13

– ¡Por las reliquias de san Eduardo! -exclamó sir Walter-. ¡Tienes razón, muchacho!

Alguien había grabado unas runas en el escudo de los Stewart, visiblemente de forma apresurada; pero aun así, los signos podían reconocerse con facilidad. Eran las mismas runas que Quentin y sir Walter habían descubierto en el sarcófago de Bruce.

– ¿Ha encontrado algo? -preguntó el abad Andrew esperanzado.

– No yo, sino mi despierto sobrino -respondió sir Walter, y le dio una palmadita a Quentin en la espalda-. Es evidente que estos signos se marcaron posteriormente en el escudo. Son runas, las mismas del sarcófago de Robert. No puede ser una casualidad que se encuentren aquí.

– Seguro que no. Como ya dije, sir Walter, este era antes el escondrijo de la secta.

– Esto ya lo he comprendido. Pero ¿no se le ha ocurrido nunca pensar que estas runas podían ocultar algo más? ¿Hasta qué punto se examinó a fondo la chimenea?

– Bien, a decir verdad, no creo que nadie…

Sir Walter golpeó la chimenea con el puño de su bastón y se escuchó una percusión sorda: no parecía haber ninguna cavidad.

– No puede ser una casualidad -reflexionó en voz alta-. Estos signos tienen que significar algo. Son una indicación, una pista…

Se retiró un paso para contemplar el conjunto de la chimenea, y entonces notó una corriente de aire en su mano derecha.

– Extraño -se limitó a decir.

Se adelantó y retrocedió de nuevo, moviéndose tan pronto hacia la izquierda como hacia la derecha, para tratar de descubrir de dónde venía la corriente. Comprobó con sorpresa que no procedía de la extracción de humos, como habría sido lógico, sino que podía sentirse a ras de suelo, en la dirección de la rejilla cubierta de ceniza.

– La rejilla, muchacho -dijo volviéndose hacia Quentin-. ¿Quieres hacer el favor de apartarla por mí?

– Naturalmente, tío.

Con gesto decidido, el sobrino de sir Walter se adelantó, sujetó la estructura de hierro forjado y la arrastró afuera de la chimenea. Aunque las nubes de hollín que se levantaron le dieron el aspecto de un carbonero, Quentin no se preocupó por ello.

Bajo la rejilla había una losa, también cubierta de hollín. A petición de su tío, Quentin la limpió con la mano… y lanzó un grito agudo al ver que por debajo aparecía la runa de la espada grabada en la antigua piedra.

– ¡Increíble! -exclamó entusiasmado-. ¡Lo has conseguido, tío! ¡La has encontrado!

– ¡La hemos encontrado, muchacho! -le corrigió sir Walter con una sonrisa complacida-. Los dos la hemos encontrado.

El abad Andrew y sus hermanos de congregación se acercaron también al instante, y contemplaron asombrados el descubrimiento.

– Sabía que no nos decepcionaría, sir Walter -dijo el abad-. Usted y su sobrino han sido bendecidos por el Señor con una sagacidad especial.

– Ya veremos -dijo sir Walter-. Ahora lo que necesitamos son herramientas. Supongo que bajo la solera de la chimenea existe una cavidad. Con un poco de suerte, allí encontraremos lo que buscamos.

El abad Andrew envió a dos de sus hermanos a buscar los útiles necesarios, un martillo pesado y un pico, con los que Quentin atacó la placa de piedra. Los martillazos retumbaron sordamente en la sala mientras descargaba con todas sus fuerzas la herramienta contra la losa. Finalmente saltaron esquirlas. Quentin continuó entonces con el pico y dejó libre un espacio de unos dos codos de lado. Una negrura impenetrable se abrió ante las miradas de los hombres.

– Velas -pidió Quentin entusiasmado, y sujetó el candelabro que le alcanzaban para iluminar luego con él la abertura.

– ¿Y bien? -preguntó sir Walter impaciente-. ¿Qué puedes ver?

– ¿Ha encontrado la espada, señor Quentin? -inquirió el abad Andrew.

– No. Pero aquí hay un pozo. Y un pasaje que continúa por debajo, una especie de galería…

Sir Walter y el abad intercambiaron una mirada sorprendida.

– ¿Una galería? -preguntó sir Walter levantando las cejas.

– No tengo ningún conocimiento de eso.

– Posiblemente sea un pasaje secreto. En tiempos antiguos era bastante habitual disponer de una puerta trasera para los momentos de crisis.

