7

– ¿Y bien?

Malcolm de Ruthven temblaba de impaciencia. Sus pálidos rasgos se habían teñido de púrpura y tenía la cara hinchada, como si fuera a explotar en cualquier momento.

– Lo siento, mylord -informó el sirviente a quien había correspondido la triste suerte de comunicar al laird la mala noticia-. Lady de Egton no aparece por ningún sitio.

– ¿Que no aparece? ¿Qué significa que no aparece?

– Hemos registrado toda la propiedad buscándola, pero no hemos encontrado ni rastro de milady -respondió en voz baja el sirviente. Las comisuras de sus labios se contraían nerviosamente. La cólera del laird era tristemente célebre.

– No es posible -gruñó Malcolm, y miró al sirviente con los ojos encendidos de ira-. Nadie puede desvanecerse así en el aire. Alguien tiene que haberla visto.

– Las doncellas afirman que vieron por última vez a lady de Egton hacia el mediodía. Cuando fueron a preparar sus aposentos para la noche, los encontraron vacíos. Además faltaban algunos vestidos y otros objetos personales.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Malcolm con irritación.

El sirviente se retorcía como una anguila. Había intentado dar vueltas sobre el asunto, esperando que su señor dedujera por sí mismo lo que había sucedido. Pero Malcolm de Ruthven hizo honor, una vez más, a su fama de hombre obstinado e inflexible, y -aunque solo fuera para tener una excusa para dar rienda suelta a su furia- le forzó a declarar aquel hecho inconcebible.

– Lady de Egton se ha marchado -reconoció el sirviente en voz baja, y durante unos segundos, en la sala de audiencias del laird se hizo un silencio tan profundo que el criado pudo oír los latidos de su propio corazón.

Por un momento pareció que Malcolm de Ruthven lograría dominar por una vez su famosa ira; pero luego esta surgió sin freno, en un estallido de furia incontrolada.

– ¡Esto es imposible! -bramó, y golpeó la mesa con el puño haciendo estremecer al sirviente-. ¡Es completamente imposible! ¡Mi prometida no puede haberme dejado! ¡Nadie abandona a un Ruthven!

– Mylord, si me lo permite -replicó el sirviente en voz baja, casi en un susurro-, puedo asegurarle, con todo respeto, que queda excluido cualquier error. Lady de Egton abandonó el castillo de Ruthven a media tarde.

El paroxismo en que cayó el laird a continuación apenas parecía humano. Era la expresión de una cólera salvaje y descontrolada. Malcolm de Ruthven apretaba los puños con tal fuerza que los nudillos se volvieron blancos, y su mirada inflamada de ira dejó al sirviente petrificado de espanto.

– ¿Por qué no la detuvieron? -gritó con voz ronca-. ¿No había ordenado que no la dejaran abandonar el castillo sin mi permiso?

– Mylord debe perdonarnos. Ninguno de los sirvientes vio a milady en el momento en que abandonaba el castillo. Pero falta uno de sus caballos del establo.

– ¿Uno de mis caballos? ¿De modo que, además, me han robado?

– ¿Desea mylord denunciar a su prometida ante el sheriff? -preguntó el sirviente de forma muy poco diplomática.

– ¿Y convertirme en objeto de burla de todo el mundo? ¿No basta con que esa serpiente traidora haya roto la promesa que me había hecho? ¿Quieres, además, humillarme públicamente, maldito idiota?

– Perdone, mylord. Naturalmente no era esa mi intención. Solo pensaba que cuando uno padece tamaña injusticia…

– No es tarea de un lacayo pensar -manifestó el laird con rudeza. Las aletas de la nariz le temblaban y bufaba como un toro. En su furia impotente, se levantó de un salto, se acercó a la alta ventana y miró hacia las almenas y las torres del castillo de Ruthven, que durante todo el día habían estado envueltas en niebla. Incluso el tiempo, pensó Malcolm, se había conjurado contra él y facilitaba la huida de la traidora.

Mary de Egton solo le había traído problemas. Esa mujer no había tratado en ningún momento de ganarse su afecto; sino que había aprovechado, al contrario, la menor oportunidad para atacarle y ofenderle. Le había puesto en ridículo ante sus amigos, lo había convertido en objeto de burla al preferir la compañía de unos estúpidos mozos de cuadra a la suya, y por último, le había negado incluso aquello a que tenía derecho como prometido suyo.

