5

– ¿Es eso?

Walter alzó las cejas, mientras observaba el sencillo signo que su sobrino Quentin había dibujado. Eran solo dos trazos; uno curvado como una media luna, y otro rectilíneo, que cruzaba la hoz en ángulo recto.

– Sí, creo que sí. -Quentin asintió, mientras se frotaba la nuca, confuso-. Debes tener en cuenta, tío, que solo pude ver el signo un momento, cuando trataba de sacar la vela de debajo del estante…

– … que había rodado todavía encendida, después de que hubieras dejado caer la palmatoria -resumió sir Walter la historia que su sobrino le había contado con todo lujo de detalles-. ¿Y por qué no le has dicho nada de esto al inspector?

– Porque no se ha mostrado interesado en saberlo -replicó Quentin con la cabeza baja. Sir Walter y su sobrino estaban sentados el uno frente al otro en los sillones del salón. El fuego crepitaba en la chimenea, difundiendo un agradable calor; pero eso no evitó que Quentin se estremeciera al añadir-: Creo que no confío en él, tío.

– ¿En quién, muchacho?

– En el inspector Dellard.

– ¿Por qué no?

– No lo sé, tío… Es solo una sensación. Pero tuve la impresión de que no nos decía toda la verdad.

Sir Walter esbozó una sonrisa mientras tendía la mano hacia su taza de té, para tomar un sorbito.

– ¿No tendrá eso, por casualidad, algo que ver con el hecho de que el inspector sea inglés? -preguntó, dirigiendo una mirada escrutadora a su sobrino. Sabía que en casa de su hermana los comentarios antimonárquicos eran algo habitual, y no era extraño pensar que aquello podía haber influido en Quentin.

– No -replicó Quentin resueltamente-. No tiene nada que ver con eso. Llevo suficiente tiempo aquí para haber aprendido algo de ti, tío. Tú me has hecho ver que no se trata de ser inglés o escocés, sino de que uno sea consciente de su herencia y su honor, de su deber como patriota.

– Eso es cierto -asintió sir Walter. Por lo visto no todo lo que había tratado de transmitir al joven había caído en saco roto.

– Pero, de todos modos, Dellard no me ha gustado. Por eso quería contártelo a ti primero.

– Comprendo. -Sir Walter cogió el trozo de papel que estaba entre ambos sobre la mesita y le dio la vuelta-. ¿De modo que el signo tenía este aspecto?

– Creo que sí. Inmediatamente después de recuperar el conocimiento no podía recordarlo; pero cuanto más tiempo pasa, más claro aparece ante mis ojos.

– Bien. -Sir Walter tomó otro trago de té, mientras observaba el dibujo críticamente-. ¿Y qué puede ser esto? Se diría que es un emblema, posiblemente una especie de signo secreto.

– ¿Tú crees? -Quentin se inclinó hacia delante. Sus pálidas mejillas se habían teñido de rojo, lo que sucedía siempre que alguna cosa alteraba su habitualmente más bien tranquilo temperamento.

– De algún modo -dijo sir Walter, pensativo- este signo me resulta incluso conocido. Cuanto más lo pienso, más me parece haberlo visto antes.

– ¿Estás seguro?

– Por desgracia, no.

Sir Walter sacudió la cabeza y tomó otro trago de té. Habitualmente el disfrute de la amarga bebida, que tomaba una vez al día, daba alas a su fantasía y le ayudaba a mantener la mente despierta. Tal vez hoy le ayudara también a descubrir el secreto del misterioso signo.

Observó el dibujo desde todos los ángulos.

– En alguna parte… -murmuró, cavilando-. Si pudiera acordarme…

De pronto se quedó inmóvil.

De golpe vio el dibujo con otros ojos. Creía saber dónde había visto anteriormente ese emblema. No dibujado en un papel, sino grabado a fuego sobre la madera. La marca de un artesano…

Con un ímpetu que asustó a su sobrino, sir Walter saltó del sillón y abandonó el salón. Quentin, que empezaba a temer que su tío no se encontrara bien, le siguió con mirada preocupada.

Pero sir Walter se encontraba de maravilla. Haber descubierto de improviso de qué conocía el signo le llenaba, al contrario, de euforia. A través del estrecho corredor, se dirigió apresuradamente hacia el vestíbulo, y allí concentró su atención en el entablado de madera de roble, que examinó con mirada atenta.

– ¿Tío? -preguntó Quentin indeciso.

– No te preocupes, muchacho, estoy bien -le aseguró sir Walter, mientras recorría con la vista las planchas, esmeradamente trabajadas y adornadas con tallas, que tenían una antigüedad de varios siglos. Su examen se concentraba sobre todo en los bordes que quedaban apartados de las miradas de un observador ocasional.

Quentin permaneció allí inmóvil, con la boca abierta. Si hubiera sabido qué estaba buscando su tío, le habría ayudado gustosamente; pero así lo único que podía hacer era mirar, desconcertado, cómo sir Walter revisaba cada una de las planchas del entablado y pasaba el dedo por los bordes levantando un polvo gris.

– Tendré que indicar a los criados que sometan esta parte del edificio a una limpieza a fondo -dijo sir Walter tosiendo-. ¿Sabes de dónde proceden estas planchas, muchacho?

– No, tío.

– Proceden de la abadía de Dunfermline -explicó sir Walter, mientras seguía buscando impertérrito-. Cuando, hace cuatro años, se empezó a levantar de nuevo el ala este, eliminaron algunos elementos de la antigua construcción, entre ellos estos maravillosos trabajos, que yo adquirí e hice traer a Abbotsford.

