6

Sir Walter callaba.

Sentado en el sillón de orejas de su despacho, había seguido con calma el relato de su sobrino. Había escuchado atentamente mientras Quentin le informaba de la entrevista secreta de los monjes y de las extrañas palabras que había podido captar de la conversación. Mientras tanto no le había preguntado nada ni le había interrumpido. E incluso ahora, cuando Quentin ya había acabado su relato, sir Walter no decía nada.

Seguía sentado, inmóvil, en su sillón, mirando a su sobrino. Aunque Quentin no tenía realmente la sensación de que su mirada se dirigiera a él; más bien le parecía que le atravesaba y se perdía en una remota lejanía. Quentin prefería no saber qué veía su tío allí.

– Extraño -dijo sir Walter después de unos largos minutos de silencio, y una amarga mezcla de pesadumbre y fatalidad resonó en su voz-. Intuía algo así. Suponía que el abad Andrew sabía más de lo que nos revelaba, que nos ocultaba algo. Pero ahora que mi intuición parece haberse confirmado, apenas puedo creerlo.

– Te he dicho la verdad, tío, te lo juro -le aseguró Quentin-. Cada palabra se pronunció tal como te he informado.

Sir Walter sonrió, pero aquella no era la sonrisa sabia y segura de sí misma que Quentin conocía; en esta ocasión la sonrisa de su tío irradiaba melancolía, y una visible resignación.

– Debes perdonar a este hombre viejo, hijo mío, cuyo corazón se niega a reconocer cosas que su razón ha comprendido ya hace tiempo. Por supuesto, sé que no mientes, y creo cada palabra que has dicho. Pero me duele saber que el abad Andrew ha actuado de una forma tan maliciosa para mantenernos engañados.

– No parece que los monjes actúen con malas intenciones -objetó Quentin-. Se diría más bien que quieren proteger a las personas ajenas al secreto.

– ¿Protegerlas? ¿Frente a qué?

– No lo sé, tío; pero todo el rato hablaban de la amenaza de un gran peligro. Un enemigo de un pasado oscuro, pagano. -Quentin se estremeció-. Y la runa que descubrí parece directamente relacionada con ello.

– Lo tuve claro desde el momento en que vi arder el signo de fuego allí, en la otra orilla -replicó sir Walter sombríamente-. Ya intuía que existía un secreto que los monjes de Kelso no querían compartir con nosotros, pero nunca habría imaginado que su desconfianza llegara tan lejos. Saben quién se encuentra tras el asesinato de Jonathan, y también saben quiénes son los individuos que nos asaltaron aquí, en Abbotsford. Sin embargo, no quieren romper su silencio.

– Posiblemente tengan buenas razones para ello -objetó tímidamente Quentin, que pocas veces había visto a su tío tan enojado. Indudablemente el duelo por su estudiante y la catástrofe en el puente habían dejado huella en él, pero nada, ni de lejos, parecía haber ofendido tanto al señor de Abbotsford como que el abad Andrew y sus hermanos le hubieran negado su confianza.

– ¿Qué razón puede ser bastante buena para callar cuando están en juego vidas humanas? -replicó sir Walter, furioso-. El abad Andrew y los suyos conocían el peligro que nos amenaza. Deberían habernos dicho qué ocurría, en lugar de entretenernos con alusiones imprecisas.

– Por lo que sabemos, hubo una entrevista entre el abad Andrew y el inspector Dellard -dijo Quentin, reflexionando en voz alta-. Tal vez en ella el abad comunicara a Dellard algunas cosas y le prohibiera propagarlas. Posiblemente esta sea también la razón de que Dellard se mostrara tan poco comunicativo con nosotros.

– Tal vez, posiblemente… -bufó sir Walter, y se levantó con un movimiento enérgico-. Estoy harto de tener que contentarme con especulaciones y suposiciones mientras quizá planea sobre todos nosotros un gran peligro.

– ¿Qué te propones hacer, tío?

