Tercer libro . La espada dela runa
1

Al día siguiente de su memorable hallazgo en la biblioteca y del siniestro combate en las calles, Walter Scott y Quentin se dirigieron de nuevo a visitar al profesor Gainswick. Confiaban en que el erudito pudiera decirles algo más sobre el círculo de piedras de que se hablaba en el antiguo fragmento.

Sir Walter había pasado la mañana en el puesto de la guardia local, donde había intentado descubrir algo más sobre la pelea de que había sido testigo con Quentin la noche anterior. Como miembro del Tribunal de Justicia fue tratado con el debido respeto, pero los agentes no pudieron proporcionarle ninguna ayuda; no les había llegado ninguna denuncia y los vigilantes de servicio de la guardia nocturna no sabían nada de lo sucedido en las oscuras callejas del barrio de la universidad. Por lo que parecía, sir Walter y su sobrino habían sido los únicos testigos del suceso, y a la luz del nuevo día incluso ellos empezaban a dudar de que realmente hubiera tenido lugar.

Mientras que sir Walter había pasado la noche sentado ante su escritorio, Quentin se había ido a dormir, aunque apenas había podido descansar.

Una y otra vez volvían a su memoria los excitantes acontecimientos que habían vivido, el descubrimiento que habían realizado y las oscuras sombras que les perseguían. En cuanto cerraba los ojos y conciliaba brevemente el sueño, se veía asaltado por imágenes malignas: pesadillas de runas y máscaras horribles, de círculos de piedras y hogueras que ardían en la noche y anunciaban el fin del mundo.

Quentin se sentía, pues, de un humor sombrío mientras el carruaje en el que viajaba con su tío ascendía por la cuesta en dirección a High Street. Por más que sir Walter cerrara los ojos y siguiera buscando una explicación racional, para él hacía tiempo que estaba claro que no se encontraban frente a una simple casualidad. Quentin no podía dejar de pensar en las advertencias que habían pronunciado tanto el inspector Dellard como el abad Andrew.

Sir Walter, que podía leer en los rasgos de Quentin como en un libro abierto, le miró fijamente.

– Mi querido sobrino -dijo-, valoro lo que haces por mí, pero leo el miedo en tus ojos.

– Confundes el miedo con la prudencia, tío -le corrigió Quentin muy digno-. Si no recuerdo mal, Cicerón la consideraba la mejor parte de la valentía.

Sir Walter no pudo evitar una sonrisa.

– Celebro que, a pesar de toda esta agitación, aún encuentres tiempo para el estudio de los clásicos, muchacho. Pero estoy hablando muy en serio. En el curso de estos turbadores acontecimientos he perdido ya a un estudiante, y no quiero tener que reprocharme la muerte de otro joven. De modo que si prefieres dejarlo y volver con tu familia, lo entenderé perfectamente. Tu casa no está muy lejos. Podría decirle al cochero que…

– No, tío -dijo Quentin con decisión-. Es cierto que no comparto todas tus opiniones en lo que se refiere a este misterioso caso, pero en las últimas semanas y meses has hecho demasiado por mí para que te deje en la estacada cuando me necesitas. Y con todos los respetos, tío, tengo la sensación de que nunca me has necesitado más que en estos días.

– Eres un buen muchacho, Quentin -replicó sir Walter, asintiendo con la cabeza-. Has aprendido a dominar tu miedo y a tratar con él. Pero no querría que arriesgaras tu vida por agradecimiento. Ya me has acompañado durante más tiempo del que es aconsejable para ti. La gente con la que tratamos es peligrosa, ya lo ha demostrado varias veces. Y no podría mirar a tu madre a los ojos para decirle que perdiste la vida por culpa de mi obstinación.

La voz de sir Walter había bajado de tono, y Quentin tuvo la impresión de que su tío no solo estaba cansado por la noche en vela, sino que se encontraba agotado también por la responsabilidad con que tenía que cargar. Tal vez, pensó, debería aliviarle de parte de esta carga.

– Entonces despídeme de tu servicio, tío -propuso inopinadamente.

– ¿Qué quieres decir, muchacho? ¿No quieres que siga siendo tu maestro?

