9

Seis días más tarde, Mary de Egton llegó al castillo de Ruthven, el lugar que debía convertirse en su futuro hogar.

El viaje había sido largo y fatigoso, pero Mary no había caído en la melancolía que la había acompañado en su camino de Egton a Galashiels. Por terrible que hubiera sido el accidente en el puente y por mucho que lamentara la muerte del pobre Winston, ambas cosas le habían hecho darse cuenta de que la vida era un regalo por el que debía estar agradecida.

Naturalmente también la estancia en Abbotsford había contribuido a que Mary se sintiera mejor; por primera vez desde hacía mucho tiempo -tal vez por primera vez- se había encontrado con personas que parecían comprenderla y con las que se sentía como en casa. Los Scott no solo la habían acogido en su hogar y la habían sentado a su mesa, sino que ella y Kitty habían tenido la sensación de ser bienvenidas allí.

Y esa sensación había cambiado algo en Mary; había hecho que esta tierra agreste al otro lado de la frontera ya no le inspirara tanto temor y desconfianza como al inicio de su viaje. Tal vez aquí muchas cosas le resultaran insólitas y extrañas; pero otras, en cambio, le resultaban, de una extraña manera, familiares, tal como había sentido, por un breve instante, en el punto fronterizo de Carter Bar al mirar hacia las Lowlands. Sin duda también la lectura de las obras de sir Walter había contribuido a que Mary se sintiera más que nunca unida a Escocia. En su generosidad, Scott le había regalado una edición completa de las novelas y versos que había publicado hasta el momento, y durante los seis últimos días, Mary apenas había hecho otra cosa que no fuera leer, para desgracia de Kitty, que no podía soportar los libros y habría preferido charlar de vestidos y cotillear.

Sin embargo, Mary había encontrado en los libros de sir Walter una puerta de acceso a su nuevo hogar. Ahora creía conocer mejor algunas cosas, y tenía la sensación de que podía oír batir el ritmo del corazón escocés, como lo había llamado sir Walter. Aunque anteriormente había leído algunos de los libros de Scott, solo ahora captaba su auténtico significado. En la descripción de épocas desaparecidas, en la descripción de los personajes y su modo de actuar, en la lengua con la que sir Walter hablaba de héroes nobles y tiernas damas había algo de la grandeza de alma y la dignidad de esta vieja, viejísima tierra. De pronto Mary se sentía orgullosa de poder formar parte de aquello.

Hacía solo unos días, el viaje a Ruthven le había parecido un pasaje al exilio; se había sentido como una hija no amada enviada a un país extranjero, al que debería adaptarse como pudiera.

Ahora, sin embargo, veía su destino como una oportunidad. Tal vez estuviera predestinada a empezar aquí, en el norte del reino, una vida nueva y más plena. Posiblemente el castillo de Ruthven fuera para ella un hogar como no lo había sido la mansión de Egton, y tal vez encontrara en Malcolm de Ruthven al amor de su vida.

Mary estaba decidida a dejar atrás el pasado. Ni siquiera las oscuras nubes que cubrían el cielo cuando aquella mañana el carruaje abandonó Rattray pudieron amedrentarla. La última etapa del viaje era la más corta. Ya solo tenían que recorrer unos treinta y dos kilómetros para llegar al castillo de Ruthven, y con cada hito que pasaba, el corazón de Mary palpitaba con más fuerza.

– ¿Está nerviosa, milady? -preguntó Kitty, que sabía interpretar muy bien el lenguaje corporal de su señora, y por ello había podido percibir también que el humor de lady Mary había mejorado notablemente en los últimos días.

– ¡Claro que sí, y también tú lo estarías en mi lugar! Al fin y al cabo, dentro de poco me encontraré con el hombre con el que pasaré el resto de mi vida.

– ¿Realmente nunca ha visto al laird de Ruthven?

– No.

– ¿Ni siquiera en un retrato?

– No.

