11

Sir Walter no perdió el tiempo.

Como había anunciado al profesor Gainswick, Quentin y él se presentaron a la mañana siguiente en la biblioteca de la Universidad de Edimburgo y preguntaron por la colección de fragmentos.

Los bibliotecarios -unos hombres de piel gris que parecían respirar polvo y temer la luz del sol- no se mostraron, al principio, muy inclinados a atender los deseos de Scott; pero cuando conocieron la importancia y la fama del huésped que visitaba sus salas, cambiaron rápidamente de opinión. Con solícita cortesía, Quentin y sir Walter fueron conducidos, a través de unos empinados escalones, hasta una apartada bóveda subterránea. Allí, en una habitación alargada sin ventanas, se alineaban filas de estanterías de madera que almacenaban miles de escritos, en parte sobre pergamino y en parte sobre papel, encuadernados, sueltos o en rollos.

El bibliotecario preguntó si sir Walter buscaba algo concreto y si podía serle útil, pero Scott dijo que no y pidió que les dejaran solos, tras lo cual el hombre se alejó complaciente.

– Esto se parece a la biblioteca de Kelso -constató Quentin mientras sostenía su lámpara de modo que iluminara uno de los lados de la larga bóveda. El sótano era tan amplio que su extremo se perdía en la oscuridad.

– Con la diferencia de que los bibliotecarios de aquí parecen otorgar menos valor a sus antiguos tesoros -añadió reprobadoramente sir Walter, mirando alrededor. La habitación era húmeda, y una gruesa capa de moho cubría las paredes y el techo. Como escritor, le dolía en el alma ver cómo la palabra escrita de las generaciones anteriores era abandonada a la destrucción de una forma tan despreciativa.

– Por lo que se ve, los eruditos de la universidad no están particularmente interesados en la conservación de estos escritos -supuso Quentin.

– O falta personal para examinarlos y numerarlos todos. Hemos dejado abandonado durante demasiado tiempo el legado de nuestro pasado. Recuérdame que haga llegar en breve un generoso donativo al encargado de la biblioteca para que se solucione esta penosa situación.

– ¿Por qué? -preguntó Quentin con su habitual mezcla de despreocupación e ingenuidad-. ¿Por qué es tan importante ocuparse del pasado, tío? ¿No debería interesarnos mucho más el futuro?

– ¿Afirmarías que los frutos de un manzano son más importantes que sus raíces? -opuso sir Walter.

– Bien, puedo comerme las manzanas, ¿no es cierto? Las manzanas me quitan el hambre.

– ¡Que respuesta más tonta! -Sir Walter sacudió la cabeza-. Es posible que las manzanas llenen tu estómago durante un tiempo, pero el árbol ya no dará más frutos. No preocuparse por las raíces significa perder los frutos. La historia es algo vivo, muchacho, igual que un árbol. Prospera y crece con los que la observan. Si perdemos de vista nuestro pasado, también perdemos nuestro futuro. Pero si lo estudiamos regularmente y somos conscientes de él, evitaremos repetir los errores de las generaciones anteriores.

– Esto resulta esclarecedor -reconoció Quentin, y pasó revista a las estanterías que desbordaban papeles ondulados y pergaminos agujereados-. ¿Cómo encontraremos el escrito del que habló el profesor Gainswick en medio de este caos?

– Una buena pregunta, muchacho. -Sir Walter se había vuelto hacia el otro lado de la estancia, donde el caos no era menos abrumador-. Si el buen profesor nos hubiera dado al menos una indicación sobre dónde debíamos buscar el fragmento, pero él mismo tropezó con este escrito solo por casualidad y no le concedió más importancia; de modo que supongo que solo nos queda buscarlo de forma sistemática.

– ¿Sistemática, tío? ¿Quieres decir que… tendremos que revisar todos los escritos?