– Ya he aprendido mucho de ti, tío, y estoy seguro de que tendrías mucho más que enseñarme. Pero con todo lo que tal vez nos espera todavía, no me gustaría acompañarte como tu alumno, sino como… -Se interrumpió al comprender que sus palabras podían parecer presuntuosas-. Sino como tu amigo -añadió bajando un poco la voz.

Sir Walter no respondió enseguida; miró por la ventana lateral, por la que desfilaban los estrechos edificios de High Street. Dentro de unos instantes llegarían a casa del profesor Gainswick.

– ¿Qué me dices, tío? -quiso saber Quentin, que ya se atormentaba preguntándose si no habría ido demasiado lejos.

– Nada, muchacho. -Sir Walter sacudió la cabeza-. Tan solo me planteo una pregunta.

– ¿Qué pregunta?

– Qué cabeza hueca ha podido llegar a convencerte de que no servías para nada y de que por tus venas no corría la sangre de un auténtico Scott. ¿Crees que no veo más allá de tus palabras? ¿Crees que no me doy cuenta de lo que pretendes?

– Perdona, tío, yo…

– Lo has notado, ¿verdad? Has percibido la carga que pesa sobre mis hombros, la responsabilidad que siento y que casi no me deja respirar. Y para aliviarme de esta carga, quieres librarme al menos de la responsabilidad sobre tu persona; quieres apoyarme como amigo, aunque no compartes mis opiniones en lo que se refiere a este caso ni mi firme determinación de investigar hasta el final.

– No, tío, no -protestó Quentin cortésmente; pero luego cambió de opinión-. Es cierto -reconoció-, no comparto tu opinión en lo que se refiere a este asunto, y tampoco me importa reconocer que todo esto no me gusta demasiado. Lo que hemos descubierto me parece siniestro, y si fuera posible, me olvidaría con gusto de todo y dejaría el caso. Pero resulta que no es posible. Sobre todo porque tú insistes en aclararlo. No sé de dónde sacas el valor para hacerlo, tío, pero es evidente que no te asusta enfrentarte a esa gente. En todo lo que hago, siempre me ilumina tu ejemplo. Fui a Abbotsford sobre todo por una razón: para intentar ser un poco como tú. Ahora tengo la oportunidad de cumplirlo, y no la desperdiciaré. Cuando todos pensaban que era un bobo y un inútil, tú creíste en mí y me acogiste en tu casa. Nunca lo olvidaré. Por eso sería un honor para mí poder seguir acompañándote en tus investigaciones, como amigo y como la voz que te previene del peligro.

Sir Walter le dirigió una mirada escrutadora; era imposible adivinar qué estaba pensando en ese momento. Quentin se removió incómodo en el banco. Luego una sonrisa tierna se dibujó en el rostro de su tío y mentor.

– Cuando viniste a mi casa, Quentin, vi enseguida que valías más de lo que nadie había sabido reconocer hasta entonces -dijo sir Walter-. Con todo, la rapidez con que te has deshecho de la inmadurez de la juventud para convertirte en un hombre me sorprende incluso a mí. Sé valorar tu propuesta en lo que vale, muchacho, y reconozco gustosamente que realmente me puede ser muy útil tener, en estos días, un amigo en quien poder confiar. De modo que si quieres ser ese amigo…

Sir Walter dejó de hablar y tendió su mano derecha a Quentin, que se la estrechó enseguida.

– Es un honor para mí, tío -replicó-. Y por favor, te pido que seamos prudentes en todo lo que hagamos.

– Te lo prometo -respondió sir Walter sonriendo-. Sería interesante saber si ahora ha hablado el amigo o el sobrino.

El carruaje se detuvo. Habían llegado a la entrada del callejón que conducía al patio trasero donde se encontraba la casa de Miltiades Gainswick.

Bajaron, y sir Walter indicó al cochero que les esperara. Aún era de día, pero las nubes eran tan densas que los rayos del sol no conseguían abrirse paso entre ellas.

Con la carpeta que contenía la copia del fragmento bajo el brazo, Quentin siguió a su tío por el callejón. Llegaron al patio en cuyo extremo se encontraba la casa del profesor. Del despacho salía la luz amarillenta de una lámpara de petróleo; por lo visto el erudito estaba de nuevo ocupado hojeando antiguos escritos y estudiando el pasado. Sir Walter estaba seguro de que el profesor Gainswick consideraría el fragmento un cambio bienvenido en su trabajo, y tal vez podría decirles algo más sobre el círculo de piedras que se mencionaba en el antiguo escrito.