Su orgullo estaba herido porque ella le había abandonado, y no podía consentir aquella deshonra. Pero, por otro lado, ¿no le había hecho un favor? De todos modos, él nunca había aprobado la relación que su madre había arreglado; tenía planes más importantes que ser un hijo obediente de Eleonore. Para defender su propiedad, había dado su consentimiento a la boda con Mary de Egton. Pero ¿qué podía hacer si ella no le quería y había preferido esfumarse? A pesar de su testarudez, incluso su madre tendría que reconocer que sus planes habían fracasado, y Malcolm quedaría por fin libre para perseguir sus propios objetivos.

Sintió que su rabia se desvanecía y se transformaba en alegría ante el fracaso de Eleonore. De su garganta surgió una carcajada amarga que dejó al criado perplejo.

– ¿No se siente bien, mylord? -preguntó preocupado-. ¿Quiere que haga llamar a un médico?

– No necesito ningún médico -le aseguró Malcolm, y se volvió hacia su subordinado. El rojo de la ira había desaparecido de sus rasgos, que mostraban de nuevo esa rígida palidez que hacía imposible adivinar qué pasaba por su mente-. Aunque mi madre recibirá con pesar la noticia de que la boda debe anularse. Por lo que sé, los convidados ya habían sido invitados.

– Así que… ¿quiere dejar marchar a milady?

– Naturalmente. ¿Crees que me casaría con una mujer que no sabe apreciarme? ¿Una mujer a la que debo dar caza para arrastrarla como un trofeo hasta el altar? Soy demasiado bueno para eso.

– Cuánta razón tiene, mylord -dijo el sirviente, y se inclinó profundamente, visiblemente aliviado al ver que la ira de su señor no le había alcanzado. Los bastonazos para el portador de una mala noticia eran moneda corriente en el castillo de Ruthven.

– Ahora déjame solo -dijo Malcolm, y esperó a que el sirviente hubiera salido y hubiera cerrado la puerta tras de sí. Luego volvió a su escritorio, se sentó y cogió papel y pluma.

Que ya no quisiera casarse con Mary de Egton no significaba que fuera a aceptar la afrenta de que había sido víctima. Su infiel prometida debía ser castigada. La cuestión era saber adónde se dirigiría en su huida, pero el enigma era de fácil solución.

Naturalmente trataría de poner la máxima distancia entre ella y Ruthven. No podía volver a Egton, porque la familia de una mujer que había roto su compromiso de matrimonio se vería amenazada por la vergüenza y el escándalo; de modo que solo le quedaba buscar refugio en casa de una tercera persona. Y por lo que Malcolm había podido deducir de sus insoportablemente aburridas conversaciones, no era difícil adivinar quién sería ese tercero.

El lord de Ruthven rió suavemente. La ironía del destino era realmente notable.

De este modo, todo encajaba.


Mary de Egton huía.

Huía de un novio que no la amaba y solo la había utilizado como un medio para satisfacer su codicia y su deseo. Huía de una suegra de corazón frío que había querido ahogar en ella cualquier chispa de vida y convertirla en una muñeca sin voluntad.

Huía de un mundo que le había cortado las alas y la había dejado sin aire para respirar.

No le había quedado mucho tiempo para reflexionar sobre su decisión. Aprovechó la oportunidad cuando se le presentó. Porque si Malcolm y su madre hubieran intuido que Mary abrigaba la intención de huir, habrían hecho cualquier cosa para impedírselo.

Mary solo dispuso de unas horas para preparar su plan. Al caer la noche, abandonó su alcoba y bajó a la cocina de la servidumbre, donde ya la esperaba Sean, el aprendiz de herrero, y sus amigos.

Uno de los mozos de cuadra había sustraído un caballo del establo para ella, una de las doncellas le proporcionó una capa de caza verde, que la protegería tanto de las inclemencias del tiempo como de las miradas curiosas, y, finalmente, una de las criadas le entregó una cesta con provisiones.