– No todos, sobrino. Olvidas que el profesor Gainswick habló de un escrito sobre papel. Por tanto, los pergaminos y palimpsestos que se almacenan aquí pueden descartarse desde el principio. Solo tenemos que examinar carpetas con fragmentos y escritos sueltos.

– Naturalmente -replicó Quentin con un atrevimiento poco habitual en él-. Deben de ser solo unos miles, ¿no?

– A veces me pregunto, mi querido sobrino, cuánta sangre de tus antepasados fluye realmente por tus venas. Los Scott siempre han andado sobrados de optimismo y energía; nunca se arredran ante ningún esfuerzo por grande que sea.

Quentin ya no le contradijo. Su tío siempre lograba que hiciera cosas que normalmente rechazaría de forma concluyente. Invocar a la familia había sido una hábil estratagema, ya que Quentin, aun adivinándole la intención, se sintió imbuido de pronto de una responsabilidad a la que fue incapaz de sustraerse. A pesar de que la visión de aquella sucesión de infolios y paquetes repletos de papeles, que se alineaban interminablemente los unos junto a los otros en los estantes, era bastante descorazonadora, se propuso no dejarse amedrentar por ello. No ahora, cuando se encontraba en vías de convertirse en un hombre nuevo…

Mientras sir Walter iba sacando volúmenes de los estantes y los colocaba sobre las mesas de lectura que se encontraban en el centro de la bóveda, Quentin decidió hacerse primero una idea general del trabajo que le aguardaba. Antes de empezar a buscar la aguja en el pajar, quería saber hasta qué punto era grande la colección. El círculo de luz de su lámpara aún no había llegado al extremo de la bóveda.

Como cada paso a lo largo de las estanterías significaba unos miles de páginas que había que examinar, Quentin se fue desanimando cada vez más a medida que avanzaba. De hecho, si quería ser franco, tenía que reconocer que no era solo la resignación ante aquella búsqueda casi imposible lo que le oprimía el ánimo. Y es que en realidad no estaba en absoluto seguro de querer encontrar el escrito del que había hablado el profesor Gainswick.

Desde que el pobre Jonathan había perdido la vida, las cosas no habían hecho más que empeorar: la desgracia en el puente, el asalto a Abbotsford, el siniestro signo rúnico…; ¿qué podía seguir ahora?

Al principio, la decisión de sir Walter de ir a Edimburgo le había tranquilizado un poco. Pero encontrarse buscando en una lúgubre bóveda indicios sobre una antigua sociedad secreta no era en absoluto lo que había imaginado al ir a la ciudad.

La visita al profesor Gainswick había contribuido a aumentar su angustia. No podía decir de dónde procedía ese sentimiento. No era tanto el miedo por su integridad y por su vida lo que le atormentaba -aquí, en Edimburgo, parecían estar hasta cierto punto a salvo de la persecución de la banda-; lo que sentía era más bien un temor impreciso ante algo antiguo, malvado, que había sobrevivido a los tiempos y acechaba para descargar un nuevo golpe…

Su recorrido acabó ante una reja de hierro oxidada. La puerta estaba cerrada con una pesada cadena, pero la reja no marcaba el final de la biblioteca, pues al otro lado Quentin pudo reconocer, al débil resplandor de la lámpara, otros escritos amontonados en estantes y mesas. A juzgar por el polvo depositado, de un dedo de grosor, nadie había entrado en la cámara desde hacía bastante tiempo. Cuando Quentin iluminó el espacio a través de los barrotes de la reja, se oyó un chillido asustado, y algo gris con el pelaje sucio y una cola larga y pelada se escabulló a toda prisa por el suelo.

– ¡Tío! -gritó Quentin, y el eco de su voz resonó lúgubremente contra las paredes de la bóveda-. ¡Tienes que ver esto!

Sir Walter cogió su lámpara y se acercó por el corredor. Desconcertado, contempló la puerta y la habitación que había tras ella.

– Cerrada -constató al observar la cadena y el cerrojo oxidado.

