15

Ya era tarde, y los monjes de Kelso se habían retirado a descansar. Solo el abad Andrew estaba todavía despierto; el religioso, arrodillado en el suelo de su despacho, había juntado las manos. Como siempre que buscaba respuestas que los hombres no podían darle, estaba profundamente concentrado en la oración.

A veces, cuando durante muchas horas buscaba respuesta en el Señor, el abad alcanzaba un estado de profunda paz interior. La calma que sentía entonces era una fuente de fuerza, de fe y de inspiración. Pero esta noche el abad no conseguía alcanzar este estado por más que ansiara hacerlo. Demasiadas cosas le daban vueltas en la cabeza y le impedían convertirse en uno con el Creador.

Demasiadas preocupaciones…

Los acontecimientos de los últimos días y semanas habían mostrado claramente que la actitud vigilante que había imperado en la orden a lo largo de los siglos no carecía de fundamento. El peligro de épocas pasadas no se había extinguido. Había sobrevivido al tiempo hasta llegar al presente, y en estos días parecía crecer de nuevo.

El abad había repasado una y otra vez los antiguos escritos y había consultado con sus hermanos de la orden. No cabía duda. El enemigo de otros tiempos se había alzado de nuevo. Los poderes paganos ejercían toda su fuerza para volver, y una vez más se servían de la hermandad.

La victoria de hacía siglos no había sido completa, la decisión solo se había aplazado. Esta vez, sin embargo, el desenlace sería definitivo, y la conciencia de que esta carga recaía sobre él y sus hermanos gravitaba pesadamente sobre el abad Andrew. La preservación de la biblioteca y la conservación de los antiguos escritos eran solo un camuflaje: en realidad siempre había estado en juego algo mucho más importante.

El abad rezaba porque sus hermanos y él estuvieran a la altura del reto. «Tal vez, oh Señor -siguió orando-, quieras, en tu sabiduría, enviarnos tu ayuda, a nosotros, débiles humanos, e intervenir en el combate para que este se decida en favor de la luz, y las tinieblas no…»

No había acabado aún la oración cuando un tintineo cristalino rompió el silencio.

El abad alzó la mirada, y vio, consternado, cómo unas figuras negras encapuchadas entraban en la habitación rompiendo los vidrios de las ventanas. Las capuchas de sus mantos les tapaban parcialmente la cara, que llevaban oculta, además, tras una máscara.

– ¡Dios Todopoderoso! -exclamó el abad.

El frío viento nocturno penetró por la ventana, hizo oscilar las llamas de las velas y sumergió a los terroríficos visitantes en una luz siniestra.

Ninguna de las figuras dijo una palabra. En lugar de ello, sacaron de entre sus ropas unas hojas de acero: sables, que brillaban a la luz vacilante de las velas y con los que se disponían a atacar al indefenso religioso.

– ¡Atrás! -exigió el abad Andrew con voz estentórea, mientras se levantaba de un salto y alzaba la mano en un gesto defensivo-. ¡Sois mensajeros de una época enterrada en el tiempo, y os ordeno que volváis al lugar de donde habéis salido!

Los encapuchados se limitaron a reír. Uno de ellos se adelantó y levantó su sable, disponiéndose a atravesar al abad. Pero antes de que la afilada hoja le alcanzara, el religioso giró hacia un lado y esquivó el ataque.

El sable golpeó en el vacío, y su propietario lanzó un grito enojado. Antes de que pudiera lanzar un segundo ataque, el abad Andrew se había repuesto de su sorpresa inicial y había corrido hasta la puerta de la habitación. El monje descorrió el cerrojo y emprendió la huida por el pasillo.

Los encapuchados le siguieron. Sus ojos miraban fijamente a través de las rendijas de las máscaras, y en ellos podían leerse claramente sus intenciones: querían sangre, y el superior de la orden de Kelso debía ser su primera víctima.

El abad Andrew escapó tan rápido como lo permitían sus piernas y sus sandalias de rafia. Corrió por el pasillo en penumbra, iluminado solo por unas pocas velas, con la sensación de que se sumergía en una lúgubre pesadilla. Pero no, aquello era la realidad, los golpes de las botas de sus perseguidores contra el suelo y sus ávidos jadeos lo demostraban. Los encapuchados ganaban terreno y se acercaban cada vez más; de nuevo brillaron las hojas desnudas, como si olieran la sangre del indefenso religioso…, que de pronto ya no estaba solo.

