4

Durante su época de sheriff en Selkirk, Walter Scott había asistido a dos autopsias.

Él mismo ordenó que se efectuara la primera cuando Douglas McEnroe, un notorio mujeriego, apareció desnucado en la zanja de la carretera que iba de Ashkirk a Lillisleaf; la otra debió realizarse cuando una viuda de Ancrum afirmó que la repentina muerte de su marido por un ataque al corazón no podía ser casual. En ambos casos, la sospecha de asesinato no se confirmó, y secretamente sir Walter deseaba que también hoy fuera así. Un sombrío presentimiento le decía, sin embargo, que era inútil esperarlo.

William Kerr era un hombre entrado en años, que caminaba encorvado por el peso de la edad y al que el reuma atormentaba en los días fríos y neblinosos, tan frecuentes en las Lowlands. Como era el único médico de Selkirk, Kerr siempre estaba ocupado, ya fuera para tratar el dolor de muelas de un lugareño o para asistir al parto de una vaca, porque el doctor era responsable de ambos tipos de urgencias.

Como sheriff de Selkirk, sir Walter había aprendido a apreciar a Kerr, no solo como amigo sino también como médico competente. Porque el viejo Will podía ser un tipo extravagante con costumbres peculiares, pero era el mejor médico que sir Walter conocía. Y ahora necesitaba su consejo.

– Bien -opinó Kerr con su característica entonación monótona, que a un oyente desprevenido le recordaría seguramente el sonido de un cuerno de caza oxidado-, por lo que puedo juzgar, el joven cayó desde una altura elevada.

– ¿Cayó o fue empujado? -preguntó sir Walter-. Esta es la cuestión, amigo mío.

Caminando a pasitos cortos, Kerr contorneó la mesa donde estaba tendido el cuerpo del pobre Jonathan. Sir Walter había ordenado su traslado de Kelso a Selkirk para que el médico lo examinara, y por afligido que se sintiera por la cruel muerte de un hombre tan joven, el viejo Kerr parecía disfrutar también del cambio que suponía para él la observación de un cadáver.

Después de haber inspeccionado la fractura del cráneo, el médico lavó el cadáver de sangre para poder examinar mejor las heridas de Jonathan.

– No existen indicios de una acción violenta -constató finalmente-. Ninguna herida cortante o punzante en todo el cuerpo. La muerte se produjo a consecuencia del impacto, no hay duda de ello. Además el pobre joven se desnucó en la caída. Esto explica el ángulo poco natural en que se encuentran la cabeza y el tronco.

Sir Walter evitó mirar. El penetrante olor que impregnaba el aire de la habitación de trabajo de William Kerr, procedente de los innumerables aceites y esencias que el médico administraba a sus pacientes como remedio, ya le removía suficientemente el estómago. Pensar que ese hombre joven que yacía, pálido e inerte, sobre la mesa se encontraba, hacía solo unos días, en perfecto estado de salud le resultaba insoportable.

– La barandilla de la biblioteca es demasiado alta para que pudiera producirse una caída accidental -constató sir Walter-, y sencillamente me niego a creer que Jonathan se haya quitado la vida. Era un joven alegre y optimista, y no puedo imaginar ninguna razón que permita siquiera considerar seriamente la posibilidad de que…

– El amor.

Kerr alzó la mirada. En una muestra de ese extraño humor que se había hecho famoso entre los habitantes del pueblo, el médico rió suavemente entre dientes. Ante el ojo izquierdo llevaba un artilugio fabricado por él mismo, que consistía en un corto tubo de cuero y una lente de aumento -una ayuda para que nada escapara a la observación de sus viejos ojos-, y cuando miró a Scott con él, dio la sensación de que el ojo monstruoso de un cíclope había fijado su mirada en el señor de Abbotsford.

– Tal vez nuestro joven amigo tuviera penas de amor -aventuró Kerr-. Tal vez idolatrara a alguna dama que no le correspondía. No hay que subestimar el poder con el que una pasión no correspondida puede arrastrar a un alma humana al abismo.

– Eso es cierto, viejo amigo -asintió sir Walter-. Muchas de mis novelas hablan del poder del amor. Pero la única pasión del pobre Jonathan eran sus libros. Y al final -añadió con amargura- probablemente fueran ellos la causa de su perdición.

– ¿Dice usted que el joven fue empujado desde la balaustrada?

– Eso supongo. No existe otra posibilidad.

– ¿Porque los indicios así lo indican, o porque no quiere aceptar otra explicación?

– ¿Qué quiere decir con eso, Will?

– ¿Aún recuerda a Sally Murray?

– Naturalmente.

– Esa pobre mujer estaba tan convencida de que su marido había sido asesinado que no consideraba ninguna otra posibilidad. Sin embargo, la verdad era que había estado en Hawick con las prostitutas, y seguramente las jovencitas habían exigido un esfuerzo excesivo a su delicado corazón. -El médico volvió a reír entre dientes-. Esas cosas suceden, sir. El pasado no cambiará solo porque nosotros queramos que sea distinto.

– ¿Por qué me cuenta esto, Will?

Kerr se sacó la lente de aumento y la dejó a un lado.

– En mis investigaciones, este objeto me presta un gran servicio -explicó-, pero no lo necesito para mirar en el alma de otras personas. Y en su alma, sir, con todos los respetos, descubro culpabilidad.

– ¿Culpabilidad? ¿Por qué motivo?

– No lo sé, porque de hecho no tiene usted ninguna culpa de lo que le ha sucedido a este pobre joven. Pero le conozco bastante bien para saber que, de todos modos, se atormenta con reproches.

– Aunque tuviera razón, no veo adonde quiere ir a parar, Will.

– Piense en la viuda Murray. A ella le resultaba más fácil creer que su marido había sido envenenado que aceptar que había tenido un final poco honroso entre los brazos de una mujer de vida alegre. Y creo que usted, sir, quiere encontrar como sea a alguien que cargue con la culpa por la muerte de Jonathan.

– Tonterías. -Scott sacudió la cabeza-. No se trata de eso.

– Eso espero, sir. Pues, como sabe, la pobre viuda Murray murió sin haber aceptado nunca la verdad.

– Lo sé, mi buen Will -replicó sir Walter, suspirando-. Pero pasa por alto que existe una gran diferencia entre el caso Murray y este. Entonces no había ningún indicio que señalara que Lester Murray había muerto a causa de un corazón al que se había exigido demasiado. Pero aquí las cosas son distintas. Jonathan fue encontrado con el cráneo destrozado al pie de una balaustrada desde la cual era imposible que hubiera podido caer por sí mismo. Y por todo lo que sé del joven, tampoco existe ningún indicio de que albergara pensamientos suicidas. No son imaginaciones mías, Will. Existen elementos que apoyan que Jonathan Milton no fue víctima de un accidente. Fue un asesinato.

Una vez más sir Walter había elevado el tono sin darse cuenta, y era consciente de que aquello no contribuía a aumentar su credibilidad. Era cierto que le costaba asimilar la muerte de su discípulo, pero eso no significaba que se refugiara en ideas descabelladas para huir de la realidad. ¿O tal vez sí?