– ¿Qué escritos crees que pueden estar almacenados aquí? -preguntó Quentin.

– No lo sé, muchacho, pero solo el hecho de que los hayan encerrado separados de los demás los hace interesantes, ¿no te parece?

Quentin volvió a ver en los ojos de su tío aquel brillo juvenil y pícaro que amaba tanto como temía.

– Pero el profesor Gainswick no dijo nada de una habitación cerrada -observó.

– De todos modos, eso no significa nada. El escrito que buscamos podría haber sido trasladado aquí más tarde, ¿no? Tal vez precisamente porque Gainswick se interesó por él.

Quentin no le contradijo; por una parte, porque una simple suposición no podía refutarse con una suposición contraria, y por otra, porque en cualquier caso su tío nunca se volvía atrás cuando se le metía algo en la cabeza.

Sir Walter interrumpió inmediatamente su recién iniciada búsqueda del fragmento desaparecido y los dos volvieron arriba, donde el funcionario de piel gris estaba sentado ante un secreter catalogando libros. Sir Walter le habló de la cámara y la puerta cerrada, y la piel ya de por sí gris ceniza del funcionario se volvió visiblemente más pálida.

– Si es posible -concluyó el señor de Abbotsford-, me gustaría que me diera la llave de esta cámara, porque quizá allí se encuentre lo que busco.

– Por desgracia, esto es imposible -replicó el bibliotecario.

El hombre se había esforzado en adoptar un tono neutro, pero ni siquiera a Quentin, que no era ni mucho menos tan buen observador como su tío, le pasó por alto su nerviosismo.

– ¿Y por qué, si se me permite preguntarlo?

– Porque la llave de esta cámara ya hace mucho tiempo que se perdió -explicó el funcionario, y por su expresión podía adivinarse que él mismo se sentía agradecido por esta rápida y sencilla solución al problema. De todos modos, no contaba con la testarudez de sir Walter.

– Bien -dijo este con una sonrisa afable-, entonces no lo entretendremos más y llamaremos a un artesano que pueda abrir el cerrojo sin necesidad de llave. Estaré encantado de hacerme cargo del gasto y prestar así servicio a la biblioteca.

– Tampoco esto es posible -replicó al momento el bibliotecario.

Sir Walter inspiró profundamente.

– Tengo que reconocer, mi joven amigo, que me siento un poco desconcertado. Primero parece que un cerrojo viejo es lo único que nos impide entrar en esta habitación, pero luego de pronto resulta que hay otro problema.

El bibliotecario miró furtivamente a derecha e izquierda para asegurarse de que no había nadie cerca. Luego bajó la voz y dijo:

– La habitación fue sellada, sir, ya hace mucho tiempo. Se dice que allí se almacenan escritos prohibidos, que deben permanecer ocultos a todas las miradas.

– ¿Escritos prohibidos? -preguntó Quentin, asustado. Los ojos de su tío, en cambio, brillaban con más fuerza que antes.

– Por favor, sir, no haga más preguntas. No sé nada sobre ello, y aunque lo supiera, tampoco podría decirle nada. La llave se perdió hace tiempo, y así está bien. Esa bóveda es más antigua que la biblioteca, y se dice que la cámara no se ha abierto desde hace siglos.

– Una razón más para hacerlo -replicó sir Walter-. La superstición y los cuentos de viejas no deberían cruzarse en el camino de la ciencia y la investigación.

– Entonces tengo que pedirle que lo comente con el encargado de la biblioteca, sir. Aunque en su lugar no me haría ilusiones. Otros, antes que usted, fracasaron en el intento de hacer abrir la cámara.

– ¿Otros? -Sir Walter y Quentin aguzaron el oído-. ¿Quiénes, amigo mío?

– Gente extraña. Unas figuras sombrías.

El bibliotecario se estremeció.

– ¿Cuándo ocurrió eso?

