8

Muy a su pesar, sir Walter había decidido seguir el consejo de Dellard y trasladarse a Edimburgo.

Aunque sabía que eso era lo mejor para los suyos, al señor de Abbotsford le costó un gran esfuerzo despedirse de su querida propiedad.

Únicamente el viejo Mortimer, los jardineros y los artesanos permanecerían en el lugar para vigilar la casa, mientras que los demás sirvientes habían sido liberados de sus obligaciones por lady Charlotte. Solo los criados y las doncellas acompañarían a la familia a Edimburgo.

Finalmente, partieron de Abbotsford un viernes, que, en opinión de sir Walter, no habría podido ofrecer un tiempo más adecuado para la despedida. El cielo estaba gris y cubierto de nubes, y llovía a cántaros. La carretera estaba tan blanda que el carruaje se veía forzado a avanzar muy lentamente.

Durante todo el viaje a Edimburgo sir Walter apenas abrió la boca. Podía adivinarse por su expresión que consideraba la retirada de Abbotsford una derrota personal, y que si hubiera sido por él nunca habría cedido.

También Quentin, que viajaba en el carruaje con los Scott, se encontraba de un humor sombrío. Aunque no tenía nada en contra de dejar Abbotsford y encontrarse así fuera del alcance de los rebeldes enmascarados, no le agradaba en absoluto la idea de volver a Edimburgo con su familia. En el breve tiempo que había pasado al servicio de su tío, había empezado a descubrir las posibilidades que se ocultaban en su interior. Si ahora regresaba a casa de una forma tan repentina, no tardaría en volver a ser el hombre que había partido de ella: un don nadie, que, a ojos de su familia, no era capaz de hacer nada de provecho.

Debido al mal tiempo, el viaje fue fatigoso y duró más de lo previsto. Sir Walter y los suyos no llegaron a Edimburgo hasta el domingo. La casa que la familia Scott había adquirido estaba situada en Castle Street, en el corazón de la ciudad antigua, al pie de la montaña coronada por el majestuoso castillo real.

Quentin sintió un peso en el corazón cuando el carruaje se detuvo ante la casa de los Scott. El viaje había llegado inevitablemente al final, y con ello también la aventura que había vivido junto a sir Walter. Un profundo suspiro escapó de su garganta cuando el cochero abrió la puerta y abatió el estribo.

– ¿Qué te ocurre, querido muchacho? -preguntó lady Charlotte a su modo tierno y compasivo-. ¿No te ha sentado bien el viaje?

– No, tía, no es eso.

– Estás muy pálido y tienes la frente sudada.

– Estoy bien -le aseguró Quentin-. Por favor, no te preocupes. Es solo que…

– Creo que ya sé lo que le ocurre a nuestro joven aprendiz, querida -dijo sir Walter, y una vez más hizo honor a su fama de buen conocedor de la psicología humana-: creo que no quiere volver a casa porque aún no ha descubierto lo que busca, ¿no es eso?

Quentin no respondió; el joven bajó la mirada, cohibido, y se limitó a asentir con la cabeza.

– Bien, muchacho, me parece que puedo ayudarte. Como he despedido a mis estudiantes, y sin embargo tengo la intención de proseguir mi trabajo aquí, en Edimburgo, me será imprescindible la ayuda de un colaborador diligente.

– ¿Quieres decir… que puedo quedarme?

– Nunca he dicho que tuvieras que irte, muchacho -replicó sir Walter sonriendo-. Escribiremos una carta a tu familia diciéndoles que estás de nuevo en la ciudad. Además, les informaré de que estoy muy satisfecho con tus servicios y de que sigo necesitando tu ayuda.

– ¿Harías esto por mí?

– Naturalmente, muchacho. Además, no puede decirse que sea una mentira; porque en efecto hay algunas cosas que tengo intención de hacer aquí para las que me será útil contar con un poco de ayuda.

Sir Walter había bajado la voz hasta convertirla en un misterioso susurro, y su mujer frunció el ceño, preocupada.

– No te inquietes, querida -continuó Scott en voz alta-. Aquí, en Edimburgo, estamos seguros. No puede sucedernos nada.

– Eso espero, querido. Ojalá sea así.

Los viajeros descendieron del carruaje y entraron en la casa, que ya habían preparado los sirvientes que habían enviado por delante. Un cálido fuego chisporroteaba en las chimeneas de los aposentos y en el aire flotaba el aroma de té y de pastas recién hechas.

Lady Charlotte, agotada por el fatigoso viaje, se retiró pronto a sus aposentos, mientras sir Walter echaba una ojeada al cuarto de trabajo que mantenía también en la ciudad. En comparación con el gran estudio de Abbotsford, el despacho era, sin embargo, de una austeridad casi espartana; un secreter y un armario con puertas de vidrio constituían el único mobiliario, y tampoco había una amplia biblioteca de consulta como en Abbotsford.