El viejo Kerr miró a sir Walter a través de su saltón ojo óptico, que mientras tanto había vuelto a colocarse. Scott tuvo la sensación de que con él podía penetrar hasta el fondo de su alma.

– Le comprendo, sir -dijo el médico finalmente-. Posiblemente en su lugar yo sentiría lo mismo.

– Gracias, Will.

Kerr asintió con la cabeza, y a continuación se volvió de nuevo hacia el cadáver para examinar cada pulgada del cuerpo sin vida.

Pasaron unos minutos que se hicieron interminables, en los que sir Walter deseó encontrarse en cualquier otro lugar. ¿En qué novela estaba trabajando ahora?, pensó. ¿Cuál era la última escena que había escrito? No podía recordarlo. De pronto, la poesía y el romanticismo parecían estar muy lejos. En el laboratorio de William Kerr no había lugar para ellos.

– Aquí -dijo de repente el médico-. Podría ser eso.

– ¿Ha encontrado algo?

– Pues sí… Aquí, en los brazos, hay zonas con equimosis. Esto podría indicar que el joven fue sujetado con bastante fuerza. Además, esto también me ha llamado la atención. ¡Escuche!

Con una sonrisa de complicidad, el médico presionó sobre las costillas del muerto, que cedieron con un leve crujido.

– ¿Están rotas? -preguntó sir Walter, tratando de sobreponerse a la náusea.

– Así es.

– ¿Y eso qué significa?

– Que es posible que hubiera una pelea durante la cual le rompieron las costillas a su alumno.

– O bien -añadió sir Walter, forzando el razonamiento – que las costillas de Jonathan se rompieron cuando alguien le empujó violentamente por encima de la barandilla.

– También eso sería posible. De todos modos, las fracturas podrían haber sido causadas igualmente por la caída.

– Siga buscando, Will -le pidió Scott al doctor-. Cuanto más encuentre, más nos acercaremos a la verdad de los hechos.

– No tiene por qué ser así -le contradijo el médico con un guiño, que debido a la lente de aumento resultó bastante grotesco-. Raramente más conocimiento proporciona también mayor claridad. Con bastante frecuencia ocurre lo contrario. Sócrates ya lo sabía.

A pesar de la tensión a que se encontraba sometido, sir Walter no pudo dejar de sonreír ante la ocurrencia del peculiar médico. Tal vez, efectivamente, William Kerr pudiera aportar algo de luz a la oscuridad. Una vez más, el médico no lo decepcionó.

– ¿Sir? -preguntó de repente.

– ¿Sí, Will?

– ¿De qué color era el manto de Jonathan?

– Bien, era… gris, por lo que puedo recordar -dijo sir Walter arrugando la frente-. ¿Qué importancia tiene eso?

– ¿No sería negro? ¿De lana gruesa?

– No. -Sir Walter sacudió la cabeza-. No, por lo que recuerdo.

Una sonrisa triunfal se dibujó en el rostro de William Kerr. El médico cogió unas pinzas y sacó algo que se encontraba bajo la uña del pulgar de la mano derecha de Jonathan. Cuando lo levantó, sir Walter vio que se trataba de una fibra de lana negra.

– Al parecer -dijo el viejo William Kerr-, había alguien más en el archivo, aparte del joven Jonathan.


El ambiente era lúgubre en la biblioteca. Entre las altas estanterías repletas de viejos infolios, el tiempo parecía haberse detenido, y el polvo de los siglos transcurridos llenaba el aire. Aunque habían colocado numerosas velas encendidas en las mesas de lectura, al cabo de unos pasos su luz era absorbida por la oscuridad.

Quentin Hay no era un hombre valiente. El sobrino de Walter Scott carecía del carácter enérgico y decidido de su tío, y sin duda no podía considerársele un modelo de osadía. Mientras que sus hermanos habían sabido enseguida qué querían ser -Walter, el pequeño, que había recibido el nombre de su tío, había ido a Edimburgo para estudiar derecho, y Liam, el mayor, había entrado en los dragones-, Quentin había cumplido los veinte años sin tener la más remota idea de qué haría consigo mismo y con su vida, con gran pesar de su madre, que finalmente había decidido que emulara a su hermano y se convirtiera también en escritor.

No es que Quentin no pudiera imaginarse ganándose el pan con la escritura; el problema estaba en que también podía imaginarse viviendo del ejercicio de cualquier otra profesión. Y aunque le gustaba escribir, dudaba mucho que su disposición para desempeñar este oficio fuera tan marcada como la de su tío.

En cualquier caso, de esta manera había tenido la oportunidad de salir de su casa. Y se encontraba a gusto en Abbotsford. No solo porque sir Walter era para él un maestro paciente y sabio y, en muchos aspectos, una figura paterna más relevante que su padre carnal, un hombre lacónico y muy trabajador, que ejercía de contable en un despacho comercial de Edimburgo; sino también porque sir Walter no le presionaba, como solían hacer sus padres, y porque Quentin, por primera vez, tenía la sensación de poder decidir por sí mismo qué quería hacer con su vida. Al menos la mayoría de las veces.

De todos modos, sentarse hasta tarde en la noche, expuesto a las corrientes de aire en una fría biblioteca, para buscar indicios sobre un asesinato no se encontraba entre las actividades que habría escogido si le hubieran dado la oportunidad de elegir. Pero sir Walter había dejado clara la urgente necesidad que tenía de su ayuda, y Quentin, que podía percibir cuánto había afectado a su tío la muerte de Jonathan Milton, no había querido dejarle en la estacada. Por otra parte, él mismo se sentía consternado por el repentino y terrible final del joven estudiante, con el que a menudo había ido a Jedburgh para comprar o para visitar la posada local.

A lo largo del día, Quentin había echado una mano al abad Andrew y a sus compañeros de congregación en la revisión de los fondos de la biblioteca, una empresa prácticamente imposible habida cuenta del volumen de tesoros de papel que se acumulaban en las altas estanterías. Los monjes se habían concentrado en las zonas donde había trabajado Jonathan Milton, y naturalmente también habían revisado los estantes del piso superior, el último lugar donde había estado el estudiante.

A su modo contemplativo, los premonstratenses se habían puesto silenciosamente al trabajo. Al principio, a Quentin el silencio le había parecido opresivo y difícil de soportar, pero en el curso del día se había acostumbrado a él, y con el tiempo se había convertido en algo incluso liberador. Finalmente había podido disfrutar de la posibilidad de encontrarse solo con sus pensamientos, con su miedo, su dolor y su rabia contra los responsables de la muerte de Jonathan.

Al llegar la noche no se había descubierto aún ningún indicio de que un ladrón hubiera actuado en la biblioteca. Todos los volúmenes parecían estar en su lugar, cuidadosamente alineados y cubiertos por un polvo de décadas. A la caída del sol, los monjes se habían retirado para recogerse en oración y acabar el día en clausura.

Quentin, sin embargo, había permanecido en la biblioteca.

Un sentimiento hasta entonces desconocido se había apoderado de él y le impelía a continuar la búsqueda: la ambición.

Quentin se sentía dominado por el irreprimible impulso de descubrir qué había ocurrido, aunque era incapaz de definir con exactitud de dónde procedía esa compulsión. Tal vez fueran las misteriosas circunstancias de la muerte de Jonathan las que habían despertado su curiosidad y le llevaban incluso a pasar la noche en ese entorno siniestro y sombrío. O tal vez fuera la posibilidad de demostrar por fin a su tío de qué era capaz.