– Dunfermline -repitió Quentin pensativo-. ¿No es la iglesia en que se encontró la tumba de Robert I Bruce?

Scott interrumpió su búsqueda un instante para sonreír aprobadoramente a su sobrino.

– Exacto. Me alegra, Quentin, que las lecciones de historia que te doy no sean del todo inútiles.

– La tumba fue descubierta casualmente hace cuatro años en el curso de los trabajos de construcción -dijo Quentin, poniendo a prueba sus conocimientos-. Hasta entonces no se sabía dónde se encontraba la tumba del rey Robert.

– También esto es correcto, muchacho. -Sir Walter se inclinó para examinar el remate de una nueva plancha de madera-. Pero posiblemente no fue una casualidad que se encontrara la tumba del rey Robert. No son pocos los que afirman que la historia siempre entrega sus secretos cuando el tiempo está maduro para ello… ¡Ajá!

Quentin dio un respingo al oír el grito de triunfo de su tío. -¿Qué ocurre?

– Ven aquí, muchacho -le pidió Scott-. Trae una vela. Y si es posible -añadió con una ligera sonrisa-, esta vez no la dejes caer, ¿de acuerdo?

Quentin corrió hasta uno de los candelabros que se encontraban repartidos por el perímetro del vestíbulo, cogió una vela y volvió a toda prisa junto a su tío, cuyo rostro reflejaba una alegría juvenil.

– Ilumina allí -indicó a su sobrino, y Quentin sostuvo la vela de modo que la luz cayera sobre el borde del entablado.

En ese momento también él lo vio. Era el signo de la biblioteca.

Quentin tomó aire, emocionado, y estuvo a punto de dejar caer la vela, lo que le valió una mirada reprobadora de sir Walter.

– ¿Qué significa esto, tío? -preguntó intrigado el joven, cuyo rostro tenía ahora cierta similitud con un tomate maduro.

– Esto es una runa -explicó sir Walter satisfecho.

– ¿Una runa? ¿Quieres decir un signo de escritura pagano?

Sir Walter asintió con la cabeza.

– Aunque en la Edad Media los caracteres de escritura cristianos estaban ampliamente difundidos, los símbolos paganos perduraron hasta bien avanzado el siglo XIV, sobre todo entre aquellos que concedían gran valor a las antiguas tradiciones. En dicho proceso a menudo perdieron su significado original; esta, por ejemplo, fue utilizada como emblema por un artesano.

– Comprendo -dijo Quentin, en un tono en el que podía adivinarse la decepción-. ¿Y tú crees que lo que vi en la biblioteca era solo el emblema de un artesano? Entonces supongo que mi descubrimiento no es tan excitante como pensaba.

– De ningún modo, mi querido sobrino, y por dos razones. En primer lugar, porque la galería del archivo de Kelso se erigió hace apenas cien años, mientras que este entablado es considerablemente más antiguo; de manera que difícilmente puede tratarse del mismo artesano.

– ¿Tal vez de un descendiente suyo? -preguntó Quentin prudentemente.

– Se trataría de una casualidad sorprendente. Igual que debería ser también una casualidad que, justo en el estante que encontraste marcado con este signo, faltara uno de los infolios. Y que ese desconocido encapuchado apareciera precisamente en el instante en que hacías tu descubrimiento. Tantas casualidades simultáneamente, querido muchacho, son altamente improbables. Si escribiera algo así en una de mis novelas, la gente nunca me creería.

– Entonces ¿he descubierto de verdad algo importante?

– Eso vamos a averiguar -dijo sir Walter, y le dio unas palmaditas de ánimo antes de volver a ponerse en movimiento, esta vez en dirección a la biblioteca-. En cualquier caso, ahora sabemos que tu signo es una vieja runa, de modo que debería ser posible descubrir qué significa.

Quentin encajó de nuevo la vela en el candelabro y siguió a su tío a la biblioteca, que se encontraba junto al despacho, en el ala este del edificio. Allí se almacenaban más de nueve mil volúmenes, muchos de ellos originales, que Scott había adquirido de viejas colecciones. Bajo un techo imponente, decorado con suntuosas tallas, un atril cuadrado y varios sillones que invitaban a la lectura ocupaban el centro de la sala, rodeados por pesadas estanterías de roble repletas de volúmenes encuadernados en cuero.

Desde los clásicos de la Antigüedad, pasando por los escritos de los filósofos, hasta los tratados históricos y geográficos, la biblioteca de Abbotsford abarcaba todos los campos en los que, en opinión de Scott, un gentleman debía ser experto. Además, se encontraban allí libros de escritores extranjeros, como los alemanes Goethe y Bürger, que Scott había traducido a su lengua en sus años de juventud, así como colecciones de baladas y cuentos escoceses que había recogido de todas partes.

La biblioteca de Abbotsford no podía compararse con el inmenso tesoro de conocimientos que se almacenaba en Kelso; sin embargo, mientras que los fondos de Dryburgh habían sido solo un archivo en el que la sabiduría de los siglos pasados dormitaba sin provecho, la biblioteca de sir Walter era un lugar de intercambio espiritual y de inspiración, y no pocos de los volúmenes encuadernados estaban desgastados por las frecuentes lecturas.