Por ese motivo, sir Walter había hecho empaquetar algunos de sus libros y hacía días que los había enviado a Edimburgo. Ahora sería tarea de Quentin ordenarlos por temas y guardarlos en el armario, mientras sir Walter disfrutaba de un vaso del viejo scotch que guardaba en la bodega de la casa.

– Aquí estamos, pues -dijo en voz baja, casi resignada-. Nunca pensé que llegaríamos a esto. Hemos huido cobardemente y hemos dejado el campo libre a esos desalmados.

– Era la decisión correcta-opinó Quentin.

Sir Walter asintió.

– También tú vivirás algún día la experiencia de tomar la decisión correcta y sentirte, a pesar de todo, como un perdedor, muchacho.

– Pero tú no eres un perdedor, tío. Eres secretario del Tribunal de Justicia y una personalidad conocida, y como tal tienes una responsabilidad que asumir. Era correcto abandonar Abbotsford. El inspector Dellard no dudaría en confirmártelo.

– Dellard. -Sir Walter rió sin alegría-. Así pues, ¿crees que nos ha dicho la verdad? ¿Toda la verdad, quiero decir?

– Eso creo. En todo caso, lo que dijo tiene sentido, ¿no? De este modo se explica lo que ha sucedido en los últimos días y semanas.

– ¿Lo explica realmente? -Sir Walter tomó otro trago de scotch-. No sé, muchacho. Durante el largo viaje de Abbotsford hasta aquí he tenido mucho tiempo para reflexionar, y con cada kilómetro que dejábamos atrás, aumentaban mis dudas.

Quentin sintió que un siniestro presentimiento se deslizaba en su mente.

– ¿Dudas? ¿Sobre qué?-preguntó.

– Los asesinos, esos supuestos rebeldes, ¿por qué nos asaltaron esa noche? Es evidente que no querían matarnos; con la superioridad numérica de que disponían, habrían podido hacerlo en cualquier momento.

– Supongo que mi disparo les ahuyentó -objetó Quentin.

– Posiblemente. O bien querían amedrentarnos. Tal vez querían hacernos llegar una advertencia, y por eso también encendieron ese fuego al otro lado del río. Querían hacernos saber con quién teníamos que habérnoslas.

– Pero el inspector Dellard dijo…

– Sé lo que dijo el inspector Dellard. Conozco su teoría. Pero cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que se equivoca. O de que sigue sin decirnos toda la verdad en lo que se refiere a esos sectarios y a sus intenciones.

– ¿Adónde quieres ir a parar, tío? -preguntó Quentin cautelosamente.

– A que no daremos por terminado este asunto todavía -replicó sir Walter, confirmando los peores temores de su sobrino-. Me he inclinado a los dictados de la razón y he puesto a salvo a mi familia, pero eso no significa que tenga que estar mano sobre mano, esperando a que otros resuelvan el caso por nosotros. También aquí, en Edimburgo, se nos ofrecen algunas posibilidades de actuación.

– ¿Qué posibilidades?

Quentin no hizo ningún esfuerzo por ocultar que no estaba precisamente entusiasmado con las intenciones de su tío. La idea de dejar el caso en manos de Dellard y su gente y desvincularse por fin de todo aquello le había parecido de lo más satisfactoria.

– Aquí, en la ciudad, hay alguien con quien hablaremos sobre el asunto -anunció sir Walter-. Es un experto en escritura, un buen conocedor de las antiguas runas. Posiblemente podrá decirnos más sobre la runa de la espada de lo que Dellard y el abad Andrew querían que supiéramos.

– ¿Un experto en runas? -preguntó Quentin abriendo mucho los ojos-. ¿De modo que efectivamente no quieres dejarlo correr, tío? ¿Sigues creyendo que nos ocultan algo y que tu misión es descubrir la verdad?

Sir Walter asintió.

– No puedo explicarte por qué siento lo que siento con respecto a este asunto, muchacho. Es verdad que los Scott somos conocidos por nuestra extrema testarudez, pero no es solo eso. Es más una sensación, un instinto. Algo me dice que tras este asunto se oculta mucho más de lo que hasta ahora hemos descubierto. Posiblemente incluso más de lo que intuye el inspector Dellard. Los monjes de Kelso parecen proteger un secreto antiquísimo, y esto me preocupa.

– ¿Por qué no se lo dijiste a Dellard?

– ¿Para hacer que se enojara aún más con nosotros? No, Quentin. Dellard es un oficial, habla y piensa como un soldado británico. Solucionar el caso consiste, según su forma de ver, en desplegar a sus dragones y hacer fusilar a los rebeldes. Pero yo quiero algo más que eso, ¿sabes? No solo quiero que los responsables tengan que rendir cuentas. También me gustaría saber qué se oculta realmente tras estos sucesos. Quiero comprender por qué Jonathan tuvo que morir y por qué querían matarnos. Y creo que también le debemos una explicación a lady Mary, ¿no te parece?

