Hacía tiempo que había pasado la medianoche y sir Walter seguía sentado en su despacho ante el secreter, a la luz de las velas, inclinado sobre su última novela, que no acababa de avanzar. También Quentin estaba presente, aunque solo físicamente. Agotado por los esfuerzos del día, el joven se había dormido en el sillón. La manta que sir Walter había tendido paternalmente sobre él se elevaba y descendía regularmente siguiendo el ritmo de su respiración.
Sir Walter casi envidió a su sobrino por su beatífico sueño; él mismo, desde hacía semanas, solo había descansado tres o cuatro horas, e incluso cuando se dormía, le perseguían en sueños las mismas preguntas torturantes sobre el cómo y el porqué. ¿Por qué había tenido que morir Jonathan? ¿Quién se encontraba detrás de aquellos hechos espantosos? ¿Qué se proponían realmente esos criminales? ¿Y qué relación tenían con todo aquello los misteriosos signos rúnicos que Quentin y él habían descubierto?
Si sir Walter hubiera sabido que en aquel momento unas figuras oscuras se deslizaban en torno a la casa de Castel Street y espiaban el interior entre las cortinas, se habría sentido mucho más inquieto aún; pero, como lo ignoraba, solo recordó que tenía que acabar el trabajo y trató de volver a concentrarse en la novela que estaba escribiendo.
Incansablemente sumergía la pluma en el tintero y la deslizaba sobre el papel, pero una y otra vez tenía que dejarla para recapacitar sobre lo que acababa de escribir. No era solo que tuviera dificultades para concentrarse. A veces, sencillamente, no sabía cómo debían proseguir las aventuras del héroe. La novela se desarrollaba en la época de Luis XI, y si tenía que ser sincero, aún no había encontrado siquiera un nombre satisfactorio para el personaje principal, un joven noble escocés que iba a Francia para realizar allí hechos gloriosos.
A esas alturas, él mismo no creía ya que pudiera mantener los plazos acordados; tendría que escribir una carta a James Ballantyne para disculparse formalmente por el retraso. Si no conseguía resolver pronto el enigma de la secta de las runas, todo aquel asunto tendría además un efecto dañino en su carrera de novelista.
Sir Walter entornó los ojos. Su escritura se difuminaba ante su mirada, pero el autor lo achacó a la exigua luz que irradiaban las velas. ¿Por qué demonios nadie había pensado aún en instalar linternas de gas, como las que se utilizaban en las calles, también en las casas?
Con determinación férrea, sir Walter mantuvo los ojos abiertos y redactó unas líneas más. Luego parpadeó; esta vez no se trataba de una simple irritación de la vista: los esfuerzos del día exigían su tributo, y sus párpados se cerraron. Cuando los abrió de nuevo, constató, con una mirada al reloj de pared, que habían pasado diez minutos.
¡Diez minutos desperdiciados porque no había podido dominarse! Regañándose a sí mismo, Scott continuó con su trabajo y acabó el párrafo en medio del cual le había vencido el sueño. Apenas había puesto el punto final, le dominó de nuevo la fatiga.
Esta vez, al abrir los ojos, no tuvo que mirar siquiera al reloj para darse cuenta de que había pasado más tiempo. Pudo verlo por las cuatro figuras encapuchadas envueltas en amplios mantos que se encontraban ante él en su despacho.
Un estremecimiento de espanto recorrió sus miembros, y de golpe se sintió completamente despierto. De su garganta escapó un grito ahogado, que despertó también a Quentin.
– Tío, ¿qué…?
El joven dejó de hablar al distinguir a los encapuchados. Se quedó con la boca abierta, incapaz de pronunciar palabra. El pánico le dominó, e instintivamente revivió aquel espantoso momento en que se había tropezado con la sombra oscura en la biblioteca de Kelso.
Luego, sin embargo, Quentin se dio cuenta de que los encapuchados no llevaban cogullas negras, sino marrones. Y además sostenían en sus manos unos bastones lisos y largos de madera flexible. De todos modos, Quentin no podía explicarse cómo habían llegado aquellos hombres a la casa.