– Entonces le contaré lo que dicen de él -dijo Kitty, y se inclinó hacia delante como si alguien pudiera espiar sus confidencias-. Dicen que el laird es un hombre muy apuesto y una gloria para su sexo. Además posee una gran fortuna y es un hombre de cultura. Y aunque es escocés de nacimiento, se dice que ha asimilado las costumbres inglesas y es un gentleman de pies a cabeza.

– ¿Ah sí? ¿Eso es lo que dicen de él? -preguntó Mary, y alzó las cejas, escéptica.

Kitty, que no podía conservar mucho tiempo un secreto, se sonrojó y sacudió la cabeza.

– No, milady -reconoció-. Solo se lo he dicho porque no quería que se preocupara. Todo irá bien, ya verá. Solo tiene que creer firmemente en ello.

Mary no pudo evitar una sonrisa. La preocupación de Kitty era conmovedora, tanto como su ingenua confianza en el destino. Pero tal vez tuviera razón. Si a Mary le hubieran dicho hacía unos días que conocería a Walter Scott, nunca lo habría creído. Sin embargo, había ocurrido, y eso debía de ser un signo de que tal vez todavía había esperanza. Esperanza en una vida más bella y libre, sin las coerciones que había dejado atrás. Tal vez en el castillo de Ruthven encontrara la felicidad.

– Está bien, querida Kitty -dijo-. Confiaré en mi fortuna y esperaré a ver qué me depara el castillo de Ruthven. Tal vez allá vivamos los días más hermosos de nuestra vida.

– Naturalmente -replicó la doncella, y rió entre dientes complacida-. Bailes y recepciones, vestidos bonitos y mesas bien servidas. Ya verá, será maravilloso, milady.

– Y quién sabe -añadió Mary con una sonrisa pícara-, tal vez allí haya también algún guapo joven para ti.

– ¡Milady! -susurró la doncella, sonrojándose.

Se habría defendido vigorosamente contra esta suposición si en aquel instante, al otro lado de la colina por la que ascendía el carruaje, no hubieran aparecido los muros del castillo de Ruthven.

– ¡Mire, milady! ¡Ya hemos llegado!

Mary miró a través de los cristales empañados. El ambiente era desagradablemente frío en el interior del carruaje; la humedad que ascendía del suelo y que se había posado como un vapor helado sobre la rala colina de color de tierra parecía deslizarse por todas las rendijas y hacía tiritar a las dos mujeres. Y ciertamente, la visión del castillo de Ruthven no contribuía a ahuyentar el frío.

Muros de piedra natural, gruesos y poderosos, como si estuvieran allí desde el principio de los tiempos, surgían de la espesa niebla. Por detrás sobresalía una imponente torre principal dotada de altas almenas, a la que se encontraba adosada una edificación de varios pisos en cuyas altas ventanas brillaba una luz pálida. En el lado derecho de la impresionante construcción sobresalían del muro torres de defensa que la aseguraban hacia el este, donde el terreno se extendía formando suaves ondulaciones y quedaba dividido por un estrecho curso de agua. Al otro lado, la elevación sobre la que se erguía el castillo de Ruthven caía bruscamente; un precipicio rocoso se abría al otro lado de la muralla, que al oeste estaba coronada por una alta torre de guardia. De la torre partía una maciza terraza, en la que Mary creyó reconocer una figura evanescente, oscura y encorvada. Un instante después la figura había desaparecido. Mary no habría sabido decir si había sido víctima de una alucinación.

El carruaje ascendió por la cresta de la elevación. La carretera llena de baches conducía hasta el gran portal que se abría en el muro exterior. Por encima de la puerta surgían de la pared de piedra los sólidos pescantes de un puente levadizo de madera, tendido sobre un amplio foso que rodeaba el castillo y terminaba al oeste en el precipicio.

Cuando el carruaje se acercó, las hojas de la puerta se abrieron como por arte de magia.

Mary y su doncella intercambiaron una mirada. Ninguna de las dos mujeres dijo nada, pero la primera impresión que ofrecía el castillo de Ruthven no tenía nada de acogedora. Por más que se esforzara en contemplar las cosas bajo un prisma positivo, Mary no podía dejar de ver, en las puertas del castillo que se abrían, unas enormes fauces que amenazaban con tragarlas a ella y a Kitty.