– Voy a mirar -anunció Quentin, y antes de que sir Walter pudiera decir nada en contra, ya había saltado con su candelabro.

Sir Walter y el abad Andrew se precipitaron hacia el borde de la abertura y miraron hacia el fondo. Unos tres metros por debajo distinguieron a Quentin, que estaba de pie en la entrada de una galería.

– Esto es increíble -gritó Quentin mirando hacia lo alto, y su voz resonó ligeramente en el túnel-. Ante mí se abre un pasaje, pero no puedo ver adónde conduce.

– Necesitamos más luz -pidió sir Walter, y uno de los monjes lanzó dos antorchas abajo, que Quentin encendió con las velas.

– Es un pasaje bastante largo -informó-. Sigo sin poder ver el final. Al cabo de unos veinte metros el pasadizo forma un recodo.

– ¿En qué dirección? -quiso saber sir Walter.

– Hacia la izquierda.

– Hummm… -Sir Walter reflexionó-. El pasaje va en dirección noroeste. Si además describe un giro hacia la izquierda, conducirá directamente al castillo de Edimburgo.

– Tiene razón -asintió el abad Andrew.

– Entonces posiblemente no se trate de una vía de escape de esta casa, como suponíamos al principio, sino de un pasaje secreto que sale del castillo y va a parar a este edificio.

– Se dice que algunos partidarios de los jacobitas pudieron escapar de forma misteriosa del castillo. Tal vez acabemos de encontrar una explicación a este enigma.

– Tal vez -asintió sir Walter-. Y esto también explicaría por qué los hermanos de las runas tenían su escondrijo precisamente aquí. ¿Es transitable el pasaje, muchacho? -gritó en dirección a Quentin.

– Creo que sí.

– Entonces deberíamos examinarlo. ¿No le parece, abad Andrew?

El religioso arrugó la frente.

– ¿Quiere bajar usted mismo?

Los rasgos de sir Walter se iluminaron de nuevo con su característica sonrisa juvenil.

– No creo que se nos revelen los secretos de esta galería desde aquí arriba, mi querido abad. Y hemos llegado tan lejos que de ningún modo voy a permitir que nada me detenga en los últimos metros.

– Entonces le acompañaré -anunció el abad Andrew decidido, e hizo una seña a su gente para que les ayudaran a bajar.

Debido a su pierna, sir Walter tuvo algunas dificultades para llegar al fondo del pozo, pero al señor de Abbotsford se le había metido en la cabeza que lo haría, y nada ni nadie habrían podido detenerlo. Quentin lo sostuvo sobre sus hombros y luego formó un peldaño con las manos, que ayudó a sir Walter a llegar al suelo de la galería. El abad Andrew saltó tras él sin vacilar. Su forma de moverse y la elasticidad con que aterrizó después del salto dejaban ver que la oración y el estudio de antiguos escritos no eran las únicas ocupaciones del abad.

Los monjes les alcanzaron desde arriba otras antorchas, y en cuanto las hubieron encendido, los tres hombres se dispusieron a recorrer la galería, que se extendía sombría ante ellos. Manos diligentes la habían labrado en el basalto de la colina del castillo, seguramente ya en la Edad Media.

El techo de la galería tenía la medida justa para que un hombre pudiera pasar agachado. Las paredes estaban húmedas y cubiertas de cieno, y en el suelo había charcos en los que se reflejaba la luz de las antorchas. En algún lugar goteaba el agua, y el eco de los pasos de los tres hombres resonaba en las paredes, cavernoso y siniestro.

Quentin, que había superado todos sus temores y ardía en deseos de solucionar el enigma que les había tenido ocupados tanto tiempo, se puso al frente del pequeño grupo. Le seguía sir Walter, y el abad Andrew cerraba la marcha.

Los tres avanzaron por la galería, que describía primero el giro a la izquierda que había mencionado Quentin, antes de ascender en una suave pendiente.

– Tenía razón -constató sir Walter, y su voz resonó a través de la galería-. Este pasaje conduce, en efecto, hacia arriba, al castillo. Apostaría cualquier cosa a que…

Inesperadamente, Quentin se había detenido. Ante ellos, un esqueleto humano yacía en el suelo.

Estaba medio apoyado contra la pared de la galería, y sobre la osamenta aún quedaban vestigios de lo que parecía un uniforme. Al lado había un sable herrumbroso, así como los restos de una pistola de pedernal. El hombre tenía la clavícula hecha trizas, al parecer a consecuencia de una bala que debían de haber disparado desde muy cerca.