Quentin asintió. A estas alturas conocía lo suficiente a sir Walter para saber que no había sido casual que mencionara a Mary de Egton; pero eso no significaba que fuera a dejarse convencer por su tío de algo que no considerara correcto.

– ¿Y si no hay nada que entender? -objetó-. ¿Y si el inspector Dellard tiene razón y nos enfrentamos efectivamente a una banda de delincuentes que odian a los ingleses y combaten a todos los que se asocian con ellos?

– En ese caso -prometió sir Walter-, me retiraré a mi casa y en el futuro me limitaré a escribir mis novelas. Lo cierto es que ya llevo un retraso considerable. Pero si tengo razón, muchacho, tal vez finalmente nos estén agradecidos por nuestras investigaciones.

Quentin reflexionó. No podía negar que, a pesar de todos los peligros, había disfrutado de la aventura con su tío. Aquello había hecho que se sintiera vivo como nunca antes en su vida y le había permitido descubrir en sí mismo facetas que nunca había sospechado que existieran. Y naturalmente también estaba lady Mary, pensó. Nada le habría agradado más que viajar a su casa, a Ruthven, e informarla de que su tío y él habían solucionado el caso.

Pero ¿valía la pena asumir el riesgo? El inspector Dellard les había dejado claro que aquellos asesinos carecían de escrúpulos, y de hecho ya habían demostrado en varias ocasiones que una vida humana no significaba nada para ellos.

Sir Walter, que había visto la duda reflejada en el rostro de su sobrino, inspiró profundamente y dijo:

– No puedo forzarte a seguir a tu viejo tío a otra loca aventura, muchacho. Si no quieres, porque temes por tu seguridad y por tu vida, podré entenderlo y aceptarlo. Eres libre para abandonar en cualquier momento mi servicio y volver a casa. No te retendré.

Sir Walter había dado en el blanco. Porque si había algo que Quentin no quería de ningún modo era que le enviaran de vuelta a casa, donde le juzgaban según el patrón marcado por sus brillantes hermanos y le tenían por un inútil, bonachón pero apático.

– Está bien, tío -dijo en un tono que dejaba adivinar que había descubierto la pequeña estratagema de sir Walter-. Me quedaré contigo y te ayudaré. Pero solo con una condición.

– Te escucho, muchacho.

– Que este intento sea el último. Si el experto en runas no puede proporcionarnos ninguna información concluyente, no seguirás investigando y te olvidarás del asunto. Puedo comprender tu interés en arrojar luz sobre este caso. Sé que todavía te haces reproches por la muerte de Jonathan y que te gustaría descubrir qué se oculta tras ella exactamente, y también sé que te sientes responsable frente a lady Mary. Pero tal vez no haya más que descubrir, tío. Tal vez el inspector Dellard tenga razón y se trate solo de una banda de asesinos que han elegido un antiguo signo para sembrar el pánico en su nombre. ¿Me prometes que tendrás en cuenta esta posibilidad?

Iluminado por el resplandor oscilante del fuego, sir Walter daba sorbitos a su vaso y observaba a Quentin con una mirada muy particular.

– Vaya -dijo en voz baja-. Solo han hecho falta un par de meses para que al polluelo que me trajeron le crecieran las alas. Y apenas ha aprendido a volar, ya se atreve a imponer normas a la vieja águila.

– Perdona, tío -dijo enseguida Quentin, que ya lamentaba haberse expresado con tanta crudeza-, no quería parecer arrogante. Solo pretendía…

– Está bien, muchacho. No me lo tomo a mal. Pero es una experiencia humillante oír hablar a la joven generación con la sabiduría y la sensatez que en realidad uno mismo debería aportar. Tienes toda la razón. En algún momento tengo que poner punto final a estos sucesos, o me perseguirán eternamente. Si la visita al profesor Gainswick no nos proporciona ningún resultado, dejaré correr este asunto, por duro que me resulte. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -replicó Quentin. De pronto comprendió qué le había parecido tan extraño en la mirada que le había dirigido su tío: por primera vez el gran Walter Scott no había mirado ya a su sobrino como a un joven ignorante, sino como a un adulto. Un socio con igualdad de derechos comprometido en la búsqueda de la verdad.


Sir Walter conocía a Miltiades Gainswick desde hacía tiempo; durante sus estudios, el profesor, que había enseñado durante muchos años en la Universidad de Edimburgo, había sido para él un amigo sabio y un mentor, con el que había seguido manteniendo contacto durante todos esos años.

Aunque Gainswick no era un historiador en sentido estricto -en realidad, para el jurista la ciencia histórica constituía más bien un pasatiempo-, el profesor había alcanzado cierta fama en este campo y había publicado ya algunos artículos en la renombrada publicación periódica Scientia Scotia. Sus especialidades eran la historia celta y la historia temprana de Escocia, que parecían ejercer en el erudito nacido en Sussex una fascinación especial.

