Sir Walter, entretanto, estaba muy preocupado por su sobrino; por eso sintió un gran alivio al ver que volvía indemne a la casa del profesor.
Quentin decidió no explicar nada de lo ocurrido a su tío: la muerte de su viejo amigo y mentor ya había trastornado bastante a sir Walter para que su sobrino le abrumara ahora con noticias de nuevos horrores. Quentin se contentó, pues, con anunciar que finalmente había perdido al asesino en las estrechas y oscuras callejas.
– Pero ¿estás seguro de que era uno de los sectarios? -preguntó sir Walter.
– No me cabe la menor duda, tío -le aseguró Quentin-. He visto sus ropas negras y la máscara que llevaba.
– En ese caso, los manejos de esa secta han causado de nuevo una víctima mortal.
– Eso parece, sí. La pregunta es por qué tenían que matar al profesor Gainswick.
– Creo que entretanto he encontrado una respuesta a esta pregunta, muchacho -replicó apesadumbrado sir Walter, que, después de mandar al cochero a avisar a los agentes, había aprovechado el intervalo para examinar el lugar del crimen-. En la mano del profesor he encontrado esto -explicó, y sacó del bolsillo de su chaqueta un pedazo de papel arrugado que entregó a Quentin. Este lo alisó y lo examinó con atención. La hoja contenía un esbozo, que aunque no había sido trazado por una mano experta tampoco carecía de habilidad. Representaba una espada medieval. El arma tenía una empuñadura larga, de modo que podía sujetarse también con ambas manos. El pomo tenía la forma de una cabeza de león, el animal heráldico tradicional de Escocia, y el puño estaba ricamente decorado en los extremos. La hoja era larga y delgada, y se estrechaba hacia la punta. No tenía adorno alguno, a excepción de unos grabados encima de la empuñadura. Quentin se quedó sin aliento al reconocer entre ellos la runa de la espada.
– ¿Comprendes qué quiero decir, muchacho? -preguntó sir Walter-. Después de nuestra visita, el profesor Gainswick se ocupó también, al parecer, de investigar acerca de la runa de la espada. Y por lo visto tropezó con cosas que, en opinión de sus asesinos, era mejor que permanecieran ocultas. El escritorio del profesor ha sido registrado y, sin duda, se han llevado algunas de sus notas. Parece claro que los sectarios no querían que comunicara lo que sabía…
– … concretamente a nosotros -añadió Quentin, y bajó la cabeza sintiéndose culpable-. El profesor Gainswick ha sido asesinado por nuestra causa, ¿no es cierto? Para evitar que continuáramos con nuestras investigaciones.
– No sabes cómo me gustaría poder excluir esta posibilidad, muchacho. Pero, según nos dijo el profesor, hacía años que había dejado de ocuparse de las runas. Solo nuestra intervención hizo que volviera a interesarse por ellas. Por lo que se ve, despertamos su interés por algo que al final le ha conducido a la muerte.
– Pero ¿por qué? -preguntó Quentin, y sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas de duelo y de rabia-. ¿No dijo él mismo que solo conducía a la ruina ocuparse de la runa de la espada? ¿Por qué lo hizo entonces, a pesar de todo?
– Porque era un científico, muchacho. Un hombre que amaba la verdad y la investigación. A pesar de su avanzada edad, el profesor Gainswick conservaba esa curiosidad infantil que es propia de todos los investigadores. Él no podía saber que al final le llevaría a la muerte.
– Entonces es realmente culpa nuestra -dijo Quentin con un hilo de voz-. Nosotros le hablamos al profesor de la runa de la espada. Y lo que es peor: condujimos a los asesinos hasta él. ¿Recuerdas la pelea de que fuimos testigos? Yo sabía que los hermanos de las runas estaban mezclados en ella. En ese momento se encontraban ya en la ciudad. Nos siguieron.
– Eso parece -reconoció sir Walter-, aunque esto me plantea una pregunta: ¿por qué el profesor Gainswick fue asesinado, mientras que nosotros aún estamos con vida? La lógica permite solo dos posibles respuestas: o bien somos demasiado insignificantes para que la hermandad nos dedique su atención…
– Esto es difícilmente imaginable, tío. Solo hay que pensar en el asalto a Abbotsford y en el incendio de la biblioteca.
– … o bien -continuó sir Walter su reflexión- por alguna razón es necesario que sigamos con vida. Posiblemente los sectarios planean algo, y tal vez nosotros representemos, sin saberlo, un papel en este plan.
