La habían llevado al círculo de piedras.
Gwynneth Ruthven había oído hablar de aquel lugar en las historias que contaban los ancianos. En tiempos antiguos, decían, los druidas acudían allí para celebrar rituales y conjuros paganos. El suelo de ese lugar estaba empapado con la sangre de los inocentes que habían perdido la vida en el círculo sagrado.
Gwynn habría preferido seguir creyendo que ese lugar era una creación fantástica con la que los mayores asustaban a los niños, pero cuando le quitaron el pañuelo con el que le habían vendado los ojos, constató que realmente existía. Exactamente igual a como se lo habían descrito.
Piedras gigantescas, dispuestas en círculo, enmarcaban un amplio espacio, en cuyo centro se levantaba una mesa de sacrificios. Los miembros de la hermandad habían ocupado sus puestos a lo largo de las piedras: hombres con cogullas oscuras y con las aterrorizadoras máscaras que Gwynneth ya conocía.
Junto a la mesa pétrea del sacrificio esperaba otra figura encapuchada. En contraposición con los demás conjurados, este llevaba un manto blanco como la nieve y una máscara de plata pura, que brillaba débilmente a la luz de la luna. Gwynneth no tuvo ninguna dificultad en reconocer, por los ojos que brillaban tras las rendijas de la máscara, al hombre que se ocultaba tras ella. Era el conde Millencourt.
Ya había caído la noche. La luna estaba alta en el cielo, y sus rayos iluminaban el círculo de piedras con un resplandor pálido que hacía brillar el manto de Millencourt con una fosforescencia fantasmal. Si Gwynneth no hubiera sabido quién se ocultaba tras aquella intimidadora vestimenta, seguramente se habría asustado; pero ahora se sentía invadida por un profundo sentimiento de rebeldía, y estaba firmemente decidida a no mostrar miedo ni debilidad -aunque las palabras de la vieja Kala resonaran en su conciencia como un eco inacabable: «He visto tu final. Un final sombrío, envuelto en maldad…».
Los encapuchados que rodeaban el lugar del sacrificio iniciaron una sorda cantinela. Las palabras que utilizaban pertenecían a la antigua lengua pagana, y los pocos retazos que Gwynneth pudo entender le bastaron para saber de qué trataba.
De espíritus oscuros.
De poder y traición.
Y de sangre…
La llevaron a la mesa del sacrificio, donde la obligaron a arrodillarse. Tenía las manos atadas, de manera que no tenía ninguna posibilidad de defenderse. El encapuchado Millencourt levantó los brazos y sus partidarios callaron al instante. Se hizo un silencio absoluto en el círculo de piedras, y Gwynneth puedo sentir casi físicamente el horror que la aguardaba. La desesperación creció en su interior y le oprimió la garganta, pero la joven luchó valientemente contra ella.
– Esta mujer -exclamó Millencourt con voz potente- se ha atrevido a oponérsenos. Nos ha acechado, nos ha espiado en secreto y nos ha delatado a nuestros enemigos. Todos vosotros, hermanos, sabéis qué castigo merece un comportamiento como este.
Los encapuchados respondieron de nuevo en celta, con una única palabra. La palabra significaba «muerte».
– Así es, hermanos. Pero todos sabéis que nuestra hermandad se encuentra en estos días en vísperas de un gran momento. Gracias a la ayuda de los que recientemente se han unido a nuestro círculo, se nos ofrece la posibilidad de cambiarlo todo. Podemos ganar poder e influencia y hacer retroceder la rueda del tiempo hasta el día en que los romanos pisaron por primera vez esta tierra y lanzaron sobre nosotros la maldición del tiempo nuevo.
»Pudimos expulsar a los romanos. Tras ellos llegaron los sajones. Luego los vikingos. Finalmente los normandos. Luchamos valerosamente, pero no pudimos evitar que nuestra influencia se redujera cada vez más hasta el día de hoy. Y la decadencia sigue, hermanos. Cada vez más reyes y príncipes se apartan del orden antiguo, destruyen la esencia del clan y convierten a los hombres libres en vasallos, dan la espalda a los antiguos poderes y otorgan su confianza a la fe que traen los monjes. Por todas partes los monasterios surgen del suelo como abscesos, mientras que cada vez quedan menos de los nuestros. Nuestra era toca a su fin, hermanos, ya se escucha su canto fúnebre. Si no actuamos para detener el curso de las cosas, pronto nos encontraremos sin poder ni influencia. Las tradiciones se romperán, reinará el nuevo orden, y todos nosotros nos convertiremos en siervos. Esto no debe ocurrir.
Aquí y allá se alzaron voces de aprobación; un murmullo indignado recorrió las filas de los adeptos. Todos los presentes parecían compartir las opiniones de Millencourt. Gwynneth pudo sentir la fuerza de su odio. Y uno de estos encapuchados, pensó estremeciéndose, era su hermano…
– Pronto -prosiguió el conde- todo esto pertenecerá, sin embargo, al pasado. Pues el destino nos ha elegido para cambiar el curso de las cosas. Detendremos la rueda del tiempo y la llevaremos al día en que llegaron los extranjeros y empezaron a inmiscuirse en nuestros asuntos. El nuevo orden caerá, hermanos. Dentro de poco los antiguos dioses volverán, y con ellos la época en que éramos libres y fuertes y no teníamos que escondernos en lugares como este. Todo esto sucederá, tal como las runas han augurado.
Los sectarios respondieron con un estridente canto triunfal, que hizo que Gwynneth se estremeciera hasta la médula.