Sean la ayudó a ensillar y embridar al caballo. Y luego, eludiendo a los guardias y a los espías de los Ruthven, abandonó el castillo a través de la estrecha salida posterior que se abría en la maciza muralla, y dejó atrás la casa como una ladrona, protegida por la oscuridad.

Por primera vez desde que había llegado a Ruthven, Mary agradeció la persistente niebla que flotaba sobre las colinas y la protegía de las miradas indiscretas. La joven se volvió una vez más, vio desaparecer las torres y los muros en un velo lechoso, y por un momento le pareció que había una figura oscura en la terraza, igual que el día de su llegada. Mary creyó ver que la figura le hacía señas; pero un instante después había desaparecido en la niebla, y Mary no habría sabido decir si había sido real o solo fruto de su imaginación.

La joven sujetó con firmeza las riendas de su caballo y lo guió cuesta abajo por el sendero pedregoso. Quería evitar la carretera principal, porque aquel sería el lugar donde la buscarían primero. Sean le había descrito con precisión el camino a Darloe -el pueblo más cercano-, que la conduciría a lo largo del barranco hasta las estribaciones de la colina. Allí, donde cruzaba la carretera que subía de Cults, Mary debía seguir el curso del río. De este modo llegaría al pueblo. El herrero del lugar era hermano del maestro de Sean y le proporcionaría alojamiento para la noche.

El caballo se veía forzado a avanzar lentamente en medio de la niebla. Con precaución colocaba un casco ante el otro, mientras los velos de vapor se hacían cada vez más tupidos. El frío se colaba bajo el manto de Mary y la hacía tiritar. A través de la niebla, los pasos del caballo sonaban extrañamente sordos. Aparte de ellos, no se oía ningún ruido, ni el chillido de los pájaros ni el silbido del viento. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y Mary sintió que la invadía una imprecisa sensación de miedo.

Una y otra vez miraba alrededor para asegurarse de que nadie la seguía. Se estremeció al ver aparecer varias figuras gigantescas, aunque enseguida constató que se trataba solo de árboles desnudos que bordeaban el camino y cuyos contornos se dibujaban, borrosos, en la niebla.

Aquello, sin embargo, no la tranquilizó. El corazón le latía desbocado y un sudor frío le humedecía la frente. Seguía temiendo que descubrieran su huida y la atraparan. Si la llevaban de vuelta a Ruthven, no volvería a estar segura en su vida. De todos modos tampoco podía volver con su familia a Egton. Sus padres la habían concedido en matrimonio a Malcolm, habían comprometido su palabra de que sería una fiel y obediente esposa para el señor de Ruthven. Por eso, para ellos ya no era posible admitirla de nuevo en su casa, ni aunque hubieran querido hacerlo.

Mary debería ver, pues, por sí misma dónde podía refugiarse. Con su huida lo había perdido todo: sus propiedades, su título, sus privilegios. Pero, en cambio, había ganado su libertad.

Febrilmente, Mary pensó adonde podría dirigirse en su desesperada huida. ¿Quién mostraría comprensión por su situación? ¿Quién sería bastante valiente para acoger a una joven que había renunciado a su posición social para poder vivir en libertad?

Solo se le había ocurrido una respuesta a esta pregunta: sir Walter Scott.

Mary ya había disfrutado en una ocasión de la bondad y la hospitalidad del señor de Abbotsford y de su esposa. Y estaba segura de que sir Walter le ofrecería refugio en su casa cuando le contara lo que había ocurrido, al menos mientras no decidiera qué iba a hacer con su vida.

El viaje a Abbotsford requería varios días. Mary llevaba suficiente dinero consigo para poder comer y dormir en las tabernas durante el camino. La pregunta era si era inteligente hacerlo, porque las posadas serían el primer lugar donde buscarían los Ruthven.

Sin duda sería mejor que se mantuviera alejada de las carreteras y pasara las noches en granjas apartadas. Solo así podía estar segura de escapar a su violento prometido. Le esperaban días duros, cargados de privaciones; pero, a pesar del miedo que sentía, Mary no se dejó amedrentar. El triste destino de Gwynneth Ruthven y los acontecimientos de la noche anterior la habían movido a adoptar una determinación, y no se volvería atrás.

La decisión estaba tomada.

Por primera vez en su vida, Mary de Egton se sintió realmente libre.

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