Sir Walter había hecho ya tanto por él…, y ahora tenía la oportunidad de demostrarle su gratitud. Quentin estaba seguro de que su tío no volvería a encontrar la paz hasta que las circunstancias de la muerte de Jonathan hubieran quedado completamente aclaradas. Y si él podía contribuir en algo, quería hacerlo, por desagradables que fueran las circunstancias.

El joven evitó mirar alrededor, hacia la biblioteca iluminada por la luz crepuscular de las velas. Aunque sus capacidades literarias dejaban bastante que desear, Quentin disponía de una fantasía desbordada que le hacía ver por todas partes, en los pasillos y en los rincones oscuros que se abrían entre las estanterías, formas espectrales: los mismos fantasmas que todos los niños creen ver en las noches oscuras y de los que Quentin en realidad nunca había llegado a deshacerse.

Recordó que su tío le había preguntado una vez, divertido, si creía en los fantasmas. Naturalmente que no, había negado Quentin, que al fin y al cabo no quería quedar en ridículo ante él. Pero en el fondo sabía que había mentido. El joven estaba convencido de que había cosas entre la tierra y el cielo que no podían explicarse racionalmente, y una sala desierta e insuficientemente iluminada, repleta hasta el techo de escritos y libros antiquísimos, constituía un entorno de lo más apropiado para dar alas a esta creencia.

– Tengo que concentrarme -dijo Quentin, rememorando el lema que le había inculcado su tío-: El entendimiento aporta a la oscuridad una luz más clara que la de cualquier fuego.

No sonaba muy convincente, pero le tranquilizó oír su propia voz. Con ánimo resuelto cogió la palmatoria y el material de escritura y volvió arriba para continuar su trabajo.

Parte de los libros del archivo ya había sido catalogada por los monjes. Eso significaba que los libros estaban provistos de signaturas sucesivas que señalaban el orden en que estaban dispuestos en las estanterías. Si habían sacado un libro de allí, sería muy fácil descubrirlo: era imposible que el ladrón hubiera podido cambiar las restantes signaturas. De todos modos, teniendo en cuenta el abrumador número de volúmenes que se almacenaban en el archivo de Dryburgh, la tarea de revisar todas las signaturas y comprobar que no faltaba ninguna era un trabajo hercúleo. Y si el ladrón no había sido tan tonto para llevarse un ejemplar registrado y había sustraído uno de la zona no catalogada de la biblioteca, nunca conseguirían encontrar su pista.

A la luz oscilante de la vela, Quentin pasó revista a la siguiente estantería. Las signaturas incluían varias cifras romanas y caracteres que no eran fáciles de distinguir. Seguirlos requería la máxima concentración, de modo que el joven se olvidó casi por completo de su lúgubre entorno.

Una tabla que sobresalía, deformada por la humedad, lo devolvió súbitamente a la realidad.

La punta de su bota se enganchó en el resalte, haciéndole perder el equilibrio. Quentin se inclinó hacia delante, y antes de que pudiera reaccionar y sujetarse a algún sitio, cayó de bruces contra el suelo y aterrizó con un crujido sordo sobre las viejas tablas, que gimieron de un modo inquietante bajo su peso.

Instintivamente, Quentin había soltado la palmatoria, que al golpear contra el suelo se partió en dos. Separada de su soporte, la vela aún encendida rodó por el entarimado, que en ese lugar descendía ligeramente. Con los ojos dilatados por el espanto, Quentin vio cómo se alejaba girando.

– ¡No! -exclamó como si quisiera reprender a la desconsiderada vela, y se lanzó, reptando, en su persecución.

Mientras corría a cuatro patas tras ella, se sintió dominado por el pánico. Si el fuego prendía en uno de los estantes, las llamas se extenderían en cuestión de segundos. El pergamino tratado con aceite ardería como yesca, igual que el viejo papel, con una antigüedad de siglos. De todas las torpezas y negligencias que había cometido en su vida, aquella sería con diferencia la más terrible.

– No -gimió al ver que la vela rodaba bajo una de las estanterías.

El joven se dejó caer sobre el vientre y reptó desesperado por el suelo. El polvo que se levantó le escoció los ojos y le hizo toser. Impulsado por el pánico, continuó la extraña persecución, hasta que constató, aliviado, que la vela se había detenido bajo el estante.

Se estiró y trató de alcanzarla, pero sus brazos eran demasiado cortos. En un arranque de ingenio cogió la pluma, que aún sostenía en la otra mano, y con su ayuda acercó la vela.

Ignorante del terror que había desencadenado, el cabo de cera rodó por el suelo e iluminó las tablas.

En ese instante Quentin lo vio.

A la luz fugitiva de la llama, se vio solo durante un brevísimo instante, pero despertó la atención de Quentin, que rápidamente hizo rodar de nuevo la vela hacia atrás.

No se había equivocado. En la tabla, bajo el estante, se distinguía un signo, un emblema que alguien había tallado en la madera blanda.

Intrigado, Quentin se inclinó hacia delante y metió la cabeza tanto como pudo entre el suelo y el estante.

El signo era más o menos del tamaño de su palma y parecía un sello, con la diferencia de que no podía distinguirse en él ninguna letra. Estaba formado solo por dos elementos: uno curvado, que parecía una media luna, y otro recto, que la atravesaba.

Aunque Quentin nunca había visto aquel signo, había algo en él que le resultaba extrañamente familiar, y que al mismo tiempo le atemorizaba. ¿Qué podía significar aquello? ¿Por qué habían hecho una incisión en la madera precisamente en aquel lugar?

«Tal vez para marcar algo», se respondió el sobrino de sir Walter a sí mismo. Con gesto decidido, asió la vela y la sacó de debajo del estante. Como el candelero estaba roto, tenía que sujetarla directamente con las manos, de modo que la cera goteaba sobre sus dedos. Pero Quentin no se preocupó por eso. Su pulso se había acelerado; la emoción era aún mayor ahora que intuía que podía haber descubierto algo realmente importante. Posiblemente su torpeza le había prestado un buen servicio en aquella ocasión. Tal vez fuera el primero que había descubierto el símbolo…

Lentamente se incorporó y, a la luz de la vela, examinó la estantería bajo la que había descubierto el signo. El resplandor de la llama no llegaba muy lejos; tuvo que buscar hilera tras hilera, subiendo cada vez más.

De pronto se detuvo. Faltaba un volumen.

En medio de una hilera de infolios que no llevaban ninguna identificación, se abría un hueco de un palmo de ancho aproximadamente.

– Aquí está -susurró Quentin, y el tono conspirativo con que había pronunciado estas palabras hizo que el pelo se le erizara en la nuca-. Lo he encontrado.

De modo que su tío tenía razón. Un ladrón había entrado, efectivamente, en la biblioteca, y él, Quentin, había encontrado la prueba de ello. Su pecho se hinchó de orgullo y sintió deseos de proclamar a gritos su euforia.

Entonces, de pronto, oyó un ruido siniestro.

Unas pisadas suaves, palpitantes, subían por la escalera de la galería. Las tablas gemían bajo su peso.