– Por el uniforme, debía de ser un soldado del gobierno -supuso sir Walter-, un miembro de la Guardia Negra. Al parecer, aquí abajo hubo un combate.

Siguieron adelante y tropezaron con indicios que confirmaban la suposición de sir Walter. Más esqueletos aparecieron desperdigados por la galería, en ocasiones tan juntos que sir Walter y sus acompañantes tenían que pasar sobre ellos para poder continuar su camino. Al lado había restos de armas y uniformes; a veces de tropas del gobierno, y otras de los resistentes jacobitas.

– Aquí abajo debió de producirse una terrible refriega -opinó Quentin.

– Sin duda -asintió sir Walter-. Y los soldados del gobierno la perdieron.

– ¿Qué te lo hace suponer?

– Muy sencillo: si alguno de los soldados hubiera conseguido abandonar la galería vivo, la existencia del pasaje no habría permanecido secreta. Dado que no fue así, parece evidente que solo pudieron escapar jacobitas, que conservaron el secreto.

– Suena lógico -admitió el abad Andrew-. Aunque me pregunto por qué los muertos se encuentran en este estado. Las insurrecciones jacobitas fueron aplastadas hace unos setenta años, pero estos esqueletos parecen tener una antigüedad de varios siglos.

– Creo que conozco la respuesta -intervino Quentin con voz ahogada, e iluminó con su antorcha la parte de la galería que habían dejado atrás. A lo lejos se oyeron unos chillidos estridentes, y en el espacio que abarcaba la luz de la antorcha, el suelo pareció moverse de pronto y se escuchó el rumor de docenas de pasos ligeros, cortos y rápidos.

– Ratas -gimió sir Walter con una mueca de asco. No había muchas cosas por las que el señor de Abbotsford sintiera repugnancia, pero los grises roedores eran, sin duda, una de ellas.

Quentin, que conocía la debilidad de su tío, gritó con fuerza y agitó su antorcha para ahuyentar a los animales. Las ratas se retiraron por la galería lanzando chillidos, y se alborotaron de nuevo, asustadas, cuando los hombres continuaron su marcha en la oscuridad. Una y otra vez podían distinguir sus ojos inflamados de rojo, brillando hostiles en la penumbra.

El pasaje se empinó, y a intervalos irregulares, aparecieron peldaños labrados en el suelo. Según los cálculos de sir Walter, no tardarían en encontrarse debajo del castillo real. Los tres hombres se preguntaban qué iban a hallar al final de la galería…


Los cascos de los caballos del destacamento de dragones atronaban en la noche. Los jinetes, que espoleaban despiadadamente a sus monturas, podían utilizar sin problemas la carretera principal, ya que ellos no necesitaban esconderse. Sus uniformes constituían un camuflaje perfecto: ¿quién iba a imaginar que tras un destacamento de dragones británicos pudieran ocultarse los miembros de una hermandad prohibida? Charles Dellard se sentía lleno de desprecio por todos aquellos a los que había engañado -desde sus superiores hasta los cabezas huecas del gobierno; todos, sin excepción, lo habían tomado por un súbdito leal de su majestad- y ardía en deseos de dejar caer por fin su máscara y revelar abiertamente sus auténticas intenciones. Estaba harto de adular a la gente y de someterse a las indicaciones de nobles estrechos de miras que se habían limitado a heredar el título y el cargo. Él mismo quería formar parte del grupo ilustre de los que tenían el poder en sus manos, y gracias a Malcolm de Ruthven y a la Hermandad de las Runas, pronto pertenecería a ese selecto círculo.

El inspector azuzaba implacablemente a su caballo. Pronto, al otro lado de la colina, pudo divisar los primeros arrabales de la ciudad. El resplandor mate de los faroles caía sobre las casas e iluminaba la noche, de modo que la colina del castillo y la poderosa fortaleza que la coronaba podían verse desde lejos.

Edimburgo.

Habían llegado a su destino.

El pelaje de los caballos brillaba de sudor después de la dura cabalgada. Los animales resoplaban, lo habían dado todo, pero sus jinetes seguían azuzándolos.

