14

El despertar fue duro; no solo porque a Quentin le retumbaba el cráneo y un dolor lacerante le martilleaba en las sienes, sino también porque el recuerdo volvió. El recuerdo de la galería subterránea, de la espada de la runa y del encuentro con los encapuchados.

Quentin se estremeció al recordar cómo el abad Andrew había muerto ante sus ojos. Recordó la risa sarcástica de Dellard, que se había revelado como un traidor, y de repente cobró conciencia de que se encontraba prisionero.

Un suave gemido surgió de su garganta y abrió los ojos. Lo que vio, sin embargo, no era en absoluto lo que había esperado. Porque en lugar de verse rodeado de criminales enmascarados, se encontró ante los encantadores rasgos, de una belleza ultraterrena, de Mary de Egton.

– ¿Estoy… muerto? -fue la única pregunta que se le ocurrió en el momento. Al fin y al cabo era totalmente imposible que Mary se encontrara precisamente allí; de modo que debía de haber muerto y había llegado al cielo, donde se cumplían todos sus deseos y sueños.

Mary sonrió. Su rostro estaba más pálido de como lo recordaba, y sus largos cabellos estaban revueltos; pero aquello no alteraba en nada su belleza, que de nuevo le dejó fascinado.

– No -replicó la joven-. No creo que esté muerto, mi querido señor Quentin.

– ¿No?

Se incorporó a medias y miró alrededor desconcertado. Se encontraban en una minúscula habitación de techo bajo y suelo y paredes de madera. La luz llegaba solo a través de una estrecha reja que había en el techo, y en ese momento Quentin se dio cuenta de que su prisión se movía. Perezosamente se bamboleaba de un lado a otro, y desde fuera llegaba amortiguado el matraqueo de los arneses y el sonido de los cascos de los caballos.

Se encontraban en un carruaje. Y esa no era la única sorpresa; porque en el lado opuesto Quentin distinguió ahora a sir Walter, que estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared, y llevaba un vendaje improvisado en torno a la cabeza.

– Tío -exclamó Quentin, asombrado.

– Buenos días, muchacho. ¿O debería decir mejor buenas noches? Porque dudo que estos canallas nos tengan preparado nada bueno para hoy.

– ¿Do… dónde estamos? -preguntó, estupefacto, Quentin, que poco a poco iba cobrando conciencia de que efectivamente no estaba muerto. De todos modos, ¿cómo podía haber llegado Mary hasta allí?

– De camino a la sede de la hermandad -respondió ella-. Aunque nadie me ha informado de dónde está eso. Estoy prisionera, como ustedes.

– Pero… esto no tiene sentido -balbuceó Quentin desconcertado-. Usted no debería estar aquí. Debería estar segura y protegida en el castillo de Ruthven, con su prometido.

– En realidad sí -admitió Mary, y entonces le contó todo lo que había sucedido desde su despedida en Abbotsford.

Aunque resumió lo ocurrido, la joven no excluyó nada -tampoco la noche en que Malcolm de Ruthven había querido violarla y la había perseguido por el castillo en plena noche-. Al oírla, la cara de Quentin se contrajo en una mueca de repulsión; también sir Walter, que se había despertado antes que él y oía la historia por segunda vez, sacudió de nuevo la cabeza indignado.

Mary contó cómo había encontrado las anotaciones de Gwynneth Ruthven, y les habló de sus sueños, de la Hermandad de las Runas y de la conjura que había tenido lugar hacía más de medio milenio. Los rasgos de Quentin enrojecieron progresivamente a medida que hablaba.

– Al final -concluyó Mary su relato-, ya no aguanté más. Decidí huir. Algunos de los sirvientes me ayudaron a escapar del castillo. No sabía a quién podía dirigirme, de modo que decidí cabalgar hasta Abbotsford. Al principio todo fue bien, pero poco antes de llegar a mi destino, caí en manos de Charles Dellard. Yo no podía saber que él y Malcolm eran cómplices; solo lo comprendí cuando hizo que me detuvieran y me derribó de un golpe.