Cuanto más se acercaba el carruaje a los muros de la fortaleza, más altos y amenazadores se alzaban estos hacia el cielo. Acongojada, Mary trató de convencerse a sí misma de que el aura siniestra que emanaba de aquel lugar solo debía atribuirse al tiempo desapacible. Si el sol hubiera sonreído en el cielo y las colinas hubieran estado salpicadas de flores, sin duda la impresión habría sido distinta. Pero así todo parecía lúgubre, triste y muerto.

Mary no pudo dejar de pensar con añoranza en los jardines que le había mostrado lady Charlotte, en los verdes prados que se extendían a lo largo del Tweed. En su vida olvidaría las horas que había pasado en la casa de los Scott. El recuerdo de aquellos días la ayudó a ahuyentar un poco aquella impresión sombría.

El carruaje llegó a la puerta del castillo. Las dos mujeres escucharon el repiqueteo amortiguado y hueco de los cascos de los caballos mientras cruzaban el puente levadizo y pasaban a través del arco del portal. De golpe se hizo la oscuridad en el interior del carruaje. Mary se sintió asaltada por una repentina sensación de inquietud; también sobre el ánimo habitualmente despreocupado de Kitty cayó una sombra. Ni siquiera después de que el carruaje hubiera cruzado la puerta aumentó la claridad; el coche con las dos mujeres entró en un patio rodeado de muros, cuyo lado frontal estaba limitado por el macizo edificio principal. A ambos lados se distinguían algunas construcciones achaparradas con establos y alojamientos, pero no se veía un alma por ningún sitio.

Finalmente el carruaje se detuvo. Los caballos permanecieron inmóviles; a Mary le pareció que los animales resoplaban inquietos. El cochero que había enviado Walter Scott bajó del pescante y abatió el estribo. Luego abrió la puerta.

– Milady, hemos llegado a nuestro destino -dijo-. El castillo de Ruthven.

Mary aceptó la mano que el cochero le tendía y bajó del carruaje, recogiéndose la falda como correspondía a una dama, para no ensuciarse la orla del vestido.

Un aire frío y húmedo le golpeó en la cara. Amedrentada, miró alrededor, y solo vio muros de piedra grises y sombríos. En lo alto, junto a la torre oeste, se levantaba la terraza, pero la figura no estaba allí; probablemente Mary la había imaginado.

En ese momento el portal del edificio principal se abrió, y una mujer esbelta salió por él. Con pasos medidos bajó los peldaños que conducían al patio. Todos sus movimientos transmitían una sensación de dignidad y de gracia. Dos sirvientes la acompañaban con la mirada baja. Del establo se deslizaron también al exterior unas figuras encorvadas, que se ocuparon del carruaje y los caballos, pero evitaron cualquier contacto visual con las visitantes.

La mujer esbelta, que llevaba un vestido amplio con relucientes brocados plateados, se dirigió hacia Mary. Ya no era tan joven como podían hacer creer su figura y su porte. El cabello, severamente recogido en un peinado alto, había encanecido, y la piel, empolvada a la vieja usanza, estaba surcada de arrugas. En su rostro pálido y enjuto, de rasgos afilados, brillaban unos ojos juntos, de mirada despierta y escrutadora. Probablemente aquella mujer nunca había sido una belleza, pero en ella había algo que infundía respeto y que ya había impresionado a Mary en su último encuentro, cuando había ido a Egton para examinar a su futura nuera.

Mary conocía a esa mujer: era Eleonore de Ruthven, la madre de su futuro esposo.

Con pasos medidos, la señora de Ruthven se acercó a Mary. Su rostro no mostraba ninguna agitación, no revelaba alegría ni afecto. Lady Ruthven se limitó a tender la mano para recibir, al uso antiguo, el homenaje de la joven.

