11

– Dentro de unos días habrá luna llena.

Quentin se encontraba junto a la ventana del despacho y observaba el pálido disco lunar, cuyo reflejo centelleaba en el río cercano.

Hacía rato que había pasado la medianoche y que lady Charlotte y la criada se habían ido a la cama, pero sir Walter todavía estaba sentado trabajando. Los apremiantes plazos de entrega y los sucesos de los últimos días, que le habían impedido escribir, le obligaban a pasar casi todas las noches ante el escritorio.

Scott había encargado al fiel Mortimer que apostara en torno a la propiedad a algunos vigilantes, que debían dar la voz de alarma en cuanto sucediera algo inusual. Si el inspector Dellard no tomaba ninguna medida para proteger Abbotsford, lo haría Scott. Quentin, que en medio de toda aquella agitación, de todos modos no habría podido conciliar el sueño, hacía compañía a su tío en el despacho.

– No me gusta la luna llena -dijo el joven, mientras miraba pensativamente por la ventana-. Me parece siniestra.

– ¿Qué me dices? -exclamó sir Walter, que, sentado ante el gran escritorio, trabajaba en su nueva novela a la luz de una lámpara-. ¿A mi sobrino le asusta la luna llena?

– No es la luna en sí misma -replicó Quentin-, sino lo que puede hacer.

– ¿Y eso? -Sir Walter, que no parecía tener inconveniente en interrumpir su trabajo por unos instantes, dejó caer la pluma-. ¿Qué crees que puede hacer la luna llena?

– Cosas terribles. -Quentin se estremeció visiblemente mientras seguía mirando fijamente hacia fuera. El calor de la chimenea no parecía llegar hasta él-. En Edimburgo había un anciano. Se llamaba Maximilian McGregor, pero los niños lo llamábamos siempre Max el Fantasma. Nos contaba muchas historias sobre casas embrujadas, espectros y aparecidos. Y en esas historias siempre había luna llena.

Sir Walter rió benévolamente.

– Estas historias de fantasmas son tan viejas como el propio Edimburgo. También a mí me las contaron de niño. No irás a asustarte por eso, muchacho.

– No de las historias en sí, pero algunas de las figuras que aparecían en ellas aún me visitan en mis sueños. Una vez el viejo Max nos habló de un joven de un clan de las Highlands que había traicionado a su familia. De resultas de ello fue víctima de la maldición de un viejo druida. Y a partir de entonces, las noches de luna llena, el guerrero se transformaba en una bestia, mitad hombre mitad lobo.

– La leyenda del hombre lobo. -Sir Walter asintió-. Buena para asustar a los niños, ¿no crees? Y a los estudiantes crédulos que quieren interrumpir el trabajo de su pobre tío.

Quentin no pudo evitar una sonrisa.

– ¿No sería un tema para una nueva novela, tío? ¿La historia de un miembro de un clan al que han maldecido y que se transforma en un hombre lobo?

– No, gracias -rehusó sir Walter-. Me quedo con mis héroes valerosos y mis hermosas damas, con el amor romántico y los combates esforzados. Lo que describo con las palabras del poeta es el pasado; la mayoría de mis personajes existieron realmente. ¿Quién querría leer historias inventadas sobre un monstruo como ese? A veces tienes ideas verdaderamente locas, muchacho.

– Perdona, solo era una ocurrencia estúpida.

Quentin volvió junto a la mesa y se sentó ante su tío. Sir Walter siguió escribiendo, sumergiendo regularmente la pluma en el tintero. Al cabo de un rato alzó la mirada y observó a Quentin por encima de las gafas, que siempre llevaba puestas cuando escribía; el trabajo continuo a la luz de las velas le había empeorado la vista.

– ¿Qué te preocupa, hijo? -quiso saber el escritor.

– Nada -afirmó Quentin envarado.

– ¿No tendrá por casualidad algo que ver con la joven dama llamada Mary de Egton, que nos abandonó hace una semana?

Quentin se sonrojó.

– ¿Te has dado cuenta? -preguntó tímidamente.