A pesar de que Quentin, en todos los meses que llevaba en casa de su tío, aún no había conseguido descubrir el sistema con el que estaban ordenados aquellos miles de libros, sir Walter no tenía ninguna dificultad en orientarse. Con paso decidido se dirigió hacia una de las estanterías, cogió, después de una breve búsqueda, un volumen con letras doradas, lo sacó y lo colocó sobre el atril en el centro de la habitación.

– Luz, muchacho, más luz -pidió a Quentin, que se apresuró a encender los candelabros, pues la chimenea no alcanzaba a iluminar la amplia habitación.

Scott esperó con visible impaciencia a que su sobrino encendiera las velas y el espacio se fuera iluminando poco a poco con cada nueva llama.

Por fin la luz de las velas alcanzó la intensidad suficiente para permitir la lectura. Sir Walter abrió el libro y con un gesto llamó a su lado a Quentin, que constató sorprendido que la obra era un tratado sobre las runas.

– En este volumen se han recopilado muchos de los signos antiguos -explicó sir Walter-. Debes saber, muchacho, que no existía una escritura rúnica unitaria. Su significado variaba de una región a otra. Algunos signos tenían un significado que solo unos pocos iniciados conocían, y había otros que…

– ¡Mira, tío!

Quentin gritó tan fuerte que su tío se sobresaltó. Sin embargo, Scott no se encolerizó, pues habían encontrado lo que estaban buscando.

En una de las páginas del libro aparecía representada la runa que Quentin había visto en la biblioteca, aquella marca curvada cruzada por un trazo perpendicular.

– Esa es -murmuró sir Walter, y leyó en voz alta la explicación de la figura-. «Junto a los habituales signos rúnicos, que se encuentran en casi todos los clanes y se remontan a raíces pictas, existen también diversos signos que se añadieron en una época posterior. Un ejemplo de ello es la aquí representada runa de la espada, de la que se encuentra el primer testimonio en la Alta Edad Media…».

– ¿Una runa de la espada? -preguntó Quentin levantando las cejas.

– Sí, muchacho. -Sir Walter asintió, mientras echaba de nuevo una rápida ojeada al texto-. Este signo significa «espada».

– Comprendo, tío -dijo Quentin con cara de no entender nada-. ¿Y qué significa eso?

– Tampoco yo lo sé, muchacho. Pero haremos todo lo posible por descubrirlo. Escribiré a un par de amigos de Edimburgo. Posiblemente conozcan a alguien que nos pueda contar algo más. E informaremos al inspector Dellard de nuestro descubrimiento.

– ¿Qué? ¿Estás seguro, tío? -preguntó Quentin, para añadir enseguida con algo más de cautela-: Quiero decir, ¿lo consideras realmente necesario?

– Ya sé que desconfías de él, muchacho, y si tengo que serte sincero, tampoco yo tengo muy claro qué debo pensar de ese hombre. Pero no deja de ser el funcionario encargado de este caso, y si queremos que haga rápidos progresos y descubra al asesino de Jonathan lo más pronto posible, tenemos que cooperar con él.

– Naturalmente. Tienes razón.

– Ordenaré que enganchen enseguida los caballos. Viajaremos a Kelso para informar al inspector Dellard. Estoy intrigado por saber qué dirá de nuestro descubrimiento.


Aunque se ganaba el sustento concibiendo historias que trasladaban al lector a otros tiempos y lugares, sir Walter no era ningún soñador. El gran éxito de que gozaban sus obras no se debía solo a su capacidad para plasmar en palabras la imprecisa nostalgia por épocas pasadas, sino también a su marcado sentido de la realidad.

Sir Walter no esperaba que Charles Dellard brincara de alegría ni que les diera las gracias por el nuevo indicio; pero la reacción del inspector fue más reservada incluso de lo que había imaginado.

Los tres hombres estaban sentados en la oficina del sheriff Slocombe en Kelso, que Dellard no había dudado en convertir en su centro de trabajo. Instalado tras el amplio escritorio de madera de roble, el inspector sacudía la cabeza mientras miraba el libro sobre las runas, que había dejado abierto sobre la mesa.

– ¿Y está completamente seguro de que este es el signo que vio? -preguntó a Quentin, que, como siempre, se sentía incómodo en presencia del inglés.

– Pues… sí, sir -aseguró balbuceando-. Creo que sí.

– ¿Lo cree? -La mirada de Dellard tenía algo de un ave rapiña-. ¿O está seguro?

– Estoy seguro -dijo Quentin, ahora con voz más firme-. Este es el signo que vi en la biblioteca.

– En nuestro último encuentro no podía recordarlo. ¿A qué se debe este cambio?

– Vamos -dijo sir Walter, acudiendo en ayuda de su sobrino-, es bien sabido que, después de un acontecimiento impactante, los recuerdos vuelven a la memoria poco a poco. Cuando Quentin me llamó la atención sobre esto, enseguida empezamos a investigar. Y ahora, inspector, compartimos con usted el resultado de nuestra investigación.

– Y lo aprecio muchísimo, señores -aseguró Dellard, aunque su expresión crispada desmentía sus palabras-. Me temo, sin embargo -añadió-, que no podré hacer gran cosa con su descubrimiento.

– ¿Por qué no?

– Porque… -empezó Dellard, y en sus ojos de un azul acerado brilló un fulgor enigmático. El inspector se interrumpió y pareció reflexionar un momento-. Porque ya tengo una pista, que estoy siguiendo -explicó luego.