Mary sabía lo que se esperaba de ella. Desde pequeña la habían aleccionado para ello, y aunque no tenía en demasiada consideración las antiguas costumbres, se sometió a la etiqueta. Cogió la mano de lady Eleonore, hizo una profunda reverencia y mantuvo la cabeza baja hasta que la señora del castillo la autorizó a erguirse de nuevo.

– Levántate, hija mía -dijo. Para Mary y su doncella aquellas palabras sonaron como si de pronto la niebla hosca y fría hubiera adquirido voz-. Bienvenida al castillo de Ruthven.

– Gracias, milady -dijo Mary, y se incorporó obediente.

– De modo que volvemos a vernos. Te has hecho aún más hermosa desde nuestro último encuentro.

Mary se inclinó de nuevo.

– Milady es muy benévola conmigo, pues las tribulaciones del largo viaje que he dejado atrás sin duda habrán dejado sus huellas.

– Una lady siempre debe ser una lady, hija mía. ¿No te lo ha dicho nunca tu madre?

– Oh sí, milady. -Mary suspiró-. Muchas veces.

– Es nuestro origen lo que nos diferencia del pueblo, hija, no lo olvides nunca. En la gente sencilla, un viaje por las Highlands puede dejar huella, pero no en nosotras.

– No, milady.

– Disciplina, hija mía. Lo que hayas aprendido hasta ahora sobre esta virtud fundamental te será de gran utilidad en Ruthven. Y lo que hasta ahora hayas descuidado lo aprenderás aquí.

– Como desee, milady.

– ¿Dónde está tu equipaje?

– Lo lamento, milady, pero no traigo mucho equipaje. La mayoría se perdió en un accidente, que mi primer cochero pagó con la vida.

– ¡Qué espanto! -exclamó Eleonore, y se tapó su pálida cara con las manos-. ¿Todos tus vestidos se han perdido? ¿Las sedas? ¿Los brocados?

– Con su permiso, milady, mi doncella y yo podemos estar agradecidas de haber escapado con vida. Lo poco que poseemos lo hemos recibido de unas personas caritativas que nos acogieron en su casa.

– ¡Dios todopoderoso! -La señora del castillo miró fijamente a Mary, como si hubiera perdido la razón-. ¿Los vestidos que llevas no son los tuyos?

– No -reconoció Mary-. No nos quedó nada.

– ¡Qué deshonra! ¡Qué vergüenza! -gimió Eleonore-. ¡La futura esposa del laird de Ruthven viajando por el país como una mendiga!

– Con permiso, milady, no es eso lo que ha sucedido.

– ¿No? ¿Y qué hay en los baúles que tu cochero descarga ahora? ¿Aún más vestidos de un alma caritativa?

– Libros -la corrigió Mary sonriendo.

– ¿Libros?-La voz helada se atragantó.

– Una colección de antiguos clásicos. Me gusta leer.

– Y supongo que mucho, además…

– Si me queda tiempo libre, sí.

– Aquí, en el castillo de Ruthven, no encontrarás muchas oportunidades de hacerlo. Comprobarás que la vida de la esposa de un laird está llena de sacrificio y de deberes, de modo que no te quedará tiempo para practicar esos ridículos entretenimientos.

– Perdone que la contradiga de nuevo, milady, pero no considero que la afición por los libros sea un entretenimiento ridículo. Walter Scott suele decir…

– ¿Walter Scott? ¿Quién es ese?

– Un gran escritor, milady. Y un escocés.

– ¿Qué importancia tiene eso? También lo es nuestro mozo de cuadras. Mírame, hija. También por mis venas fluye la sangre de la vieja Escocia, y no por eso mi hijo y yo tenemos nada en común con esos campesinos toscos y perezosos que residen en nuestras tierras e impiden que proporcionen beneficios.

Su voz se había hecho más sonora y tajante y sus rasgos se habían endurecido. Sin embargo, enseguida pareció reflexionar, y en su rostro apareció un amago de sonrisa.

– Pero no hablemos más de ello -dijo-. Aún no, hija. Acabas de llegar y seguro que estás cansada del viaje. Cuando lleves un tiempo aquí, sabrás de qué hablo y compartirás mi opinión.