Malcolm de Ruthven estaba convencido de que el sueño de la inglesa había sido algo más que una ilusión o una mentira para tratar de salvar el cuello. Dellard, por su parte, no sabía todavía qué pensar; pero era consciente de que el eclipse de luna estaba cerca y de que tenían que aprovechar todas las ocasiones que se presentaran para hacerse con la espada de la runa, la hoja hechizada de la que dependía todo.

Casi había llegado la hora.

Dentro de poco, el sombrío destino en que todos creían se cumpliría. Y entonces nacería una nueva era. En cuanto se deshicieran del rey traidor con ayuda de la espada, que ya antes había eliminado a otros traidores…


El desastre se abatió sobre él de una forma tan repentina que Quentin no tuvo tiempo de reaccionar.

El pasaje había dejado de subir y ahora transcurría de nuevo horizontalmente. Si Quentin no hubiera estado tan preocupado por alcanzar el extremo de la galería, tal vez se habría dado cuenta de que el suelo en aquella zona era distinto al del resto del pasaje; pero obsesionado como estaba por llegar al final, corrió a ciegas hacia la trampa, que había sido preparada, hacía mucho tiempo, por manos astutas.

Un paso imprudente, un horrible crujido, y la placa de piedra de solo un dedo de grosor que formaba el suelo cedió. La losa saltó en pedazos, y bajo ella se abrió un oscuro abismo.

Un grito ahogado surgió de la garganta de Quentin cuando se dio cuenta de que el suelo se hundía bajo sus pies. La antorcha cayó al suelo. Braceó frenéticamente, buscando algún lugar donde agarrarse, pero sus manos se agitaron inútilmente en el vacío. Un instante después sintió que el abismo iba a devorarle. Durante una fracción de segundo, osciló entre la vida y la muerte, hasta que dos manos resueltas lo sujetaron y lo retuvieron, mientras los fragmentos de la placa desaparecían en la oscuridad.

Quentin siguió gritando. Tardó un momento en comprender que no caería al vacío. Sir Walter y el abad Andrew habían reaccionado instantáneamente y lo habían sujetado por el cuello de la chaqueta. Y ahí estaba ahora, balanceándose y agitando las piernas impotente, mientras lo arrastraban hacia atrás para depositarlo en lugar seguro.

– Ha faltado poco, muchacho -dijo sir Walter superfluamente.

Quentin temblaba como un azogado. Incapaz de decir palabra, se arrastró a cuatro patas hasta el borde del agujero y miró hacia abajo. Como su antorcha había caído por él, se podía distinguir el fondo. El pozo tenía una profundidad de unos diez metros y el suelo estaba cubierto de púas de hierro. Si efectivamente se hubiera precipitado dentro, no habría salido vivo de allí.

– Gracias -balbuceó con voz ahogada. Por un momento había llegado a pensar que todo había acabado para él.

– De nada, muchacho. -Sir Walter sonrió maliciosamente-. Nunca me lo habría perdonado si te hubiera ocurrido algo a ti también. De modo que puede decirse que solo he actuado en beneficio propio.

– Un foso trampa -constató el abad Andrew, cuyo pulso ni siquiera se había alterado por el incidente-. Es evidente que los constructores de esta galería tenían ciertas prevenciones contra los visitantes indeseados.

– Eso parece -le apoyó sir Walter-. De todos modos habrían tenido que contar con que un dispositivo como este aumentaría aún más nuestra curiosidad. Porque en un lugar donde se colocan unas trampas tan astutas, seguro que hay algo que descubrir. -Y añadió, tendiendo la mano a Quentin para ayudarle a ponerse en pie-: ¿Todo va bien, muchacho?

– Creo que sí.

A Quentin le temblaban las piernas y el corazón le golpeaba salvajemente contra las costillas. Aún bajo el efecto de la conmoción, se limpió a manotazos la suciedad de la ropa.

– Propongo que sigamos este camino -dijo sir Walter, y señaló la cornisa de solo dos palmos de ancho que rodeaba el foso. La construcción era tan sencilla como eficaz: quien supiera dónde debía poner el pie podía pasar sin problemas al otro lado; quien, en cambio, como Quentin, tomaba el camino directo estaba condenado a caer en la trampa.

Quentin tuvo que hacer un esfuerzo para volver a acercarse al foso, y aún más para pasar balanceándose a lo largo de él. De hecho, habría preferido cerrar los ojos si no hubiera existido un auténtico peligro de dar un paso en falso. Esforzándose en no mirar al abismo, avanzó finalmente a pequeños pasos, con la espalda pegada a la pared.