– Malcolm de Ruthven es el cabecilla de la banda -añadió sir Walter con amargura-. ¿Quién podría imaginar algo así? Un laird escocés convertido en un traidor a la Corona. Es vergonzoso.

– Pero entonces… entonces todo es cierto -gimió Quentin, que aún tenía dificultades para ordenar las últimas informaciones-. La conjura contra William Wallace, la espada hechizada que llevó a Bruce a la victoria en Bannockburn: todo esto ocurrió realmente así. Los sueños de lady Mary lo demuestran.

– Un sueño es un sueño, muchacho, y no una demostración. Y aunque debo reconocer que efectivamente existen coincidencias sorprendentes entre los sueños de lady Mary y lo que hemos descubierto sobre la Hermandad de las Runas, estoy seguro de que se puede encontrar una explicación sencilla y racional para todo esto. ¿No es posible que Malcolm de Ruthven le haya hablado de sus planes, lady Mary?

– No me dijo una palabra sobre eso -replicó Mary sacudiendo la cabeza.

– ¿O que escuchara, sin ser consciente de ello, una conversación en la que se hablaba de aquellos sucesos? La mente nos juega a veces malas pasadas.

– No fue nada de eso, sir Walter -aseguró Mary-. Lo que soñé lo soñé realmente. De hecho, incluso tuve la sensación de que yo misma estaba presente allí, como si compartiera el destino de Gwynneth Ruthven. También ella cayó prisionera de la secta y fue llevada a su escondrijo, al círculo de piedras.

– Al círculo de piedras -repitió Quentin como un eco, estremeciéndose-. ¿Y qué ocurrió allí?

Mary dudó antes de responder.

– Asesinaron cruelmente a Gwynneth. Con la espada que debía llevar a la ruina a William Wallace. Su sangre selló el hechizo.

– ¿Y qué pasó después? -quiso saber sir Walter-. ¿Qué ocurrió con la espada?

– Eso no lo sé. El último sueño que tuve no trataba de Gwynneth, sino de un joven llamado Galen Ruthven. Era siglos más tarde, en la época del alzamiento jacobita. También Galen Ruthven pertenecía a la hermandad. Él y su gente huyeron del castillo de Edimburgo a través de un pasaje subterráneo…

Quentin y sir Walter intercambiaron una mirada de sorpresa.

– ¿Un pasaje subterráneo?

– Una galería excavada en la roca. Una vía de huida secreta que utilizaban los sectarios.

– ¿Llevaban algo consigo? -preguntó sir Walter, impaciente.

– En efecto. Era la espada. La habían envuelto en cuero, para que no sufriera ningún daño. Un hombre anciano al que llamaban «conde» la llevaba consigo. Según me dijo luego Malcolm, era el fundador de la hermandad. Pero entonces un cañonazo hizo temblar el castillo y la galería se derrumbó. Enterró al conde y, con él, a la…

Mary se detuvo al ver que los dos hombres la miraban fijamente.

– ¿Qué ocurre? -preguntó-. ¿He dicho algo incorrecto?

– No, querida -respondió sir Walter-, pero tengo que reconocer que también yo empiezo a tropezar con los límites de mi racionalidad. Lo que ha soñado, lady Mary, ocurrió efectivamente así. Quentin y yo estuvimos en esa galería en Edimburgo. Vimos los restos mortales de ese hombre, y encontramos la espada.

– Estos hombres han centrado todo su interés en la espada -continuó Quentin-. Hace siglos que la buscan, y ahora que por fin la tienen otra vez en su poder, planean de nuevo una conspiración; exactamente igual que en el pasado, cuando la utilizaron contra William Wallace.

– Comprendo -susurró Mary, y su rostro se ensombreció-. Entonces, todo encaja. Pero ¿por qué tengo estos sueños? ¿Por qué veo cosas que realmente han sucedido? Todo esto me parece siniestro.

– Hace algún tiempo leí un artículo -explicó sir Walter-. Un erudito de París defendía en él la tesis de que, en determinadas condiciones, puede suceder que recuerdos de un pasado remoto sobrevivan al tiempo y aparezcan de nuevo en el presente. Presentaba el ejemplo de una joven de Egipto que decía conocer el camino hacia una cámara funeraria enterrada. Cuando siguieron sus indicaciones, tropezaron efectivamente con unos restos mortales en una cavidad oculta bajo capas de arena. Al preguntarle dónde había obtenido esta información, la mujer respondió que había soñado con una princesa egipcia que le había mostrado el camino.