– Tío -dijo Quentin de repente. En ese momento también sir Walter se dio cuenta: la puerta de la casa estaba entreabierta.

En un entorno rural eso no sería particularmente extraño, pero en una ciudad como Edimburgo, por cuyas calles merodeaban siempre multitud de personajes poco recomendables, resultaba en extremo sospechoso.

Sir Walter golpeó la puerta con el pomo del bastón para anunciar su entrada, pero no sucedió nada; el sirviente del profesor Gainswick no se acercó, y tampoco se oyó el menor ruido en el interior de la casa. Sir Walter dirigió a su sobrino una de esas miradas que Quentin había aprendido a interpretar en los últimos días; una mirada que revelaba que su tío estaba preocupado.

Empujaron la puerta, que se movió, chirriando, hacia dentro.

– ¿Profesor Gainswick? -llamó sir Walter en dirección al estrecho pasillo-. Sir, ¿está usted en casa?

No recibieron respuesta, aunque del final del pasillo llegaba luz. Ahora también Quentin se inquietó. Se podía sentir la tensión en el aire, la sombra de una siniestra amenaza.

Con un gesto, sir Walter indicó a su sobrino que entrara. Lentamente avanzaron por el pasillo. Las tablas del suelo gemían suavemente bajo sus pies. Cruzaron el comedor y el gabinete, donde se habían sentado juntos la última vez. En la chimenea ardía un fuego que permitía deducir que tenía que haber alguien en la casa.

– ¡Profesor Gainswick! -gritó de nuevo sir Walter-. ¿Está usted aquí? ¿Está en casa, sir?

No encontraron al profesor, pero sí a su sirviente. Quentin estuvo a punto de caer sobre él cuando llegaron al extremo del pasillo, donde se encontraba la entrada al despacho. La puerta estaba entornada; solo una delgada línea de luz caía a través de la rendija e iluminaba el bulto informe que yacía a los pies de Quentin.

– ¡Tío! -exclamó este horrorizado al comprender que aquello era un cadáver.

El muerto tenía la cara contraída e hinchada, y sus ojos dilatados parecían mirar fijamente a Quentin en una acusación muda. Aún llevaba alrededor del cuello la cuerda con que su asesino lo había estrangulado.

– Por todos los santos -gimió sir Walter, y se inclinó hacia el cuerpo del sirviente. Rápidamente lo examinó, y luego sacudió resignadamente la cabeza.

– ¿Y el profesor? -preguntó Quentin trastornado.

Sir Walter miró hacia la puerta. Ambos intuían que la respuesta a la pregunta de Quentin se encontraba al otro lado, y no se equivocaban. Miltiades Gainswick estaba sentado en el gran sillón ante la chimenea de su despacho, con un libro sobre las rodillas. Pero los rasgos del erudito no mostraban curiosidad científica, sino que estaban pálidos y demacrados; su respiración sonaba como cadenas arrastradas, y Quentin vio con horror que había sangre por todas partes. El traje y la camisa del profesor estaban empapados de ella, igual que el sillón y el suelo, donde el elixir vital se acumulaba en chillones charcos rojos.

– ¡Profesor!

Sir Walter lanzó un grito horrorizado y ambos se precipitaron hacia Gainswick, que les dirigió una mirada apagada. Tenía los ojos vidriosos; su cabeza caía a un lado, y ya no tenía fuerzas para levantarla. Varias puñaladas le habían atravesado el tórax; incluso Quentin, que no tenía ni idea de medicina, comprendió que el profesor ya no tenía salvación.

– No, profesor -suplicó sir Walter, y cayó de rodillas ante su mentor, sin preocuparse por la sangre que manchaba sus ropas-. Por favor, no…

Gainswick parpadeó y dirigió la mirada hacia él, lo que pareció costarle un insuperable esfuerzo. Un asomo de sonrisa iluminó sus rasgos cuando reconoció a sir Walter.

– Walter, muchacho -jadeó, y un hilillo de sangre se deslizó de la comisura de sus labios-. Por desgracia llega demasiado tarde…

– ¿Quién ha hecho esto?-susurró sir Walter consternado-. ¿Quién le ha hecho esto, profesor?