Uno tras otro pasaron al otro lado. Sir Walter fue el último en cruzar. De nuevo su pierna le ocasionó algunos problemas, pero con mucha concentración y un valor digno de admiración superó también ese obstáculo.

A partir de ese momento, los tres hombres permanecieron juntos, y examinaban el suelo antes de colocar los pies sobre él. Como pudo comprobarse, no había más trampas. Finalmente -sir Walter supuso que ya se encontraban entonces bajo el castillo de Edimburgo- la galería se ensanchó para formar una bóveda subterránea y terminó abruptamente.

El techo se había derrumbado, y un enorme montón de cascotes y fragmentos de roca obstruía el pasaje.

– Señores -dijo el abad Andrew, resignado-, siento tener que decirlo, pero me temo que este es el final de nuestro viaje.

– Así parece -confirmó sir Walter apretando los dientes. La idea de tener que capitular ante un montón de escombros, después de haber llegado tan lejos y haber atravesado tantos peligros, le resultaba intolerable, y no era el único en sentirse así.

– No puede ser cierto -exclamó su sobrino, desesperado-. Nos encontramos tan cerca de resolver el enigma, y ahora unas pocas piedras nos cierran el paso.

Frenéticamente, Quentin empezó a apartar algunos de los fragmentos más grandes; pero apenas se había secado el sudor de la cara cuando desde arriba rodaron más piedras.

– Déjelo, señor Quentin -le pidió el abad Andrew-. Con esto solo conseguirá que también el resto de la galería se derrumbe sobre nosotros.

– Pero… ¡tiene que haber algo que podamos hacer! Esto no puede quedar así, ¿no es verdad, tío?

Sir Walter no respondió. También él ardía en deseos de saber qué secreto se ocultaba tras la galería, pero no veía cómo iban a hacer desaparecer sin más un montón de escombros como aquel. Con aire pensativo, revisó el suelo a la luz de su antorcha, e inesperadamente tropezó con un rastro.

– ¡Quentin! ¡Abad Andrew!

Al resplandor de la antorcha, ambos vieron lo que sir Walter había descubierto: bajo las piedras y el polvo había un cadáver enterrado. Al principio, el cuerpo no estaba a la vista, y solo el intento desesperado de Quentin de apartar el obstáculo lo había puesto al descubierto.

Al contrario que los muertos del pasaje, este había quedado soterrado, de modo que las ratas no habían podido llegar hasta él. Un penetrante olor a descomposición les golpeó en la cara cuando apartaron las piedras. Y de pronto vieron que el muerto mantenía algo abrazado.

Era un envoltorio alargado, forrado de cuero, lo que el muerto mantenía firmemente estrechado bajo el brazo…, como si fuera un tesoro de inestimable valor que quería proteger más allá de la muerte.

Los tres hombres intercambiaron una mirada de inteligencia, imaginando lo que podía contener el paquete. ¿Les habría conducido finalmente su búsqueda al deseado objetivo?

Quentin, que apenas podía contener su impaciencia, emprendió el poco agradable trabajo de arrancar el paquete del abrazo del muerto. Se sentía como si fuera un ladrón de tumbas, y solo la idea de que la seguridad del país podía estar en juego le tranquilizaba un poco.

Le costó un gran esfuerzo sacar el envoltorio, que tenía unos cuatro codos de largo, de la montaña de escombros. En cuanto lo hubo hecho, se produjo un nuevo desprendimiento que volvió a enterrar el cadáver, como si el muerto hubiera acabado de desempeñar su papel en ese impenetrable juego de intrigas y por fin hubiera alcanzado la anhelada paz.

Quentin colocó el paquete en el suelo, y a la luz oscilante de las antorchas los hombres empezaron a desenvolverlo.

Pasaron unos momentos de insoportable tensión, en los que ninguno de ellos dijo una palabra. Los viejos cordones se deshicieron casi por sí solos, y sir Walter apartó a un lado el cuero engrasado, que debía proteger el contenido del agua y la humedad.

Quentin contuvo la respiración, y los ojos de sir Walter brillaron como los un muchacho que recibe un regalo largo tiempo esperado. Un instante después, el resplandor de la antorcha se reflejó en el metal brillante, que resplandeció con tanta intensidad que deslumbró a los tres hombres.

– ¡La espada! -exclamó el abad Andrew. Efectivamente, entre las capas de cuero viejo, apareció una hoja de al menos cuatro pies de longitud.