Lady Ruthven hizo una seña a los sirvientes para que llevaran el escaso equipaje de las mujeres a la casa.

– Indicaré a Daphne que te enseñe tu habitación -añadió luego-. Y a continuación te preparará un baño para que puedas refrescarte. Al fin y al cabo, debes agradar a tu prometido cuando te vea por primera vez.

– ¿Dónde está Malcolm? -preguntó Mary esperanzada-. ¿Cuándo le veré?

– Mi hijo, el laird, ha salido de caza -dijo Eleonore fríamente-. No le esperamos hasta mañana. Hasta entonces tienes tiempo de aclimatarte. Te proporcionaré algunos vestidos míos hasta que la modista te haga unos nuevos. Daphne, mi camarera, te vestirá.

– Disculpe, milady, pero tengo a mi propia doncella. Kitty me ha acompañado por expreso deseo mío, y mi intención es que permanezca también a mi servicio en adelante.

– Eso no será preciso, hija mía -dijo la señora del castillo, y observó a Kitty con aire despreciativo-. El laird de Ruthven puede proporcionarte todo el personal que necesites. Tu doncella puede volver a Egton. Aquí no te sería ya de ninguna utilidad.

– ¿Qué? -Kitty dirigió una mirada atribulada a Mary-. Por favor, milady…

– ¿Quién te ha dado permiso para levantar la voz? -dijo Eleonore secamente-. ¿Te he preguntado tu opinión, muchacha?

– Por favor, no se disguste, milady -le pidió Mary-. Es culpa mía si Kitty no sabe dónde se sitúan los límites de su condición. Para mí, es más que una sirvienta. En los últimos años se ha convertido en una fiel acompañante y una amiga. Por eso querría solicitarle, con todos mis respetos, que permita que se quede.

– ¿Una sirvienta es tu amiga? -La mirada de Eleonore revelaba incomprensión-. El sur tiene usos realmente singulares. En el norte, sin embargo, honramos las tradiciones. También a eso te acostumbrarás.

– Como milady desee.

– Por mí, tu doncella puede quedarse. Pero no habrá privilegios especiales para ella.

– Naturalmente que no. Gracias, milady.

– Ahora ve y acostúmbrate a tu nuevo hogar. Cuando el laird vuelva a casa mañana, debe encontrarlo todo perfecto. También a su futura esposa.

– Naturalmente, milady -dijo Mary, y bajó respetuosamente la cabeza.

Eleonore de Ruthven le respondió con una inclinación. Ya se había vuelto y se disponía a dirigirse a la casa, cuando Mary la llamó de nuevo.

– ¿Milady?

– ¿Sí? ¿Qué ocurre?

– Le doy las gracias por su benévola acogida. Me esforzaré en corresponder a las esperanzas que han depositado en mí. Ruthven será en adelante mi nuevo hogar.

Por un momento pareció que la señora del castillo quisiera replicar algo, pero finalmente se limitó a asentir de nuevo y dejó a Mary y a Kitty en el patio. Las dos mujeres se miraron sin decir nada, y ambas tuvieron la sensación de que algo del frío que Eleonore había desprendido a su paso permanecía todavía en el aire.


En su primera noche en el castillo de Ruthven, Mary durmió mal. Intranquila, rodaba de un lado a otro en la cama, y aunque no estaba despierta, tampoco tenía la sensación de dormir. Era como si las altas torres y muros del castillo lanzaran sobre sus sueños lúgubres sombras.

De nuevo vio a la joven que cabalgaba a lomos de un blanco semental a través de las Highlands -parecía que había transcurrido una eternidad desde aquel sueño-. Mary reconoció a la amazona por su figura grácil, su sencilla y tranquila belleza y su largo pelo oscuro.

Pero esta vez no la vio a lomos de un caballo, y tampoco tuvo aquella sensación de libertad de las otras ocasiones, cuando el viento alborotaba sus cabellos y el olor terroso de las Highlands llenaba sus pulmones. Esta vez su corazón se sentía oprimido, triste y lleno de preocupación.