– Hace dos meses. ¿No es curioso? Parece que durante siglos nadie se había interesado por esta cámara, y ahora, de repente, vienen uno tras otro.

– Sí, es verdad. ¿Y esa gente quería también la llave de la cámara?

– Así es. Pero no la consiguieron, como le sucederá a usted.

– Comprendo -dijo sir Walter-. Gracias, amigo, nos ha ayudado mucho.

Dicho esto, se volvió y cogió a Quentin de la manga para arrastrarlo fuera de allí.

– ¿Has oído eso? -siseó Quentin cuando volvieron a encontrarse en la bóveda y pudieron estar seguros de que nadie les oía-. ¡La cámara está cerrada desde hace siglos! Dicen que allí se guardan libros prohibidos. Tal vez tengan algo que ver con la runa y la hermandad.

– Tal vez -se limitó a decir sir Walter.

– Y seguro que esos individuos que visitaron la biblioteca hace unas semanas eran adeptos de la secta. También querían acceder a la cámara, pero el encargado les negó la entrada.

– Es posible.

– ¿Posible? ¡Pero tío, todo parece confirmarlo! ¿No has oído lo que ha dicho el bibliotecario sobre ellos? ¿Que eran unas figuras sombrías?

– ¿Y de ahí deduces que eran los sectarios?

– No -reconoció Quentin tímidamente-. Pero deberíamos hablar con el encargado. Tal vez pueda darnos algún indicio sobre la identidad de esos hombres.

– Muy bien, sobrino. ¿Y luego qué?

– Luego -continuó Quentin bajando un poco la voz- deberíamos concentrarnos de nuevo en la cámara. Porque tu suposición de que allí puede haber algo importante para nosotros parece ser correcta.

– Exacto. -Sir Walter golpeó triunfalmente con el puño la mesa de lectura-. Si esa gente quería efectivamente acceder a la cámara, eso tiene que significar que allí hay algo que encontrar. Posiblemente demos por fin con el indicio decisivo que nos permita solucionar el enigma de la runa de la espada y desarticular esa ominosa hermandad.

– Entonces ¿no seguiremos buscando el fragmento del profesor Gainswick?

– No, muchacho. Esta cámara me parece mucho más prometedora que seguir buscando una aguja en un pajar. Iremos a ver al encargado enseguida. Tal vez él pueda ayudarnos.


No es que el encargado no pudiera ayudarles. En realidad, Quentin tuvo más bien la impresión de que no quería hacerlo. Aunque el rollizo individuo, con largas patillas, que ocupaba este cargo en la biblioteca universitaria se esforzó en informarles con cortesía, era evidente que estaba asustado. El hombre contó nerviosamente a sir Walter y a su sobrino la misma historia que ya habían oído de labios del bibliotecario: que la cámara hacía mucho tiempo que estaba cerrada y que tenían órdenes superiores de no volver a abrirla. La llave había desaparecido, y naturalmente no había ni que hablar de forzar la cerradura.

Sir Walter trató de hacerle cambiar de opinión, pero después de algunos intentos infructuosos tuvo que darse por vencido -podía decirse que Scott había encontrado la horma de su zapato en la obstinación del encargado-. Finalmente, el hombre les recomendó que presentaran una solicitud oficial a la Oficina Real para la Investigación y la Ciencia, aunque su tramitación duraría semanas, si no meses, y tenía pocas posibilidades de éxito.

El encargado tampoco pudo proporcionarles ninguna información sobre los hombres que habían tratado también de acceder a la cámara.

Hacía unas seis semanas, dijo, dos hombres, cuya actitud y apariencia describió como «siniestras», habían tratado de conseguir la llave, pero naturalmente también a ellos había tenido que negarles la entrada. Como no habían dado ningún nombre y el encargado tampoco podía recordar su aspecto, a sir Walter le pareció que no tenía sentido seguir indagando.

