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Quentin Hay no se sentía muy bien al pensar que habían mentido al abad de un monasterio. Aunque por suerte no había tenido que hacerlo él personalmente.

En una carta, sir Walter había solicitado al abad Andrew que permitiera el acceso de su sobrino a la biblioteca conventual, ya que debía realizar unas investigaciones urgentes sobre la historia de la abadía de Dryburgh y en Abbotsford no disponía del material necesario. El abad, visiblemente satisfecho al comprobar que sir Walter había cambiado de opinión y había abandonado su propósito de solucionar el enigma de la runa de la espada, había aceptado gustosamente.

Por eso Quentin se encontraba ahora sentado en la biblioteca, una habitación pequeña, pintada de blanco, que tenía solo una ventana por la que entraba la pálida luz del sol. A su alrededor, las paredes estaban cubiertas de estanterías en las que se acumulaban los libros: la mayoría de ellos eran escritos religiosos, pero también transcripciones de crónicas de Dryburgh, así como tratados sobre hierbas aromáticas y plantas medicinales que podían ser de utilidad en la vida cotidiana del convento. También los pocos volúmenes que no habían sucumbido al incendio habían encontrado un nuevo hogar en los estantes de la biblioteca de consulta. Sus cubiertas ennegrecidas aún despedían un olor acre a hollín y fuego.

El sobrino de sir Walter estaba sentado a una tosca mesa de lectura en el centro de la habitación y hojeaba una crónica conventual del siglo xiv. Traducir el latín en que estaba redactada la crónica le costaba cierto esfuerzo. Quentin no era ni mucho menos tan bueno como Jonathan cuando se trataba de examinar y descifrar escritos antiguos.

Naturalmente el joven no tenía tiempo suficiente para leer todas las crónicas conventuales, que en total ocupaban dos filas de estanterías, por ello su tío le había recomendado insistentemente que se concentrara solo en encontrar posibles referencias a la runa de la espada, así como cualquier alusión a una secta pagana.

Si el abad Andrew sabía efectivamente más de lo que admitía, podía significar que tanto la runa como la secta habían estado ya antes relacionados con los monjes de la orden. Y a partir de ahí se podía suponer también que existía algún indicio de ello en los antiguos registros. Aunque Quentin había alegado, en contra de esta suposición, que los monjes no podían ser tan necios para dejar las páginas correspondientes en las transcripciones si no querían que nadie tuviera conocimiento de ello, sir Walter había replicado que no debía menospreciarse el poder de la casualidad, y que esta a menudo acudía en ayuda de los hombres sedientos de sabiduría.

De todos modos no habría tenido ningún sentido querer hacer cambiar de opinión a sir Walter; de manera que Quentin se había conformado y ahora estaba ahí sentado, examinando página tras página, sin que ante su vista apareciera ninguno de los indicios que buscaba.

El trabajo era fatigoso, y al cabo de un buen rato Quentin ya no habría sabido decir cuánto hacía que estaba sentado ante la crónica. Solo los colores cambiantes de la luz del sol que llegaba desde fuera le indicaban que debían de ser ya algunas horas.

De vez en cuando se le cerraban los ojos, sin que pudiera hacer nada por evitarlo, y se rendía a un sueño que se prolongaba solo unos minutos. La fatiga de las últimas noches, en las que se había turnado con los sirvientes y el mayordomo para vigilar la propiedad, se dejó notar. Y cada vez que cedía al cansancio y se mecía en esa tierra de nadie entre el sueño y la vigilia, sus pensamientos abandonaban la biblioteca y volaban hacia el norte, hacia una joven llamada Mary de Egton.

¿Cómo debía de estar ahora? Seguro que a esas alturas ya habría conocido a su futuro esposo, un rico laird que le ofrecería todo lo que correspondía a una dama de su posición. Era muy probable que Quentin nunca volviera a verla; y sin embargo, le habría gustado tanto conocerla mejor, hablar con ella y explicarle cosas que ni siquiera su tío sabía… Podía imaginarse confiándoselo todo y encontrando comprensión en sus ojos dulces y afables. Solo el recuerdo de su tierna mirada le hacía estremecerse de felicidad.

Pero con el despertar volvía siempre el desencanto. Mary de Egton se había ido y no volvería. Quentin se esforzaba en convencerse de esa idea con una determinación implacable, pero volvía a caer en el éxtasis en los siguientes minutos de sopor.