– Viajaré a Kelso y pediré explicaciones al abad Andrew. Nos dirá lo que sabe sobre ese signo rúnico o se lo guardará para él, pero en cualquier caso le haré saber que no me gusta que me hagan ir como una pelota en un juego cuyas reglas determinan otros. Y alegue lo que alegue en su defensa, sean runas, signos secretos o cualquier otra zarandaja, esta vez no pienso admitir excusas.

– ¡Pero tío! ¿No crees que el abad puede tener buenas razones para mantenerlo en secreto? Posiblemente tengamos que habérnoslas efectivamente con poderes que escapan a nuestro control y a los que no se puede hacer frente con medios tradicionales.

– ¿Y qué poderes son esos, sobrino? -El sarcasmo en la voz de sir Walter era patente-. ¿Ya vuelves a empezar con tus historias de aparecidos? ¿No habrás escuchado demasiado al viejo Max el Fantasma? Te aseguro que los adversarios con que tenemos que habérnoslas no son espíritus, sino hombres de carne y hueso. Y sea lo que sea lo que esa gente pretende, no tiene nada que ver con hechizos ni oscuras maldiciones. Esas cosas no existen. Desde los inicios de la humanidad, las razones que han movido a los hombres a convertirse en una plaga para el prójimo han sido siempre las mismas: sed de sangre y codicia, muchacho. Eso y ninguna otra cosa. En tiempos de nuestros antepasados ya era así, y nada ha cambiado hasta hoy. Es posible que esta gente utilice runas y viejas profecías para legitimar sus crímenes, pero todo esto no son más que embustes y patrañas.

– ¿Realmente lo crees así, tío?

Sir Walter miró a su sobrino, y al contemplar su expresión asustada, su ira cedió un poco.

– Sí, Quentin -dijo bajando el tono-. Eso creo. El pasado que tanto me gusta evocar en mis novelas ha quedado atrás. El futuro pertenece a la razón y a la ciencia, al progreso y la civilización. En él no hay lugar para antiguas supersticiones. Hace tiempo que dejamos atrás todo eso, y no podemos frenar la rueda del tiempo ni hacerla girar al revés. Lo que se oculta detrás de este asunto, sea lo que sea, no tiene nada que ver con hechizos o magia negra. Es obra de personas, muchacho. Nada más. Y eso justamente le diré al abad Andrew.

Quentin vio reflejada en el rostro de su tío una determinación inquebrantable y supo que no tenía sentido tratar de detenerle. Por otro lado, tampoco era ese su deseo, pues la visión de las cosas de sir Walter no solo parecía más razonable, sino también menos intranquilizadora que lo que Quentin había escuchado en el monasterio.

Decidió acompañar a su tío a Kelso y salió con él al pasillo, donde se tropezaron con el mayordomo.

– ¡Sir! -exclamó el sirviente, acercándose angustiado.

– Mi pobre Mortimer -dijo sir Walter al contemplar la cara desencajada del anciano mayordomo-. ¿Qué te sucede?

– Ha llegado todo un destacamento de dragones armados, sir -respondió Mortimer con la voz entrecortada por la emoción-. Acaban de entrar en el patio. El inglés también está con ellos.

– ¿El inspector Dellard? -preguntó Scott sorprendido.

– Así es, sir, y quiere hablar urgentemente con usted. ¿Qué debo decirle?

Sir Walter reflexionó un momento e intercambió con Quentin una mirada precavida.

– Dile al inspector que le espero en mi despacho -comunicó finalmente al mayordomo-. Y que Anna traiga té y pastas. Nuestro huésped no debe tener la impresión de que en el norte no tenemos modales.

– Muy bien, sir -dijo Mortimer, y se alejó.

– ¿Qué debe de querer Dellard? -preguntó Quentin.

– No lo sé, sobrino -replicó sir Walter, y una chispa de malicia brilló en sus ojos-, pero si la casualidad ha puesto en nuestras manos una baza como esta, no deberíamos desperdiciarla frívolamente. Con lo que sabemos del abad Andrew, deberíamos ser capaces de ejercer un poco de presión sobre nuestro buen inspector. Tal vez así Dellard se vuelva más hablador con respecto a este misterioso caso…


Por lo que podía verse, no parecía que Charles Dellard se hubiera tomado a mal la diferencia de opiniones entre sir Walter y él durante su última entrevista. El inspector volvió a hacer gala de su habitual suficiencia mientras entraba en el despacho de Scott y ocupaba su puesto en el sillón que le ofrecía el señor de la casa.