Él y su sobrino emprendieron a continuación el camino de regreso a casa. Naturalmente habrían podido seguir registrando la colección de fragmentos con la esperanza de tropezar con el hallazgo del profesor Gainswick, pero esa actuación no les parecía ya tan prometedora ahora que sabían dónde se encontraban realmente los auténticos indicios que podían conducir al esclarecimiento del misterioso caso.

– Esperar un permiso oficial para abrir la cámara llevaría demasiado tiempo -constató sir Walter cuando se encontraron de nuevo sentados en el carruaje-. Lo mejor será que redacte una carta al ministro de Justicia. Como secretario del Tribunal de Justicia tengo derecho a ordenar registros si estos pueden contribuir a la resolución de un caso.

– Dime, tío, ¿por qué crees que el encargado no ha querido ayudarnos?-preguntó Quentin.

Sir Walter miró fijamente a su sobrino.

– No deberías olvidar que en nuestra familia soy yo quien plantea las preguntas pedantes -replicó sonriendo-. Conoces la respuesta; si no, no lo preguntarías.

– Pienso que el hombre tenía miedo. Y creo que el motivo debe buscarse en los hombres que le visitaron.

– Es posible.

– Si esos hombres pertenecían efectivamente a la Hermandad de las Runas, esto demostraría que el profesor Gainswick tenía razón al decir que aún existe esta secta y que sus partidarios siguen haciendo de las suyas en la actualidad.

– No -le contradijo sir Walter-. En principio solo demuestra que alguien se interesa por las mismas cosas que nosotros. Y que no habría debido llevarte a ver a Gainswick. Debes saber que el profesor es un hombre dotado de una gran fantasía.

– Pero no decías tú mismo antes que los hermanos de las runas…

– Tenemos que habérnoslas con unos lunáticos -le interrumpió sir Walter-, con unos fanáticos políticos que utilizan las antiguas supersticiones para camuflarse y asustar a espíritus débiles como el encargado. Pero me niego a creer que esos hermanos de las runas o como quieran llamarse estén aliados con fuerzas sobrenaturales. Los crímenes que han cometido ya son, en sí mismos, bastante espantosos: son culpables de asesinato, incendio y desórdenes públicos, lo que no les diferencia ni un ápice de los criminales corrientes. Me niego a creer en elementos sobrenaturales cuando pueden encontrarse explicaciones plausibles. Estos sectarios son individuos fuera de la ley que utilizan un viejo mito para rodearse de un aura siniestra. Eso es todo.

– ¿De modo que el inspector Dellard posiblemente tenía razón?

– Al menos parece que sus teorías no eran del todo erróneas. Sin embargo, en un aspecto se ha equivocado por completo.

– ¿En cuál?

– Nos ha enviado a Edimburgo para que esos sectarios nos dejen en paz, pero parece que esos individuos cometen sus fechorías aquí igual que lo hacían en Galashiels. Y eso es algo que efectivamente me inquieta, muchacho. Por eso quiero contribuir a que esa gente sea capturada lo más pronto posible y se les inflija el castigo que merecen antes de que puedan causar más daño.

Quentin pudo notar cómo el rostro de su tío se ensombrecía.

– Piensas en la visita del rey, ¿verdad? -preguntó con cautela.

Sir Walter no respondió; pero en las mandíbulas apretadas y los rasgos tensos de su tío, Quentin pudo reconocer que había dado en el clavo.

También sir Walter abrigaba temores en relación con aquel caso, aunque no por los mismos motivos que su sobrino. Mientras que a él le preocupaba exclusivamente el trasfondo político del asunto, a Quentin le angustiaban las circunstancias que lo rodeaban. Además, el joven no conseguía deshacerse de la sensación de que todo aquello les iba grande, y ni siquiera el recuerdo de Mary de Egton podía infundirle ánimo. No es que no confiara plenamente en su tío, pero sus esperanzas de resolver el caso por su cuenta no le merecían mucho crédito. ¿Cómo iban a poder solucionar el enigma de la Hermandad de las Runas con las pocas informaciones de que disponían? Además, al parecer los sectarios ya se encontraban en la ciudad, de modo que proseguir con la investigación no solo era poco prometedor, sino también extremadamente peligroso.