– Ha ocurrido… No se haga ningún reproche.

– ¿Quién? -volvió a preguntar sir Walter. En ese momento, Quentin le tocó el hombro: en la pared del despacho, el sobrino de sir Walter había descubierto algo que le heló la sangre en las venas.

Era una huella que habían dejado los criminales. Más aún, era una firma, un signo identificativo. Como si tratara de anunciar la autoría de una obra de arte. En la pared destacaba el signo de la espada rúnica, escrito con la sangre de Miltiades Gainswick.

– ¡No! ¿Por qué? -exclamó sir Walter, y lágrimas de consternación, de rabia y de duelo asomaron a sus ojos.

– No esté… triste -balbuceó Gainswick con dificultad, con las pocas fuerzas que le quedaban-. Todos los caminos… tienen que acabar en algún momento.

– Perdóneme, profesor -susurraba sir Walter una y otra vez-. Perdóneme.

Quentin, que permanecía inmóvil a su lado, no estaba menos afectado que su tío. También él se sentía responsable de lo ocurrido. Era evidente quién era el autor de aquel sangriento crimen. Y era casi aún más evidente quién había conducido al criminal hasta el profesor Gainswick.

– Máscaras -surgió de la garganta del profesor, en un tono apenas audible-, máscaras espantosas… Engendros de las tinieblas… no conocen la compasión.

– Lo sé -dijo sir Walter, impotente.

Gainswick abrió los ojos, y reuniendo todas sus energías en un último y desesperado esfuerzo, adelantó su mano ensangrentada, sujetó a su antiguo alumno por el cuello de la chaqueta y le atrajo hacia sí.

– Combatidlos -susurró con voz agónica-. Encontrad huellas…

– ¿Dónde, profesor? -preguntó sir Walter.

Las dos últimas palabras que Miltiades Gainswick pronunció en este mundo fueron enigmáticas. La primera era «Abbotsford»; la segunda, «Bruce».

Entonces la cabeza del erudito cayó de lado. El tórax de Gainswick se alzó y se dilató una vez más, y luego su corazón dejó de latir.

– No -exclamó Quentin, horrorizado, mientras sentía al mismo tiempo que una rabia impotente le llenaba el pecho-. ¡Esos criminales sanguinarios! ¡Esas bestias con figura humana! El profesor Gainswick no les había hecho nada. Los…

Se interrumpió cuando de pronto, en el primer piso, se escuchó un sonoro crujido.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó.

– Ahí arriba hay alguien -constató sir Walter. Su rostro se había transformado en una máscara helada.

– ¿Un sirviente tal vez?

– Si no recuerdo mal, el profesor solo tenía uno.

Quentin y su tío intercambiaron una mirada de inteligencia. Ambos sabían qué significaba aquello: el asesino del profesor Gainswick todavía se encontraba en la casa. Posiblemente le habían sorprendido mientras cometía su sangrienta obra, y por eso aún habían encontrado vivo al profesor.

– Pagará por esto -anunció Quentin con decisión, y salió precipitadamente del despacho.

– ¡No, muchacho! -gritó sir Walter tras él, pero nada podía detener ya a Quentin.

Todos los sentimientos que se habían acumulado en él durante los últimos días y semanas rompieron ahora el dique. Su duelo por la muerte de Jonathan y el miedo que había sentido en el incendio de la biblioteca, la atracción por Mary de Egton y el temor que le inspiraba la siniestra hermandad y las cosas sobrenaturales se juntaron como pólvora en un barril, y la muerte del profesor Gainswick fue la llama que encendió la mecha.

Con los puños apretados, Quentin subió a toda prisa la escalera, furiosamente decidido a atrapar al cobarde asesino. No pensaba en el peligro. Bajo la conmoción del espantoso suceso, quería que se hiciera justicia; no podía ocultarse por más tiempo, quería enfrentarse de una vez con aquel misterioso adversario, cuyos manejos habían causado ya tantas víctimas.

¡De pronto resonó el escandaloso tintineo de un vidrio roto!