– ¿Ah sí? -exclamó sir Walter, y se inclinó hacia delante intrigado-. ¿Y qué pista es esa, si me está permitido preguntarlo?

– Lo lamento, sir, pero no estoy autorizado a informar sobre este punto ni a ustedes ni a nadie. Todo lo que puedo decirles es que el descubrimiento del señor Quentin y el signo de este libro no tienen nada que ver con ello.

– ¿Por qué está tan seguro, inspector? ¿Había visto antes este signo? ¿Ha seguido ya esta pista en otra ocasión?

– No, yo…

De nuevo se interrumpió. A la aguda mirada de sir Walter no se le escapó que el inspector se había puesto nervioso. Su comportamiento parecía indicar que Dellard les ocultaba algo. ¿Había tenido razón Quentin en sus suposiciones?

La mirada de Dellard voló, inquieta, de uno a otro. El inspector parecía haber intuido que estaba perdiendo credibilidad ante sus visitantes. Por eso añadió rápidamente:

– Ya sé que esto puede sonar extraño a sus oídos, pero les ruego que confíen en mí, señores. Todos mis esfuerzos se centran en garantizar el bienestar de los ciudadanos de este territorio.

– No dudo de sus palabras, y estoy convencido de que las razones que le mueven son honorables, inspector -dijo Scott-; sin embargo, tendrá que admitir que la aparición de esta runa constituye una extraña casualidad.

– Estoy totalmente de acuerdo con usted, sir. Pero un hombre de su experiencia debe de saber que este tipo de casualidades se dan a veces y que no siempre tienen un correlato en la realidad. Lo que quiero decir es que no tengo ninguna duda de que el joven señor vio este signo en la biblioteca, pero le ruego que también usted me crea si le digo que esto no tiene relación con los acontecimientos ocurridos en ella. Mis hombres y yo nos encontramos ya tras la pista de los auténticos criminales. A su tiempo le informaré sobre el desarrollo de las investigaciones.

– Comprendo -dijo sir Walter, contrariado. Aunque había contado con que Dellard se resistiera a dejarse ayudar en su trabajo por unos civiles, incluso a él le sorprendía que hubiera rechazado el indicio con tanta brusquedad-. Supongo que con esto está todo dicho. Si no quiere tomar en consideración nuestra ayuda, inspector, naturalmente no podemos forzarle a ello.

Scott hizo una seña a su sobrino y ambos se volvieron para salir. También Dellard se levantó, siguiendo las normas de la cortesía, y Quentin recogió el libro de las runas. Scott y su sobrino ya se disponían a abandonar el despacho cuando el inspector se aclaró la garganta. Al parecer aún tenía algo que decir.

– ¿Sir Walter? -preguntó en voz baja.

– ¿Sí?

– Hay algo que querría pedirle -dijo el policía. Por su mirada era imposible adivinar qué le rondaba la cabeza-. Para ser franco, no es ningún ruego, sino una necesidad.

– ¿Sí? -volvió a preguntar sir Walter. Al parecer, la cortesía británica exigía dar vueltas y más vueltas antes de entrar en materia; pero como escocés que era, él prefería siempre el camino directo.

– Las indagaciones que llevamos a cabo mis hombres y yo requieren -empezó a explicar ceremoniosamente- que no abandone usted Abbotsford.

– ¿De qué me está hablando?

– Hablo de que en los próximos días no debe abandonar su residencia, sir, así como tampoco su sobrino y los restantes miembros de su casa y de su familia.

Quentin dirigió a su tío una mirada interrogadora, pero sir Walter no reaccionó ante ella.

– Bien, inspector -dijo-, supongo que tendrá sus razones para pedirme algo así.

– Las tengo, sir, créame, por favor. Es por su bien.

– ¿No va a decirme nada más al respecto? Usted me exige que no abandone Abbotsford, que permanezca encerrado entre las paredes de mi casa como un ladrón, ¿y todo lo que tiene que decir para justificarlo es que es por mi bien?

– Lamento no poder revelarle nada más -replicó Dellard fríamente-, pero tiene que comprender que estoy ligado a unas órdenes y a unas instrucciones que debo acatar. Ya le he dicho más de lo que debía. De modo que, por favor, sir Walter, déjenos a nosotros las indagaciones y retírese con su familia a Abbotsford mientras sea necesario. Estará más seguro allí, créame.

– ¿Más seguro? ¿Me amenaza algún peligro acaso?

– ¡Por favor, sir! -La voz del inspector adoptó un tono conspirativo-. No siga preguntando y haga lo que le pido. Las investigaciones ya están muy avanzadas, pero hemos de tener las manos libres para seguir adelante.

– Comprendo. -Scott asintió con la cabeza-. ¿De modo que no quiere que participemos de ningún modo en las investigaciones?

– Es demasiado peligroso, sir. Por favor, créame.

– Muy bien -se limitó a decir el señor de Abbotsford, sin preocuparse por ocultar la irritación en su voz-. Quentin, nos vamos. No creo que el inspector necesite nuestra ayuda por más tiempo.

– Se lo agradezco, sir -replicó Dellard-. Y vuelvo a pedirle que me comprenda.