– Aunque me hubiera quedado ciego de repente, no habría dejado de notarlo. Como sabes, mi querido muchacho, la capacidad de observación es una de las cualidades de las que más orgulloso me siento. Me he dado perfecta cuenta de cómo mirabas a la lady de Egton, y debo felicitarte por tu exquisito gusto. Pocas veces he visto a una mujer tan gentil, y con un carácter tan afable además.

– ¿Verdad que sí? -coincidió Quentin.

– Pero al mismo tiempo, mi querido muchacho, debo quitarte toda esperanza. Lo que anhelas nunca se convertirá en realidad. Lady Mary es noble, y tú no lo eres. Es inglesa, y tú eres escocés. En un mundo mejor todas estas cosas no deberían tener importancia, pero en el nuestro son obstáculos insuperables. Lady Mary está prometida al laird de Ruthven, con el que se casará dentro de pocas semanas.

– Lo sé -se limitó a decir Quentin con aire desdichado-. Pero no es solo eso. He pensado mucho estos últimos días. Sobre los sucesos en la biblioteca y lo que ocurrió en el río. Y también sobre lo que dijeron el inspector Dellard y el abad Andrew.

– ¿Y a qué conclusión has llegado?

– A ninguna, tío. Cada vez que intento pensar en ello, el miedo me impide reflexionar con claridad. Recuerdo las palabras del abad Andrew sobre la intervención de poderes malignos y de repente pierdo el control de mis pensamientos. Hace dos días soñé que habíamos llegado demasiado tarde al puente, y vi cómo Mary caía al abismo y se ahogaba en el río. Y anoche vi Abbotsford en llamas. Tengo la sensación de que ahí fuera está en marcha algo siniestro, algo espantoso, tío.

– Lo sé, hijo. -Sir Walter asintió lentamente-. También yo me preocupo. Pero me esfuerzo tanto como puedo en no dejarme amedrentar por mis miedos. Utiliza la razón, muchacho. El Señor te la ha dado para que hagas uso de ella. Y esta razón debería decirte que el enemigo al que nos enfrentamos a la fuerza debe proceder de este mundo y no de otro. Es posible que la luna llena te resulte siniestra, pero no tiene nada que ver con las cosas que han sucedido aquí; tan poco como tus sueños, por otra parte.

»Ya oíste lo que dijo el inspector Dellard. Los que mueven los hilos en estos ataques son campesinos rebeldes de las Highlands. Aunque no soy amigo de los reasentamientos y no puedo aprobar los métodos de Dellard (la forma en que procedió en Ednam podría hacer pensar que el carnicero lord Cumberland ha vuelto a la acción), tampoco puedo dar mi aprobación a que unos hombres se coloquen fuera de la ley y extiendan el terror entre la población. Por eso espero que Dellard ponga fin cuanto antes a sus fechorías.

Quentin asintió. Como siempre, las palabras de su tío ejercían sobre él un efecto tranquilizador.

– ¿Y la runa de la espada? -preguntó-. ¿Ese extraño signo que encontré?

– ¿Quién sabe? -Sir Walter se quitó las gafas-. Tal vez fuera efectivamente solo una casualidad, una desgraciada coincidencia de indicios que, observados más de cerca, representarán algo muy distinto a…

En ese momento fuera se oyó un grito.

– ¿Qué ha sido eso? -Quentin se levantó de un salto.

– No lo sé, sobrino.

Durante unos instantes los dos hombres permanecieron inmóviles, aguzando el oído para ver si se oía algo aparte del crepitar del fuego en la chimenea. De pronto se escuchó un fuerte ruido, claro y tintineante. Una de las dos ventanas del despacho se hizo añicos; una piedra cayó al interior y aterrizó sobre el entarimado con un ruido sordo. El viento helado de la noche irrumpió en la habitación e hinchó las cortinas; en la pálida penumbra que reinaba fuera, unas figuras borrosas montadas en caballos blancos pasaron velozmente.

– ¡Un asalto! -gritó sir Walter asustado-. ¡Alguien ataca la casa!