Era una espada ancha y de doble filo, fabricada según el antiguo arte de la forja. La empuñadura, forrada de cuero, era bastante larga para sujetarla con dos manos, pero el pomo estaba tan bien balanceado que podía empuñarse también con una. Por encima de la ancha barra de la guarda, se veía un signo grabado en la hoja, que relucía a la luz de las antorchas.

– La runa de la espada -susurró Quentin.

– Con esto parece quedar demostrado -constató sir Walter-: esta es el arma que buscaba, abad Andrew.

– Y yo tengo que dar gracias al Creador por haberme decidido a abandonar mis temores y pedirle consejo, sir Walter -replicó el abad-. En un tiempo brevísimo ha conseguido lo que ninguno de nuestros eruditos logró en el pasado.

– En realidad no es mérito mío -declinó el cumplido sir Walter-. Por un lado, también Quentin ha tenido su parte en esto; y por otro, supongo que sencillamente habían madurado las condiciones para que el secreto saliera a la luz. De modo que esta es la espada por cuya causa se engaña y se asesina -añadió, observando el arma que sostenía en las manos.

– Los rumores se correspondían con la verdad. Efectivamente, entre los jacobitas había miembros de la Hermandad de las Runas. La secta se encontraba en posesión del arma, pero ya no era capaz de desencadenar sus fuerzas destructoras. Con esta espada, señores, se alcanzó la victoria en el campo de batalla de Stirling. William Wallace la empuñó antes de que le condujera a la ruina. Luego cayó en manos de Robert Bruce, que la llevó hasta la batalla de Bannockburn. Esto ocurrió hace más de medio milenio.

– Apenas puede verse herrumbre en la hoja -constató Quentin. La idea de que el personaje más famoso de la historia escocesa hubiera poseído esa arma le llenaba de orgullo y de respeto, pero también despertaba en él cierto malestar.

– La espada estaba bien aceitada y envuelta en cuero -se adelantó enseguida sir Walter a dar una explicación lógica, como si quisiera ahogar en germen cualquier especulación sobrenatural-. No es extraño que haya sobrevivido tan bien a los años. De todos modos me pregunto por qué nadie sabía dónde estaba la espada. Al fin y al cabo, uno de los rebeldes tuvo que escapar de la galería en aquella época.

– Es cierto -asintió el abad Andrew-. Cuando las tropas del gobierno avanzaron, los hermanos de las runas debieron de huir por el pasaje secreto para evitar que la espada cayera en manos inglesas. Entonces, posiblemente a consecuencia de los disparos de la artillería, se produjo el derrumbe de la galería. La espada se perdió, pero algunos de los resistentes consiguieron escapar. Estos hombres se enzarzaron a continuación en un combate con los soldados del gobierno, que habían descubierto, tal vez por casualidad, el pasaje secreto y se habían introducido en él. Como ha dicho, sir Walter, al parecer ninguno de ellos sobrevivió al combate; si no, la existencia de la galería se habría conocido antes.

– Sin embargo -continuó sir Walter, siguiendo el hilo de la explicación-, al menos uno de los rebeldes sobrevivió. Él fue quien cerró el pasaje secreto y trazó las indicaciones sobre la chimenea. Solo queda una cuestión por responder, y es el motivo de que el conocimiento de la galería secreta se perdiera.

– Muy sencillo -se escuchó de pronto una voz que surgía de las profundidades de la galería-. El motivo fue que ese superviviente fue alcanzado por una bala poco después y no pudo confiar a nadie el secreto.

Sir Walter, el abad Andrew y Quentin se volvieron, sorprendidos, y levantaron sus antorchas. A la luz vacilante de las llamas, distinguieron unas figuras oscuras envueltas en amplios mantos. Las máscaras que llevaban ante el rostro estaban tiznadas de hollín, y en sus manos sostenían pistolas y sables.

– Vaya -dijo sir Walter sin inmutarse-, veo que nuestros adversarios también han resuelto el enigma, aunque solo después de nosotros, si se me permite señalarlo.

– ¡Cállese! -replicó ásperamente una voz que resultó muy familiar a sir Walter y a sus acompañantes.

– ¿Dellard? -preguntó el abad Andrew.

El jefe de los encapuchados rió. Luego se llevó la mano a la máscara y se la quitó. Debajo aparecieron, efectivamente, los rasgos ascéticos del inspector real, que les sonreía con sorna.