Esta vez Quentin se guardó sus pensamientos para sí; había prometido a su tío que le ayudaría en sus investigaciones, y nunca le dejaría en la estacada. Sin embargo, ahora sus esperanzas se centraban más bien en Charles Dellard, el inspector real.

Tal vez entretanto hubiera realizado algún progreso…


Honorables señores:

Desde hace ya algunas semanas estoy ocupándome del asunto ya conocido por ustedes, y están acostumbrados a recibir al principio de cada semana un despacho en el que les informo del actual estado de las investigaciones.

Por desgracia, también en esta ocasión debo poner en su conocimiento que las indagaciones sobre los rebeldes que han causado disturbios en Galashiels y en otros distritos siguen avanzando con dificultad. En todo lo que mis hombres y yo emprendemos, parece como si tropezáramos con un muro de silencio, y por desgracia no puedo excluir el presentimiento de que gran parte de la población simpatiza con los rebeldes.

Por eso me he tomado la libertad de realizar, con mis dragones, registros en los pueblos de los alrededores que eran sospechosos de dar cobijo a los rebeldes. Lamentablemente, en estas actuaciones pude constatar que la población no coopera en absoluto, de modo que tuve que dar algunos castigos ejemplares. Aunque de este modo he conseguido mantener el orden en el distrito, no por ello estamos más cerca de resolver el caso, y me temo que, teniendo en cuenta las circunstancias, se requerirán nuevas investigaciones para esclarecer definitivamente el enigma que envuelve a estos rebeldes. Sin embargo, quiero asegurarles, por mi honor como oficial de la Corona, que seguiré haciendo todo lo que esté en mi mano para capturar a los malhechores.

Con todos mis respetos,

CHARLES DELLARD

Inspector real

Charles Dellard echó de nuevo una rápida ojeada al escrito y sopló sobre su firma para que la tinta se secara más deprisa. Luego dobló el papel, lo introdujo en un sobre y lo selló. A continuación llamó a un mensajero que ya esperaba ante la puerta de su despacho.

– ¿Sir?

El joven, que llevaba la chaqueta roja de los dragones, se cuadró ante él.

– Cabo, esta nota debe llegar a Londres por el camino más rápido -dijo Dellard, entregándole la carta-. Deseo que la entregue personalmente, ¿me ha comprendido?

– Sí, señor -respondió el suboficial.

El mensajero giró sobre sus talones y abandonó el despacho.

Dellard oyó resonar sus pasos y no pudo contener una sonrisa irónica.

Eran tan fáciles de contentar esos cabezas huecas de Londres… Un despacho ocasional en el que daba algunas informaciones generales sobre el desarrollo de las investigaciones bastaba para que no plantearan preguntas superfluas. Mientras tanto podía hacer lo que le placía en el condado. Desde que ese maldito Scott y su temeroso pero no menos curioso sobrino habían desaparecido de Galashiels, Dellard tenía las manos libres, libres para desarrollar sus propios planes y hacer aquello para lo que realmente había venido.

Nadie, ni el sabelotodo de Scott ni esos idiotas de Londres, imaginaba en qué consistían sus auténticos planes ni qué se proponía en realidad. Su camuflaje era perfecto, y la acción estaba preparada desde hacía tiempo. El destino seguía su curso, y él mismo había contribuido en buena medida a ello.

Dellard ya iba a volver a su escritorio para continuar trabajando en los asuntos del día cuando oyó unos pasos apresurados ante la puerta. Primero creyó que era de nuevo el sheriff Slocombe, ese notorio borracho cuyo despacho había ocupado y que le visitaba cada día para importunarle con sus necias preguntas.