De nuevo veía ante sí aquellos rasgos encantadores enmarcados por su cabello rubio. La veía mientras yacía en la cama dormida, como un ángel bajado del cielo para visitarle en la tierra. Cómo lamentaba no haber hablado más con ella, no haberle dicho lo que sentía…

Unas voces apagadas despertaron a Quentin de su sueño.

Abrió los ojos y necesitó un momento para recordar que no se encontraba en el cuarto de invitados de Abbotsford, sino en la biblioteca del abad Andrew. Ante él tampoco se encontraba la criatura más encantadora que nunca hubiera visto, sino un manuscrito encuadernado en piel de cerdo con una antigüedad de siglos.

Solo las voces que había oído en su sueño eran reales. Venían de al lado, del despacho del abad.

Primero Quentin no les prestó demasiada atención. Era bastante frecuente que el abad Andrew recibiera visitas en su despacho, por regla general cuando sus hermanos de congregación habían acabado un trabajo o había que tomar alguna decisión que requería su aprobación. Como aquellos monjes de vida ascética consideraban que la conversación era algo superfluo, siempre intercambiaban únicamente las informaciones estrictamente necesarias y, por consiguiente, sus diálogos eran de corta duración.

Pero no sucedió así en este caso.

Por un lado, la conversación duraba bastante más tiempo de lo habitual, y por otro, los interlocutores habían hablado primero en un tono normal para luego bajar la voz de repente. Como si tuvieran que proteger un secreto que no debía llegar a oídos extraños.

Quentin empezó a sentir curiosidad.

Después de lanzar una mirada furtiva a la puerta que separaba la biblioteca del despacho del abad Andrew, se levantó. Las tablas del suelo eran viejas y quebradizas, de modo que tuvo que ir con cuidado para no delatarse al pisarlas. Con precaución se deslizó hasta la puerta, y aunque naturalmente sabía que no era correcto espiar las conversaciones de otras personas, se inclinó hacia delante y pegó la oreja a la madera para escuchar qué decían dentro.

Distinguió dos voces, que hablaban en un tono apagado. Una pertenecía indudablemente al abad Andrew, pero Quentin no fue capaz de identificar la otra; seguramente pertenecería a uno de los monjes del convento. Quentin no conocía suficientemente bien a los hermanos para poder decirlo con seguridad.

Primero apenas pudo entender nada. Luego, después de concentrarse, captó algunos retazos de conversación, y finalmente comprendió frases enteras…

– … No hemos recibido aún ninguna noticia. Es posible que ya se hayan reunido.

– Esto es muy inquietante -replicó el abad Andrew-. Sabíamos que llegaría este momento, pero ahora que efectivamente se acerca, me siento verdaderamente preocupado. Nuestra orden soporta esta carga desde hace muchos siglos, y reconozco que en mi interior a menudo me he preguntado por qué debía confiársenos precisamente a nosotros.

– No se atormente, padre. No debemos desfallecer. No ahora. El signo ha aparecido. Y esto significa que el enemigo ha vuelto.

– ¿Y si nos equivocamos? ¿Y si el joven vio el signo solo por casualidad, cuando aún no era el momento de que fuera descubierto?

Quentin se quedó rígido. ¿Estaban hablando de él?

– Las cosas se manifiestan solo cuando ha llegado el momento, padre. ¿No lo dice usted siempre? No hay espacio para la duda. Después de tantos siglos, el signo ha vuelto. Esto significa que el enemigo se forma de nuevo. La última batalla está próxima.

Durante un rato, las voces dejaron de oírse. Se produjo una larga pausa; Quentin ya empezaba a temer que le hubieran descubierto cuando finalmente se escuchó de nuevo la voz suave del abad Andrew.

– Tienes razón -dijo-. No debemos dudar. No debemos rehuir la responsabilidad que recayó en nosotros hace tanto tiempo. Se acerca el momento del cumplimiento, y debemos estar más despiertos y atentos que nunca. El atentado en el puente, el asalto a la casa de sir Walter, todo pueden ser signos que se nos envían para que comprendamos la gravedad de la situación y actuemos en consecuencia.

– ¿Qué debemos hacer, reverendo padre?

– Nuestra tarea consiste en velar por el secreto y cuidar de que el enemigo no lo descubra. Y eso justamente es lo que haremos.

– ¿Y qué ocurre con los demás? Ya está al corriente de que hay varias partes que tratan de profundizar en el enigma.