– Le comprendo perfectamente, inspector -le aseguró Scott, que ya se encontraba en el umbral-. Pero ahora también usted tiene que comprender algo: soy presidente del Tribunal Supremo escocés. Uno de mis estudiantes ha sido asesinado alevosamente y mi propio sobrino ha escapado por los pelos a un atentado contra su vida. Si cree de verdad que me retiraré a mi casa y esperaré allí pacientemente, comete un gran error, inspector. Si mi familia se encuentra amenazada por algún peligro, como usted afirma, puede tener la absoluta seguridad de que no permaneceré con los brazos cruzados y dejaré que otros se preocupen por mi seguridad, sino que seguiré haciendo todo lo que esté en mi mano para que el asesino de Jonathan sea capturado. Siga investigando sus indicios, inspector, le deseo mucho éxito en sus esfuerzos; pero no trate de impedir que yo prosiga con mis indagaciones. Buenos días.

Dicho esto, Scott abandonó la oficina del sheriff. Quentin, que se había retorcido como una anguila bajo las miradas de Dellard, salió pisándole los talones. La puerta se cerró silenciosamente tras ellos.

Durante unos segundos Dellard permaneció de pie, inmóvil, detrás de su escritorio; solo después se sentó de nuevo y tendió la mano hacia el pulido tablero para coger la cajita en la que Slocombe guardaba su tabaco indio. Una sonrisa satisfecha se dibujó en su rostro severo.

En los círculos que frecuentaba, Dellard era conocido por ser un brillante estratega. Uno de sus puntos fuertes era influir en las personas y conseguir que hicieran lo que deseaba.

En ocasiones bastaba con animarlas. Y en otras -como en el caso de ese testarudo escocés- bastaba con prohibirles algo para tener la seguridad de que harían exactamente lo que uno quería de ellos.

Los planes de Dellard se desarrollaban conforme a sus deseos.


– Perdona, tío -dijo Quentin, mientras se esforzaba en adaptarse al ritmo que sir Walter marcaba aquella mañana-, pero ¿ha sido inteligente enfrentarse a Dellard de este modo?

– No se trata de eso, muchacho -replicó Scott, a quien la conversación con el inspector había alterado visiblemente-. Había que poner las cartas sobre la mesa. En todo caso, ahora el señor Dellard sabe a qué atenerse con respecto a nosotros.

– ¿Y si tenía razón? ¿Y si realmente nos encontramos en peligro?

– No hay peligro en el mundo que pueda evitarse escondiendo la cabeza en la arena como si no existiera -dijo sir Walter con determinación-. Dellard parece saber algo, pero no quiere decírnoslo. Y yo tengo que respetar su decisión. De modo que tendremos que descubrir por nuestra cuenta qué se oculta tras este asunto. ¿Te fijaste en la cara de Dellard cuando su mirada se posó en la runa?

– Hum… no, tío.

– ¡Observa, Quentin! ¡Debes observar! ¡¿Cuántas veces te he dicho ya que un gran escritor no puede ir por la vida con los ojos cerrados?! En el don de la observación reside el gran secreto de nuestro gremio.

– Comprendo. Claro, tío -dijo Quentin tímidamente, e inclinó la cabeza amedrentado.

Sir Walter se dio cuenta y se reprendió a sí mismo por haber increpado al joven. Si tenía que ser sincero, debía reconocer que su irritación no tenía a Quentin por destinatario, ni tampoco al inspector Dellard. Era toda la situación la que le afectaba los nervios y le volvía irascible y regañón, la sensación de estar perdido en un bosque de preguntas y no encontrar ningún camino de salida…

– Perdona, muchacho -dijo, y sus rasgos endurecidos por el enfado volvieron a suavizarse-. No es culpa tuya. En realidad…

– Encuentras a faltar a Jonathan, ¿verdad, tío?

– Eso también.

– Sin duda él te habría sido de mayor ayuda. Tal vez habría sido mejor que esa noche hubiera sido yo quien cayera de la galería, entonces Jonathan estaría contigo y…

– Alto. -Sir Walter se detuvo y cogió a su sobrino del hombro-. Quiero suponer que no lo dices en serio.

– ¿Por qué no? -replicó Quentin apesadumbrado-. Jonathan era tu mejor estudiante. Veo cuánto te duele su muerte. Yo, en cambio, solo te doy problemas y dificultades. Tal vez sería mejor que me enviaras de vuelta a Edimburgo.

– ¿Es eso lo que quieres?

Quentin miró al suelo, cohibido, y sacudió la cabeza.

– Entonces no te enviaré -prometió sir Walter, decidido.

– Pero ¿no decías que…?

– Es posible que Jonathan fuera el estudiante con mayor talento que nunca estuvo a mi servicio, y reconozco que su muerte ha dejado un gran vacío en mi vida. ¡Pero tú, Quentin, eres mi sobrino! Solo por eso tendrás siempre un lugar en mi corazón.

– ¿Aunque vaya por la vida con los ojos cerrados?

– Aun así -le aseguró sir Walter, que no pudo evitar una sonrisa-. Además, no deberías olvidar que fuiste tú quien vio la runa de la espada. Sin tu descubrimiento no estaríamos tras la pista del secreto.

– Posiblemente no exista ningún secreto. El inspector Dellard dijo que mi descubrimiento no tenía nada que ver con el asesinato de Jonathan y con el incendio de la biblioteca.

– Eso dijo, sí -reconoció sir Walter-; pero mientras hablaba, sus ojos brillaban de un modo que no acabó de gustarme. Si no supiera que el inspector Dellard es un fiel y leal servidor del Estado, diría que nos miente.

– ¿Que nos miente? -Quentin se asustó.

– O al menos que nos oculta algo -dijo sir Walter, rebajando un poco la acusación-. En ambos casos está justificado que continuemos las indagaciones por nuestra cuenta. El inspector Dellard no parece estar interesado en trabajar en colaboración.