– Gracias, sir -dijo cuando una de las criadas le sirvió una bandeja con té recién hecho y pastas-. Es agradable ver que la civilización también ha llegado a este lugar. Aunque los recientes acontecimientos no parezcan apuntar en la misma dirección.

– ¿Ha descubierto algo? -preguntó sir Walter, que había preferido permanecer en pie y ahora miraba escépticamente a su visitante desde arriba.

– Podría decirse así, en efecto. -Dellard asintió con la cabeza y tomó un trago de Early Grey caliente-. He conseguido identificar al hombre al que disparó su sobrino aquella noche.

– ¿De verdad?

– Su nombre es Henry McCabe. Como usted correctamente suponía, procedía de otra región, y por eso la identificación ha resultado tan extraordinariamente complicada. Su lugar de nacimiento es Elgin, muy al norte. Pertenecía a una banda de rebeldes que cometen sus fechorías en esa zona desde hace tiempo y que ahora, por lo visto, han extendido su campo de actuación al sur. Ya ve, pues, sir Walter, que hacemos progresos.

– Estoy impresionado -dijo el señor de Abbotsford, pero sus palabras no sonaban muy sinceras-. ¿Y qué me dice del signo rúnico? ¿Ha descubierto también algo sobre eso de lo que pueda informarme?

– Lo lamento. -Dellard sacudió la cabeza entre dos sorbos de té-. Por el momento mis investigaciones no me permiten aún decirle algo más preciso sobre esa cuestión. Pero da toda la sensación de que…

– Ahórreme las explicaciones, inspector -le interrumpió Scott con rudeza-. Ahórreme la retórica y las evasivas cuando en último término se trata solo de ocultarme la verdad.

Dellard le miró con calma.

– ¿Otra vez volvemos a empezar? -preguntó-. Creí que eso ya estaba aclarado.

– Aún no, apreciado inspector, ni mucho menos. Seguirá hasta que me diga por fin la verdad sobre estos delincuentes. No son unos agitadores corrientes, ¿no es cierto? Y tampoco es casual que hayan hecho de la runa de la espada su emblema. Tras este asunto hay algo más, y quiero saber de una vez dónde me encuentro. ¿Con qué tropezó mi sobrino cuando descubrió este signo? ¿Por qué fue incendiada la biblioteca? ¿Qué tienen que ver con ello los monjes de Kelso? ¿Y por qué atentan contra mi vida?

– Muchas preguntas -se limitó a decir Dellard.

– Desde luego. Y tengo la sensación de que las respuestas a estas preguntas se remontan al pasado. Nos encontramos frente a un enigma que va mucho más allá de un caso criminal corriente, ¿no es cierto? ¡De modo que, por todos los santos, rompa de una vez su silencio!

Dellard seguía sentado en su sillón sin decir nada. Con un movimiento pausado se llevó la taza de porcelana blanca a la boca y tomó otro trago de té. A continuación, con una lentitud que a Quentin le pareció casi una provocación, depositó la taza sobre el platito y no se dejó impresionar en absoluto por la mirada inquisidora que le dirigía sir Walter.

– ¿Quiere respuestas, sir? -preguntó entonces.

– Más que ninguna otra cosa -le aseguró sir Walter-. Quiero saber de una vez dónde estoy.

– Bien. En ese caso le informaré de la entrevista que tuve con el abad Andrew, el superior del convento de Kelso. Aunque me rogó encarecidamente que bajo ningún concepto comentara nada al respecto, en su caso quiero hacer una excepción. Al fin y al cabo usted es, si puedo expresarme así, el personaje principal en esta obra.

– ¿El personaje principal? ¿En una obra? ¿Cómo debo entender eso?

– Tiene razón, sir Walter. Los criminales que se encuentran tras los atentados mortales y los asaltos de las últimas semanas no son, efectivamente, agitadores normales. Son sectarios, que pertenecen a una antiquísima sociedad secreta.