– ¿Qué significa esto? -preguntó sir Walter, que había recuperado el habla antes que su sobrino-. ¿Cómo se les ocurre irrumpir así en mi casa? ¡Salgan de aquí ahora mismo, antes de que llame a los agentes!
El jefe de los intrusos, que se encontraba más cerca de sir Walter que los demás, se llevó entonces la mano a la capucha y la echó hacia atrás. Tanto sir Walter como Quentin lanzaron un sonoro suspiro al reconocer el rostro del abad Andrew.
– ¡Reverendo abad! -exclamó Scott con los ojos dilatados por la sorpresa.
– Buenas noches, sir Walter -le saludó el religioso-. Y buenas noches también a usted, joven señor Quentin. Les ruego que perdonen esta intromisión, pero las circunstancias no me dejaban elección.
– ¿Qué circunstancias? -preguntó al momento sir Walter. Después de superado el espanto inicial, su razón había vuelto a imponerse-. ¿Por qué no están en Kelso? -inquirió-. Y sobre todo, ¿qué significa este atuendo?
– Ahora se lo explicaré todo -dijo el abad, tratando de aplacar la justificada curiosidad de Scott-. Ha llegado el momento de que nos demos a conocer ante ustedes, señores, pues la situación ha dado un giro dramático que no habíamos previsto. Y me temo que ambos van a desempeñar un papel decisivo en este asunto…
Mary de Egton seguía huyendo.
Durante cuatro días había cabalgado a través de un paisaje de colinas que parecía no tener fin, dirigiéndose siempre hacia el sur. Se había mantenido en todo momento apartada de los caminos y había evitado el encuentro con otros viajeros.
Mary era muy consciente de que para una mujer no dejaba de ser peligroso viajar a través de estas tierras salvajes y agrestes, por las que rondaban los bandidos, pero la perspectiva de caer en manos de los salteadores le parecía menos mala que la de volver con Malcolm de Ruthven y tener que pasar el resto de sus días entre los tristes muros de su castillo. De modo que prosiguió su camino.
De noche se alojaba en pequeñas fondas apartadas de la carretera principal. Por un poco de dinero, los dueños renunciaban a hacer preguntas superfluas y podía estar segura de no ser descubierta. La última vez había dormido en el granero de una pequeña granja. Debido a la capa y a la capucha que le caía sobre la cara, el campesino la había tomado por un joven mensajero, y ella no había hecho nada para sacarlo de su error. Probablemente compadecido por aquella figura delgada y empapada -durante todo el día había estado lloviendo sin cesar-, el hombre había permitido a Mary pernoctar en su pajar.
Dormir en la paja como los pobres constituía una nueva experiencia para la joven noble, que se despertaba a menudo porque le dolía la espalda, porque la paja le picaba o porque el ganado en el establo contiguo gruñía sonoramente. Sin embargo, Mary no se sentía desdichada, porque así era la vida, sencilla pero auténtica. Ese era el sabor de la libertad.
Ya antes de que amaneciera, partió y siguió el estrecho sendero en dirección al sur, y por primera vez desde hacía días, la niebla se disipó con la salida del sol. El paisaje, del que Mary no había podido ver gran cosa en los últimos días, había cambiado. Las colinas ya no eran peladas y marrones como en las Highlands; la hierba era verde y fresca, y en lugar de tristes matorrales y retamas sarmentosas, se alzaban árboles que brillaban en tonos verde amarillentos bajo la luz del verano. Su miedo desapareció. Por primera vez, Mary tenía la sensación de poder respirar de nuevo libremente.
Pasado el mediodía, llegó a un cruce donde el sendero que seguía se unía a la carretera principal. Mary recordó que había pasado por aquel lugar cuando Kitty y ella viajaban hacia Ruthven, y su pulso se aceleró al comprender que ya no podía estar lejos de Abbotsford. Al verse tan cerca de su objetivo, Mary se olvidó de su prudencia y cogió la carretera principal, que la conduciría, siguiendo el curso del Tweed, hasta la finca de sir Walter.