– Nadie debe conocer la verdad -dijo el abad Andrew con determinación-. Lo que aquí está en juego es demasiado importante para actuar frívolamente. El conocimiento de estas cosas trae consigo la muerte y la ruina. Así era ya en tiempo antiguo, y así será de nuevo si no tomamos precauciones. El secreto no debe salir a la luz. Lo que está oculto debe permanecer oculto, por alto que sea el precio que se deba pagar.

– Entonces ¿debo informar a nuestros hermanos de que el momento del cumplimiento ha llegado?

– Sí, hazlo. Cada uno de ellos debe prepararse y meditar sobre sus pecados y faltas. Y ahora déjame solo. Quiero rezar al Señor para que nos otorgue fuerza y sabiduría para afrontar el conflicto que nos aguarda.

– Naturalmente, padre.

Se escuchó el crujido del entarimado cuando unos pies calzados con sandalias caminaron sobre las tablas, y luego la puerta del despacho del abad Andrew se cerró silenciosamente. La entrevista había terminado.

Quentin, sonrojado por la escucha furtiva, se apartó lentamente de la puerta; tenía la sensación de que el corazón iba a estallarle en el pecho. Atribulado, miró alrededor y sintió deseos de gritar.

Su tío tenía razón: los monjes de Kelso sabían más de lo que admitían. Pero ¿por qué callaban? ¿Por qué no confiaban lo que sabían a sir Walter? ¿Qué tenían que ocultar el abad Andrew y sus compañeros de orden?

Aquel asunto debía de ser extremadamente importante. Se habían referido a una carga de siglos, a un enemigo que había vuelto a alzarse y al que los monjes hacían responsable del ataque en el puente y del asalto a Abbotsford. Habían hablado de un conflicto en puertas, y de un tiempo que era cada vez más corto.

¿Qué podía significar todo aquello?

Más aún que la conversación en sí misma, había sido el carácter de aquel intercambio de palabras lo que había inquietado a Quentin. No habían hablado en voz alta y abiertamente, sino de forma furtiva y en voz baja; de un secreto antiquísimo que ellos preservaban y cuyo descubrimiento querían evitar a cualquier precio.

El signo que habían mencionado solo podía ser la runa de la espada. El abad Andrew había advertido expresamente de que era un símbolo del mal, tras el que se ocultaban poderes oscuros. Pero ¿cuál era el sentido exacto de sus palabras? Los monjes parecían muy preocupados, y también eso llenaba de inquietud a Quentin.

Decidió abandonar sin pérdida de tiempo el convento y volver a Abbotsford. Sir Walter debía ser informado inmediatamente de esa entrevista; tal vez él supiera sacar algo de aquello. Quentin recogió a toda prisa su material de escritura y las notas que había tomado para simular que investigaba para la nueva novela de su tío. Luego devolvió la crónica conventual que había estado examinando a su estante. Salió por la puerta al corredor…, y lanzó un grito de espanto al ver que una figura delgada envuelta en un manto oscuro se encontraba plantada ante él.

– Señor Quentin -dijo el abad Andrew, mirándole preocupado-. ¿No se encuentra bien?

– N…, no, reverendo abad, no se preocupe -balbuceó Quentin sofocado-. Es que acabo de recordar que mi tío me espera en Abbotsford.

– ¿Tan pronto? -El abad puso cara de sorpresa-. Pero si es imposible que haya acabado ya con sus investigaciones.

– Sí, es verdad, pero mi tío necesita cuanto antes las primeras informaciones para poder empezar a escribir. Si me lo permite, me gustaría volver otra vez para continuar mis estudios en su biblioteca.

– Naturalmente -dijo el abad, y le dirigió una mirada escrutadora-. Nuestra biblioteca se encuentra siempre a su disposición, señor Quentin. Pero ¿de verdad se encuentra bien? Le veo tan agitado…

– Estoy bien -aseguró Quentin con tanta rapidez como energía, y aunque era consciente de que se estaba comportando de una forma muy grosera, abandonó al abad con una breve inclinación de cabeza y salió a toda prisa por el pasillo en dirección a la escalera.

– Adiós, señor Quentin, que llegue bien a casa -exclamó el abad Andrew tras él.

Mucho después de haber abandonado el convento, cuando se encontraba ya en el coche que le llevaba de vuelta a Abbotsford, Quentin seguía teniendo la sensación de que la mirada del religioso pesaba sobre él.

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