eleonore.

– ¡Habla conmigo! ¿Qué sentido tiene encerrarse como una criatura malcriada? ¿Crees que no te encontraremos porque te escondes aquí?

Sin que Mary lo hubiera notado, había amanecido. El sol enviaba sus pálidos rayos al interior de la cámara de la torre, y por primera vez Mary vio a la luz del día el lugar de su elegido exilio. Los pergaminos con las anotaciones de Gwynneth Ruthven seguían sobre su regazo.

– Si no quieres abrir, iré a buscar al herrero y haré que rompa el cerrojo -anunció Eleonore-. ¿Crees que podrás escapar de nosotros con estas chiquilladas?

En sus palabras podía percibirse una indisimulada amenaza. El delicado cuerpo de Mary tiritaba, no de frío, sino de miedo. Aún tenía metido en los huesos el horror de la noche anterior. Había visto de qué era capaz su futuro marido, y si fuera por ella, nunca abandonaría la cámara de la torre, que hacía medio milenio había sido utilizada ya como refugio.

– ¿Quieres dejarnos en ridículo? -preguntó en tono cortante Eleonore-. ¿Quieres humillarnos ante la servidumbre y ante toda la casa?

Mary siguió sin responder. El miedo le oprimía la garganta. Aunque hubiera querido dar una respuesta, tampoco habría podido hacerlo.

– Muy bien, como quieras. Entonces llamaré al herrero y le ordenaré que rompa la puerta. Pero no esperes compasión ni indulgencia.

Mary se estremeció con cada palabra como bajo un latigazo. Su mirada se posó en los escritos, y supo que Eleonore no debía verlos en ningún caso. Esa horrible mujer no había tenido ningún reparo en quemar los libros de Mary, y también le arrebataría el diario de Gwynneth.

Rápidamente, Mary enrolló los pergaminos, los introdujo en la aljaba de cuero y la deslizó de nuevo en la cavidad del muro. A continuación volvió a tapar el hueco con la piedra suelta, de modo que era casi imposible detectarlo. Hecho esto, Mary se sobrepuso a su miedo y corrió hacia la puerta. Descorrió el cerrojo despacio, abrió solo una rendija y miró hacia fuera con una mezcla de temor y recelo.

Eleonore, que ya estaba en los escalones, se volvió.

– Vaya -dijo con las cejas curvadas en un gesto altivo-, veo que has decidido entrar en razón.

– Existe un motivo para que haya huido aquí arriba -dijo Mary a través de la rendija. No quería abrir más la puerta. Se sentía miserable e indefensa, y se avergonzaba por lo que había sucedido.

– ¿Un motivo? ¿Qué motivo podría justificar un comportamiento tan inmaduro e infantil? ¿Sabes lo que comentan los sirvientes sobre ti? Ríen a escondidas y dicen que no estás bien de la cabeza.

– Me es indiferente lo que digan -replicó Mary en tono retador.

Por lo visto, Eleonore no sabía nada de la escapada nocturna de su hijo. Pero probablemente tampoco tenía sentido hablarle de ello. De todos modos, la señora del castillo de Ruthven no la creería, y todo empeoraría aún más.

– Es posible que a ti no te importe, hija mía, pero a mí de ningún modo me resulta indiferente lo que la servidumbre piense de nosotros. Este castillo es, desde hace cientos de años, la casa solariega de nuestro linaje, y nunca ha sucedido que alguien ensuciara el nombre de nuestra familia sin que tuviera que rendir cuentas por ello. Puedes dar gracias de que mi hijo sea un hombre de tan buen carácter. Ha intercedido por ti y ha impedido que seas castigada; de modo que muéstrate agradecida con él. Si fuera por mí, ya sabría yo vencer tu testarudez y tu renuencia con otros métodos.

– Sí -replicó Mary en tono inexpresivo-. Malcolm es realmente un ángel, ¿no es eso?

– Ya veo que emplear buenas palabras contigo es tiempo perdido. Por lo visto me equivoqué al juzgarte. Tal vez tu madre también exagerara cuando elogió tus cualidades. En todo caso, Malcolm y yo hemos llegado a la conclusión de que lo mejor es que orientemos tu vida por la vía correcta lo más pronto posible y domemos tu carácter rebelde.

– ¿Qué tienen intención de hacer? -preguntó Mary, esperando lo peor.

– Te hemos recibido en nuestra casa con simpatía y afecto, pero tú has rechazado desvergonzadamente ambas cosas. Sin embargo, a pesar de esta ingratitud que clama al cielo, Malcolm ha consentido en casarse contigo. La boda se celebrará dentro de pocos días.

– ¿Cómo?

Mary creyó que no había oído bien.