Su confianza aumentaba a medida que avanzaba por la carretera, y cuando finalmente incluso la capa de nubes se abrió y una alegre luz amarilla se filtró por el techo de hojas de los árboles, Mary sintió euforia. Luego se dio cuenta de que aún no había pensado qué le diría a sir Walter. Hasta ese momento toda su atención se había centrado en la huida, su único objetivo había sido escapar de Malcolm de Ruthven; pero había llegado el momento de pensar un poco más allá.
¿Debía, y podía, decirle la verdad a sir Walter?
Mary confiaba, sin duda, en el señor de Abbotsford, pero ¿tenía derecho a mezclarle en este asunto? Lo cierto era que entre sus padres y la familia Ruthven se había cerrado un contrato que tenía fuerza legal, y ella no quería que sir Walter se viera envuelto en las disputas que con toda seguridad surgirían. Por otro lado, Mary sabía que Scott conocía como pocos los entresijos del derecho. ¿Quién, pues, mejor que él, podía ayudarla a iniciar una nueva vida?
Perdida en sus pensamientos, Mary continuó su camino, hasta que a través del denso verdor de los árboles escuchó el murmullo de un río cercano. El Tweed. ¡Abbotsford ya no estaba lejos!
Mary ya se disponía a espolear a su caballo para recorrer rápidamente el resto del camino, cuando de pronto, a ambos lados de la carretera, la espesura cobró vida.
– ¡Alto! -gritó una voz tonante, y justo ante ella, una red de cuerdas anudadas que había estado oculta bajo la arena y la hojarasca se elevó y le cortó el paso.
Su caballo relinchó aterrorizado y se levantó sobre sus patas traseras. Mary tuvo que recurrir a todas sus habilidades de amazona para no caer; pero finalmente consiguió mantenerse sobre la silla y tranquilizar al animal. Cuando miró alrededor, se vio rodeada de hombres con uniformes rojos armados con largos mosquetes. ¡Soldados!
– ¿Qué significa esto? -preguntó Mary, furiosa.
– ¡Desmonta! -ordenó uno de los soldados, un cabo de aspecto feroz.
– ¿Qué es esto? ¿Un asalto?
– ¡Desmonta -ordenó de nuevo el cabo-, o doy orden de que disparen contra ti, muchacho!
Mary respiró aliviada. Debido a la capa y a su forma de montar, el cabo no se había dado cuenta de que era una mujer -y tal vez pudiera lograr que lo siguiera creyendo-. Como estaba rodeada de fusiles, Mary no tenía otra opción que someterse a la orden. A regañadientes bajó de la silla, esforzándose en moverse como un hombre.
– Eso está mejor. Y ahora quítate la capucha.
– ¿Por qué?
– ¿No has oído lo que he dicho? ¿Tendremos que obligarte a obedecer, muchacho?
Mary apretó los labios. Resultaba al mismo tiempo enojoso y frustrante haber sido detenida cuando se encontraba tan cerca de su destino. Y aunque no le daban miedo los soldados, sí temía las preguntas que pudieran plantearle en cuanto descubrieran que era una mujer.
Con gesto indolente, Mary echó hacia atrás la capucha de su manto, y su cabello rubio resplandeció, dorado, bajo la débil luz del sol.
– ¿Está satisfecho ahora? -preguntó, y miró furiosa al cabo.
Si los soldados estaban sorprendidos, no lo dejaron ver. El cabo hizo una seña a uno de sus subordinados, que se retiró enseguida y desapareció en el bosque.
– ¿Qué significa esto? -preguntó Mary-. ¿Por qué me retienen? Protesto enérgicamente contra este comportamiento, ¿me oye?
Ni el suboficial ni sus esbirros respondieron. En cambio, el soldado llegó un poco más tarde acompañado de otro hombre.