Ya desde Abbotsford, sir Walter había escrito una carta a Gainswick y le había comunicado que deseaba visitarle en Edimburgo. Y poco después de su llegada a la ciudad, el profesor le había informado, a través de un mensajero, de que le alegraría mucho recibir su visita.

Quentin, que después de sus titubeos iniciales se había declarado dispuesto a apoyar a su tío en las investigaciones, casi se arrepintió de su decisión al ver hacia dónde dirigía el carruaje el cochero: a High Street, que ascendía, en una pendiente primero suave y luego cada vez más empinada, hacia el castillo real, pasando ante la catedral de Saint Giles y el edificio del Parlamento, que sir Walter conocía muy bien, pues en él celebraba sesión, a intervalos regulares, el Tribunal de Justicia.

La razón del malestar de Quentin se debía a que High Street -o «la milla real», como se conocía popularmente- era también la calle en que, con diferencia, se encontraba el mayor número de casas encantadas. Aquí se desarrollaban todas las terroríficas historias con las que el viejo Max el Fantasma asustaba a los niños, y aunque naturalmente Quentin ya sabía que eran solo historias inventadas, al pensar en ello no podía evitar sentir un ligero escalofrío.

Cuando el coche llegó a su destino, ya había empezado a oscurecer. Vigilantes nocturnos con mantos oscuros estaban encendiendo los faroles de gas que bordeaban la calle hasta el castillo. Y aunque su pálida luz disipaba las tinieblas, a ojos de Quentin no contribuían a hacer menos siniestra la escena.

Las estrechas y altas fachadas de las lands, como llamaban a las casas que se sucedían a lo largo de High Street, se elevaban sombrías y lúgubres hacia el nublado cielo nocturno, y entre ellas se abrían estrechos callejones laterales rodeados de muros sin ventanas -llamados wynds-, que conducían a apartados patios traseros conocidos con el nombre, sin duda bien justificado, de closes. En días menos civilizados no era raro que algún confiado paseante fuera acechado en ellos y acabara con un cuchillo entre las costillas; según se decía, sus espíritus atormentados rondaban todavía por los callejones y los patios…

Cuando Quentin bajó del carruaje, parecía tan azorado que sir Walter no pudo reprimir una sonrisa.

– ¿Qué te ocurre, muchacho? ¿No habrás visto a un fantasma?

Quentin se estremeció.

– No, tío, claro que no. Pero, de todos modos, no me gusta este lugar.

– Aun a riesgo de decepcionarte, te diré que, según mis informaciones, no se ha avistado ningún fantasma en High Street en los últimos años; de manera que puedes estar tranquilo.

– Te burlas de mí.

– Solo un poco -dijo riendo sir Walter-. Perdona, pero es divertido ver con qué obstinación se impone la superstición entre nuestro pueblo a pesar de la ilustración. Posiblemente no nos diferenciemos tanto de nuestros antepasados como nos gustaría suponer.

– ¿Dónde vive el profesor Gainswick? -preguntó Quentin para cambiar de tema.

– Al final de este callejón -replicó sir Walter, señalando hacia uno de los winds, y deliberadamente pasó por alto la expresión avinagrada que puso Quentin al escucharlo.

Sir Walter pidió al cochero que esperara y se dirigieron caminando hacia la casa del profesor, que efectivamente se encontraba al extremo del wind, al otro lado de un estrecho patio trasero. Quentin no se sintió muy satisfecho ante la perspectiva de pasar la velada en compañía de un viejo erudito en aquel edificio de fachada oscura, altas ventanas y frontón puntiagudo, que tenía exactamente el aspecto de las casas encantadas de las antiguas historias.

Sin embargo, en cuanto vio al profesor Gainswick, sus prejuicios se desvanecieron. El erudito, que desde hacía algunos años estaba jubilado, era un tipo jovial; no un británico seco y ascético, sino un hombre con una pronunciada barriga, que revelaba un estilo de vida hedonista. Aunque estaba casi calvo, una barba gris que le llegaba hasta las mejillas enmarcaba su rostro, y bajo las espesas cejas brillaban unos ojos pequeños y astutos. Su cara sonrosada dejaba entrever que, junto a los numerosos atractivos que ofrecía Escocia, el profesor sabía apreciar también el scotch. Su cuerpo rechoncho estaba embutido en un manto señorial de cuadros escoceses y calzaba unas zapatillas a juego.

– ¡Walter, amigo mío! -exclamó alegremente desde el gran sillón de cuero en que se encontraba sentado junto a la chimenea, cuando sir Walter y Quentin entraron en la acogedora sala de estar.

El saludo fue cordial; Gainswick abrazó a su antiguo alumno, que le hacía sentirse, según dijo, «tan orgulloso y honrado», y saludó también a Quentin con gran efusividad. Les ofreció un lugar junto al fuego y les sirvió un whisky, que calificó de auténtica delicia. Luego brindó a la salud de su famoso pupilo, y los tres vaciaron los vasos conforme a la antigua tradición.