Por un momento, Quentin se quedó paralizado de terror, y su antigua pusilanimidad se impuso de nuevo. Luego, sin embargo, hizo un esfuerzo por controlarse. Tenía que dejar de creer en fantasmas; de otro modo nunca conseguiría ganarse el respeto de su tío y de su familia.

– ¿Quién va? -preguntó en voz alta, intentando que su voz sonara firme y segura.

No recibió respuesta.

– ¿Tío, eres tú? ¿O es usted, abad Andrew?

De nuevo reinaba un silencio helado en la biblioteca; también los pasos habían dejado de oírse.

Quentin se humedeció los labios. Se había propuesto firmemente dejar de creer en fantasmas, pero ¿por qué el visitante nocturno no respondía cuando le interpelaban? El recuerdo de lo que le había sucedido al pobre Jonathan volvió a su memoria, y el miedo le oprimió el pecho como un anillo de hierro, dejándole sin aire.

– ¿Quién va? -preguntó de nuevo, y con la vela en la mano, volvió caminando por el pasillo que formaban las estanterías. Horrorizado, constató que su vela era ahora la única fuente de luz en la biblioteca. Alguien había apagado todas las demás y había dejado el archivo en la oscuridad.

¿Con qué objeto?

Aferrando la vela con las dos manos, como si fuera un espíritu bueno que le conducía a través de las sombras, Quentin siguió hasta el final del pasillo. Pisaba con cuidado y se estremecía con cada crujido que emitían las viejas tablas. Finalmente alcanzó el pasillo principal y echó un vistazo hacia fuera. Aquello era desesperante. El débil resplandor de la llama desaparecía unos pocos codos más allá, tragado por la polvorienta negrura de la sala. Quentin solo podía imaginar qué se encontraba al otro lado; un escalofrío recorrió su cuerpo al pensar en ello.

A pesar del manto que llevaba, de pronto sintió frío. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener el pánico que crecía en su interior. Con cuidado colocó un pie ante el otro. Tenía que alcanzar la escalera; solo tenía un deseo, abandonar la biblioteca cuanto antes. Primero el signo misterioso en el suelo, luego el volumen que faltaba, finalmente los pasos en la oscuridad…

En aquella biblioteca sucedían cosas siniestras con las que Quentin no quería tener nada que ver. Poco le importaba lo que dijeran los demás. Que se sintieran decepcionados si querían, pero no tenía ningunas ganas de sufrir el mismo triste destino de Jonathan.

Con pasos inseguros se dirigió hacia la escalera, pasando ante las hileras de estanterías. Era como en las noches intranquilas de su infancia, cuando horrores indecibles le espiaban en los oscuros rincones. También ahora, Quentin se estremecía al creer reconocer aquí una sombra, allá una figura imprecisa. Tuvo que hacer de tripas corazón para seguir colocando un pie ante el otro. Y entonces, de pronto, distinguió una figura que se erguía ante él, en la oscuridad. Durante un instante pensó que era también un fantasma creado por su miedo, un desvarío de su fantasía. Pero cuando la sombra se movió, Quentin comprendió que se había equivocado.

Un grito salió de su garganta y se llevó las manos a la cara. La vela se le escapó de nuevo de las manos y cayó al suelo. Mientras rodaba, sus rayos oscilantes iluminaron a la extraña figura, y la sospecha de Quentin se convirtió en una espantosa certeza.

¡Aquel fantasma era real!

Quentin vio un manto oscuro y una cara sin contornos. Luego sintió un calor abrasador a su espalda, seguido de una claridad cegadora.

Obedeciendo a un instinto repentino, Quentin se volvió y se encontró frente a un mar de llamas.

Las estanterías se habían incendiado. Un fulgor amarillo ascendía flameante y se propagaba ya a las filas de libros, devorándolos como un ávido Moloch.

– ¡No! -gritó Quentin horrorizado, al ver cómo la sabiduría de siglos caía víctima de la furia de las llamas. Y un segundo después supo que había sido culpa suya. Había dejado caer la vela y…

El joven se volvió de nuevo y miró hacia el encapuchado que le había provocado aquel pánico irrefrenable. El fantasma había desaparecido. Pero ¿había existido acaso realmente, o era solo una quimera surgida de sus miedos? ¿Había vuelto a soñar con los ojos abiertos?

No le quedaba tiempo para pensar en ello. El fuego ya se había propagado a las siguientes estanterías. Con un fragor sordo, las llamas devoraban los valiosos libros e infolios. Un horror indecible le invadió. Por un instante, Quentin permaneció inmóvil, como petrificado, ante aquella visión. Luego comprendió que tenía que hacer algo.

– ¡Fuego! ¡Fuego! -aulló tan fuerte como pudo, y se precipitó hacia las estanterías en llamas con el valiente pero insensato propósito de salvar al menos algunos libros. Un humo acre, que le ardía en los ojos y le cortaba la respiración, brotaba de los infolios.

Consiguió coger algunos libros que aún no habían ardido y los sacó del estante para salvarlos de las llamas, pero el humo le rodeaba por todas partes y le envolvía como una pared densa e impenetrable.

Quentin empezó a toser. Una humareda cáustica le corroía los pulmones, y sintió que se mareaba. Las fuerzas le abandonaron y dejó caer los libros. Le temblaban las rodillas, y las piernas apenas le sostenían.

Con los ojos hinchados por el humo, alcanzó a divisar la escalera. Tenía que llegar hasta ella; si no, moriría entre las llamas.

Tosiendo y ahogándose, se abrió paso con dificultad entre la densa humareda, apretándose contra la cara el pañuelo que llevaba atado al cuello.

– ¡Fuego! -seguía gimiendo mientras avanzaba, pero el fragor del incendio, que había desencadenado una verdadera tormenta de fuego en la biblioteca, ahogaba sus gritos.

Finalmente alcanzó la barandilla y consiguió sujetarse a ella. Las tablas temblaban bajo sus pies. A punto de perder el conocimiento, avanzó hacia la escalera aferrándose a la balaustrada. Luchando por respirar, siguió adelante con esfuerzo, alcanzó el primer escalón… y perdió el equilibrio.

Quentin aún fue consciente de que caía al vacío. Luego las llamas parecieron extinguirse de golpe y todo se volvió negro a su alrededor.


La vio en la lejanía. Montaba un caballo blanco como la nieve, que galopaba a través del paisaje con las crines ondulantes y la cola al viento. Cuanto más se acercaba, más claramente podía distinguir sus rasgos.

Era joven, no mayor que él, y de figura elegante. Cabalgaba erguida, sentada a lomos de su caballo, que no llevaba silla ni riendas, y se agarraba con fuerza a las crines. Sus cabellos ondeaban al viento y enmarcaban un rostro de rasgos regulares, con una boca pequeña y unos ojos que brillaban como estrellas. Parecía llevar como única prenda una sencilla camisa de lino, que flotaba en torno a su cuerpo como agua.

Era la criatura más hermosa que jamás había visto. Y aunque podía distinguirla claramente, aunque sentía el viento y olía el aire húmedo y perfumado que ascendía del suelo, supo que no era real, sino solo un sueño.

La amazona se acercó a él.