En el exterior se escuchó un retumbar de cascos, al que se añadió un griterío infernal. Quentin sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Medio paralizado por el espanto, miró fijamente afuera, hacia la noche, y vio unas figuras siniestras envueltas en mantos ondulantes y montadas sobre caballos relucientes.

– Espíritus de la noche -exclamó instintivamente-. Jinetes fantasmales.

– Ni soñarlo. -Los ojos de Scott rodaron en sus órbitas. Sir Walter estaba furioso-. Sean quienes sean esos tipos, montan caballos de verdad y lanzan piedras de verdad. Y les daremos la bienvenida con plomo de verdad. Sígueme, sobrino.

Antes de que Quentin supiera qué ocurría, su tío le había cogido del brazo y lo empujaba afuera de la habitación, en dirección a la sala de armas. Allí estaban almacenadas armaduras y espadas, armas de épocas pasadas, pero también modernos mosquetes y pistolas de pedernal, que el señor de Abbotsford también coleccionaba. Su orgullo eran los fusiles de la infantería prusiana, que soldados del regimiento de las tierras altas habían traído de Waterloo. Scott cogió a toda prisa del armario dos de esos finos fusiles, cuyos mecanismos de encendido estaban protegidos por pequeños capuchones de cuero, se quedó con uno y entregó el otro a Quentin.

Quentin cogió la pesada arma, que con la bayoneta calada era casi tan larga como él mismo, y la sostuvo torpemente en las manos. Naturalmente ya había salido a cazar algunas veces y había utilizado carabinas de caza ligeras; pero nunca había tenido en sus manos un arma de guerra como aquella. Sir Walter sacó de otro armario unas pequeñas bolsas de cuero con munición, y también le entregó una a Quentin.

– Cartuchos -dijo solamente-. ¿Sabes cómo se maneja?

Quentin asintió, y los dos salieron corriendo hacia el oscuro vestíbulo. De nuevo se rompió un vidrio en alguna parte, y en el primer piso se escucharon gritos estridentes. Lady Charlotte apareció en el extremo superior de la escalera, acompañada por una sirvienta. Llevaba su camisón, blanco como la nieve, y además se había echado a toda prisa por encima una capa de lana. A la luz temblorosa del candelero que sostenía la sirvienta, podía leerse claramente el espanto en su rostro.

– ¡Haz que echen el cerrojo cuando salgamos, querida! -le gritó sir Walter, mientras corría con Quentin hacia la entrada con el mosquete en la mano-. ¡Luego id a la capilla y escondeos allí!

Llegaron a la puerta y Quentin descorrió el cerrojo. La pesada hoja se abrió, y sir Walter y su sobrino se precipitaron al exterior.

Fuera reinaba la oscuridad, de donde irrumpieron inesperadamente las espantosas figuras montadas. Los cascos de sus poderosos corceles, con el pálido pelaje brillante de sudor y lanzando vapor por los hollares, atronaron mientras se lanzaban hacia los dos hombres. Los jinetes llevaban largas capas, que ondeaban en torno a ellos y les conferían un aspecto imponente y aterrador. En sus manos sostenían antorchas, y las llamas siseaban en la noche proyectando un trémulo resplandor sobre los rostros de sus portadores.

Quentin lanzó un grito estridente al observar sus caras negras, horriblemente deformadas, tras las que le miraban fijamente unos ojos fríos.

– ¡Máscaras! -le gritó su tío-. Solo son máscaras, Quentin. -Y como si quisiera confirmar sus palabras, el señor de Abbotsford accionó su mosquete.

El pedernal golpeó contra la cazoleta, y un destello deslumbrante llameó al extremo del cañón mientras resonaba un estampido. Casi al mismo tiempo uno de los jinetes levantó los brazos, dejó caer la antorcha y se sujetó el hombro con la mano. No cayó de la silla, pero era evidente que había sido alcanzado.