– Una sociedad secreta -repitió Quentin, que permanecía inmóvil aguantando la respiración. Sintió que un escalofrío helado le recorrió la espalda.

– Las raíces de la sociedad -continuó Dellard- se remontan a un pasado muy remoto. Existía ya antes de que la civilización llegara a esta tierra agreste, mucho antes de los romanos, en días oscuros. Por eso sus miembros no se consideran ligados a las leyes vigentes y se entregan a rituales paganos. Esta es la razón de que el abad Andrew vigile sus movimientos. Una vieja enemistad liga a su orden con esta sociedad secreta.

– ¿Y la runa de la espada? -quiso saber sir Walter.

– La runa es, desde tiempos antiguos, el signo identificador de los sectarios. Su emblema, si quiere.

– Comprendo. Esto explica la reacción del abad Andrew cuando le mostramos la runa. Pero ¿por qué todas esas advertencias y ese secretismo? Esta sociedad puede ser antigua, pero al fin y al cabo se trata solo de patrañas y supersticiones. Con un destacamento de dragones montados debería poder acabarse rápidamente con una amenaza como esa.

– Una vez me acusó de infravalorar la importancia del caso, sir -replicó Dellard con una ligera sonrisa-. Ahora tengo que devolverle el reproche. Porque la sociedad secreta no es en absoluto una agrupación formada por unos pocos sectarios. Es un movimiento que ha encontrado, en el norte, numerosos partidarios. Como usted sabe, aun en nuestros tiempos modernos, la superstición está muy extendida en amplios sectores de su pueblo, y el recuerdo de antiguas tradiciones paganas se mantiene vivo todavía. A eso hay que añadir la ira de la población hacia las Clearances. Numerosos campesinos que fueron expulsados de sus tierras se han unido a la sociedad. Para que se sepa lo menos posible sobre ello, me llegó, desde los círculos más elevados, la orden de mantener el asunto en secreto y no revelar nada a nadie, incluido usted, sir Walter. Tal vez comprenda ahora mi comportamiento.

Sir Walter asintió; al parecer, efectivamente había infravalorado el problema.

– Lo lamento -dijo-. No quería ponerle en una situación difícil, inspector. Pero mi familia y mi hogar están amenazados, y mientras no sepa de dónde procede el peligro, no puedo hacer nada contra él.

– El peligro, sir Walter, procede de todas partes; porque hemos podido saber que los sectarios le han declarado su enemigo mortal.

– ¿A mí? -El señor de Abbotsford abrió mucho los ojos.

– Sí, sir. Ese es el motivo de que su estudiante muriera. Y también es el motivo que me ha traído a Kelso para dirigir las investigaciones. ¿Cree realmente que habrían enviado a un inspector de Londres si, y le ruego que me perdonen se hubiese producido un simple caso de asesinato?

Sir Walter asintió.

– Tengo que admitir que ya me había planteado esta pregunta.

– Con razón, sir. El único motivo por el que me destinaron aquí es que esta gente amenaza su vida y usted tiene en la corte y en los círculos del gobierno amigos influyentes. Me enviaron a esta región apartada para que pusiera fin cuanto antes a las fechorías de estos sectarios. Y en lo que se refiere a la elección de los medios, me dejaron las manos libres precisamente a causa de usted, sir. Tenía la misión de asegurar a cualquier precio su protección y la de su familia. Por desgracia, no siempre me ha hecho fácil la tarea, y por desgracia no la he cumplido como se esperaba de mí.

– ¿Por mi culpa, dice? -preguntó, perplejo, sir Walter, que no podía creer que aquel caso se centrara en él-. Entonces ¿Jonathan murió por mi causa?

– Así funciona la táctica de estos sectarios. Eligen a sus víctimas con mucho cuidado. Entonces les ponen la soga al cuello y tiran muy lentamente. El pobre Jonathan fue la primera víctima. Usted, señor Quentin, debería haber sido la siguiente. Y en el puente probablemente querían atentar contra el propio sir Walter. Solo a una afortunada coincidencia hay que agradecer que las cosas resultaran de otro modo.