– Mi hijo y yo coincidimos en que solo abandonarás tu actitud renuente cuando seas su esposa y te sometas a los deberes que lleva consigo esa unión. Como joven señora del castillo de Ruthven, aprenderás a guardar las formas y a mostrarte obediente, tal como se espera de ti.

– Pero…

– Puedes protestar tanto tiempo y tan a menudo como quieras, pero no te servirá de nada. La fecha de la boda ya está fijada. Será solo una pequeña fiesta informal; al fin y al cabo, no queremos avergonzarnos de tu conducta. Pero luego serás Mary de Ruthven, y con ello, la esposa de mi hijo. Y si entonces aún se te ocurre infringir las reglas y las buenas costumbres de esta casa, sabrás quién soy yo. Vas a ser una esposa fiel y obediente para mi hijo, como se espera de ti. Le servirás y te someterás a él como su mujer. Y le darás un heredero que preserve y dé continuidad a las tradiciones de Ruthven.

– ¿Y ni siquiera se me preguntará? -protestó Mary en voz baja.

– ¿Para qué? Eres una joven de origen distinguido. Ese es tu destino, para eso te has preparado durante toda tu vida. Conoces tus deberes, de modo que cumple con ellos.

Dicho esto, Eleonore se volvió, bajó la escalera y desapareció tras la estrecha curva. Mary oyó resonar sus pasos en los peldaños; como en trance, volvió a cerrar la puerta y corrió el cerrojo, como si de este modo pudiera defenderse del triste destino que la aguardaba.

La desesperación se apoderó de ella. Con la espalda apoyada contra la puerta, se dejó caer hasta el suelo y estalló en llanto.

Durante mucho tiempo se había dominado, había contenido sus lágrimas, pero ahora ya solo podía dar rienda suelta a su miedo, su dolor y su ira impotente.

¿Cómo la había llamado Eleonore? ¿Una joven de origen distinguido? ¿Por qué la trataban entonces como a una sierva? ¿Por qué la rebajaban a la menor oportunidad, por qué querían quebrantar su voluntad, por qué la perseguían por la noche por los oscuros pasillos de esta fortaleza fría y desolada?

Cuando Mary abandonó Egton, tenía malos presentimientos con respecto al futuro que la aguardaba. Los acontecimientos que se habían producido durante el viaje -el salvamento en el puente y el inesperado encuentro con Walter Scott- le habían dado esperanza, y durante un tiempo había creído efectivamente que todo podía mejorar.

¡Qué necia había sido!

Solo tendría que haber interpretado los signos para comprender que nunca, nunca, podría ser feliz en Ruthven.

Primero habían sido solo pequeñas cosas, comentarios y reprimendas que no habían llegado a dolerle realmente. Luego la habían censurado por sus opiniones y por su comportamiento con los sirvientes. Habían despachado a Kitty, su fiel doncella y amiga, y le habían quitado los libros que tanto amaba. Y como si eso no fuera suficiente, su futuro esposo había tratado de violarla la noche anterior.

Si la incorregiblemente optimista Kitty hubiera estado aún aquí, sin duda también ella habría tenido que reconocer que las cosas difícilmente podían empeorar.

Mary era una prisionera. Atrapada en una fortaleza, sin contacto con el mundo exterior y las pocas cosas que podían alegrar su vida. Su futuro esposo, al que no amaba ni respetaba, era un monstruo, y su madre parecía estar únicamente interesada en reprimir el espíritu libre de Mary y quebrantar su voluntad. Ambos estaban preocupados solo por preservar el buen nombre y las tradiciones de la casa de Ruthven, y Mary intuía que su persona les era totalmente indiferente; ella era solo un medio para conseguir un fin, un mal necesario que había que aceptar si querían un heredero que prosiguiera la tradición familiar.

En un mundo determinado por la avaricia y las ansias de poder, no había ningún lugar para sueños ni esperanzas, y Mary comprendió que tampoco sus sueños y esperanzas podrían sobrevivir aquí. De nuevo, las lágrimas brotaron de sus ojos y cayeron por sus delicadas mejillas. La desesperación le oprimía el pecho, y le costaba esfuerzo respirar.

Así se quedó, agachada en el suelo, durante un tiempo que le pareció eterno, sintiéndose miserable y desesperada. Hasta que en algún momento recordó las anotaciones de Gwynneth Ruthven. ¿No le había ocurrido a la joven algo parecido? ¿No había sido ella también una prisionera, una extraña entre personas que deberían haberle sido próximas?

La idea le proporcionó nuevos ánimos. Enérgicamente se secó las lágrimas, apartó la piedra suelta del muro y sacó la aljaba con los rollos de escritura.

Puesto que era lo único que podía distraerla de su desesperanzada situación, empezó de nuevo a leer y se sumergió en el legado de Gwynneth Ruthven, que había vivido hacía quinientos años.

Aquí, en este lugar…

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