– Ha acertado, apreciado abad. Volvemos a encontrarnos.

El abad Andrew no parecía sorprendido, al contrario que sus acompañantes. Mientras Quentin miraba fijamente al inspector como si se encontrara frente a un fantasma, los rasgos de sir Walter enrojecieron de ira.

– Dellard -exclamó, indignado-. ¿Qué significa esto? ¡Es usted un oficial de la Corona! ¡Prestó juramento a su rey y a su patria!

– Por su exaltación deduzco, sir, que he conseguido mantener en la inopia al gran Walter Scott. Una hazaña que, pienso yo, merece un gran respeto. Al fin y al cabo, su fama de hombre perspicaz ha traspasado fronteras.

– Seguro que comprenderá que no le aplauda por ello. ¿Cómo ha podido hacerlo, Dellard? Nos ha engañado a todos. ¡Ha simulado que actuaba contra los sectarios, y usted mismo formaba parte de ellos!

– Para los lobos siempre fue muy útil camuflarse con una piel de cordero -replicó Dellard con una sonrisa irónica-. Además, usted particularmente, sir Walter, debería saber apreciar mi pequeña maniobra.

– ¿De qué está hablando?

– Reflexione, Scott. Ha sido usted quien ha hecho posible todo esto. Al apartar a Slocombe del caso y trasladármelo a mí, nos hizo un gran favor sin saberlo. Luego, sin embargo, debo reconocer que con su curiosidad y su testarudez se convirtió en un problema cada vez mayor para nosotros.

– Por ese motivo debía abandonar Abbotsford a cualquier precio, ¿no es eso?

– Veo que está recuperando su habitual sagacidad -se burló Dellard-. Efectivamente tiene razón. Al principio, solo queríamos deshacernos de usted y de su sobrino, pero luego comprendimos que nos sería mucho más útil que trabajara para nosotros en lugar de en contra nuestra. De modo que le enviamos a Edimburgo para que buscara la espada en nuestro lugar. Y como puede verse -añadió dirigiendo una mirada a la espada que Quentin sostenía en las manos-, ha tenido éxito.

Dellard hizo una seña a sus esbirros, que se adelantaron con las armas en alto. El abad Andrew, sin embargo, se colocó entonces ante Quentin y exclamó con voz firme:

– No. No conseguirá usted la espada, Dellard. ¡Antes tendrá que pasar sobre mi cadáver!

– ¿Ah sí? ¿Y cree que tendré el menor escrúpulo en matarle? Ya hace demasiado tiempo que los suyos se inmiscuyen en nuestra labor.

Sin mostrar ninguna emoción, el religioso miró sin miedo hacia las bocas de las pistolas que le apuntaban.

– No debería hacerlo, Dellard -le conjuró-. Si renueva el maleficio, hará que sobre todos nosotros se abatan la desgracia y la ruina, una guerra que dividirá al país y en la que los hermanos lucharán entre sí. Morirán miles de personas.

– Así es -replicó Dellard complacido-. Y de las cenizas de esta guerra surgirá un nuevo poder. Los antiguos señores serán expulsados, y se erigirá un orden nuevo.

– ¿De verdad cree en eso?

– No lo dude ni por un momento.

– Entonces es usted un loco, Dellard, porque nunca vencerá -profetizó el abad Andrew-. Todo lo que tiene que ofrecerles a los hombres es miedo, violencia y terror.

– Eso basta para gobernar -replicó el traidor, convencido.

– Tal vez. La cuestión es cuánto durará su dominio. Quiere hacer revivir el pasado y resucitar una era que hace tiempo terminó. Fracasará en su propósito, Dellard, y todos nosotros estaremos ahí para presenciar su caída.

– Con todos los respetos por sus dotes de clarividencia, apreciado abad -replicó el inspector-, creo que como oráculo no vale usted demasiado: cuando haya contado hasta tres, estará usted muerto. Uno…

– Dele la espada, abad Andrew -le imploró sir Walter-. Este hombre carece de escrúpulos.

– No, sir Walter. Durante toda mi vida me he preparado para este momento. No claudicaré ahora que ha llegado.

– Entonces será su último momento -replicó Dellard malignamente-. Dos…

– ¡En nombre de Dios, Dellard! ¡Es solo una espada, una vieja arma! ¿Qué cree que puede hacer?

El abad se volvió y dirigió a sir Walter una mirada de inteligencia.

– Hoy aún duda -dijo en voz baja-; pero muy pronto, sir Walter, también usted creerá.