– Así me ocurrió a mí también -confirmó Mary-. ¿Está hablando de una especie de… transmigración de las almas?

Sir Walter sonrió.

– Sería mejor hablar de una especie de parentesco entre almas. Ese francés partía de la base de que estos casos son extremadamente raros; pues solo cuando la naturaleza y el destino de las dos personas se asemejan de un modo pasmoso, puede ocurrir que recuerdos de una época muy lejana se manifiesten de nuevo, como un eco, si quiere expresarlo así.

– Comprendo -replicó Mary, que estaba blanca como el papel.

– Como he dicho, no es una teoría mía, sino la de un francés con una gran imaginación. Aunque debo admitir que, a la vista de lo ocurrido, es muy posible que haya algo de verdad en ella.

– Hablaba de una semejanza de destinos, sir Walter -dijo Mary en voz baja-. ¿Significa esto que me amenaza el mismo destino que a Gwynneth Ruthven?

Quentin, que les había escuchado en tensión, ya no aguantó más. No podía seguir viendo cómo Mary sufría. Por eso reunió todo su valor y dijo:

– Nadie ha dicho eso, lady Mary. Es solo una teoría, y en mi opinión, no particularmente buena. ¿No podría ser también todo una sorprendente casualidad? Pasó por momentos muy difíciles en el castillo de Ruthven. ¿No podría ser esa igualmente la razón de sus pesadillas?

– ¿De verdad lo cree? -le preguntó Mary.

Quentin vio brillar las lágrimas en sus ojos.

– Desde luego -mintió sin parpadear, aunque en realidad tenía que esforzarse para ocultar su propio miedo.

Lo que su tío había dicho le había inquietado mucho. Por si no bastara con las oscuras maldiciones y los conspiradores paganos, ahora se añadían cosas tan siniestras como el parentesco entre almas y las lúgubres profecías. Pero había algo más fuerte que el miedo de Quentin Hays, y era el afecto que sentía por lady Mary.

Para consolarla y hacer que se sintiera segura, habría sonreído plácidamente incluso ante un Cerbero de múltiples cabezas. Quentin tenía la sensación de que había aprendido una nueva lección en su esfuerzo por convertirse en hombre, y la benévola inclinación de cabeza que le dedicó sir Walter le animó en su camino.

Mary sollozaba suavemente, y Quentin no pudo por menos de pasar el brazo en torno a sus hombros para ofrecerle consuelo, a pesar de que era un gesto inapropiado teniendo en cuenta su distinta posición social. En ese momento, pensó, todos eran iguales, con independencia de su origen. Tal vez los hermanos de las runas los mataran a todos; así pues, ¿qué importancia podía traer aquello?

– No se preocupe, lady Mary -le susurró-. No le ocurrirá nada. Le prometo que mi tío y yo haremos cuanto esté en nuestras manos para protegerla de estos sujetos. Este miserable Malcolm no la tocará, aunque para ello tenga que enfrentarme con él personalmente.

– Mi querido Quentin -murmuró ella-. Es usted mi héroe. -E inclinando la cabeza sobre su hombro, lloró lágrimas amargas.


– Ahí está, pues.

Malcolm de Ruthven contempló sorprendido la espada que yacía ante él sobre la mesa. A primera vista era una espada corriente, y nada en su aspecto permitía deducir que se trataba de un arma tan poderosa. Sin embargo, había dos cosas especiales en ella: que tuviera una antigüedad de cientos de años y no hubiera ni señales de herrumbre ni la menor mancha en la hoja, y el signo de la runa que aparecía grabado por encima de la barra de la guarda.

Fuerzas oscuras se encontraban asociadas a este signo, fuerzas que habían permanecido dormidas medio milenio y esperaban a ser desencadenadas de nuevo. Por él, Malcolm de Ruthven, el sucesor del gran druida.