La joven estaba de pie en la terraza de un castillo, inclinada contra una de las almenas, y miraba fijamente hacia el agreste paisaje montuoso que se extendía al otro lado del barranco. El sol se estaba hundiendo en el vapor neblinoso que como cada noche ascendía del suelo, y en la tierra iluminada por el astro rojo suspendido sobre el horizonte, parecía que mares de sangre se acumularan en las depresiones del terreno. La joven vio en ello un mal augurio, y Mary pudo sentir claramente su miedo.

– ¿Gwynn?

Al oír su nombre, la joven se volvió. Llevaba un sencillo vestido de lino e iba descalza. Sin embargo, no sentía frío. Estaba acostumbrada al duro clima de las Highlands; aquí había nacido y crecido.

El hombre que había pronunciado su nombre era joven, apenas acababa de salir de la adolescencia. Llevaba un plaid de lana teñida de rojo y marrón anudado en torno a las caderas y los hombros. Un cinturón de cuero, del que colgaba una espada corta y ancha, mantenía cerrado el tartán. El parecido entre el joven y la mujer saltaba a la vista: los mismos rasgos nobles, los mismos ojos azules, el mismo cabello negro, que el joven guerrero llevaba suelto, flotando sobre los hombros. Su mentón, sin embargo, era más ancho y enérgico que el de su hermana, y las comisuras de sus labios se inclinaban hacia abajo. Aquella expresión revelaba odio y duelo, y Gwynn se sobresaltó al verle así.

– No hace falta que sigas mirando -dijo con una frialdad que le dio escalofríos-. Padre no volverá.

– ¿Qué ha ocurrido, Duncan?

– Un mensajero ha traído noticias de Stirling -respondió el joven con voz temblorosa-. Los ingleses han sido derrotados, pero muchos guerreros valerosos han caído, también de nuestro clan.

– ¿Quiénes? -preguntó Gwynn, aunque temía la respuesta.

– Fergus. John. Braen. Nuestro primo Malcolm. Y nuestro padre.

– No -dijo Gwynn en voz baja.

– Según ha informado el mensajero, luchó hasta el último momento y venció a diez caballeros ingleses. Entonces le alcanzó una flecha lanzada desde las filas enemigas. Una flecha que iba dirigida a William Wallace. Pero padre se lanzó, cruzándose en su vuelo, y la detuvo con su corazón. Parece que murió inmediatamente; Wallace ni siquiera se dio cuenta.

Los ojos de Gwynn se llenaron de lágrimas. Durante todo el día había esperado noticias del campo de batalla. En el fondo de su corazón temía que algo terrible pudiera haber ocurrido, pero hasta el final había confiado en que no fuera así. Las palabras de su hermano, sin embargo, habían destruido todas sus esperanzas.

Duncan abrió los brazos en un gesto de impotencia, y Gwynn se precipitó hacia él. Los hermanos se abrazaron en su duelo; se aferraron el uno al otro como niños en busca de consuelo.

– Habría debido ir con él -dijo Duncan en voz baja, luchando contra las lágrimas. Su padre le había enseñado que un hombre de las tierras altas nunca derramaba lágrimas en presencia de una mujer, y ahora, más que nunca, no quería ceder a ellas-. Habría debido luchar a su lado, como Braen y Malcolm.

– Entonces también tú estarías muerto ahora -sollozó Gwynn-, y yo estaría sola.

– Habría podido salvarle. Habría podido impedir que diera su vida por ese William Wallace, que cree que podrá liberarnos de los ingleses.

Su hermana se deshizo del abrazo y le miró inquisitivamente.

– Padre creía en la victoria, Duncan. En la victoria y en una Escocia libre.

– Una Escocia libre -se burló su hermano-. Otra vez estamos a vueltas con eso. Cientos de guerreros han perdido la vida en Stirling. ¿Y para qué? Para seguir a la batalla a un fanático que sueña con hacerse con la corona. ¿Has oído cómo lo llaman últimamente? Braveheart lo apodan, porque ha derrotado a los ingleses. Creían que hacía todo eso por ellos, pero él solo piensa en sí mismo.