Había algo que imponía respeto en el porte y la apariencia del recién llegado. Su cabello, liso y negro, enmarcaba un rostro delgado y ascético, en el que brillaban un par de ojos helados. Sus rasgos revelaban determinación, y su actitud y su forma de moverse, autoridad y orgullo. Mary no estaba muy versada en rangos militares, pero por el impecable uniforme adornado de charreteras que vestía, podía deducirse que se trataba de un oficial.
– ¿Está usted al mando de esta gente? -preguntó Mary mordazmente-. Si es así, me debe una explicación por su grosero comportamiento. Han estado a punto de derribarme del caballo.
– Le ruego que perdone la conducta de mis hombres -dijo el oficial, y por su acento Mary concluyó que no era escocés, sino inglés-. Sin embargo, debo defenderlos, ya que han actuado siguiendo mis órdenes.
– ¿Siguiendo sus órdenes, dice? -Mary levantó las cejas-. ¿Y quién es usted, si se me permite preguntarlo?
El interpelado sonrió impertérrito.
– ¿No cree que, dadas las circunstancias, soy yo quien debería hacer las preguntas? Por su lenguaje y su apariencia deduzco que no es usted una criada ni una campesina, aunque sus ropas y su desvergonzada manera de montar puedan hacerlo suponer.
– Sí…, es cierto -confirmó Mary, bajando la mirada. Ahora se daba cuenta de que había sido poco inteligente reaccionar de un modo tan enérgico. Con otra actitud, posiblemente los soldados la habrían tomado por una campesina y habrían dejado que se marchara; mientras que ahora debería justificarse ante ellos.
– ¿Y bien? -la apremió el oficial-. Espero una explicación.
Su mirada escrutadora la estremeció hasta la médula. Febrilmente, Mary pensó en la respuesta que debía darle. De ningún modo podía decirle la verdad, porque si lo hacía, antes de lo que tardara en recitar los nombres de sus primas solteras, se encontraría otra vez de vuelta en Ruthven.
– Mi nombre es Rowena -dijo recurriendo al primer nombre que le pasó por la cabeza-. Lady Rowena de Ivanhoe -añadió.
– ¿Y qué más?
– Iba de camino a Abbotsford cuando mis sirvientes y yo fuimos asaltados por unos bandidos. Los criados pudieron huir, mientras que yo fui hecha prisionera por esos malhechores. Estuve en su poder durante dos días, antes de conseguir escapar.
– ¿Y sus ropas?
– Se las quedaron los ladrones. Puedo estar contenta de llevar algo encima.
– Comprendo -dijo el hombre con una sonrisa inexpresiva. Era imposible decir si creía o no la atrevida historia de Mary, que por eso añadió enseguida:
– Ahora que sabe quién soy, me gustaría saber quién es usted.
– Desde luego, milady. Mi nombre es Charles Dellard. Soy inspector real en misión especial.
– ¿En misión especial? -Mary levantó las cejas-. ¿Qué clase de misión puede ser esa, inspector? ¿Acechar a mujeres indefensas en el bosque? ¿No sería mejor que se preocupara de capturar a los malhechores que me atacaron?
Dellard pasó por alto la ofensa, igual que sus restantes palabras. De hecho, parecía importarle poco lo que Mary dijera.
– ¿Iba a Abbotsford? -se limitó a preguntar.
– Así es.
– ¿Para qué?
– Para visitar a un querido amigo -replicó Mary con una sonrisa de triunfo-. Tal vez le conozca, porque es un hombre muy influyente en la región. Sir Walter Scott.
– Desde luego que le conozco -le aseguró el inspector-. En cierto modo, él constituye incluso la razón del agravio que le hemos infligido, lady Rowena.
– ¿Cómo debo entender eso?
– No solo usted ha sido importunada por los ladrones. El bosque, en estos días, está lleno de malhechores que rompen la paz en la región e infringen la ley. Y esos hombres ni siquiera respetan Abbotsford.