Aquel líquido ambarino de apariencia inofensiva produjo en el sobrino de sir Walter, que no solía beber whisky, un efecto devastador. El brebaje no solo le quemó como fuego en la garganta, sino que, a continuación, Quentin tuvo la sensación de que alguien había puesto boca abajo la casa del profesor Gainswick. Con la cara roja como un pimiento, volvió a dejar el vaso, y respirando regularmente y abanicándose con la mano, se esforzó en conservar al menos la dignidad y no caerse de la silla.

En su entusiasmo, Gainswick no se dio cuenta de nada, y si sir Walter lo notó, no lo dejó ver. También él parecía muy contento de volver a encontrarse con su antiguo mentor después de tanto tiempo. Los dos hombres intercambiaron recuerdos emocionados antes de llegar finalmente al verdadero motivo de la visita.

– Walter, mi querido muchacho -dijo el profesor-, por más que me alegre de que su camino le haya conducido de nuevo a mi modesta casa, me pregunto cuál puede haber sido la razón. Sé que es usted un hombre muy ocupado, de modo que supongo que no ha sido solo la nostalgia de los viejos tiempos. -Y dirigió a su antiguo alumno una mirada escrutadora.

Sir Walter no tenía intención de mantener en vilo a su viejo mentor.

– Tiene razón, profesor -confesó-. Como ya habrá sabido por mi carta, en mi propiedad han ocurrido cosas sumamente extrañas e intranquilizadoras, y mi sobrino y yo tratamos de esclarecerlas. Por desgracia, en nuestras investigaciones hemos ido a parar a un callejón sin salida, y esperábamos que usted tal vez pudiera ayudarnos a salir de él.

– Me siento halagado -aseguró Gainswick, y un brillo sagaz chispeó en sus ojillos-. De todos modos, no puedo imaginar cómo podría ayudarles -añadió-. Por más que encuentre abominable lo que le ha ocurrido a su estudiante y por más que desee que los responsables sean capturados, no veo cómo podría contribuir a ello. Me parece que en este caso la ayuda de la policía le sería mucho más útil que la de un hombre viejo que tan solo ha adquirido algunos modestos conocimientos.

– Eso está por ver -le contradijo sir Walter-. En mi carta no se lo dije todo, sir. En parte porque temía que nuestros adversarios pudieran interceptarla, pero en parte también porque prefería mostrárselo a usted personalmente.

– ¿Quiere mostrarme algo? -El profesor se inclinó hacia delante, intrigado; su mirada era tan despierta y curiosa como la de un muchacho-. ¿Qué es?

Sir Walter buscó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una hoja de papel, que desdobló y tendió a Gainswick. En ella aparecía dibujado un esbozo de la runa de la espada.

El profesor cogió la hoja con una mezcla de sorpresa y curiosidad y le echó un vistazo; sus rasgos, hasta hacía un instante enrojecidos por el alcohol, se volvieron súbitamente blancos como la tiza. Un suave gemido escapó de su pecho, y las comisuras de sus labios se deformaron en una mueca.

– ¿Qué le ocurre, profesor? -preguntó Quentin preocupado-. ¿No se encuentra bien?

– No, muchacho -dijo Gainswick sacudiendo nerviosamente la cabeza-, no es nada. ¿Dónde y cuándo han visto este signo?

– En varias ocasiones -respondió sir Walter-. Primero Quentin lo descubrió en la biblioteca de Kelso, poco antes de que fuera incendiada por unos desconocidos. El signo me resultó familiar, y descubrí que aparecía también como el emblema de un artesano, concretamente en uno de los paneles de la iglesia conventual de Dunfermline, que se encuentran en mi casa. La siguiente vez que lo vimos resplandecía como un fuego ardiente en la noche, de modo que podía divisarse desde lejos.

– Una señal ardiente -repitió Gainswick como un eco. Su cara palideció aún más-. ¿Quién encendió ese fuego?

– Rebeldes, ladrones, sectarios…; a decir verdad, no lo sé -confesó sir Walter-. Este es el motivo de nuestra visita, profesor. Esperaba que, con sus conocimientos, pudiera aportar algo de luz al asunto.

Fascinado, Gainswick contemplaba el signo sin poder apartar la mirada de él. Quentin vio que las manos del anciano erudito temblaban, y se preguntó qué podía inquietar tanto al profesor.

Gainswick necesitó un momento para recuperar su aplomo.

– ¿Qué han descubierto hasta ahora? -preguntó luego.

– A pesar de todos nuestros esfuerzos no demasiado -reconoció sir Walter-. Solo que este signo es utilizado, al parecer, por una banda de rebeldes. Y que en lengua antigua significa «espada».

– Significa mucho más que eso -dijo Gainswick levantando los ojos.

Quentin pensó que aquella mirada no auguraba nada bueno.