– Padre confiaba en él, Duncan. Decía que si alguien podía conseguir unir a los clanes y vencer a los ingleses, ese era William Wallace.

– Esta confianza le ha costado la vida, como a tantos otros. Todos se han dejado engañar por las promesas de Wallace.

– Pero él no prometió nada a los clanes, Duncan. Nada aparte de la libertad.

– Esto es cierto, Gwynn. Pero ¿quiere dársela realmente? ¿O es solo otro más que quiere utilizar a nuestro pueblo y erigirse en su caudillo? Los jefes de los clanes son fáciles de impresionar cuando se les habla de libertad y del odio a los ingleses. Y eso justamente le sucedió a nuestro padre. Sacrificó su vida en vano. Para salvar a un mentiroso que nos traicionará a todos.

– No debes decir esto, Duncan. Padre no lo habría querido.

– ¿Y qué importa eso? La carga que me ha dejado en herencia ya es bastante pesada sin la guerra contra Inglaterra. Ahora que padre ya no está con nosotros, yo soy el jefe del clan. Este castillo y sus tierras me pertenecen.

– Pero solo mientras te inclines ante la Corona inglesa -le recordó Gwynn-. Padre lo sabía, y estaba harto de plegarse a la voluntad de los ingleses y tener que adularles. Por eso siguió a Wallace. Lo hizo por nosotros, Duncan. Por ti y por mí. Por todos nosotros.

– Entonces era un loco -dijo Duncan con dureza.

– ¡Hermano! ¡No hables así!

– ¡Calla, mujer! Soy el nuevo señor del castillo de Ruthven y digo lo que me place. En el encuentro de los clanes manifestaré abiertamente que desconfío de Wallace. Utiliza a los clanes para hacerse con la corona; con nuestra sangre quiere conseguir el poder para sí mismo. Pero yo no le seguiré ciegamente como hizo nuestro padre. Solo Robert Bruce puede convertirse en rey. Es el único por cuyas venas fluye la sangre de los poderosos. Solo a él seguiré.

– Pero Wallace no reclama la corona para sí.

– Aún no. Pero con cada victoria que consigue, se hace más poderoso. Ya se dice que quiere avanzar hacia el sur, para atacar a los ingleses en su propia tierra. ¿Crees que un hombre que osa hacer algo así se contentará con el papel de un vasallo? No, Gwynn. Wallace aún hace como si quisiera ayudar a Robert en la defensa de sus derechos; pero pronto se quitará la piel de cordero, y aparecerá el lobo que se esconde debajo.

– ¿Por qué sientes tanto rencor contra Wallace, Duncan? ¿Porque padre confiaba en él? ¿Porque sacrificó su vida por ese hombre? ¿O porque en lo más profundo de tu ser no estás seguro de que se habría sacrificado también por ti, como hizo por él?

– ¡Calla! -bramó Duncan, y se apartó de ella como una fiera herida ante su cazador. Las lágrimas que había contenido con esfuerzo se desbordaron y cayeron incontenibles por sus mejillas-. No sé de qué hablas -afirmó-. Padre tomó su decisión, y yo tomo la mía. Y digo que William Wallace es un traidor ante el que debemos mantenernos en guardia. Me pondré del lado de Robert y haré todo lo que esté en mi mano para protegerle de Wallace.

– Pero si no existe ninguna enemistad entre ambos. Wallace está de parte de Robert.

– La cuestión es por cuánto tiempo, Gwynn -replicó su hermano, y un fulgor extraño brilló en sus ojos-. El mundo tal como lo conocíamos se está desvaneciendo. Se acerca una nueva era, Gwynn, ¿no lo sientes? Los aliados se convierten en traidores; los traidores, en aliados. Que Wallace alcance la victoria si puede, pero al final no será él quien lleve la corona, sino Robert Bruce. Empeñaré todas mis fuerzas en ello. Lo juro por la muerte de mi padre…

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