– ¿Y si tuviera razón al advertirnos? ¿Y si efectivamente fuera peligroso continuar con las investigaciones?

En la mirada que sir Walter dirigió a su joven discípulo asomó ese destello de despreocupación juvenil y gusto por la aventura que el señor de Abbotsford sacaba a relucir a veces.

– Entonces, mi querido sobrino -replicó lleno de convencimiento-, sabremos defendernos. Pero por el momento me siento más inclinado a suponer que nuestro apreciado inspector solo quiere amedrentarnos, para tener las manos libres en su investigación y no tener que descubrir sus cartas ante un viejo y testarudo escocés.

– ¿Eso crees?

– En cualquier caso, no lo conseguirá -dijo sir Walter sonriendo, mientras volvía a ponerse en marcha y seguía adelante por la estrecha calle principal de Kelso.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?-preguntó Quentin.

– Iremos a ver al abad Andrew y le pediremos una entrevista. Posiblemente sepa sacar más partido del descubrimiento del signo rúnico que Dellard. Al fin y al cabo, se encontró en su biblioteca. Y tal vez sepa valorar más nuestra cooperación que el inspector.

– ¿Sigues convencido de que la runa es la clave de todo?

– Así es, muchacho, aunque no pueda decirte exactamente por qué tengo esta impresión. Por una parte, hay demasiadas coincidencias para mi gusto, y por otra, tengo la firme convicción de que todo esto es mucho más complicado de lo que parece a primera vista.

Quentin no se atrevió a hacer más preguntas. Todo el asunto, desde la muerte de Jonathan, pasando por los acontecimientos de la biblioteca, hasta el descubrimiento de la runa de la espada, ya era bastante siniestro de por sí y llenaba de zozobra su joven corazón. Una parte de él -aunque pequeña- no habría tenido nada en contra si su tío le hubiera enviado de vuelta a Edimburgo. Pero otra -y sir Walter seguramente afirmaría que en ella se hacía patente la herencia de la familia Scott- le impulsaba a quedarse con su tío y colaborar con él en las investigaciones. Una insólita mezcla de miedo y ansias de aventura se había instalado en su interior y hacía que se sintiera como si un enjambre de avispas hubiera anidado en su estómago.

Bajaron por la calle principal hacia la iglesia, a la que estaba adosado el edificio del pequeño convento.

Como en Kelso solo vivían unos pocos premonstratenses, la casa era discreta y modesta. Cada uno de los hermanos de la orden se alojaba en una celda estrecha y sencillamente amueblada; había una sala capitular para las reuniones, y junto a ella se encontraba el refectorio donde solían comer los monjes. Un pequeño huerto conventual, en el que cultivaban verduras, patatas y hierbas aromáticas, les proveía de alimentos básicos, y además el duque de Roxburghe hacía sacrificar regularmente para ellos una vaca o un cerdo.

Aunque Quentin había estado ya muchas veces en la biblioteca, esta era su primera visita al convento propiamente dicho, y cuando llamaron al pesado portal de entrada, una extraña y profunda sensación de respeto le invadió. La puerta se abrió silenciosamente y apareció la cara severa de un monje de baja estatura a quien Quentin conocía como el hermano Patrick.

Sir Walter le pidió cortésmente disculpas por la molestia y preguntó si podían hablar con el abad Andrew. El hermano Patrick asintió, hizo entrar a los dos visitantes y les pidió que esperaran en el pequeño vestíbulo.

Mientras jugueteaba nerviosamente con su chistera, que se había quitado en señal de respeto, con las manos húmedas de sudor, Quentin levantó la mirada para contemplar el artesonado ricamente decorado con que estaba revestida la entrada. La casa, que desde fuera producía una impresión de pobreza, no dejaba adivinar aquella suntuosidad interior.

– El techo es una de las pocas piezas que pudieron salvarse de la abadía de Dryburgh -explicó sir Walter, que seguramente había percibido la sorpresa de Quentin-. Si miras bien, podrás reconocer aquí y allá manchas de hollín. Los ingleses no trataron con muchos miramientos la antigua abadía.

Quentin asintió. Recordaba que su tío le había hablado de los acontecimientos sangrientos que se habían producido durante el movimiento de reforma. En 1544, el inglés Somerset invadió el sur de Escocia con su ejército y durante tres años saqueó el país. La abadía de Dryburgh fue víctima de su furia destructora ya en el primer año de guerra, y desde entonces no había vuelto a reconstruirse. Solo una orgullosa ruina al norte de Jedburgh recordaba su antiguo esplendor. Súbitamente se oyeron pasos en el corredor y el abad Andrew apareció. Al ver a Scott y a su sobrino, una suave sonrisa se dibujó en sus rasgos ascéticos.

– Sir Walter, qué inesperada alegría. Y el joven señor

Quentin también está aquí.

– Mis respetos, abad Andrew -dijo Scott, y él y su sobrino se inclinaron-. Pero está por ver si nuestra visita supondrá realmente una alegría.

– Siento que le abruma alguna carga, amigo mío. ¿Qué es? ¿Puedo ayudarle?

– A decir verdad, es lo que precisamente esperábamos al venir aquí, estimado abad. ¿Podría concedernos un poco de su valioso tiempo?

El abad sonrió melancólicamente.