Los cascos de su caballo apenas parecían rozar el suelo; el animal avanzaba a una velocidad que cortaba el aliento. Aunque intuía que era solo un espejismo, extendió las manos hacia ella, trató de tocarla…

– ¿Quentin?

La voz parecía venir de muy lejos, como si procediera del otro lado de un extenso valle y el viento trajera sus palabras hasta él.

Quentin no quería oírlas. Sacudió la cabeza y se apretó las manos contra los oídos, pues solo tenía ojos para la amazona, que ahora parecía volver a alejarse.

– ¡No! -gritó decepcionado-. ¡No te vayas! Por favor, no te vayas…

– Tranquilo, hijo. Todo va bien.

Otra vez la voz. Esta vez estaba considerablemente más cerca, y cuanto más clara se volvía, más borrosa se hacía la imagen de la joven.

– Por favor, no te vayas -murmuró Quentin de nuevo.

Entonces sintió que alguien le tocaba el hombro, y abrió los ojos.

Para su sorpresa, se encontró ante el rostro de un hombre. El cabello gris pálido, peinado hacia delante, enmarcaba unos rasgos que revelaban decisión y fuerza, pero también preocupación. Quentin tardó aún unos segundos en comprender que ya no se encontraba en el reino de los sueños y que aquella cara que le observaba con preocupación era la de Walter Scott.

– Tío Walter -susurró. Le costaba hablar; cada palabra le ardía en la garganta como fuego.

– Buenos días, Quentin. Espero que hayas dormido bien.

Una sonrisa juvenil se dibujó en el rostro de sir Walter, y un poco de la energía casi inagotable de que estaba dotado el señor de Abbotsford asomó en su mirada. Quentin, en cambio, se sentía desdichado y exhausto. Y cuando el recuerdo de lo ocurrido volvió a él, supo por qué.

– ¿Dónde estoy?-preguntó con voz ronca.

– En Abbotsford.

– ¿En Abbotsford?

Quentin miró alrededor, sorprendido. Efectivamente se encontraba en su dormitorio, en la propiedad de su tío. Estaba tendido en la cama, y sir Walter se encontraba a su lado, sentado en el borde. La luz mate del amanecer penetraba a través de la ventana anunciando un nuevo día.

– ¿Cómo he llegado hasta aquí?

– Tuviste mucha suerte. El abad Andrew y sus monjes descubrieron el fuego y no dudaron en penetrar en aquel mar de llamas para salvarte.

– Entonces ¿consiguieron apagar el incendio?

– No, eso no. -La voz de sir Walter sonaba decepcionada-. El almacén de grano de Kelso ha ardido hasta los cimientos, y con él todos los libros que albergaba. La sabiduría del pasado ha quedado reducida a cenizas. Pero tú, querido muchacho, estás vivo. Solo eso importa.

– Reducida a cenizas -repitió tristemente Quentin como un eco, atormentado por su mala conciencia; los remordimientos le oprimían la garganta-. Habría sido mejor que los monjes me hubieran dejado morir entre las llamas -dijo en voz baja.

– ¡Por Dios, muchacho! -De pronto la voz de sir Walter había adoptado un tono severo-. Deberías mostrarte más agradecido -exclamó frunciendo las cejas-. Los hermanos te encontraron inconsciente al pie de la escalera. Si no te hubieran rescatado, no estarías ahora entre nosotros.

– Lo sé, tío -dijo Quentin, compungido-. Y tal vez hubiera sido mejor.

– ¿Cómo puedes decir algo así? Estábamos muy preocupados por ti. El doctor Kerr y lady Charlotte no se han apartado de tu lado en toda la noche.

– No lo merezco, tío -replicó Quentin, abatido-. Porque el incendio de la biblioteca…

– ¿Sí?

– … lo provoqué yo -acabó su confesión Quentin-. Dejé caer mi vela y la llama prendió en uno de los estantes. Traté de salvar algunos de los libros, pero era demasiado tarde. Es culpa mía, tío. Los que dicen que no sirvo para nada tienen razón. En todos los meses que llevo aquí contigo, solo he sido una carga para ti. Te he decepcionado.

Quentin, que se sentía incapaz de mirar a su tío a la cara, cerró los ojos esperando que sir Walter le dedicara una retahíla de improperios é imprecaciones furiosas. Pero en lugar de eso, sir Walter dejó escapar un largo, larguísimo suspiro.

– ¿Quentin?

– ¿Sí, tío? -replicó parpadeando.

– ¿Doy la impresión de estar furioso contigo?

– Pues… no, tío.

– Eres un joven muy necio, ¿sabes?

– Sí, tío.

– Pero no por las razones que has nombrado, sino porque aún sigues sin comprender cuánto significas para todos nosotros. ¿Sabes cuánto hemos llegado a preocuparnos por ti? Ya he perdido a Jonathan, Quentin. Y no habría soportado perderte a ti también. Eres mi sobrino, carne de mi carne. No debes olvidarlo nunca.

Quentin se permitió una tímida sonrisa.

– Es muy amable por tu parte, tío, y lamento mucho haberos causado tantas preocupaciones. Pero el incendio de la biblioteca fue culpa mía. Ahora nunca sabremos quién asesinó al pobre Jonathan.

– Yo no estaría tan seguro.

– ¿No? ¿Por qué?

– Porque el abad Andrew y sus compañeros de congregación descubrieron unos recipientes vacíos detrás de la biblioteca. Recipientes en los que se había guardado petróleo.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa, muchacho, que fue un incendio provocado. Alguien arregló las cosas para que la biblioteca fuera pasto de las llamas.

– Entonces… ¿no tengo la culpa de nada?

– Claro que no. ¿Crees en serio que una simple vela podría desencadenar un infierno como ese en un abrir y cerrar de ojos?

Quentin respiró. Por un breve instante se sintió tan puro y ligero como si el padre Cawley le hubiera dado la absolución. Pero luego algo volvió a su memoria…

– ¿De modo que fue un incendio provocado?

– Eso parece. Por lo visto alguien quiso borrar las huellas que había dejado en la biblioteca.

– El encapuchado -susurró Quentin, y sintió que un escalofrío le recorría la espalda-. La figura oscura. Creí que era solo una alucinación, pero…

– ¿Quentin?

– ¿Sí, tío?

– ¿Hay algo que quieras contarme?

– No -dijo Quentin rápidamente, para dejar escapar luego un indeciso «Sí». ¿Qué tenía que perder a estas alturas? Tanto peor si su tío le tomaba por un soñador y un iluso; él se atendería a la verdad-. Creo que no estaba solo en la biblioteca -acabó por confesar en tono vacilante.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que allí había alguien más. Una figura oscura.

– ¿Una figura oscura?

Sir Walter le dirigió una mirada en la que se mezclaban la incredulidad y la estupefacción.

– Parecía un fantasma -continuó Quentin-, como un espíritu de esas historias con que asustan a los niños en Edimburgo. De pronto apareció en la oscuridad y me miró fijamente, pero no pude ver su cara.

– ¿Dijo algo?

Quentin sacudió la cabeza.

– Solo estaba ahí inmóvil, mirándome. Y cuando estalló el incendio, desapareció de pronto.

– ¿Estás completamente seguro de eso?