El ruido había llegado del extremo del corto pasillo, del dormitorio del profesor Gainswick; la puerta estaba abierta de par en par. Quentin apretó los dientes y salió disparado, cruzó a todo correr el pasillo y entró en el dormitorio. El frío viento nocturno que penetraba por la ventana abierta y hacía ondular las cortinas de la cama le golpeó en la cara. A la luz pálida que llegaba de afuera, las colgaduras parecían sudarios.

Quentin se precipitó hacia la ventana. Alguien la había roto con ayuda de un perchero, que ahora yacía en el suelo. Cuando Quentin miró hacia fuera, vio una figura envuelta en una capa ondulante que se deslizaba por los tejados.

– ¡Alto! -aulló con todas sus fuerzas-. ¡Miserable asesino!

Antes de que pudiera darse cuenta realmente de lo que hacía, ya estaba subiendo al alféizar de la ventana y trepando al exterior. Se cortó la mano derecha con los fragmentos de vidrio, pero estaba tan furioso que ni siquiera lo notó. La sangre palpitaba aceleradamente en sus venas, y el ruido de su propia respiración jadeante apagaba las voces de advertencia en su interior.

Pasó por la abertura, saltó, y aterrizó unos metros más abajo, en el caballete del tejado de la casa vecina. Siguiendo el mismo camino que había utilizado el asesino, se balanceó a lo largo de este hasta alcanzar la chimenea que sobresalía del tejado. Se sujetó a ella y se deslizó por la empinada vertiente hasta llegar al borde. Desde allí pudo saltar al tejado cubierto con tejas de madera de una cuadra, sobre la que había visto al encapuchado por última vez.

El asesino solo había podido seguir una dirección: bajar por el callejón hacia la ciudad vieja, donde había innumerables rincones en los que podía encontrar refugio. Quentin no tenía intención de dejar que escapara hacia allí.

– ¡Detened al asesino! -aulló con todas sus fuerzas, con la esperanza de alertar a alguno de los agentes que estaban de servicio a lo largo de High Street-. ¡No debe escapar!

Caminando a grandes zancadas, avanzó por el tejado plano de la cuadra en dirección al lugar por donde había desaparecido el fugitivo. Las tejas crujían peligrosamente bajo sus pies. Por fin llegó al borde. Junto a la puerta del granero había un montón de paja, y Quentin saltó sin vacilar. Aterrizó en suelo blando, se liberó rápidamente de la paja y corrió por la estrecha callejuela, donde pudo ver de nuevo fugazmente al hombre de la capa.

A la débil luz de la callejuela lo divisó muy cerca, antes de que desapareciera por un callejón lateral.

– ¡Alto! -gritó Quentin, furioso, aunque sabía que el asesino no se detendría. Resuelto a atraparle como fuera, echó a correr tan deprisa como lo permitían sus piernas.

Quentin no era un corredor muy resistente, y debido al estado de excitación en que se encontraba, su respiración era aún más superficial y acelerada, de modo que los pulmones le ardían y pronto le flaquearon las fuerzas. Sin embargo, no quería abandonar. Todo en él le impulsaba a no dejar escapar al asesino del profesor Gainswick, y su rabia y su determinación le proporcionaron nuevas energías.

A toda velocidad, bajó por el callejón, que estaba cubierto de inmundicias. Con excepción de la suntuosa calle principal, en la que residían comerciantes, abogados y eruditos, Edimburgo ofrecía una imagen más bien miserable, por no hablar de los dudosos personajes que merodeaban por sus callejas. Las transiciones entre barrios eran fluidas, y, sin darse cuenta, uno podía ir a parar a una zona que era preferible no pisar después del crepúsculo.

Pero Quentin no pensaba en ello. Su único objetivo era atrapar al asesino y darle el castigo que merecía. El callejón era corto y desembocaba en un patio trasero rodeado en tres de sus lados por paredes sin ventanas, de modo que solo tenía una salida.

Desconcertado, Quentin se detuvo y giró sobre sí mismo. En la luz declinante, observó los muros con atención, pero no había rastro del asesino. Entonces su mirada se posó en una trampa de madera empotrada en el irregular pavimento.

Sin duda conducía a un sótano, y como esa era la única posibilidad de salir del patio, lógicamente debía de ser el camino que había tomado el asesino. Sin reflexionar, Quentin sujetó la herrumbrada anilla de hierro y levantó la trampilla. De la profundidad envuelta en tinieblas le llegó un intenso olor a podredumbre, que le hizo dudar un momento. Sin embargo, decidió hacer de tripas corazón. Si se rendía ahora, el asesino del profesor Gainswick escaparía indemne, y en ningún caso podía permitir que fuera así.