– Razona -murmuró Quentin para sí con voz temblorosa-. Utiliza la razón. Si es posible herir a los jinetes, eso significa que son seres de carne y hueso…

– ¡Fuera de aquí! -aulló sir Walter con todas sus fuerzas, mientras volvía a cargar el fusil prusiano-. ¡Largaos y dejad de envilecer mi país, malditos cobardes!

Los jinetes se precipitaron hacia ellos dando voces y agitando sus antorchas. Uno de ellos lanzó la llama por encima del muro del jardín, y dentro se elevó un vivo resplandor.

– ¡Muerte! -aulló con voz estentórea-. ¡Muerte y ruina para nuestros enemigos!

Quentin sintió que el corazón le saltaba en el pecho. Reconocía aquellos mantos y aquellos semblantes negros y sin contornos. Una figura como esas había estado frente a él en la biblioteca. No se había equivocado, ahora lo sabía. Estos enmascarados eran los responsables del incendio en la biblioteca, y eran también los que habían asesinado al pobre Jonathan y casi habían matado a lady Mary.

El joven enrojeció de ira, y con un valor y una determinación que nunca antes había experimentado, colocó el fusil en posición. Con la mano derecha apartó a un lado el capuchón protector, y acto seguido la metió en la bolsa de la munición y sacó uno de los delgados cartuchos de papel.

Quentin mordió el extremo con los dientes y lo escupió. Podía sentir en los labios el sabor amargo de la pólvora. Nerviosamente, vertió una pequeña porción de la carga en la cazoleta y abatió la placa. Luego introdujo en el interior del cañón el resto de la carga junto con la bala fijada a ella y las presionó con la baqueta.

Cuando el siguiente escuadrón de jinetes -Quentin contó a cinco bandidos enmascarados- salió de los matorrales, el sobrino de sir Walter estaba preparado. Apoyó la culata del arma contra su hombro, mientras los jinetes, lanzando gritos salvajes y agitando las antorchas, se lanzaban hacia él y su tío.

Sir Walter disparó de nuevo, pero esta vez su bala erró el blanco. Los jinetes rieron, y Quentin vio brillar en la mano de uno de los enmascarados un sable mellado, con el que se abalanzó contra su tío. En unos instantes lo alcanzaría, y el señor de Abbotsford no tenía tiempo para volver a cargar su arma.

Quentin cerró el ojo izquierdo, apuntó y apretó el gatillo.

La lluvia de chispas de la cazoleta inflamó la carga y envió la bala con un fuerte estampido. El retroceso del arma le hizo saltar hacia atrás y lo derribó. Mientras caía, Quentin pudo oír un grito estridente y el relincho aterrorizado de un caballo.

– ¡Tío! -gritó.

Se incorporó de un salto y miró hacia sir Walter.

Su tío estaba indemne. Se encontraba solo a unos pasos de Quentin y se apoyaba en su fusil. A sus pies yacía tendido uno de los enmascarados negros en una posición grotesca; el sable estaba clavado en el suelo a su lado.

– ¿Yo he…?-preguntó Quentin jadeando.

Sir Walter se limitó a asentir con la cabeza.

– Tú solo los has ahuyentado, muchacho. Al parecer se han ido, y eso es algo que debemos agradecer exclusivamente a tu magistral tiro.

– ¿Está…?

Quentin miró hacia la figura enmascarada que yacía inmóvil en el suelo.

– Tan muerto como un hombre pueda estarlo -confirmó sir Walter-. Que el Señor tenga compasión de su pobre alma. Pero tú, muchacho, has demostrado que…

De pronto, desde el bosque cercano, un rumor de hojas llegó hasta ellos. Entre crujidos de ramas rotas, una sombra oscura surgió precipitadamente de entre la maleza. Con un movimiento rápido, sir Walter se llevó al hombro el mosquete, que no había vuelto a disparar después del tiro maestro de Quentin.

– ¡Alto! -gritó con voz potente-. ¿Quién eres? ¡No te muevas si no quieres tener el mismo funesto final que tu compañero!

– ¡Por piedad, señor! ¡Por favor, no me dispare! -suplicó una voz familiar.