– No. -Quentin sacudió la cabeza-. No lo estoy, tío. Todo fue tan rápido y me asusté tanto que ya no sé lo que realmente vi y lo que no.

– Comprendo. -Sir Walter asintió lentamente-. ¿De modo que también podría ser que tu miedo te hubiera jugado una mala pasada?

– Podría ser.

Sir Walter volvió a asentir con la cabeza y Quentin pudo reconocer la decepción en el rostro de su tío y mentor. Su tío estaba demasiado contento de verle sano y salvo para regañarle por su falta de atención, y aquello casi le dolía más que haberle decepcionado.

– Allí había algo más, tío -dijo rápidamente.

– ¿Sí?

– Poco antes de que la sombra apareciera, antes de que oyera sus pasos, había descubierto una cosa.

– ¿Qué, hijo mío?

– Era un signo. Un símbolo grabado en una de las tablas del suelo.

– ¿Qué clase de signo?

– No lo sé. No era un número ni una letra, al menos no de ninguna lengua que conozca. Y cuando examiné la estantería que había encima, constaté que faltaba uno de los volúmenes.

– ¿Qué estás diciendo?

– Faltaba uno de los volúmenes -repitió Quentin, convencido-. Alguien debió de llevárselo. Posiblemente esa figura del manto negro.

– ¿Con un manto negro, dices? -Los ojos de sir Walter se habían entornado hasta convertirse en dos estrechas rendijas, como si Quentin acabara de decir algo increíblemente importante-. ¿Has dicho que la figura llevaba un manto negro? ¿De lana, tal vez?

– Sí, con una capucha -confirmó Quentin-. ¿Por qué es importante eso, tío?

– Porque el doctor Kerr ha encontrado fibras de lana negras junto al cadáver de Jonathan -explicó sir Walter en tono preocupado-. ¿Entiendes lo que eso significa, muchacho?

– ¿Que no he imaginado esa figura? -preguntó Quentin prudentemente.

– Más que eso. Podría significar que te encontraste con el asesino de Jonathan. Y que intentó matarte a ti también.

– ¿Matarme a mí? -dijo Quentin, con un nudo en la garganta-. Pero ¿por qué, tío? ¿Por qué alguien iba a hacer algo tan espantoso? -graznó.

– No lo sé, Quentin -replicó sir Walter sombríamente-. Pero me temo que tu descubrimiento da un giro totalmente nuevo a los acontecimientos. Tanto si al sheriff Slocombe le gusta como si no, tendremos que alertar a la guarnición.


Pocos días después del incendio del archivo de Dryburgh, un carruaje escoltado por jinetes uniformados descendía por la estrecha carretera que conducía a Abbottsford siguiendo la orilla del río Tweed.

En el coche viajaban John Slocombe, el sheriff de Kelso, y un hombre moreno en cuya presencia Slocombe se sentía extremadamente incómodo.

El hombre era británico.

Aunque llevaba una levita civil, pantalones grises y botas de montar, en su apariencia había algo marcial. Llevaba el pelo corto, y tenía unos ojos de mirada penetrante y unos rasgos de expresión casi ascética. Su fina boca parecía cortada a cuchillo, y su porte revelaba claramente que estaba acostumbrado a dar órdenes.

Su nombre era Charles Dellard.

Inspector Dellard.

Dotado de amplios poderes, había viajado allí por encargo del gobierno para investigar los misteriosos acontecimientos ocurridos en la biblioteca de Kelso.

Slocombe apenas se atrevía a mirar a la cara a su acompañante. Con aire sumiso, el sheriff mantenía los ojos fijos en el suelo, y solo de vez en cuando, cuando creía que el otro no le observaba, se atrevía a dirigirle una mirada furtiva.

Los peores temores del sheriff se habían confirmado con creces. La ley que debía garantizar la paz más allá de la frontera exigía que, siempre que los sheriffs locales se sintieran superados en la realización de una tarea, requirieran el apoyo de las guarniciones militares. La idea de que un arrogante oficial inglés, que había sido trasladado al norte para hacer méritos, se dejara caer por allí y se hiciera cargo de su trabajo no había agradado en absoluto a Slocombe, que por eso había rogado a sir Walter que mantuviera el asunto en sus manos. Nunca era bueno reclamar la ayuda de los ingleses, porque demasiado a menudo ya era imposible deshacerse de ellos. Sin embargo, después del incendio de la biblioteca, que casi había costado la vida a su sobrino, no había habido forma de disuadir a Scott de que reclamara la ayuda de la guarnición. Y Slocombe, que de ese modo veía considerablemente reducido su margen de actuación, no había tenido más remedio que poner al mal tiempo buena cara. Scott parecía realmente obsesionado con la idea de que un asesino se paseaba por Kelso, y nada ni nadie iban a convencerle de lo contrario.

Slocombe había decidido entonces ejercer la menor resistencia y había permitido que la humillación recayera sobre él; pero, como había podido comprobarse, aquel caso había hecho más ruido del que él o cualquier otro que viviera en la zona fronteriza pudieran juzgar conveniente. Tal vez aquello estuviera relacionado con el hecho de que Scott era una celebridad, cuyas novelas se leían incluso en la corte real. En cualquier caso, se había informado a Londres del asunto, y pocos días después Dellard había aparecido en Kelso; un inspector del gobierno que había anunciado que tenía intención de resolver el caso sin dejar ningún cabo suelto. Le gustara o no, la realidad era que Slocombe había sido degradado al papel de ayudante, al que no le quedaba más que cooperar o perder un puesto bien remunerado en la administración local.

– Odio estos inacabables bosques y colinas -se quejó Dellard mientras echaba un vistazo por la ventana-. Se diría que en este agreste territorio la civilización ha florecido de forma tan parca como la cultura de sus habitantes. ¿Falta mucho para la residencia de Scott?

– Ya no está muy lejos, sir-se apresuró a responder Slocombe -. Abbotsford se encuentra junto al Tweed, no lejos de…

– Ya es suficiente. No he venido aquí para realizar estudios geográficos, sino para aclarar un caso de asesinato.

– Naturalmente, sir. Aunque, si me permite la objeción, aún no está demostrado que se trate de un asesinato.

– Será mejor que me deje a mí esta decisión.

– Naturalmente, sir.

El carruaje abandonó el bosque que bordeaba la orilla del río y se acercó a un portal erigido con piedra natural, cuyas verjas estaban abiertas de par en par. Carruaje y jinetes cruzaron la puerta y siguieron por la avenida hacia el imponente edificio que se levantaba a su extremo. La agrupación de muros, torres y almenas de piedra arenisca tallada recordaba a un castillo medieval.

– ¿Es esto? -preguntó Dellard.

– Sí, señor, esto es Abbotsford.

– Scott parece ser una persona que se interesa por el pasado.

– Es cierto. Muchos dicen que encarna el alma de Escocia.

– Eso me parece algo exagerado. En Londres me hablaron de este edificio y también del poco gusto con que mezcla diversos estilos. De todos modos, Scott parece tener dinero, lo que aquí, en el norte, no es demasiado corriente.