– ¿Se ha producido un asalto en Abbotsford? -preguntó Mary, esforzándose en no mostrar demasiado claramente su emoción.
– Así es. Y por ese motivo, milady, sir Walter ya no se encuentra en su propiedad.
– ¿No? -Mary tuvo la sensación de que el mundo se hundía bajo sus pies-. ¿Y dónde está?
– En Edimburgo, siguiendo mi recomendación. Le dije que aquí, en el campo, no podía seguir garantizando su seguridad; por eso decidió trasladarse, con su familia, a su casa de Edimburgo. A decir verdad, me sorprende que no se lo haya comunicado, si es usted tan amiga suya.
A Mary no le gustó el tono del inspector, y menos aún su mirada. Sus ojos no solo revelaban desconfianza hacia ella, sino también una buena dosis de malicia.
– Me parece -continuó Dellard- que no ha estado en esta comarca desde hace algún tiempo, lady Rowena. Últimamente han cambiado muchas cosas aquí. El país se ha vuelto inseguro. En todas partes se ocultan malhechores, de modo que no me sorprende lo que le ha ocurrido. Para evitar que algo así se repita, mis hombres y yo nos preocuparemos personalmente de su seguridad.
– No será necesario -le aseguró Mary.
– Sí lo es, milady. Nunca me lo perdonaría, si le sucediera algo en el camino. Mi gente y yo la tomaremos bajo nuestra protección para estar seguros de que no volverá a caer en manos de unos desalmados.
– Le repito que no, inspector -insistió Mary, esta vez con mayor energía-. Ya le he dicho que no será necesario. Usted y sus hombres tienen otros deberes que atender, y no quiero ser un estorbo.
– No se preocupe, milady, no lo es -dijo Dellard, y a una señal suya, dos de sus hombres se adelantaron y sujetaron a Mary.
– ¿Qué significa esto? -preguntó la joven.
– Lo hacemos por su bien, milady -replicó Dellard, pero su expresión maliciosa desmentía esta afirmación-. Estará bajo nuestra custodia hasta que el peligro haya pasado.
– En lo que a mí respecta, ya lo ha hecho. Ordene a sus hombres que me suelten inmediatamente.
– Lo lamento, pero no puedo hacerlo.
– ¿Y por qué no?
– Porque tengo, por mi parte, órdenes que cumplir -respondió Dellard, y la falsa amabilidad que había mostrado hasta entonces desapareció de su rostro-. Lleváosla -indicó a sus hombres.
Mary, sin embargo, no tenía ninguna intención de representar el papel de víctima indefensa. La joven levantó la pierna y lanzó a uno de sus guardianes una patada que le alcanzó en la rodilla, por encima de la caña de la bota. El soldado lanzó un juramento y cayó al suelo bufando de dolor. Su compañero se quedó tan sorprendido que aflojó la presa, y Mary aprovechó la ocasión para liberarse. Desesperada, salió corriendo a través de la carretera en dirección a los matorrales.
– ¡Detenedla! ¡No dejéis que huya! -gritó Dellard a su gente, y un instante después unas manos rudas sujetaban a Mary y la arrastraban de vuelta. Aunque la joven se defendió encarnizadamente, no tenía la menor oportunidad ante los soldados, que la superaban en fuerza y también en número.
Mary, sin embargo, no cedió, y se resistió ferozmente. Bufando como un gato salvaje, golpeó con sus pequeños puños en todas direcciones, arañó y mordió de un modo que no era en absoluto propio de una dama, y finalmente consiguió soltarse de nuevo. Esta vez aterrizó en los brazos de Dellard, que la esperaba sonriendo con ironía.
– ¿Adónde va, milady? -preguntó, y antes de que Mary pudiera reaccionar, desenvainó su sable y la golpeó con él.
La campana metálica alcanzó a Mary en la sien. La joven sintió un dolor abrasador, y luego todo se volvió borroso a su alrededor. Lo último que vio, antes de perder el conocimiento, fue la expresión sarcástica del rostro de Charles Dellard.