Con gesto decidido, se sujetó a la escalera que se apoyaba en la pared del pozo y empezó a bajar. Los peldaños estaban fríos y cubiertos de un musgo resbaladizo, de modo que tenía que ir con cuidado para no caer. Unos tres metros más abajo, Quentin llegó al final de la escalera y se encontró en un sótano frío y oscuro.

La poca luz que llegaba a través del pozo apenas bastaba para iluminar el lugar. Todo lo que Quentin veía eran unos contornos borrosos, cajas y barriles viejísimos de cuyo interior emanaba un olor nauseabundo. Además, oyó en alguna parte, en medio de la oscuridad, unos crujidos que le hicieron suponer que no se encontraba solo.

En un instante, su determinación se desvaneció; se dijo que probablemente había sido una idea bastante estúpida bajar al pozo sin llevar un arma encima, o al menos, una lámpara. Obedeciendo a un impulso repentino, quiso girarse y sujetarse a la escalera para volver a trepar hasta arriba, pero en ese momento, justo ante él, brilló una llama. Alguien había encendido una cerilla y ahora prendía el pábilo de una vela. A su luz, Quentin distinguió una máscara horrible, tallada en madera.

¡Era el asesino, que había acechado su llegada!

Un pesado manto de lana negra caía sobre su gigantesca figura y una gran capucha enmarcaba su cara enmascarada. La amenaza que emanaba de él podía sentirse físicamente.

– ¿Me buscabas? -preguntó el encapuchado con sarcasmo-. Pues ya me has encontrado.

Durante un instante, Quentin se quedó mudo de terror, pero luego se impuso de nuevo su indignación por el espantoso crimen, e hizo todo lo posible por convencerse de que el siniestro fantasma que había surgido de la oscuridad era en realidad un ser de carne y hueso, un hombre como él.

– ¿Quién es usted? -quiso saber Quentin-. ¿Por qué ha matado al pobre profesor Gainswick?

– Porque se metía en cosas de las que debería haberse mantenido apartado -fue la respuesta-. Igual que tú. No es bueno correr por las calles a estas horas gritando a voz en cuello. Podrías llamar la atención de criaturas a las que sería mejor dejar en paz.

El encapuchado levantó la vela, de modo que su resplandor iluminó un espacio mayor del sótano; Quentin vio con horror que por todas partes, detrás de los barriles y las cajas, algo se agitaba.

Ante su vista aparecieron unas figuras que solo con esfuerzo podían reconocerse como humanas. Sus sucios vestidos, que colgaban en jirones de su cuerpo, apenas podían diferenciarse de la piel, coriácea y manchada. En sus caras mutiladas y deformadas por cicatrices, unos ojos inyectados en sangre le miraban fijamente, y las bocas de dientes amarillentos se entreabrían en una mueca feroz.

Quentin ya había oído hablar de aquellas personas. Los llamaban «los sin nombre». Eran desechos de la sociedad, gentes que no tenían familia ni hogar. Vivían en los rincones más oscuros de la ciudad, y quien caía en sus manos no podía esperar compasión. Quentin, que nunca se había topado antes con ninguna de aquellas criaturas, se encontraba ahora frente a más de una docena. Instintivamente se echó hacia atrás, hasta que su espalda chocó con la escalera.

Los sin nombre surgían de los oscuros rincones, arrastrándose y reptando más que caminando. Llevaban en las manos cuchillos y puñales herrumbrosos, estoques rotos cuyas hojas aún estaban manchadas con la sangre de las últimas gargantas que habían cortado. Y aquel sombrío enmascarado parecía tener autoridad sobre esos engendros de la noche.

– Es vuestro -les dijo, y entre sus filas se dejaron oír unas repugnantes risas apagadas.

Los pares de ojos brillaron, y uno de los tipos, con una larga cabellera negra y la nariz partida por una cuchillada, se dirigió con paso decidido hacia Quentin para clavarle su puñal.

Quentin reaccionó instantáneamente. Volverse y agarrar los peldaños de la escalera fue todo uno. Solo quería salir de allí, huir de aquel agujero y escapar a las hojas ensangrentadas de los asesinos.