El cochero tiró de las riendas y el carruaje se detuvo. Con actitud solícita, Slocombe descendió y abatió el estribo para que bajara su superior, y Dellard le dejó hacer como si fuera algo perfectamente natural. Con la grave indolencia de los hombres acostumbrados al poder, bajó del coche y observó con aire despreciativo al mayordomo, que se acercaba con cara de sorpresa.

– Buenos días, sir -dijo el sirviente, un hombre de constitución robusta y manos toscas que sin duda sabía más de cuidar caballos que de tratar con visitas de alto rango. El hombre se inclinó indeciso-. ¿Qué le trae a esta casa, señor?

– Querría hablar con sir Walter -exigió Dellard en un tono que no admitía réplica-. Enseguida.

– Pero, señor… -El mayordomo le dirigió una mirada sorprendida-. No creo que su visita haya sido anunciada. Sir Walter es un hombre muy ocupado, que…

– ¿Demasiado ocupado para recibir a un alto comisionado del gobierno? -Dellard enarcó sus delgadas cejas-. Me sorprendería que fuera así.

– ¿A quién debo anunciar? -preguntó el empleado, amedrentado.

– Al inspector Charles Dellard, de Londres.

– Muy bien, sir. Si quiere hacer el favor de seguirme… -Y con un gesto desmañado, mostró al visitante el camino hacia la entrada.

Con una seña, Dellard ordenó a los miembros de su escolta -ocho jinetes que llevaban el uniforme rojo de los dragones británicos- que desmontaran y le esperaran. A Slocombe, en cambio, le indicó con un gesto que le siguiera al interior de la casa.

Los tres hombres entraron en el patio de la residencia a través de un portal enmarcado por rosales, y después de pasar junto al surtidor que ocupaba el centro del jardín, llegaron al vestíbulo de entrada. Desde allí, el mayordomo condujo a Dellard y a Slocombe al salón, una habitación caldeada por una chimenea en la que crepitaba el fuego y desde cuyas grandes ventanas se disfrutaba de un amplio panorama sobre el Tweed. Dellard miró alrededor con indisimulada curiosidad.

– Si los señores quieren hacer el favor de esperar -dijo el mayordomo, y se retiró. Se veía claramente que se sentía incómodo en presencia del inglés.

A John Slocombe le sucedía lo mismo. Si el sheriff hubiera tenido posibilidad de hacerlo, también se habría esfumado. Pero debía resignarse a su situación si quería conservar su trabajo. Además, estaba en manos de sir Walter enderezar la situación. Había sido Scott quien había insistido en dar aviso a la guarnición; de modo que sería él quien tendría que arreglárselas para deshacerse de nuevo de los ingleses.

No tardaron en oírse pasos en la habitación contigua. La puerta se abrió y sir Walter entró en la sala, vestido, como siempre, con una sencilla chaqueta. Como ocurría con frecuencia, sus ojeras revelaban que en las últimas noches había dormido poco.

Su sobrino Quentin le acompañaba, lo que contribuyó a empeorar el humor de Slocombe, que no podía soportar a aquel joven desgarbado de cara pálida. A sus ojos, él era el culpable del incendio de la biblioteca y solo había inventado aquella historia del visitante siniestro para eludir su responsabilidad. Y ahora todos tenían que cargar con la guarnición.

– ¿Sir Walter, supongo? -preguntó el inspector Dellard, sin dar oportunidad a presentarse al señor de la casa. Sus formas directas revelaban su origen militar.

– Así es -confirmó sir Walter, y se acercó con aire escéptico-. ¿Y con quién tengo el honor de hablar?

Dellard se inclinó rígidamente.

– Charles Dellard, inspector comisionado por el gobierno -se presentó-. Me han enviado para investigar los acontecimientos de la biblioteca de Kelso.

Sir Walter y su sobrino intercambiaron una mirada asombrada.

– Tengo que reconocer -dijo el señor de Abbotsford- que me siento tan sorprendido como halagado. Por una parte, no me habría atrevido a esperar que enviaran a un inspector del gobierno para investigar el caso. Y por otra, no me habían informado de su llegada.

– Le pido perdón por ello; pero, por desgracia, no hubo tiempo de ponerle en conocimiento de mi llegada -replicó Dellard. El tono exigente y arrogante había desaparecido de su voz, que ahora reflejaba un celo obsequioso-. Si queremos averiguar lo que ocurrió en Kelso, no tenemos tiempo que perder.

– Naturalmente coincidimos en ello -asintió sir Walter-. ¿Puedo presentarle a mi sobrino, inspector? Es un testigo ocular. El único que vio al encapuchado.

– He leído el informe -replicó Dellard, y esbozó de nuevo una reverencia-. Es usted un joven extremadamente valeroso, señor Quentin.

– Gra… gracias, inspector-replicó Quentin, sonrojándose-; pero me temo que no merezco sus elogios. Cuando vi al encapuchado, escapé y me desvanecí.

– A cada uno según sus capacidades -replicó Dellard con una sonrisa de suficiencia-. Con todo, es usted mi testigo más importante. Debe contarme todo lo que vio. Cualquier detalle, por pequeño que sea, puede ayudar a atrapar al criminal.

– ¿De manera que también usted considera que se trata de un asesinato?

– Solo un idiota ciego con las aptitudes criminalísticas de un buey podría negarlo seriamente -dijo el inspector, dirigiendo una mirada reprobadora a Slocombe.

– Pero, sir -se defendió el sheriff, que se había sonrojado de vergüenza-, aparte de la declaración del joven señor, no tenemos ningún dato en el que apoyarnos para afirmar que existe un criminal.

– Esto no es del todo cierto -replicó sir Walter-. Olvida las fibras de tejido que se encontraron junto al cadáver de Jonathan.

– Pero ¿y el motivo? -preguntó Slocombe-. ¿Cuál podría ser el motivo del criminal? ¿Por qué alguien tendría que irrumpir en la biblioteca de Dryburgh y asesinar a un estudiante indefenso? ¿Y por qué ese alguien, a continuación, iba a quemar todo el edificio?

– ¿Tal vez para borrar las huellas?

Aunque Quentin había hablado en voz baja, todas las miradas se volvieron ahora hacia él.

– ¿Sí, joven señor? -preguntó Dellard, dirigiéndole una mirada escrutadora-. ¿Tiene usted alguna sospecha?

– Bien…, yo… -El sobrino de sir Walter carraspeó. No estaba acostumbrado a hablar ante tantas personas, y menos aún cuando entre ellas se encontraban representantes de la ley-. Quiero decir que yo no entiendo demasiado de estas cosas -continuó-, pero poco antes de que apareciera ese encapuchado, descubrí algo en la biblioteca. Una especie de signo.

– ¿Un signo? -Dellard alzó las cejas.

– Tenía un aspecto muy extraño, y estaba grabado en una de las tablas del suelo. Cuando examiné con más atención la estantería que tenía encima, vi que faltaba un libro. Posiblemente fue robado.

– ¿Y usted cree que alguien se arriesgaría a cometer dos asesinatos solo para llevarse un libro antiguo? -preguntó mordazmente Slocombe.

– Bien, yo…

– Me temo que esta vez tengo que dar la razón a nuestro despierto sheriff -dijo Dellard con una sonrisa de disculpa-. No me parece que un signo misterioso y un libro desaparecido puedan constituir base suficiente para la comisión de un asesinato, y menos aún para dos.