– Este signo -continuó el erudito en un susurro- no debería existir. Pertenece a un grupo de runas prohibidas que fue proscrito hace ya cientos de años por los druidas. Se remonta a una época remota, oscura y pagana.

– Ya nos habían hablado de ello -dijo sir Walter, asintiendo con la cabeza-. Pero ¿qué se oculta tras este signo? ¿Por qué fue prohibido?

– En tiempos antiguos -dijo Gainswick en un tono que hizo que Quentin sintiera escalofríos-, cuando los clanes aún rezaban a divinidades naturales paganas, los druidas eran poderosos y temidos. Eran sabios y místicos, adivinos, y a veces también brujos.

– ¿Brujos? -preguntó Quentin con un nudo en la garganta.

– Solo supersticiones, muchacho -le tranquilizó sir Walter-. Nada por lo que debas preocuparte.

– En otro tiempo también yo pensaba así -dijo Gainswick, y bajó aún más la voz antes de continuar-; pero la sabiduría llega con los años, y cuando uno ya es anciano reconoce muchas cosas que en su juventud permanecían ocultas. Hoy creo que existen más cosas en el cielo y en la tierra de las que la ciencia moderna puede admitir.

– ¿Qué cosas? -preguntó sir Walter casi divertido-. ¿Quiere convencernos de que los druidas de tiempos remotos efectivamente podían hacer hechizos, profesor? Está asustando al pobre Quentin.

– No era esa mi intención. Pero me ha preguntado con qué tenían que habérselas, mi querido Walter. Y la verdad es que han entrado en relación con poderes oscuros.

– ¿Con poderes oscuros? ¿Cómo debe entenderse eso?

– En esos tiempos antiguos -continuó Gainswick-, había dos tipos de druidas. Unos seguían la senda de la luz y ponían su ciencia al servicio del bien, para sanar y preservar. Pero había también otros que hacían un mal uso de sus capacidades y las utilizaban para aumentar su poder e influir en el destino de los hombres. Para alcanzar sus objetivos, no se detenían ante nada, y celebraban sacrificios humanos y rituales espantosos. Los miembros de esos círculos secretos llevaban capas oscuras y se cubrían el rostro con máscaras para que nadie pudiera conocer su identidad. Además de las runas tradicionales, con las que los druidas protegían sus secretos e interpretaban el futuro, desarrollaron otros signos. Signos de oscuro significado.

– Está hablando en enigmas, sir -dijo sir Walter, que con el rabillo del ojo había visto cómo Quentin se removía inquieto en su sillón.

– Se llamaban a sí mismos la Hermandad de las Runas y abjuraron de la antigua doctrina. En lugar de ello, tenían trato con poderes demoníacos, que les dieron, según cuenta la tradición, los nuevos signos. Los druidas íntegros evitaban y temían esos signos, y así se empezó a combatir a la hermandad. La mayoría de las runas prohibidas desaparecieron en el curso de los siglos. Con excepción de esta: la runa de la espada.

– ¿Y qué sentido puede tener esto? -preguntó Quentin visiblemente nervioso.

El profesor sonrió.

– No lo sé, muchacho. Pero seguro que hay algo de verdad en este asunto.

– ¿Por qué? -quiso saber sir Walter.

– Porque hay fuentes que lo documentan. Hace unos años tropecé en la Biblioteca Real con un viejo manuscrito redactado en latín. Era el tratado de un monje que se dedicaba al estudio de las runas paganas. Por desgracia, el manuscrito no estaba completo, de modo que no pude descubrir cuál había sido el tema del trabajo. Pero en las páginas que tenía a la vista, el autor trataba también, entre otras cosas, de los signos prohibidos.


– ¿Y qué había escrito sobre ellos?

– Que la Hermandad de las Runas nunca había dejado de existir. Que algunos grupos se habían mantenido hasta mucho más allá del cambio de época y que habían tenido una influencia considerable en la historia escocesa.

– ¿Qué?

– Según decía, diversos potentados escoceses estaban próximos a la hermandad o se encontraban, al menos, dentro de su campo de influencia. Entre ellos también Robert, conde de Bruce.

– ¡Imposible! -exclamó inmediatamente sir Walter.

– Mi querido Walter -replicó el profesor Gainswick con una sonrisa juvenil-, sé que todos los escoceses sienten un profundo aprecio por Bruce, al fin y al cabo, él fue quien unió a los clanes y derrotó a los ingleses; pero, por desgracia, tienden a colocar a las personalidades históricas en un pedestal demasiado elevado. También el rey Robert era solo un ser humano, con todos los defectos y debilidades que ello comporta. Era un hombre que debía tomar decisiones de gran alcance y que tenía que asumir el peso de una enorme responsabilidad. ¿Realmente es tan desatinada la idea de que pudiera rodearse de consejeros inadecuados?

Sir Walter reflexionó. Por su expresión podía verse que no le agradaba ver asociado al héroe nacional de Escocia con los sectarios; pero, por otra parte, la argumentación del profesor Gainswick era perfectamente razonable, y un entendimiento que trabajaba lógicamente, como el de Walter Scott, no podía desoírla sin más.