Los sin nombre gritaron de indignación al ver que se disponía a huir, y con las armas en alto, se lanzaron hacia la escalera.

Quentin trepó hacia el exterior tan deprisa como pudo. Notó que le lanzaban una puñalada; sintió la corriente de aire, pero la hoja no acertó por un pelo. Unas manos esqueléticas, descarnadas, se tendieron hacia él, y una de ellas consiguió sujetarle el pie derecho.

Lanzó un grito y sacudió la pierna; se defendió con todas sus fuerzas, y un instante después volvía a estar libre. Frenéticamente se sujetó al siguiente escalón, siguió trepando tan rápido como pudo y salió por la abertura.

La banda de asesinos seguía pegada a sus talones, no quería dejar escapar aquella presa que creía segura. A sus ojos, una vida humana no tenía valor; ya habían matado por mucho menos. La chaqueta de Quentin y sus botas nuevas eran motivo suficiente para que se convirtieran en unas bestias asesinas. Quentin consiguió a duras penas escapar del pozo y se refugió en el patio.

– ¡Socorro! -gritó con todas sus fuerzas, pero o bien nadie le oyó, o los que le oyeron prefirieron mantenerse alejados.

Los sin nombre surgieron del agujero tras él, tan numerosos como ratas. Quentin corrió tan deprisa como pudo hacia la salida del callejón, pero constató, horrorizado, que el acceso al patio interior estaba cerrado. Ante él se encontraban otros dos tipos encorvados con ropas que colgaban en jirones. Iban armados con garrotes que habían atravesado con largos clavos, horribles herramientas asesinas de un mundo en el que no había derecho ni ley. Uno de los desarrapados, que llevaba un parche sobre el ojo derecho, aulló como un animal de presa y balanceó la maza para cerrar el paso a su víctima.

Quentin se detuvo. Desesperado, miró alrededor buscando una vía de escape, pero no había ninguna. Los sin nombre, que habían visto que estaba atrapado, se tomaron su tiempo para actuar. Primero se dispersaron y se desplegaron en torno a él, rodeándolo. Una sonrisa irónica y malvada se dibujaba en sus caras deformadas. El enmascarado no se veía por ningún lado, hacía tiempo que debía de haber puesto pies en polvorosa.

Quentin tragó saliva con esfuerzo. Por enésima vez tuvo que recordar el lema de su tío: el pánico raramente servía para nada y un entendimiento claro era siempre el mejor consejero en las situaciones críticas. Pero el caso era que ni el más agudo entendimiento servía para nada en aquella ocasión. No había ninguna salida visible, y Quentin no pudo evitar que un miedo cerval surgiera de las profundidades de su conciencia y le sacudiera hasta lo más hondo.

Atribulado, miraba a un lado y a otro, pero en todas partes veía solo hojas desnudas y caras macilentas que sonreían malignamente. Sabía que no podía esperar compasión ni piedad.

En torno a él se oían risitas y cuchicheos. Los sin nombre conversaban furtivamente entre ellos, sin que Quentin pudiera entender ni una palabra de lo que decían; aquellos hombres parecían tener su propio lenguaje. El círculo se iba estrechando, y el hierro herrumbrado de las hojas se acercaba cada vez más.

– Por favor -dijo Quentin en su desesperación-, dejadme marchar, no os he hecho nada. -Pero solo recibió en respuesta una carcajada maliciosa.

Uno de los tipos, el tuerto, balanceó ruidosamente su maza en el aire y dio un paso adelante para iniciar el ataque. Quentin levantó las manos para protegerse, y cerró los ojos esperando que el mortífero instrumento cayera sobre él con fuerza aniquiladora.

Pero la maza del atacante no le alcanzó. Se escuchó un golpe fuerte y seco, seguido por un grito estridente. Sorprendido, Quentin abrió los ojos y vio cuál era el motivo.

Los asesinos tenían compañía.

Silenciosamente, como ángeles salvadores, unas figuras encapuchadas envueltas en amplios mantos pardos habían saltado al patio desde los tejados de las casas circundantes. Por un instante, Quentin pensó, horrorizado, que eran miembros de la Hermandad de las Runas; pero entonces vio las varas de madera en sus manos y comprendió que eran los hombres que se habían enzarzado en un violento combate con los hermanos de las runas en el callejón. Fueran quienes fuesen, no parecían estar de parte de la hermandad.