– ¿Tú crees? -preguntó Quentin. Esta suposición tal vez podía ser acertada en el caso de su tío, pero, en el suyo seguro que no. Al fin y al cabo, solo hacía unos minutos que uno de los sectarios había intentado que los sin nombre le asesinaran…
– Es una posibilidad -dijo sir Walter convencido-. Y en este caso deberíamos preguntarnos por la razón. ¿Qué pretenden los sectarios? ¿Son realmente solo rebeldes y agitadores, como el inspector Dellard quiere hacernos creer? ¿O se oculta algo más tras este asunto? ¿No perseguirán un plan de mayor envergadura en el que esto desempeña un papel? -Y señaló el dibujo que su sobrino todavía tenía en la mano.
– ¿Te refieres a la espada? -preguntó Quentin.
– Exacto. Al parecer, el profesor Gainswick descubrió que hay una relación entre la runa de la espada y esta famosa arma.
– ¿Famosa arma? -Quentin observó el dibujo levantando las cejas-. ¿Quieres decir que esta espada existe de verdad?
– Naturalmente, muchacho. O al menos existía. Aunque desde hace siglos nadie ha vuelto a verla. Es la espada real, Quentin. La hoja con la que Robert Bruce alcanzó la victoria sobre los ingleses en Bannockburn.
– ¿Robert Bruce? ¿Bannockburn?
Quentin abrió mucho los ojos. Naturalmente conocía las historias del rey Robert, que había unido a Escocía y la había defendido con éxito contra los invasores ingleses, pero nunca había oído nada sobre una espada real.
– No te aflijas, muchacho, solo unos pocos han oído hablar de ello -le consoló sir Walter-. La espada de Bruce apenas se menciona en los antiguos tratados, y por una buena razón, pues la tradición afirma que sobre ella pesaba una maldición.
– ¿Una maldición? -Los ojos de Quentin se abrieron aún más.
Sir Walter sonrió.
– Ya sabes que no creo en este tipo de cosas, pero la tradición dice que esta espada perteneció en un tiempo a William Wallace. La llevó en la batalla de Stirling, en la que por primera vez infligió una severa derrota a los ingleses. Pero como sabes, la fortuna no le fue propicia durante mucho tiempo. Después de la derrota de Falkirk, el hombre conocido como Braveheart fue traicionado por miembros de la alta nobleza escocesa y hecho prisionero por los ingleses. Lo llevaron a Londres, donde lo procesaron y lo ejecutaron públicamente. Su espada, sin embargo, según afirma la tradición, permaneció en Escocia y llegó a posesión de Bruce, que conquistó con ella la libertad de nuestro pueblo.
– Efectivamente nunca había oído hablar de esta historia -reconoció Quentin-. ¿Y qué ocurrió luego con la espada?
– Se dice que se perdió. Las fuentes históricas ni siquiera la mencionan. Pero la tradición afirma tozudamente que la espada de Bruce sigue existiendo y está guardada en un lugar secreto. Ha estado perdida durante siglos, y según dicen, solo de vez en cuando aparece para volver a desaparecer a continuación en la niebla de la historia.
Quentin asintió con la cabeza. Como siempre que oía hablar de esas cosas, sintió que el pelo se le erizaba en la nuca y un escalofrío le recorrió la espalda. Sin embargo, en los últimos tiempos había madurado lo bastante para seguir haciendo trabajar su razón.
– Hay una cosa que no entiendo, tío -objetó-. Si hace tanto tiempo que no se ha visto esta espada, ¿cómo puedes estar tan seguro de que el dibujo representa precisamente esa arma?
– Muy sencillo, muchacho: porque los contemporáneos del rey Robert fijaron su imagen para la posteridad. Se encuentra representada en la losa funeraria del sarcófago de Robert, en la abadía de Dunfermline. La representación muestra una espada con un pomo que tiene la forma de un león, exactamente igual que en el dibujo del profesor Gainswick.
– ¿Y la runa de la espada también aparece? -preguntó Quentin.
Sir Walter se encogió de hombros.
– No estoy seguro. Desde que hace cuatro años se descubrió la tumba del rey Robert he ido muy a menudo a Dunfermline, y nunca me llamó la atención esa runa de la espada. Pero tal vez fue porque no me fijé. Muchas cosas solo nos llaman la atención cuando hemos desarrollado una conciencia con respecto a ellas.
– Parece que al profesor Gainswick sí que le llamó la atención. La runa puede verse claramente en el dibujo.
– Cierto. Y me pregunto de dónde sacó el profesor este dato. Por lo que sé, no estuvo en la abadía en los últimos días para poder realizar investigaciones sobre el terreno.
– Tal vez lo sacara de un libro -observó Quentin, y señaló los estantes llenos a reventar de gruesos volúmenes encuadernados en cuero.
– También podría ser. Pero en lugar de orientarnos de nuevo hacia la árida teoría, propondría que investigáramos en el lugar de los hechos.
– ¿Te refieres a Dunfermline?