– Supongamos que tenga razón, profesor -dijo-. Supongamos que la Hermandad de las Runas permaneciera efectivamente activa hasta la Alta Edad Media y que sus relaciones alcanzaran a los círculos más elevados. ¿Qué nos dice eso?

– Nos dice que hasta ahora la influencia de esta secta se ha infravalorado. Esto puede deberse, por un lado, a que la propia hermandad tenía interés en no aparecer en los libros de historia, pero por otro, también, a que el redactado de la historia tradicionalmente se encontraba en manos de los monasterios, y es probable que sus superiores no se sintieran muy inclinados a informar sobre una hermandad pagana que practicaba la magia negra. En la transmisión del pasado no es raro que determinados aspectos sean sencillamente obviados por los cronistas cuando no se ajustan a sus convicciones. El escrito que encontré no era más que un fragmento. Es posible que solo por un capricho del destino sobreviviera a los siglos.

– Pero esto… esto podría significar que esta hermandad ha seguido existiendo hasta hoy-concluyó Quentin, angustiado-. Que es ella la que se encuentra tras este caso.

– Tonterías, muchacho. -Sir Walter sacudió la cabeza-. Tras este caso se encuentran simplemente unos rebeldes que conocen la historia y ahora utilizan ese antiguo signo para propagar el terror.

– Pero los jinetes que vimos aquella noche iban enmascarados -insistió Quentin-, y como sabes, el abad Andrew otorgaba una gran importancia a estos hechos.

– ¿El abad Andrew? -El profesor Gainswick levantó sus pobladas cejas-. ¿De modo que hay monjes mezclados en este asunto? ¿De qué orden?

– Premonstratenses -respondió sir Walter-. Mantienen una pequeña comunidad en Kelso.

– También el monje que redactó el manuscrito que leí era un premonstratense -dijo Gainswick en voz baja.

– Puede ser solo una casualidad.

– Pero también es posible que sea más que eso. Tal vez haya algo que une a esta orden con la Hermandad de las Runas. Algo que se remonta a un pasado remoto y que ha sobrevivido a los siglos, de modo que todavía hoy sigue ejerciendo su efecto.

– Mi querido profesor, todo esto solo son especulaciones -dijo sir Walter desdramatizando. El profesor Gainswick siempre había tenido cierto sentido de la teatralidad, lo que hacía que sus lecciones fueran incomparablemente más interesantes que las de los demás eruditos; pero en este caso se requerían hechos, y no suposiciones aventuradas-. No tenemos la menor prueba de que nos encontremos efectivamente ante los herederos de esos sectarios. Ni siquiera sabemos qué objetivo perseguía la Hermandad de las Runas.

– Poder-dijo simplemente Gainswick-. A esos bribones nunca les interesó otra cosa.

– Carecemos de pruebas -repitió sir Walter-. ¡Si al menos tuviéramos una copia de ese manuscrito que encontró! En ese caso podría ir con él a Kelso y pedir explicaciones al abad Andrew. Pero así solo tenemos suposiciones.

– Me gustaría poder ayudarle, mi querido Walter, pero como ya he dicho, el asunto se remonta a algunos años atrás, y como las sectas y los rituales ocultos no pertenecen directamente a mi campo de intereses, no hice ninguna copia.

– ¿Recuerda dónde encontró el manuscrito?

– En la biblioteca hay una sección de fragmentos y palimpsestos que no han podido asignarse a ninguna obra. Allí tropecé con él por pura casualidad. Si no recuerdo mal, el fragmento ni siquiera estaba catalogado.

– Pero ¿sigue allí?

Gainswick se encogió de hombros.

– Con todo el desorden que reina allí dentro, es poco probable que alguien haya sustraído el fragmento. Para eso debería saber exactamente dónde buscar.

– Muy bien. -Sir Walter asintió con la cabeza-. En ese caso mañana mismo Quentin y yo iremos a la biblioteca y buscaremos ese escrito. Si lo encontramos, al menos tendremos algo palpable que mostrar.

– No ha cambiado usted, querido Walter -constató el profesor sonriendo-. En sus palabras sigue hablando ese entendimiento lógico que no está dispuesto a aceptar nada que no pueda explicarse de forma racional.

– He disfrutado de una formación científica -replicó sir Walter-, y tuve un extraordinario maestro.

– Es posible. Pero este maestro ha reconocido con la edad que la ciencia y la racionalidad no representan el final de toda sabiduría, sino, en todo caso, su principio. Cuanto más sabe uno, más claramente ve que en realidad no sabe nada. Y cuanto más intentamos captar el mundo con la ciencia, más se nos escapa. Yo, por mi parte, he llegado a reconocer que hay cosas que sencillamente no pueden explicarse, y solo puedo aconsejarle que haga lo mismo.