– Amigo mío, desde que la biblioteca fue pasto de las llamas, ya no hay mucho de lo que tengamos que ocuparnos mis hermanos y yo. De modo que me alegrará escuchar lo que tengan que decirme. Por favor, síganme a mi despacho.

Dicho esto, el abad se volvió y precedió a los visitantes por el estrecho corredor que partía de la zona de entrada. Los tres hombres avanzaron entre las paredes desnudas de piedra natural hasta llegar a una escalera de madera que conducía al primer piso de la casa. Sir Walter y Quentin siguieron al abad Andrew arriba; Quentin se estremeció al escuchar los crujidos de los peldaños bajo sus pasos.

En el piso superior se encontraban las celdas de los monjes, así como el despacho del abad, que, además de ser el responsable de la congregación, se encargaba también de la administración del pequeño convento. El abad Andrew abrió la puerta, pidió a sus visitantes que entraran y les indicó que se sentaran a la larga mesa que ocupaba el centro de la humilde habitación, iluminada por una estrecha ventana.

– ¿Y bien? -preguntó, después de haberse sentado también a la mesa-. ¿Qué les ha traído hasta aquí, señores?

– Este libro -respondió sir Walter, y con un gesto pidió a Quentin que abriera el volumen por la página correspondiente.

El joven colocó el libro sobre la mesa con cierta ceremonia. Necesitó un rato para encontrar la página con el símbolo de la espada. Finalmente la abrió y acercó el libro al abad Andrew.

El monje, que no sabía muy bien qué le esperaba, lanzó una mirada furtiva al signo, y sir Walter se dio cuenta de que un estremecimiento recorría sus habitualmente relajados rasgos.

– ¿De dónde ha sacado eso? -preguntó el religioso.

– ¿Conoce este signo? -replicó sir Walter.

– No. -El abad Andrew sacudió la cabeza un poco demasiado rápido-. Pero ya he visto antes signos parecidos. Es una runa, ¿no es cierto?

– Una runa, en efecto -asintió sir Walter-. La misma que Quentin vio grabada en la tabla del suelo de la galería poco antes de que la biblioteca ardiera. Y además, es también la misma runa que, como marca de un artesano, se grabó a fuego en uno de los paneles de mi casa, que proceden de la iglesia conventual de Dunfermline.

– Comprendo -dijo el abad-. Una notable coincidencia.

– O tal vez más que eso -insinuó sir Walter-. Para descubrirlo hemos venido hasta aquí, apreciado abad. ¿Puede decirnos algo sobre este signo?

– ¿Sobre este signo? -El abad Andrew pareció reflexionar un momento-. No -dijo finalmente-. Lo lamento, sir Walter. No hay nada que pueda decirle al respecto.

– ¿Aunque el signo se encontrara en su biblioteca?

– Como sabe, los monjes de mi orden no fueron los constructores de la biblioteca.

– Cierto, pero la administraban. Y Quentin cree recordar que justo en la estantería marcada con esta runa faltaba un libro. Posiblemente era el volumen robado. El indicio que falta para explicar el asesinato de Jonathan Milton.

– ¿Es eso cierto, señor Quentin? -El abad Andrew miró a Quentin esperando una respuesta; su mirada se tiñó con una expresión de determinación que imponía respeto y no parecía encajar con la imagen de un monje.

– Sí, venerable padre -replicó el joven, como si se encontrara ante un tribunal.

– ¿Podría decirnos qué libro faltaba? -preguntó sir Walter-. Por favor, reverendo abad, es muy importante. Como por desgracia la biblioteca ha ardido por completo, no podemos verificar nuestras suposiciones. Solo podemos recurrir al recuerdo.

– Y a veces también él puede engañarnos -dijo el abad enigmáticamente-. Lo lamento, sir Walter. No puedo servirles de ayuda. No puedo decirles nada sobre esa runa ni sobre el libro que posiblemente sustrajeron de los fondos de la biblioteca. Todo se ha desvanecido con el incendio, y sería mejor que lo dejaran así.

– No puedo hacerlo, estimado abad -le contradijo sir Walter, en un tono cortés pero firme-. Con todo el respeto que su cargo y su orden me merecen, debo decir que uno de mis alumnos fue asesinado en su biblioteca, y mi sobrino estuvo también a punto de perder la vida allí. Incluso el inspector Dellard parece no albergar ninguna duda acerca de que existe un asesino astuto y sin escrúpulos que comete sus crímenes en Kelso, y no descansaré hasta que sea encontrado y reciba su justo castigo.

– ¿Busca venganza?

– Busco justicia -precisó sir Walter con rotundidad. El monje le dirigió una mirada larga y penetrante. Resultaba imposible adivinar qué estaba pensando.

– Sea como sea -dijo finalmente-, me parece que debería compartir sus observaciones con el inspector Dellard y sus hombres. Como ya imaginará, el inspector pasó por aquí y me hizo algunas preguntas. Tuve la impresión de que el caso se encontraba en buenas manos.

– Tal vez sea así -concedió sir Walter-, pero también es posible que se equivoque. El inspector Dellard parece seguir su propia teoría en lo que se refiere a este caso.

– ¿Entonces ya está tras la pista del criminal?

– O bien sigue un camino equivocado. Las cosas están aún demasiado confusas para que se pueda afirmar con seguridad. Pero sé que puedo confiar en mi sobrino, estimado abad, y si él me dice que ha visto este signo, yo le creo. ¿Sabe usted qué significa?

– ¿Y cómo podría saberlo? -La pregunta del abad sonó insólitamente cáustica.