– Una afortunada coincidencia -gimió sir Walter-. Un hombre que no tenía nada que ver con esto perdió la vida, y dos jóvenes estuvieron a punto de perecer. ¿Llama usted a eso una afortunada coincidencia?

– Teniendo en cuenta las circunstancias, sí -replicó Dellard duramente-. Durante todo este tiempo he sido consciente del peligro que corría; por ello no quería que investigara por su cuenta y de este modo contribuyera a aumentar la amenaza que pesa sobre usted y los suyos. Por desgracia no me escuchó, y por eso aquella noche se produjo el asalto a su propiedad. En el momento en cuestión, mi gente se encontraba en Selkirk para investigar una información que habíamos recibido. Visto retrospectivamente, no me cabe duda de que se trataba de una maniobra de distracción. Ahí se demuestra con qué astucia trabajan nuestros oponentes.

– Comprendo -dijo en tono apagado sir Walter, que parecía haber perdido momentáneamente su habitual capacidad de raciocinio. Al final fue su sobrino, quien, a pesar del miedo que le inspiraba todo aquel asunto, planteó una objeción bien fundada.

– Hay algo que no entiendo -dijo-. ¿Por qué los sectarios tendrían que convertir a mi tío en su objetivo? Todo el mundo le conoce y sabe que está comprometido con los intereses de Escocia. Es un honorable patriota que…

– ¿No se le ha ocurrido pensar, apreciado señor Quentin, que no todos sus paisanos pueden verlo de este modo? También existen voces que afirman que su tío confraterniza con los ingleses y traiciona a Escocia ante la Corona.

– Pero esto no tiene sentido.

– No me lo diga a mí, joven señor. Dígaselo a esos fanáticos sanguinarios. Todos esos sectarios son gente que se encuentra con la espalda contra la pared y no tiene ya nada que perder. En su desesperación se aferran a una superstición y asesinan y saquean bajo el signo de la antigua runa. No se les puede convencer con argumentos y explicaciones, sino con el brazo de hierro de la ley.

– Pero ¿no saben acaso lo que mi tío ha hecho por nuestro pueblo?

– La mayoría de esta gente no sabe ni leer ni escribir, estimado señor Hay. Solo ven lo que es evidente: que su tío es un hombre apreciado y un huésped bien recibido entre los ingleses y particularmente entre la alta nobleza, y esto lo convierte a sus ojos en un traidor al pueblo escocés.

– Inconcebible -dijo tristemente sir Walter. A Quentin le pareció que su tío se sentía de pronto terriblemente cansado. Sir Walter se hundió pesadamente en su silla-. ¡Yo un traidor! ¿Cómo puede pensar la gente algo así? Soy un patriota, por mis venas fluye sangre escocesa. Durante toda mi vida he apoyado los derechos y las aspiraciones del pueblo escocés.

– Es posible, sir -objetó Dellard-, pero su cooperación con la Corona y su actuación en el tribunal seguramente lo han hecho sospechoso.

Sir Walter gimió, como bajo el efecto de un gran dolor.

– Pero si lo único que me importaba era mejorar la posición de mis compatriotas en el reino y hacer que el acervo de los escoceses pudiera tener de nuevo entrada en los salones.

– Por desgracia, los agitadores lo ven de un modo muy distinto. Según ellos, ha traicionado a Escocia ante los ingleses y ha vendido las viejas tradiciones como una prostituta vende su cuerpo.

El vocabulario que había utilizado el inspector no era precisamente delicado, y sir Walter se estremeció ante sus palabras como bajo el efecto de un latigazo.

– Nunca fue esa mi intención -dijo en voz baja-. Siempre quise solo lo mejor para mi pueblo.

– Usted lo sabe, sir, y también yo, naturalmente. Pero esos sectarios no lo saben. Y la inminente visita de su majestad el rey a Edimburgo no ha contribuido a mejorar la situación.

– ¿La visita de su majestad? -Sir Walter alzó la mirada-. ¿Cómo se ha enterado de eso? Los preparativos se efectúan dentro del más estricto secreto.

Dellard sonrió.