– ¿Qué espera de mí, profesor? -Sir Walter no pudo evitar una sonrisa-. ¿Que crea en turbios hechizos? ¿En la magia negra? ¿En demonios y rituales siniestros?

– También Robert Bruce lo hizo.

– Esto no está en absoluto demostrado.

Gainswick suspiró.

– Veo, amigo mío, que aún no ha llegado a este punto. Cuando uno se hace mayor, muchas cosas se ven de forma distinta, puedo asegurárselo. Pero, de todos modos, le recomiendo que sea prudente. Tómeselo como un consejo de su viejo y loco profesor, que no desearía que a usted o a su joven pupilo les sucediera nada malo. Esta runa de la espada y el misterio que encierra no deben infravalorarse en ningún caso. Estamos hablando de poder e influencia. De marcar la historia y conformarla con ayuda de fuerzas que están más allá de nuestra comprensión. No ha tropezado usted con las huellas de un combate cualquiera, sino de la épica batalla entablada, desde la noche de los tiempos, entre la luz y las tinieblas. No lo olvide.

La mirada penetrante que el erudito dirigió a sus visitantes no agradó en absoluto a Quentin. De pronto, el joven se sintió incómodo, y se habría levantado y salido de la casa si no hubiera pensado que cometería una inaceptable grosería.

Si su tío no parecía preocuparse en absoluto por demonios y rituales siniestros, a Quentin, en cambio, aquel tipo de historias le inspiraban un enorme respeto. Y aunque había visto con sus propios ojos que los jinetes que les habían asaltado aquella noche, en Abbotsford, no eran fantasmas sino seres de carne y hueso, cuanto más sabían del asunto, más siniestro le resultaba todo.

¿Tenían que habérselas realmente con los herederos de una hermandad cuyas raíces se remontaban a siglos, si no a milenios? ¿Con unos sectarios tan poderosos que habían influido de forma decisiva en la historia de Escocia? Sin duda un hombre mayor y un muchacho inexperto no eran las personas más indicadas para desvelar un secreto como aquel…

– No lo olvidaré -dijo sir Walter para alivio de Quentin, aunque era fácil suponer que Scott cedía más por respeto a su antiguo maestro que por auténtica convicción-. Le agradecemos sus informaciones, y le prometo que actuaremos con la máxima prudencia.

– No puedo pedir más -replicó Gainswick-. Y ahora hablemos de otra cosa. ¿Cómo se encuentra su esposa? ¿Y en qué está trabajando ahora? ¿Es cierto que quiere escribir una novela que se desarrolla en la Edad Media francesa…?

Las preguntas con que el profesor asaltó a sir Walter no dejaron ya ningún espacio a nuevas especulaciones. Sir Walter las respondió todas, y los dos hombres conversaron sobre los viejos tiempos, cuando el mundo, como coincidieron en decir, era menos complicado. Como el profesor se negó a dejarles marchar sin que hubieran comido antes, la visita se alargó; el erudito indicó a su ama de llaves que preparara la cena, y así, cuando sir Walter y Quentin abandonaron por fin la casa del final del callejón, ya era muy tarde.

– El profesor Gainswick es un hombre muy afable -constató Quentin mientras volvían caminando hacia el carruaje.

– Sí, lo es. Ya cuando era un estudiante, él fue siempre para mí algo más que un maestro. Aunque el profesor ha envejecido mucho en los últimos años.

– ¿Qué quieres decir?

– Por favor, Quentin… Toda esa historia de runas prohibidas y hermandades que influyeron incluso en la casa real escocesa…

– Pero podría ser, ¿verdad?

– No lo creo. La suposición de que esos rebeldes son los herederos de esa hermandad secreta y de que pueden seguir persiguiendo los mismos oscuros objetivos que sus antecesores me parece una quimera.

– Tal vez -admitió Quentin-. Pero deberíamos ser prudentes, tío. Estas cosas de que habla el profesor son realmente siniestras.

– ¿Otra vez te atormenta el miedo a los fantasmas, muchacho? Sea como sea, mañana iremos a la biblioteca e intentaremos encontrar ese fragmento de que ha hablado el profesor. Si tuviéramos en nuestras manos un indicio concreto, podríamos argumentar ante la administración y posiblemente conseguiríamos que actuaran de forma aún más decidida contra estos criminales; pero tal como están las cosas, no tenemos más que algunos rumores y suposiciones insostenibles, y yo, desde luego, no voy a dejarme amedrentar por eso.

Habían llegado al extremo del callejón, donde el coche ya les esperaba. El cochero bajó y abrió la puerta para que pudieran subir.

Perdido en sombrías meditaciones, Quentin se dejó caer en el asiento. Si hubiera podido ver las formas espectrales que se ocultaban en los oscuros entrantes de los muros y en las entradas de las casas y les observaban, sin duda su inquietud habría sido mucho mayor.

Y tal vez incluso sir Walter habría rectificado su opinión sobre Miltiades Gainswick.

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