Pero Dellard se equivocaba. No era Slocombe quien le visitaba, sino el abad Andrew, el superior de la congregación premonstratense de Kelso.

Su ayudante entró y anunció al religioso; antes de que el inspector hubiera podido decidir si quería realmente recibir al visitante, el abad ya se encontraba en el umbral.

– Buenos días, inspector -dijo con aquella extraña calma que le era propia-. ¿Podría concederme unos minutos de su valioso tiempo?

– Naturalmente, reverendo abad -replicó Dellard, no sin castigar antes a su ayudante con una mirada airada. ¿Acaso no había dicho que no deseaba ser molestado?-. Siéntese -dijo, ofreciendo una silla al abad, mientras el subalterno ponía pies en polvorosa-. ¿Qué puedo hacer por usted, apreciado abad? No es usted un visitante habitual en mi despacho.

– Por suerte no -replicó el abad Andrew ambiguamente-. Quería informarme sobre el desarrollo de las investigaciones. Al fin y al cabo, las fechorías cometidas por esos bandidos han causado un daño considerable a mi orden.

– Lo sé, naturalmente, y lo lamento mucho -aseguró rápidamente Dellard-. Y nada me gustaría más que poder ofrecerle alguna noticia positiva esta mañana.

– ¿De modo que sigue sin avanzar en sus investigaciones?

– Lo cierto es que no -reconoció Dellard inclinando humildemente la cabeza-. Tenemos algunas pistas, que seguimos, pero en cuanto tratamos de atrapar a esos rebeldes, tropezamos con un muro de silencio. Estos bandidos parecen disfrutar de un gran apoyo entre la población. Y esto dificulta mi trabajo.

– Es extraño -replicó el abad-. En mis conversaciones con la gente más bien he tenido la impresión de que temen a los rebeldes. Con mayor razón aún porque sus dragones se encargan de dejar bien claro que la colaboración de la población con los bandidos comporta un duro castigo.

– ¿Adivino un ligero reproche en sus palabras, apreciado abad?

– Claro que no, inspector. Usted es aquí el defensor de la ley. Yo solo soy un humilde religioso que no entiende demasiado de estas cosas. De todos modos, me pregunto por qué hay que actuar con tanta dureza contra la población.

– ¿Y se le ocurre una respuesta a esta pregunta?

– Bien, a decir verdad, inspector, he llegado a pensar que a usted le interesa solo en segundo término capturar a los incendiarios de Kelso y a los asesinos de Jonathan. Parece que se trate, en primer lugar, de transmitir a sus superiores de Londres la sensación de que no permanece inactivo aquí; mientras que en realidad, y perdone mi franqueza, aún no tiene absolutamente ningún resultado que presentar.

Charles Dellard permaneció exteriormente tranquilo, pero sus ojos chispeaban de ira.

– ¿Por qué estamos teniendo esta conversación? -preguntó.

– Muy sencillo, inspector. Porque considero mi deber actuar como intercesor en nombre de la gente de Galashiels, que está completamente aterrorizada por sus medidas. Vienen a mí y se quejan de que sus pueblos y casas son registrados por los dragones, de que se encadena y se detiene a personas inocentes.

– Apreciado abad -dijo Dellard, haciendo un esfuerzo por mantenerse sereno-, no puedo esperar que un hombre de fe comprenda las exigencias que impone una investigación policial, pero…

– Esto no es una investigación policial, inspector, sino pura arbitrariedad. La gente está asustada porque cualquiera puede convertirse en el siguiente blanco. Los hombres que fueron ajusticiados por usted…

– … se probó que eran colaboradores que habían escondido o habían prestado ayuda a los rebeldes.

– También esto es extraño -dijo el abad-. A mí me han contado otra cosa. Dicen que esos hombres insistieron en su inocencia hasta el final y que ni siquiera fueron escuchados.