Sus ojos brillaron y una extraña sonrisa se dibujó en sus labios cuando cogió el arma. En el momento de tocarla, un escalofrío recorrió su cuerpo, y tuvo la sensación de que el poder y el conocimiento de los siglos pasados se transmitían a su persona. Una carcajada lúgubre surgió de su garganta, y levantó la espada para contemplarla a la luz de la linterna.

– Por fin -dijo-. ¡Por fin es mía! El augurio se ha cumplido. En la época de la luna oscura vuelve la espada. Ahora el poder será nuestro. Runas y sangre.

– Runas y sangre -repitió Charles Dellard, que había entrado silenciosamente en la tienda.

El inspector renegado percibió el brillo en los ojos de Malcolm de Ruthven y supo qué significaba. Pero se guardó de decir nada. Malcolm de Ruthven era el todopoderoso jefe de la Hermandad de las Runas, y quien quisiera sacar provecho de su poder debía dominar el arte de callar en el momento adecuado.

– Mañana habrá llegado el momento, Dellard. Nos reuniremos en el círculo de piedras y celebraremos el ritual que se efectuó ya una vez hace tiempo. Al gran druida no le fue concedido asistir a la renovación del hechizo que conducirá de nuevo a un traidor a la muerte y a la destrucción; pero nosotros, sus herederos, lo tendremos en nuestra memoria al llevar a cabo el ritual.

– ¿Qué haremos con los prisioneros?

Malcolm sonrió con altivez.

– El destino está de nuestra parte, Dellard. ¿Cree que ha sido una casualidad que el camino de Scott se haya cruzado con el nuestro? ¡De ningún modo! Las runas lo habían previsto. Scott no solo era el instrumento que debía encontrar la espada para nosotros, sino que será también el hombre que dejará constancia, para la posteridad, de los acontecimientos de la noche de mañana.

– ¿Sir? -Dellard levantó las cejas.

– Sí, me ha comprendido bien. Quiero que Scott esté presente. Este hombre debe asistir a mi mayor triunfo. Debe ser testigo ocular de este momento histórico, que cambiará no solo la historia de este país, sino la del mundo entero. Hace más de quinientos años, esta espada condujo a William Wallace a la ruina y coronó a Robert Bruce como rey de Escocia. Muy pronto barrerá también al traidor Jorge del trono de Escocia y me elegirá a mí, Malcolm de Ruthven, como su sucesor. Es un arma poderosa, Dellard, destinada a ser empuñada por reyes.

Charles Dellard se mordió los labios. El inspector era consciente de que el estado de Malcolm de Ruthven había empeorado en los últimos días. No sabía cómo habían llegado a aquella situación, pero en cualquier caso era mejor callar. Había seguido ese camino demasiado tiempo para volverse atrás ahora.

– ¿Qué le ocurre, Dellard? -preguntó Malcolm, que había notado que una sombra cruzaba por el rostro de su cómplice-. ¿Cree que he perdido la razón?

– Claro que no, sir -se apresuró a asegurar Dellard-. Solo me pregunto si sus planes no serán tal vez un poco excesivos… para el momento presente.

– ¿Excesivos? -De nuevo resonó la siniestra carcajada-. Solo lo dice porque no cree como yo en el poder de esta espada. No puedo reprochárselo, Dellard. Usted es británico, y no está enraizado como yo en las tradiciones de este país. Esta espada, mi querido inspector, oculta fuerzas que ni siquiera puede imaginar, fuerzas que son capaces de hacer tambalear a un reino.

»La fuerza y la determinación de los hombres que formaron esta nación se han conservado en ella, y cuando finalmente lleve a cabo el ritual, en la noche de la luna oscura, una y otra se transmitirán a mi persona. Entonces poseeré la fuerza de Wallace y el corazón de Bruce. Con ambos liberaré a este país de sus ilegítimos ocupantes y finalmente yo mismo llevaré la corona. El tiempo nuevo tocará a su fin y volverá el antiguo orden. Una nueva era se iniciará, una era en la que imperarán los antiguos dioses y demonios. Así lo han augurado las runas.

Y tras decir estas palabras, Malcolm de Ruthven volvió a reír, con la risa cacareante y ruidosa de un demente.

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