La voz pertenecía a Mortimer, el veterano mayordomo de Abbotsford.

– ¡Mortimer!

Estupefacto, sir Walter bajó el arma.

Jadeando, el mayordomo salió precipitadamente del bosque. Respiraba tan deprisa que apenas podía hablar.

– Por favor, sir -consiguió pronunciar con voz entrecortada-. No me castigue por mi incuria… Aposté a los criados tal como me indicó… les dije que se mantuvieran alerta… Pero eran demasiados atacantes y… los criados huyeron al ver esas caras horribles. -Los rasgos del viejo mayordomo reflejaban desesperación-. Eran demonios, sir -susurró-, se lo juro.

– Mi pobre Mortimer. -Sir Walter tendió su mosquete a Quentin y estrechó entre sus brazos al mayordomo, que aún llevaba escrito el horror en la cara-. Estoy seguro de que hiciste cuanto pudiste, pero puedes creerme si te digo que estos asesinos no eran demonios. Si así fuera, nuestro arrojado Quentin difícilmente habría podido alcanzarles con una bala de plomo.

Sir Walter señaló al bandido que yacía sin vida en el suelo, y el buen Mortimer pareció tranquilizarse un poco. El mayordomo se acercó con precaución al enmascarado y lo observó, lo empujó suavemente con el pie. El hombre ya no se movía.

– Debemos volver a la casa y tranquilizar a las mujeres -decidió sir Walter-. Luego montaremos guardia junto al portal. Si esos tipos deciden regresar esta noche, les prepararemos una buena bienvenida. Aunque creo que por el momento ya han tenido suficiente; al fin y al cabo, uno de ellos ha pagado el asalto con…

– ¡Sir! ¡Sir!

El grito venía de la casa. Lo había lanzado una de las sirvientas, que ahora estaba de pie en el umbral, con el rostro blanco como la cera.

– ¡Vengan, rápido! ¡En la habitación del desayuno…!

Sir Walter y su sobrino intercambiaron una mirada asustada y corrieron de vuelta a la casa. Aunque llevaba los dos mosquetes, Quentin fue más rápido que su tío, que tenía que luchar con su antiguo achaque. El joven lo dejó atrás y se precipitó al interior de la casa, cruzó el vestíbulo y avanzó por el corredor; al extremo de este pudo distinguir el temblor rojo anaranjado.

«¡Fuego!», pensó al instante, y siguió corriendo hacia la habitación del desayuno.

Al otro lado de la amplia ventana, en el lado opuesto del río, ardía un fuego deslumbrante que alguien había prendido en el banco de la orilla. Por un momento Quentin se sintió aliviado al ver que no era la casa la que estaba en llamas, pero luego vio a las figuras enmascaradas que cabalgaban en torno a la hoguera. Entre gritos estridentes, los jinetes agitaron sus antorchas en el aire y salieron al galope.

Quentin permaneció junto a la ventana y miró, asustado, hacia el fuego, que era al mismo tiempo un mensaje. Los bandidos habían vertido petróleo sobre la hierba, trazando un gran motivo de varios metros, que ahora iluminaba la noche con un fulgor cegador. Quentin lo reconoció enseguida.

Era un signo.

Una media luna cruzada por una línea recta…, la runa de la espada que había descubierto en la biblioteca poco antes de que esta fuera pasto de las llamas.

Sir Walter, que había llegado sin aliento junto a él, también lo miraba. Quentin pudo sentir que, al igual que él, el señor de Abbotsford se estremecía al contemplarlo. El signo ardiente confirmaba la sospecha que sir Walter había abrigado siempre: que los horribles sucesos de Kelso y la runa de la espada estaban relacionados.

Ahora ya nadie podría negarlo. El fuego que ardía al otro lado del río y que podía verse desde muy lejos así lo demostraba.

Sir Walter y su sobrino no fueron los únicos en divisarlo esa noche. También las misteriosas figuras que se ocultaban más abajo entre los árboles, junto a la orilla del río, lo vieron; unas figuras que vestían las sencillas cogullas de una orden monacal.

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