– ¿Y qué espera? ¿Que alguien a quien amenaza la soga diga la verdad? Perdóneme, venerable abad, pero me temo que no sabe demasiado sobre la naturaleza humana.

– Bastante para reconocer lo que se está tramando aquí -replicó el abad Andrew con voz firme.

– ¿Ah sí? -replicó Dellard tranquilamente-. ¿Y qué se trama aquí en su opinión?

– Veo que las investigaciones no marchan como deberían. Caen astillas, pero no veo que se esté cepillando efectivamente la madera. No sé qué se propone, inspector, pero puedo ver que persigue sus propios planes. Casi estoy tentado de decir que no tiene interés en atrapar a esos rebeldes.

La cara del inspector Dellard se transformó en una máscara helada.

– Puede dar gracias de ser un hombre de Iglesia-dijo en tono inexpresivo-, a quien perdonaré generosamente estas palabras irreflexivas. En otro caso habría exigido inmediatamente una satisfacción por esta ofensa. Mis hombres y yo trabajamos duro cada día en la lucha contra estos criminales, y en no pocas ocasiones arriesgamos nuestra integridad y nuestra vida. Que se nos acuse ahora de no perseguir nuestros objetivos con toda determinación es una vileza que ofende mi honor de oficial.

– Perdone, inspector. -El abad insinuó una reverencia-. De ningún modo era mi intención ofenderle. Después de todo lo que he oído, simplemente me he visto obligado a visitarle y a transmitirle mis impresiones.

– ¿Y su impresión es que intento deliberadamente que las investigaciones se alarguen? ¿Que no me preocupa el bienestar de las personas de Galashiels? ¿Que persigo mis propios objetivos?

Dellard le fulminó con la mirada, pero el religioso no se dejó amedrentar.

– Tengo que reconocer que todavía abrigo esta sospecha -reconoció abiertamente.

– Esto es una bobada, apreciado abad. ¿Qué objetivos podrían ser esos?

– ¿Quién sabe, inspector? -replicó el abad Andrew enigmáticamente-. ¿Quién sabe…?


La secreta esperanza de Quentin de que la llave de la cámara prohibida nunca apareciera y pudieran ahorrarse buscar indicios entre los antiguos fragmentos se hizo trizas esa misma noche.

Sir Walter, lady Charlotte y Quentin acababan de cenar, cuando alguien golpeó enérgicamente a la puerta. Uno de los sirvientes fue a abrir. Cuando volvió, sostenía en la mano un paquetito que miraba con sorpresa.

– ¿Quién era, Bradley? -preguntó sir Walter.

– Nadie, sir.

– Esto es difícil de creer -dijo sir Walter, sonriendo-. Alguien tiene que haber llamado; si no, no habríamos oído nada, ¿no es así?

– Supongo, sir; pero cuando abrí la puerta, no había nadie. En cambio, encontré este paquetito en el umbral. Supongo que alguien quería gastar una broma.

– Dámelo -pidió sir Walter. Después de haber observado por todos lados el paquete, que estaba envuelto en cuero y tenía el tamaño de una caja de cigarros, deshizo el nudo.

Bajo el cuero apareció una cajita de madera con tapa. Quentin se quedó sin aliento al ver lo que su tío extraía de la caja: era una llave, de un palmo de largo aproximadamente, oxidada y con un paletón toscamente trabajado.

– ¡No es posible! -exclamó Quentin, que naturalmente había intuido enseguida, igual que sir Walter, de qué llave se trataba. Solo lady Charlotte, a quien su marido no había informado de los últimos acontecimientos porque no quería intranquilizarla, se quedó perpleja.

– ¿Qué es esto? -preguntó a su marido.

– Diría, amor mío -replicó sir Walter con una sonrisa de inteligencia-, que es una invitación. Alguien parece estar muy interesado en que Quentin y yo continuemos con nuestras investigaciones. Y creo que le haremos este favor…

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