El tuerto que había atacado a Quentin yacía sin sentido a sus pies. La vara de uno de los luchadores misteriosos le había alcanzado con fuerza y le había derribado. Los sin nombre, que estaban tan sorprendidos como Quentin por la aparición de los encapuchados, aullaron furiosos, como niños que han sido interrumpidos en medio de su juego favorito.

– Dejad marchar en paz al joven -exigió el jefe de los luchadores, pero los sin nombre no tenían intención de abandonar su botín tan fácilmente.

Intercambiaron miradas furtivas y trataron de valorar la fuerza de sus adversarios. Como todo su armamento consistía en unas simples varas de madera, mientras que ellos estaban equipados con cuchillos y puñales, seguramente llegaron a la conclusión de que tenían muchas probabilidades de ganar el combate. Un instante después se precipitaban contra los encapuchados. Sus gritos de guerra reflejaban un odio tan intenso que Quentin se estremeció al oírlos.

El joven, que aún no había salido de su asombro ante aquel inesperado rescate, contempló, conteniendo la respiración, cómo en el patio trasero se desencadenaba una batalla campal. Catorce sin nombre se enfrentaban a seis luchadores de las varas, que ahora se habían agrupado y hacían girar vigorosamente sus palos en el aire. Mientras que los atacantes gritaban y bramaban, los nobles luchadores de las amplias capas no dejaban escapar el menor sonido. Quentin estaba como petrificado por el miedo y la sorpresa. Nunca antes había visto luchar a nadie de aquel modo. Parecía que los hombres se hubieran fundido con sus varas, tan armónicos y fluidos eran sus movimientos. Así, los guerreros fueron ahuyentando uno tras otro a los salvajes atacantes.

Ya yacían en el suelo, inconscientes, varios asesinos. Los que quedaban gritaron de nuevo y blandieron sus hojas herrumbradas, dispuestos a despedazar a sus enemigos, pero los luchadores no les permitieron acercarse y los mantuvieron a raya con sus sencillas armas. Los bastones se movían poderosamente en el aire y se abatían sobre sus impotentes adversarios. Una mano quedó destrozada por un golpe, y más allá un antebrazo se rompió con un sonoro crujido al recibir de lleno el impacto de una vara. Su dueño -el de la nariz partida- se miró el brazo grotescamente curvado y lanzó un aullido tan lastimero que los demás perdieron el valor. Gritando a voz en cuello, dieron media vuelta y emprendieron la huida.

Los misteriosos luchadores renunciaron a perseguirlos. Se contentaron con asegurar la posición en torno a Quentin y uno de ellos se acercó al joven, que temblaba de arriba abajo de emoción y de miedo.

– ¿Se encuentra bien? -surgió una voz de la capucha. Quentin trató, en vano, de reconocer la cara que se ocultaba en la sombra.

– Sí -aseguró con un hilo de voz-. Gracias a su ayuda.

– Debe marcharse de aquí enseguida. Los hijos del arroyo son fáciles de ahuyentar, pero cuando vuelvan serán tantos que tampoco nosotros podremos detenerlos.

– ¿Quiénes son ustedes? -quiso saber Quentin-. ¿A quién debo agradecer mi salvación?

– ¡Váyase! -ordenó en tono enérgico el misterioso luchador. A Quentin aquella voz le pareció vagamente familiar-. ¡Fuera, rápido! -dijo el hombre señalando hacia la parte frontal del patio interior, donde el portal estaba de nuevo abierto.

Quentin asintió con la cabeza, insinuó una reverencia, y se dirigió rápidamente hacia fuera. Su curiosidad por descubrir quiénes eran sus enigmáticos salvadores no era ni mucho menos tan grande como su deseo de huir de aquel espantoso lugar. Cruzó el portal a toda prisa, y escuchó sus propios pasos apresurados sobre el pavimento.

Desde el otro lado, se volvió una vez más para dirigir una última mirada a sus salvadores. Y constató, con sorpresa, que habían desaparecido sin dejar rastro.

Ni siquiera había podido agradecerles su intervención como correspondía…

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