Cuando Mary entró a la mañana siguiente en el salón del desayuno, enseguida se dio cuenta de que algo había cambiado.
Malcolm de Ruthven ya había salido de la casa; solo su madre estaba presente. Y la mirada con que Eleonore la recibió no prometía nada bueno.
– Una mañana muy agradable -la saludó Mary afablemente, e insinuó una reverencia-. ¿Ha descansado bien?
– En absoluto -gruñó Eleonore-, y no se me ocurre qué podría hacer que esta mañana fuera para mí siquiera pasablemente agradable. ¿Por qué abandonaste la recepción tan pronto?
Mary ocupó su lugar al otro extremo de la mesa. De modo que ese era el motivo de aquel recibimiento gélido, pensó. Su rápida despedida les había enojado.
– No me encontraba bien -informó a su futura suegra, mientras una sirvienta llegaba y le servía el té.
– De modo que no te sentías bien. -La mirada de Eleonore no era difícil de interpretar; en ella había ira y desprecio-. Esta recepción se había celebrado en tu honor. Toda la nobleza de la tierra alta se había reunido aquí para darte la bienvenida a tu nuevo hogar. No sé cómo se comporta la gente en Inglaterra, pero aquí, en el norte, se considera sumamente grosero que el huésped de honor se retire sin una palabra de disculpa. Has infringido la etiqueta y ofendido a nuestros invitados.
– Lo lamento -dijo Mary-, no era esa mi intención; pero no me sentía bien, como he dicho, y pensé que era mejor…
– Pero ¿te sentías suficientemente bien para participar en una fiesta en la casa de los sirvientes?
La voz de Eleonore era tan dura y amenazante que Mary dio un respingo. Asustada, miró a la señora del castillo.
– ¿Que creías, hija mía? ¿Pensaste realmente que tu pequeña escapada pasaría inadvertida? Yo me entero de todo lo que ocurre entre estos muros.
Mary bajó la mirada. No tenía sentido negarlo. Probablemente uno de los cocheros o alguno de los miembros del personal de servicio había hablado, y Mary tampoco podía reprochárselo. En ese lugar, todos temían a las personas a las que servían.
– No fue algo planeado -dijo Mary, recalcando cada palabra-. Salí para respirar un poco de aire fresco. Entonces oí música y quise saber de dónde venía. Y una cosa llevó a la otra.
– Oír esto de tu boca suena realmente inocente si se piensa que al final bailaste con el aprendiz del herrero y te entregaste a prácticas rústicas y primitivas…
– Perdone -replicó Mary, que no pudo evitar que su voz sonara sarcástica-, no sabía que estuviera prohibido.
– ¡Todo te está prohibido! -gritó Eleonore, soltando un gallo. Sus ojos echaban chispas, y el aura amenazadora que la rodeaba llegó incluso a inspirar miedo a Mary-. Todo lo que perjudique a la fama y a la reputación del laird de Ruthven -añadió la señora del castillo, moderando un poco el tono.
– ¿Perjudica a la fama y a la reputación del laird que acuda a un banquete de boda de sus sirvientes y felicite a los novios?
– No es propio de una lady practicar costumbres campesinas y felicitar al pueblo bajo.
– ¿El pueblo bajo? Estas personas son nuestros subordinados. Están a nuestro servicio y se encuentran bajo nuestra protección.
– En primer lugar y por encima de todo -rectificó Eleonore, con una voz que temblaba de indignación-, estas personas tienen que someterse a nosotros y servirnos. Su sangre no tiene el mismo color que la nuestra, son gente impura y de baja estofa. Para una dama no es adecuado tratar con ellos más de lo debido.
Mary asintió.
– Poco a poco voy comprendiendo de dónde ha sacado Malcolm sus puntos de vista.
– Por tu situación no te corresponde ser impertinente o criticar al laird o a mí de ningún modo. Tu tarea se limita a ser una buena y obediente esposa para tu marido y a representar a la casa de Ruthven de la mejor manera posible. Esto y nada más es lo que se exige de ti. ¿Te sientes en situación de cumplirlo?
Mary bajó la mirada. Por un momento quiso asentir y rendirse, inclinarse ante la mayor edad y posición de su interlocutora, como le habían enseñado desde pequeña. Pero enseguida cambió de parecer; no podía dejar de lado unos valores en los que creía de forma incontestable y que en el castillo de Ruthven no parecían tener ninguna validez. No podía, no quería, soportar aquello calladamente.
– Depende -dijo finalmente en voz baja.