– Es una runa de la espada, un símbolo de la Alta Edad Media, es decir, de una época en que sus antepasados ya habían triunfado sobre el paganismo.

– Esto no tiene nada de inhabitual. En muchas zonas de Escocia, las tradiciones y costumbres paganas se mantuvieron hasta entrado el siglo xvi. -El abad Andrew sonrió-. Ya conoce la fama de testarudez de que gozan nuestros compatriotas.

– Es posible. Pero algo, llámelo, si quiere, una sensación, una intuición, me dice que no se trata simplemente de eso. No es solo una runa, un antiguo signo cuyo significado se perdió hace tiempo. Es un símbolo.

– Un símbolo suele representar a otra cosa, sir Walter -objetó el abad, dirigiéndole una mirada escrutadora-. ¿Qué se supone que puede representar esta runa de la espada?

– Eso no lo sé -admitió el señor de Abbotsford con un bufido-, pero me he jurado descubrirlo, aunque sea solo porque me siento obligado hacia Quentin y el pobre Jonathan. Y esperaba que usted pudiera ayudarnos.

– Lo lamento. -El abad Andrew suspiró y sacudió lentamente la cabeza, que ya mostraba algunas canas-. Ya sabe, sir Walter, que siento afecto por usted y que soy un gran admirador de su arte, pero en este asunto no puedo ayudarle. Solo quiero decirle una cosa: deje en paz el pasado, sir. Mire, hacia delante y alégrese por los que aún están con vida, en lugar de querer buscar una reparación por los muertos. Es un consejo bien intencionado. Por favor, acéptelo.

– ¿Y si no lo hago?

En los rasgos del abad volvió a dibujarse la suave y tranquila sonrisa de antes.

– No puedo obligarle a ello. Toda criatura de Dios tiene el derecho a tomar libremente sus decisiones. Pero se lo ruego encarecidamente, sir Walter: tome la decisión correcta; retírese del caso y deje las indagaciones al inspector Dellard.

– ¿Es usted quien me lo aconseja? -preguntó sir Walter abiertamente-. ¿O solo me trasmite lo que Dellard le ha encargado?

– El inspector parece estar preocupado por su bienestar, y yo comparto esta preocupación -replicó el abad Andrew tranquilamente-. Permítame que le prevenga, sir Walter. Una runa es un signo pagano de una época que permanece oculta en la oscuridad. Nadie sabe qué secretos oculta o qué siniestras intenciones y pensamientos puede haber engendrado. No es algo que deba tomarse a la ligera.

– ¿De qué me está hablando? ¿De superstición? ¿Un religioso como usted?

– Hablo de cosas que son más antiguas que usted y que yo, más antiguas incluso que estos muros y este convento. El mal, sir Walter, no es una quimera. Existe y es tan real como todo lo demás, e intenta continuamente arrastrarnos a la tentación. A veces también -y señaló al libro que se encontraba abierto sobre la mesa- enviándonos extraños signos.

La voz del abad se había hecho cada vez más débil, hasta convertirse en un susurro. Cuando acabó de hablar, fue como si se apagara un fuego mortecino. Quentin, que, al escuchar las palabras del monje, había palidecido como la cera, sintió un escalofrío helado.

La mirada de sir Walter y la del abad se encontraron, y durante un momento los dos hombres se miraron fijamente.

– Bien -dijo Scott finalmente-. He comprendido. Le agradezco sus sinceras palabras, estimado abad.

– Le he hablado muy en serio, amigo mío. Por favor, ¡Atienda a mi consejo. No siga persiguiendo ese signo. Lo digo con la mejor intención.

Sir Walter se limitó a asentir con la cabeza. Luego se levantó para marcharse.

El abad Andrew se encargó personalmente de acompañar a sus dos visitantes hasta el portal. La despedida fue más breve y menos cordial que el recibimiento. Las palabras que se habían pronunciando seguían produciendo su efecto.

Fuera, en la calle, Quentin permaneció durante un buen rato en silencio, sin atreverse a interpelar a su tío, que, en contra de su costumbre, tampoco parecía sentir la necesidad de compartir sus pensamientos. Solo cuando llegaron de nuevo a la plaza del pueblo, donde esperaba el carruaje, Quentin rompió el silencio.

– ¿Tío?-empezó titubeante.

– ¿Sí, sobrino?

– Esta ha sido la segunda advertencia que recibimos hoy, ¿verdad?

– Eso parece.

Quentin asintió despacio.

– ¿Sabes?-confesó luego-, cuanto más pienso en ello, más me parece que debo haberme equivocado. Tal vez no fue ese signo el que vi. Tal vez fue otro completamente distinto.

– ¿Es el recuerdo el que habla, o el miedo?

Quentin reflexionó un momento.

– Una mezcla de ambos -dijo dudando. Sir Walter no pudo evitar una sonrisa.

– El recuerdo, sobrino, no conoce el miedo. Yo creo que sabes perfectamente qué viste, y el abad Andrew también lo sabía. Le he observado cuando su mirada se posaba en la runa de la espada. Conoce ese signo, estoy seguro. Y sabe cuál es su significado.

– Pero tío, ¿quieres decir que el abad Andrew nos ha mentido? ¿Un hombre de fe como él?

– Muchacho, confío en el abad Andrew, y estoy seguro de que nunca haría nada que pudiera perjudicarnos. Pero sin duda sabe más de lo que ha admitido ante nosotros…

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