– Allí nos conduce el rastro, muchacho, tanto el del signo de la runa como el de los asesinos. Durante todo este tiempo hemos estado buscando una relación plausible entre ambas cosas, y tenemos muchos motivos para creer que esta conexión es la espada real. Probablemente eso fue lo que descubrió el profesor poco antes de morir.
– Pero en su último suspiro no mencionó la abadía, sino Abbotsford- señaló Quentin.
– Abbotsford y el rey Bruce -dijo asintiendo sir Walter-. No lo he olvidado. Pero también recuerdo que hablé al profesor del entablado que se encuentra en el vestíbulo de mi casa. En él descubrimos igualmente la runa de la espada, y el entablado procede de la abadía de Dunfermline. Aquí se cierra el círculo.
– Pero ¿no decías que la runa del entablado era el emblema de un artesano?
– Probablemente me equivoqué en eso, muchacho -confesó sir Walter con voz apagada-. En cualquier caso, no podremos solucionar el enigma del asesinato del profesor Gainswick ni aquí ni en Abbotsford, sino solo en el lugar de donde parece proceder el signo rúnico.
– En Dunfermline -dijo Quentin. Pero un instante después ya no estaban solos.
Se oyeron pasos en el corredor, y acto seguido apareció en el umbral un hombre con el uniforme oscuro de los agentes. Junto a él se encontraban varios ayudantes de la policía local, que inspeccionaron la casa y el patio trasero, mientras el agente examinaba personalmente el lugar de los hechos.
Como secretario del Tribunal de Justicia, sir Walter estaba por encima de toda sospecha, de manera que el agente renunció a incluirle, con Quentin, en la lista de posibles implicados. Ambos declararon simplemente lo que habían visto y vivido, y entonces Quentin describió también, para desconcierto de sir Walter, su siniestro encuentro en el oscuro patio interior; aunque naturalmente no pudo describir al asesino del profesor Gainswick, ya que el hombre iba enmascarado. De todos modos, el agente le hizo muchas preguntas, anotó todo lo que podía recordar, y finalmente despidió a Quentin y a su tío, tras recomendarles que volvieran a casa.
Por el camino apenas dijeron palabra. Los dos estaban demasiado ocupados en asimilar los acontecimientos que habían vivido.
No era solo que sir Walter hubiera perdido a un buen amigo, sino que ese amigo se había convertido en la siguiente víctima de los sectarios, y este hecho parecía atormentar aún más al tío de Quentin. Aunque Quentin podía leer en los rasgos de sir Walter una furiosa determinación, por primera vez esta iba acompañada también por un matiz de desesperación. Aún no habían conseguido desvelar el secreto del signo rúnico, y cuanto más tardaran en hacerlo, más personas parecía que podrían morir por ello.
Con la esperanza de escapar a las ansias asesinas de los sectarios, habían seguido el consejo del inspector Dellard y habían ido a Edimburgo; pero ahora habían podido constatar que el largo brazo de los sectarios llegaba también hasta allí.
Los acontecimientos adquirían cada vez mayor gravedad, y tanto Quentin como su tío tenían la sensación de que les quedaba poco tiempo. En las últimas semanas, los ataques de esos desalmados se habían hecho cada vez más audaces y brutales. Parecían trabajar con un objetivo determinado, para un acontecimiento que tendría lugar en un futuro próximo. Pero ¿de qué podía tratarse? ¿Cómo encajaban las piezas del rompecabezas? ¿Existía realmente un gran secreto, un misterio siniestro, que unía todos estos sucesos?
Hasta ese momento, Quentin y su tío habían tropezado siempre con el rechazo en sus investigaciones. Ya fuera el sheriff Slocombe, el inspector Dellard, el abad Andrew o el profesor Gainswick, todos les habían aconsejado de manera más o menos abierta que dejaran de investigar el asunto. Las razones que les movían podían ser de distinta naturaleza, pero a Quentin le daba la impresión de que todos querían disuadirles a cualquier precio de que investigaran a fondo el caso. Hasta aquel momento solo habían tropezado con maniobras de distracción, indicaciones arrancadas a regañadientes y alusiones vagas, mientras los sectarios seguían cometiendo sus fechorías y asesinando impunemente.
Hacía tiempo que la determinación de Quentin de llegar al fondo del enigma era tan grande como la de su tío. Sin embargo, para él, todos los crímenes de las últimas semanas no se habían desarrollado de forma inconexa, sino que tenía la sensación de que pertenecían a un todo, a una conjura secreta, y que tras todo aquello se ocultaba algo mucho más importante de lo que hasta entonces habían podido imaginar.
Tal vez, pensó Quentin, la espada de Bruce fuera la clave para solucionar el enigma…