– Soy inspector de la Corona y responsable de la seguridad del país, sir. En Londres tengo acceso a los círculos más elevados del gobierno, y naturalmente estoy informado cuando su majestad planea un viaje.

– ¿El rey Jorge planea un viaje? -preguntó Quentin asombrado-. ¿A Edimburgo?

Sir Walter asintió.

– Es un acto de una enorme trascendencia histórica, y el gobierno le otorga una gran relevancia para la cohesión interna de nuestro país. Por este motivo me han pedido que, como escocés, me encargue de los preparativos de la visita.

– ¿Por qué no me has dicho nada? -preguntó Quentin.

– Porque su majestad ha expresado su deseo de que los planes permanezcan en secreto. Y poco a poco empiezo a vislumbrar por qué.

– Los sectarios -confirmó Dellard-. La policía secreta teme que se produzca una revuelta en Edimburgo; por eso se aconsejó mantener este asunto en el más estricto secreto. Después de cuanto ha ocurrido, sin embargo, todo hace suponer que los agitadores se han enterado de la inminente visita, y ahora su ira se dirige contra usted, sir.

– Comprendo -asintió sir Walter-. Pero ¿por qué no me dijo nada antes?

– Porque lo tenía prohibido. Probablemente se consideró que era mejor no intranquilizarle sin necesidad.

– ¿Y no será porque yo actuaba, en este caso, como un bienvenido señuelo, inspector? -inquirió sir Walter, que parecía haber recuperado su habitual agudeza-. ¿Como un reclamo para sacar a los rebeldes de su escondrijo y capturarlos?

Dellard frunció los labios.

– Veo, sir, que es difícil ocultarle nada. En realidad, la protección de su persona y su familia no fue el único encargo que recibí de Londres. También se trataba de localizar a la banda y poner fin a sus actividades. En caso contrario, la visita de su majestad no podría tener lugar según lo planeado.

– Pero esta visita debe realizarse -dijo sir Walter en tono imperativo-. Es importante para el futuro de nuestro país. El protocolo que estoy elaborando prevé que su majestad sea recibido en el castillo de Edimburgo y sea honrada con las insignias reales escocesas.

– ¿Con qué insignias? -preguntó Quentin-. La espada real desapareció hace tiempo, ¿no?

– Cierto -replicó sir Walter-, pero el protocolo prevé un acto ceremonial en el que su majestad deberá ser proclamado rey de nuestros pueblos unidos. Podría ser el inicio de un futuro pacífico, en el que ingleses y escoceses tejieran una historia común. Necesitamos esta oportunidad, Dellard. Mi pueblo la necesita. Esta visita debe realizarse a cualquier precio.

– También en Londres son de esta opinión, y por eso se concede tanta importancia a la neutralización de los rebeldes. Lamento haberle utilizado, por así decirlo, como un señuelo, sir Walter; pero teniendo en cuenta las circunstancias, no tenía otra elección.

– Solo ha hecho lo que era su deber como oficial y patriota -le tranquilizó sir Walter-. Me temo que soy yo quien debe pedirle perdón por mi testarudez. Si mi familia y toda mi casa han estado en peligro, no ha sido por su culpa, sino por mi intransigencia.

– No me resulta difícil comprenderle, sir. Probablemente en su lugar también yo habría actuado del mismo modo. Pero ¿puedo proponerle, a la vista de la situación, que en el futuro siga mis indicaciones?

Sir Walter asintió, primero dudando un poco, y luego con convicción.

– ¿Qué quiere de mí?

– Propongo -dijo el inspector diplomáticamente- que abandone usted Abbotsford con su familia.

– ¿Debo dar la espalda a Abbotsford? ¿A mi tierra y mis raíces?

– Solo hasta que los sectarios sean capturados y tengan que rendir cuentas por sus fechorías -se apresuró a decir Dellard-. Gracias a los indicios que me ha proporcionado el abad Andrew, confío en que esos desalmados pronto serán llevados ante la justicia; pero hasta que llegue ese momento preferiría saber que usted y los suyos se encuentran seguros, sir Walter. Por lo que sé, posee usted una casa en Edimburgo…

– Así es.