– ¿De qué?
La mirada de Eleonore tenía de nuevo aquel aire de ave de presa que, ya en el día de su llegada, había asustado a Mary.
– De si no me avergüenzo de representar a la casa de Ruthven.
– ¿Avergonzarte, tú…? -La señora del castillo jadeó, y por un instante pareció que efectivamente no conseguía respirar. La mujer agitó los brazos en el aire, impotente. Necesitó unos segundos para tranquilizarse-. Pero ¿sabes lo que estás diciendo, necia criatura? -soltó luego.
– Eso creo -le aseguró Mary-, y pienso también que no soy ninguna necia. Estoy profundamente convencida, milady, de que no se puede tratar con desprecio a las personas por humilde que sea su origen. Dios dotó a todos los hombres con los mismos derechos y privilegios. El hecho de que no todos hayan tenido la suerte de nacer en un ambiente acomodado no debería incitarnos a mirarlos con desprecio.
– Lo que faltaba -gimió Eleonore con desprecio-. ¡Desatinos revolucionarios!
– Tal vez. Pero he mirado en los ojos de las personas que trabajan para usted, y en ellos he visto miedo. Los criados la temen, milady, igual que a su hijo.
– ¿Y eso no te agrada?
– En absoluto, porque soy de la opinión de que los subordinados deberían amar a sus señores y sentir fidelidad hacia ellos en lugar de temerlos.
Por un momento Eleonore permaneció inmóvil, sin que Mary pudiera imaginar qué pasaba por su mente. Luego estalló en una carcajada.
– ¿Es esa la razón de tu escapada nocturna? -quiso saber-. ¿Quieres ganarte la estima de los mozos y las criadas?
– En primer lugar son personas, milady. Y sí, me gustaría ganarme su aprecio y su respeto.
– El respeto se consigue solo mediante la autoridad. Y el miedo es un buen instrumento de ayuda para obtenerlo.
– No soy de esta opinión.
– Me es indiferente tu opinión. Nos has puesto en evidencia y nos has ofendido de una forma inaceptable, tanto al laird como a mí, y eso no quedará sin castigo.
– Con permiso, milady, ¡el laird es un zoquete a quien solo importa su reputación y sus riquezas! No merecía otra cosa.
– Ya es suficiente. -Los labios de Eleonore se apretaron hasta formar solo una línea sobre su pálido rostro-. Por lo visto no hay otro remedio; de modo que tendré que darte una lección.
– ¿Qué se propone? -preguntó Mary impertérrita-
¿Quemar el techo sobre mi cabeza, como hace con esa pobre gente?
– El techo, sin duda, no; pero hay otras cosas que arden magníficamente. El papel, por ejemplo.
De pronto Mary tuvo un mal presagio.
– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó.
– Bien, hija mía, me parece dolorosamente evidente que esas embrolladas ideas que tienes en la cabeza no pueden proceder de ti misma. De manera que de algún lugar tienen que venir, y se me ha ocurrido que hundes tu nariz en los libros con mucha más frecuencia que cualquier otra dama que conozca.
– ¿Y? -se limitó a preguntar Mary.
– Estos libros parecen ser la auténtica razón de tu rebeldía y tu comportamiento indómito. Por eso he ordenado que limpien tu habitación de libros y los lleven al patio para quemarlos a la vista de todos.
– ¡No!
Mary se levantó de un salto.
– Tenías elección, hija mía. No deberías haberte puesto contra nosotros.
Durante un instante Mary se quedó paralizada, estupefacta ante tanta crueldad. El terror la dominó, y se precipitó hacia la ventana para mirar al patio. Abajo ardía un fuego vivo, del que ascendía, en el cielo de la mañana, un humo gris y jirones de papel que el aire caliente empujaba hacia lo alto.
Mary no pudo impedir que las lágrimas asomaran a sus ojos. Efectivamente eran libros lo que allí ardía, sus libros. En ese momento un criado trajo otro montón de la casa y lo arrojó a las llamas.
Mary se volvió y salió precipitadamente del salón. Voló por los pasillos y la escalera hasta llegar al patio. Kitty salió a su encuentro, con lágrimas en los ojos.
– ¡Milady! -exclamó-. ¡Por favor, perdóneme, milady! Quería evitar que lo hicieran, pero no pude. ¡Se llevaron los libros sin ninguna explicación!
– No te preocupes, Kitty -le dijo Mary, manteniendo un último resto de dignidad.