La vieja Kala tenía razón. Millencourt y su gente querían detener la rueda del tiempo. Más aún, querían hacerla retroceder a los días paganos, en los que el país, según afirmaban, aún era libre.
Con estas promesas conseguían atraer a jóvenes fanáticos, como Duncan, que se rebelaban contra la falta de libertad. Gwynn, en cambio, no se hacía ilusiones sobre lo que Millencourt y sus partidarios pretendían en realidad. Querían lo que todos; aquello por lo que, desde hacía generaciones, se había vertido sin sentido tanta sangre: poder.
Solo de eso se trataba: de volver a sentarse de nuevo a la mesa de los poderosos, aunque la época de las runas y los druidas hacía tiempo que había acabado. La planeada traición contra William Wallace alimentaba su esperanza de que todo aquello pronto pudiera hacerse realidad.
– Mirad, hermanos -exclamó Millencourt, que de pronto sostenía una espada en las manos y la levantaba de modo que la luz de la luna incidiera en la hoja-. ¡Mirad esta espada! ¿La reconocéis?
– La espada de Wallace. -Un rumor reverencial recorrió las filas de sus partidarios.
– Así es, hermanos. La espada de Wallace, forjada en el tiempo antiguo e impregnada de una gran fuerza. Gracias a la ayuda de amigos fieles ha llegado a nuestra posesión. Ella es la llave del poder, hermanos míos. El arma con que derribaremos el nuevo orden. La guerra y el caos serán la consecuencia, y nosotros nos levantaremos de sus cenizas como los nuevos señores del país. Runas y sangre reinarán, como en los tiempos antiguos.
– Runas y sangre -se escuchó como un eco.
– La hoja hechizada llevará a Wallace al desastre, y a nosotros, a la victoria. Este es el motivo por el que nos hemos reunido aquí, en el círculo de piedras, en el lugar en que, desde el inicio de los tiempos, se honra a los dioses y a sus signos. Esta noche la luna será devorada por el dragón, hermanos, y esto significa que ha llegado la hora de pronunciar el hechizo y proclamar nuestra venganza.
Todas las miradas se elevaron hacia el cielo nocturno. También Gwynneth miró hacia arriba, para constatar, horrorizada, que la luna efectivamente desaparecía. Algo se deslizó ante ella, amortiguando su resplandor y haciéndole adoptar un tono rojo sucio.
Como sangre, pensó Gwynneth estremeciéndose, mientras los hermanos de las runas iniciaban de nuevo su siniestro canto, que, a medida que la luna desaparecía en la oscuridad, iba aumentando de intensidad.
Un miedo atroz se apoderó de Gwynneth. ¿Tenían realmente Millencourt y su gente el poder de hacer desaparecer la luna? ¿Podían influir en las estrellas y ordenar efectivamente el mundo de otro modo?
– ¡Ha llegado el momento, hermanos! -gritó el druida de repente-. ¡Ha llegado la hora de nuestra venganza! ¡Traed a la doncella!
De nuevo unas rudas manos levantaron a Gwynneth, y con una fuerza irresistible, la arrastraron hasta la mesa de piedra y la colocaron sobre ella boca abajo. Todo lo que la joven podía ver era la mano pálida de su torturador, que sostenía la espada de la runa. El canto de los sectarios se hacía cada vez más intenso, se acercaba a su punto culminante. Gwynneth oía las palabras frías, paganas, y de pronto sintió un miedo mortal que le oprimió la garganta e hizo que su corazón latiera desbocado.
– ¡Runas y sangre! -gritó Millencourt, y levantó la espada-. ¡Que así sea!
– ¡No! -exclamó Gwynneth, y volvió la mirada hacia los enmascarados que rodeaban la mesa del sacrificio-. ¡Os lo ruego, no me matéis! ¿Duncan, dónde estás? ¡Duncan, por favor, ayúdame…!
Pero no llegó ninguna respuesta.
– ¡Runas y sangre! -gritaron ahora también los sectarios, y cuando Gwynneth vio brillar aquellos ojos ávidos de sangre a través de las rendijas de las máscaras, supo que no había salvación para ella.
Ese era, pues, el sombrío final que Kala le había profetizado. Al final, la mujer de las runas había tenido razón.
Millencourt levantó la espada en el aire y murmuró conjuros en la antigua lengua. Al mismo tiempo, Gwynn empezó a rezar. Rezó a los poderes benéficos y luminosos, para que acogieran su alma y se apiadaran de ella.
Cerró los ojos y sintió que su miedo se desvanecía. De pronto se sintió lejos, apartada de aquello, como si se encontrara en otro tiempo y en otro lugar. Y el consuelo que los hombres no podían ofrecerle la llenó por entero.
Luego la espada de la runa cayó.
Mary de Egton volvió en sí. Boqueó, tratando de hacer llegar el aire a sus pulmones, y abrió los ojos.
Había vuelto a soñar. Con Gwynneth Ruthven y los últimos instantes de su vida; en cómo había sido asesinada por los conjurados en un altar de piedra.
Mary parpadeó y miró alrededor, desorientada, solo para constatar que el sueño aún no había acabado. Ahora era ella misma la que estaba tendida sobre la mesa del sacrificio, rodeada de hombres enmascarados con cogullas oscuras. Y también ella percibió el brillo ávido de sangre en sus ojos.
Nada había cambiado, solo que esta vez no era Gwynneth Ruthven la que se encontraba en poder de los sectarios, sino ella. Y de pronto una idea espantosa cruzó por la mente de Mary de Egton.
Todo lo que veía y sentía a su alrededor era horriblemente real. ¿Y si no era una pesadilla lo que estaba viviendo? ¿Y si aquello no era la continuación de un sueño, sino la realidad…?