– Entonces le propongo que se retire allí con su familia y espere hasta que el asunto se haya solucionado. En Edimburgo no tiene nada que temer. Esos bribones no se arriesgan a actuar en las ciudades.

Sorprendido, sir Walter miró al inspector.

– ¿Debemos huir, pues? ¿Doblegarnos al terror que siembran estos asesinos?

– Solo por poco tiempo, y no por cobardía, sino para proteger a su familia. Por favor, sir, comprenda la situación. En las últimas noches solo ha habido tranquilidad porque, sin usted saberlo, he apostado a algunos dragones en todos los accesos a su propiedad. Pero a la larga no puedo prescindir de esos hombres, sir. Los necesito para luchar contra los sectarios. Naturalmente no puedo forzarle a que se vaya, pero si se queda, no podré garantizar su seguridad por más tiempo. De modo que piense bien en lo que va a hacer. Le he dicho la verdad y le he enseñado mis cartas, y me gustaría que usted hiciera ahora lo mismo y me dijera qué se propone hacer.

Se produjo una larga pausa, en la que sir Walter miró ante sí sin decir nada. Quentin podía hacerse una idea de lo que en aquel momento pasaba por la cabeza de su tío, y estaba contento de no encontrarse en su piel.

Había que tomar una decisión de la que podía depender el bienestar de toda la familia. Si sir Walter se decidía a quedarse en Abbotsford, podían ser víctimas de un nuevo ataque alevoso. La primera vez habían conseguido ahuyentar a los asaltantes, pero sin duda la segunda no resultaría tan fácil. Si, en cambio, sir Walter abandonaba el campo, daría a entender a los rebeldes que se doblegaba ante la violencia, y cualquiera que conociera al señor de Abbotsford sabía que una claudicación como esa se encontraba en absoluta contradicción con sus convicciones. Además, debería dejar atrás su biblioteca y su despacho; y las posibilidades de que podría disponer en Edimburgo para proseguir su labor -que ya sufría un grave retraso- eran muy limitadas en comparación con las que ofrecía Abbotsford. ¿Qué decisión tomaría, pues, finalmente?

Aunque Quentin, que acababa de liberarse de la sombra de su familia, no estaba en absoluto ansioso por volver a Edimburgo, esperaba que su tío diera la preferencia a esta opción. Una cosa era buscar secretos en libros antiguos, y otra muy distinta hacer frente a unos agitadores sedientos de sangre. Y aunque era evidente que le costaba mucho tomar la decisión, también sir Walter llegó a esa conclusión.

– Bien -dijo finalmente-. Me inclino ante la violencia. No por mí, sino por mi mujer y mi familia y por las personas que se encuentran a mi servicio. No puedo asumir el riesgo de que paguen mi orgullo y mi testarudez con su vida.

– Una decisión inteligente, sir -dijo Dellard reconocido. Quentin suspiró interiormente-. Sé que es usted un hombre de honor y que no debe de serle fácil dar un paso como este, pero puedo asegurarle que no hay nada deshonroso en abandonar el campo si de este modo se puede proteger a inocentes.

– Lo sé, inspector; pero comprenderá que en este momento esto no sea un consuelo para mí. Hay demasiadas cosas que debo considerar con calma, y tal vez la casa de Edimburgo sea el lugar apropiado para eso.

– Estoy totalmente seguro de que así será -asintió Dellard; luego se levantó de su sillón y se acercó al escritorio para tender la mano a sir Walter a modo de despedida-. Adiós, sir. Le mantendré al corriente del estado de las investigaciones y le enviaré un mensajero en cuanto hayamos atrapado a los cabecillas y los hayamos neutralizado.

– Gracias -dijo, sir Walter, pero su voz sonó débil y resignada.

El inspector se despidió de Quentin y luego se volvió para salir. El fiel Mortimer le acompañó por el pasillo y el vestíbulo hasta el exterior, donde esperaban los dragones.

Nadie, ni sir Walter ni Quentin ni el viejo mayordomo, vio la sonrisa satisfecha que se dibujaba en los rasgos de Charles Dellard.

Загрузка...