Luego bajó los escalones que llevaban al patio y tuvo que ver cómo otro montón de sus queridos libros eran entregados a las llamas; entre ellos también la obra sobre historia escocesa que sir Walter le había regalado. Conocía al joven que los había lanzado al fuego y que ahora atizaba las llamas con una larga barra de hierro. Era Sean, el aprendiz de herrero con el que había bailado la noche anterior en su boda.
La desesperación se apoderó de ella. Corrió para salvar lo que aún podía salvarse, quiso arrancar a las llamas los restos de sus queridos libros con las manos desnudas. El joven Sean se interpuso en su camino.
– No, milady -le pidió.
– ¡Déjame pasar! Tengo que salvar mis libros.
– Ya no puede salvarse nada, milady -dijo el aprendiz tristemente-. Lo siento tanto…
Mary, de pie ante las llamas, con la mirada fija en la hoguera, vio cómo Ivanhoe y La dama del lago desaparecían en las brasas. El papel se arrugó antes de encenderse y teñirse de negro, para desintegrarse finalmente en cenizas.
– ¿Por qué has hecho esto? -susurró Mary-. Estos libros eran todo lo que conservaba. Eran mi vida.
– Lo siento, milady -respondió Sean-. No teníamos elección. Amenazaron con quemar las casas de nuestras familias y expulsarnos de nuestras tierras si no lo hacíamos.
Mary miró al aprendiz de herrero. Su aspecto, con los rasgos hinchados por el llanto, no era en absoluto el que podía esperarse de una dama; pero no se avergonzaba de sus lágrimas. Lo que le había hecho Eleonore de Ruthven era lo más pérfido que había visto nunca.
Los ladrones del puente solo habían querido arrebatarle sus bienes materiales; Eleonore, en cambio, iba más allá. Ella quería destruir su vida, la consideraba una propiedad con la que podía comportarse como le placiera y que podía alterar a su antojo.
En medio de la tristeza y las coerciones que la rodeaban, la lectura había sido para Mary una huida a un mundo distinto y mejor. No podía imaginar cómo sobreviviría ahora sin sus libros.
– Por favor, milady -dijo Sean, al ver la desesperación en sus ojos-, no se enoje con nosotros. No podíamos hacer nada.
Mary le miró fijamente. En un primer momento, había sentido una ira incontrolable hacia el joven y se había sentido infinitamente decepcionada por su conducta y la de los suyos. Pero ahora comprendía que no era culpa suya. Sean y los demás sirvientes temían por su vida, y solo habían hecho lo que debían para protegerse a sí mismos y a sus familias.
Mary apartó los ojos de él y alzó la mirada hacia el edificio principal, hacia la gran ventana del salón. Como si lo hubiera adivinado, distinguió allí la figura enjuta de Eleonore de Ruthven.
La mujer se encontraba de pie junto la ventana, mirándola con aire altanero, y Mary vio cómo una sonrisa de complacencia se dibujaba en su pálido rostro. Sus puños se apretaron, y por primera vez en su vida, Mary sintió odio.
Con una última mirada se despidió de sus queridos libros, que las llamas habían devorado ya casi por completo. Luego se volvió y abandonó el patio con la cabeza alta, para no proporcionar a su futura suegra un nuevo motivo de satisfacción.
Kitty la acompañó, y las dos se esforzaron en contener el llanto para no dar ninguna muestra de debilidad. Solo cuando Mary estuvo en su habitación, dio rienda suelta a las lágrimas, y aunque Kitty hizo todo lo que pudo por consolarla, nunca en su vida se había sentido tan sola, tan abandonada.
Los libros habían sido su elixir vital, su ventana a la libertad. Aunque su cuerpo estuviera prisionero de las coerciones que se le imponían, su espíritu era libre. Al leer se había trasladado a lugares y tiempos lejanos, a los que nadie podía seguirla. Esa libertad, aunque hubiera sido solo una ilusión, había ayudado a Mary a no desesperar.
¿Cómo podría vivir aquí ahora, cómo podría soportar ese destino forzado en el castillo de Ruthven sin una palabra escrita que diera alas a su fantasía y le ofreciera consuelo y esperanza?
La desesperación de Mary no tenía límites. No abandonó la habitación en todo el día, y tampoco fue nadie a buscarla.
En algún momento sus lágrimas se agotaron, y extenuada por el dolor, la rabia y la indignación, Mary se durmió. Y mientras dormía, tuvo de nuevo un extraño sueño, que la condujo a un pasado muy lejano…