– ¡Tres! -gritó Dellard.

Entonces, los acontecimientos se precipitaron.

Quentin, que había llegado por su cuenta a la conclusión de que el abad Andrew no debía sacrificar su vida inútilmente, quiso adelantarse para entregar la espada a Dellard y a su gente; pero el abad le retuvo con mano de hierro, y un instante después se escuchó el estampido de las pistolas de los sectarios.

– ¡No! -gritaron Quentin y sir Walter al unísono; pero ya era demasiado tarde.

Durante un instante, el abad Andrew se mantuvo aún en pie, mientras su cogulla se teñía de oscuro a la altura del pecho. Luego se desplomó.

Sir Walter acudió enseguida a su lado, mientras los encapuchados se adelantaban para arrebatar la espada a Quentin. Conmocionado, el joven apenas opuso resistencia. En aquel momento solo le preocupaba el estado del abad Andrew.

Dos balas habían alcanzado al religioso en el hombro, y una tercera, directamente en el corazón. La sangre manaba a borbotones de la herida y empapaba la cogulla del monje. En un instante, los rasgos del abad Andrew se volvieron blancos como la cera.

– Sir Walter, joven señor Quentin -susurró, mientras les dirigía una mirada desmayada.

– ¿Sí, venerable abad?

– Lo hemos… intentado todo… Lo siento tanto… Cometí un error…

– Usted no podía hacer nada -le dijo sir Walter para consolarlo, mientras Quentin trataba desesperadamente de contener la hemorragia. Sin embargo, no pudo conseguirlo, y pronto sus ropas se tiñeron también con la sangre del abad.

– Lo hemos dado todo… luchado… muchos siglos… No deben vencer.

– Lo sé -le tranquilizó sir Walter.

El abad asintió con la cabeza. Luego, con un último esfuerzo, sujetó bruscamente a sir Walter por el hombro y se incorporó. Con ojos turbios, le miró y susurró con voz ronca sus últimas palabras:

– Ceremonia… no debe realizarse…, impídalo…

Las fuerzas le abandonaron, y su tronco se inclinó hacia atrás. Una vez más su cuerpo destrozado se enderezó convulsivamente. Luego la cabeza del abad cayó de lado, y todo terminó.

– No -suplicó Quentin en un susurro, incapaz de aceptar lo ocurrido-. ¡No! ¡No!

Sir Walter permaneció un instante inmóvil ante el cadáver, en silenciosa oración; luego, le cerró los ojos. Cuando levantó la mirada de nuevo, su rostro tenía una expresión que Quentin nunca le había visto antes. Sus rasgos reflejaban un odio feroz.

– Asesinos -increpó a Dellard y a sus partidarios-. Miserables criminales. El abad Andrew era un hombre de paz. ¡No les había hecho nada!

– ¿Realmente lo cree, Scott? -El inspector sacudió la cabeza-. Es usted un ingenuo, ¿sabe? Ni siquiera ahora, que conoce tantas cosas, ha podido comprender la verdadera importancia de este asunto. El abad Andrew no era un hombre de paz, Scott. Era un guerrero, exactamente igual que yo. Hace siglos que ahí fuera se desarrolla un combate en el que se decide el destino y el futuro de esta tierra. Pero no creo que usted y su torpe sobrino sean capaces de entenderlo.

– Aquí no hay nada que entender. Es usted un cobarde asesino, Dellard, y haré todo lo que esté en mi mano para que usted y sus partidarios respondan por sus crímenes.

Dellard suspiró.

– Me parece que no ha comprendido absolutamente nada. Supongo que solo lo hará cuando lo vea con sus propios ojos.

– ¿De qué está hablando?

– De un largo viaje que realizaremos juntos, ¿o creía seriamente que les arrebataríamos la espada y luego les dejaríamos marchar? Sabe usted demasiado, Scott, y tal como están las cosas, puede considerarse afortunado de no haber corrido la misma suerte que el venerable abad.

A una seña suya, sus hombres se adelantaron y sujetaron a sir Walter y a Quentin. Mientras sir Walter protestaba enérgicamente, Quentin trató de defenderse con los puños; pero la lucha fue breve: los hombres los golpearon sin contemplaciones y ambos se desplomaron sin sentido.

Ninguno de los dos fue consciente de que los sujetaban y los arrastraban a un lugar desconocido, donde pronto se desencadenarían acontecimientos sombríos…

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