Al final del pasillo, donde este desembocaba en una estrecha caja de escalera, varias figuras surgieron de la penumbra. Llevaban, como el abad, el hábito oscuro de los premonstratenses, pero, al contrario que él, no estaban indefensas, sino que sostenían en sus manos unos largos bastones flexibles de madera de abedul, con los que se plantaron ante los atacantes. Sus capuchas cayeron entonces hacia atrás, dejando al descubierto sus cabezas rapadas.

Por un momento, los intrusos se quedaron desconcertados. No habían contado con encontrar oposición; esperaban que su acto criminal sería fácil de ejecutar. Pero un instante después, superada la sorpresa inicial, se lanzaron contra los monjes, que se habían situado protectoramente ante su abad.

Entonces se desencadenó un violento combate. Los encapuchados se abalanzaron furiosamente contra los defensores y blandieron sus armas con rabia destructora. Los monjes, por su parte, contraatacaron utilizando sus bastones de modo que la inofensiva madera se convirtió en sus manos en un arma mortal. Hacía muchos decenios, un hermano viajero había traído del Lejano Oriente el secreto de la lucha sin armas, en la que los monjes habían profundizado hasta alcanzar un alto grado de perfección. En secreto se habían entrenado en el combate con la vara, no para atacar, sino para poder defenderse cuando su integridad y su vida estuvieran en peligro. Como ocurría en ese instante…

En la penumbra, la hoja desnuda de un sable centelleó en el aire y penetró en la carne y los tendones de uno de los monjes, que lanzó un grito y se desplomó. Enseguida, dos de sus compañeros de orden le relevaron, agitando sus bastones a una velocidad vertiginosa, y castigaron al criminal. La madera se abatía con fuerza aniquiladora, rompiendo huesos y derribando a los atacantes. Los movimientos de los monjes eran tan rápidos que los encapuchados apenas podían seguirlos, y, aunque estaban mejor armados, eran incapaces de ofrecer una respuesta eficaz ante la destreza de sus oponentes.

Dos de los atacantes cayeron inconscientes bajo los bastonazos, y un tercero acabó con el codo destrozado por el impacto de una vara. Un cuarto se adelantó de un salto y enarboló su sable, antes de ser igualmente alcanzado y barrido por el extremo de un bastón.

Lanzando gritos de espanto, los que quedaban en pie intentaron huir. Atropelladamente, se precipitaron de nuevo hacia la estancia del abad Andrew y escaparon por la ventana rota. Algunos de los monjes quisieron correr tras ellos, pero el abad los retuvo.

– Deteneos, hermanos -les gritó-. No es tarea nuestra castigar ni vengar. Solo el Señor puede hacerlo por nosotros.

– Pero, venerable abad -objetó el hermano Patrick, que formaba parte del grupo de arrojados defensores-, estos hombres solo han venido por un motivo, ¡para asesinarle! ¡Primero a usted, y luego a todos nosotros!

– A pesar de todo, la venganza no debe ser el sentimiento que guíe nuestra conducta -replicó su superior con una calma digna de admiración. El abad Andrew parecía haber superado por completo su miedo inicial-. No olvides, hermano Patrick, que nosotros no odiamos a nuestros enemigos. No queremos castigarles, ni tampoco causarles daño. Solo queremos proteger aquello que es justo.

– No lo olvido, venerable abad. Pero si los atrapamos, tal vez podamos descubrir quién los ha enviado.

– Nos contentaremos con los que han quedado aquí -replicó el abad, y señaló a los hombres que yacían inconscientes en el suelo-. Dudo que nos digan quién les ha enviado, pero es posible que tampoco sea necesario.

El abad indicó a sus hermanos de congregación que atendieran a los heridos. Los monjes curarían sus heridas y velarían por su restablecimiento tal como ordenaba el mandamiento del amor al prójimo. El hermano Patrick se inclinó hacia uno de los caídos, le echó la capucha hacia atrás y le retiró la máscara.

Debajo aparecieron unos rasgos pálidos, enmarcados por un cabello rubio y unas patillas, que pertenecían a un hombre joven. Pero la sorpresa fue aún mayor cuando Patrick apartó la capa del intruso. Bajo la tela, de un negro profundo, apareció un rojo resplandeciente, el rojo del uniforme de los dragones británicos.

Los monjes de Kelso se quedaron petrificados de horror. Ninguno de ellos había contado con aquello, con excepción del abad Andrew.

– Ahora ya no hay vuelta atrás -murmuró el abad, y su mirada se ensombreció-. El enemigo ha vuelto y ha mostrado su rostro. El combate ha empezado, hermanos…

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