– Con todos los respetos -replicó sir Walter sacudiendo la cabeza-, eso es todo lo que tenemos.

– Es posible. Pero parto de la base de que con una investigación más atenta del caso surgirán otros indicios. Difícilmente los acontecimientos de la biblioteca pueden estar relacionados con un libro desaparecido.

– ¿Qué le hace estar tan seguro de ello?

Dellard dudó un segundo, y luego la sonrisa de suficiencia volvió a dibujarse en sus labios.

– Se lo ruego, sir Walter. Sé que es usted un hombre que se gana la vida escribiendo historias, y siento el mayor respeto por su arte. Pero le pediría que comprenda también que en mis indagaciones solo puedo atenerme a los hechos.

– Lo comprendo perfectamente. Pero ¿no debería seguir primero las pistas que tiene, inspector, antes de buscar otras?

– Desde luego, sir. Pero este asunto no guarda relación con un libro desaparecido, puede creerme.

– ¿Ah no? -Los ojos de sir Walter se habían reducido a dos finas rendijas-. ¿Con qué está relacionado, pues, inspector? ¿Nos está ocultando algo con respecto a este caso?

– ¿Cómo puede pensar algo así, sir? -replicó Dellard con un gesto de rechazo-. No olvide, por favor, que fui enviado aquí a instancia suya. Naturalmente, en todo momento le mantendré al corriente del estado de las investigaciones; pero mi experiencia en el campo de la criminalística me dice que no tenemos que enfrentarnos a libros desaparecidos ni enredos de este estilo, sino que el criminal o criminales persiguen otros objetivos.

– Comprendo -se limitó a decir sir Walter. La rigidez de sus rasgos no dejaba ver si prestaba crédito o no a las palabras de Dellard; aunque el inspector creyó adivinar un rastro de duda en el rostro del escritor.

– En cualquier caso -dijo-, haré todo lo que esté en mi mano para esclarecer el asunto y me ocuparé de que en este territorio vuelvan a reinar la paz y el orden. La muerte de su estudiante no quedará impune, sir Walter, se lo prometo.

– Gracias, inspector. Mi sobrino y yo valoramos mucho sus esfuerzos.

– A su disposición. -Dellard se inclinó-. Volveré a pasar en los próximos días para ponerle al corriente del desarrollo de las investigaciones. Posiblemente -añadió en tono prometedor- podamos esclarecer el caso en el plazo de unos días.

– Eso sería muy tranquilizador -aseguró sir Walter, y Dellard y Slocombe se volvieron para salir.

Mortimer, el mayordomo, condujo a los dos hombres hasta el portal, donde esperaban el carruaje y la escolta armada. Con un movimiento de la mano, Dellard ordenó a sus hombres que montaran y luego subió al coche.

Durante el viaje, que les llevaba de vuelta a Kelso siguiendo la orilla del Tweed, el inspector no dijo una palabra. A Slocombe, sentado frente a él en el carruaje, el silencio se le hacía insoportable; finalmente no pudo contenerse y preguntó en voz baja.

– ¿Sir?

– ¿Qué ocurre?

– Cuando Scott le preguntó si se callaba algo, dudó usted un instante…

Dellard dirigió al sheriff una mirada asesina.

– ¿Qué quiere decir con eso, sheriff? ¿Me acusa de mentir? ¿Cree que he ocultado algo a sir Walter?

– Claro que no, sir. Solo pensaba que…

– Tiene razón en sus suposiciones -reconoció Dellard de pronto-. De todos modos me intranquiliza que incluso un inocentón como usted pueda descubrir mi juego con tanta facilidad.

– ¿Cómo dice, sir?

Los rasgos de Slocombe reflejaban un total desconcierto. La insolencia de Dellard desbordaba por completo su capacidad de comprensión.

– Efectivamente he ocultado algo a Scott -explicó Dellard en tono desabrido-; pero no con malas intenciones, sino para protegerles a él y a su sobrino.

– ¿Protegerles? ¿De qué, sir?

El inspector le dirigió una mirada larga y escrutadora.

– Si se lo digo, sheriff, no deberá comentárselo a nadie. Este asunto es extremadamente delicado. Incluso en Londres se habla de ello a hurtadillas.

Slocombe tragó saliva. El color de su piel, ya habitualmente enrojecida por el scotch, se oscureció dos tonos, y a pesar del frío de la mañana, unas gotitas de sudor asomaron a su frente.

– Naturalmente, sir -balbuceó en voz baja-. Seré una tumba.

– En ese caso debe saber que el asesinato en la biblioteca de Dryburgh no ha sido el primer suceso de este tipo.

– ¿No?

– De ningún modo. Por todo el país se han producido asesinatos extremadamente misteriosos, cuyos autores eran hombres vestidos con cogullas negras. Sabemos que tras ellos se oculta un grupo de nacionalistas escoceses, que ya han provocado disturbios en repetidas ocasiones. Esos asesinos empezaron a ejecutar sus crímenes coincidiendo con el inicio de los reasentamientos de los habitantes de las Highlands, pero hasta ahora no hemos conseguido atrapar a ninguno.

– Comprendo -dijo Slocombe con un hilo de voz, y por su expresión podía adivinarse que no estaba muy seguro de querer escuchar todo aquello.

– Por una parte, no quería inquietar a sir Walter. Todo el mundo sabe cuánto ha trabajado para defender los intereses de Escocia ante la Corona, y no querría que tuviera problemas por culpa de unos desalmados. Y por otra, los acontecimientos de Kelso nos han proporcionado una ventaja de un valor incalculable, que hasta ahora nunca habíamos tenido.

– ¿Una ventaja? Me temo que no le comprendo, sir…

– En los casos anteriores, los asesinos atacaron una y otra vez hasta conseguir eliminar a todos aquellos que, a sus ojos, habían traicionado a la patria escocesa ante la Corona inglesa. Sir Walter es, a ojos de muchos escoceses, un héroe, porque ha intervenido en la corte para que se admitieran de nuevo las antiguas tradiciones escocesas. Pero otros, en cambio, lo tienen por un traidor a Escocia que establece turbios compromisos con la Corona. La verdad se encuentra siempre en el ojo del observador.

Slocombe inspiró profundamente. Lo que había escuchado penetraba progresivamente en su cerebro encharcado en alcohol.

– ¿Quiere decir que alguien quiere asesinar a sir Walter?

– No solo a él. También a toda su familia y a los que le rodean. Y para estos sectarios cualquier medio está justificado. ¿Comprende ahora por qué no he querido hablar de ello con sir Walter?

El sheriff asintió lentamente.

– Pero ¿en ese caso -objetó después de reflexionar un poco- no sería aconsejable poner a Scott al corriente del auténtico trasfondo de estos acontecimientos? Así podría tomar las medidas adecuadas para protegerse a sí mismo y a su familia.

– No. -Dellard sacudió la cabeza con decisión-. No me parece conveniente.

– Pero ¿no decía hace un momento que los asesinos no cederán hasta que hayan conseguido su propósito?

– Exactamente.

– Entonces… -Slocombe miró a su interlocutor, estupefacto-. Corre este riesgo a sabiendas. Quiere utilizar a Scott y a su familia como señuelo.

– No tengo otra elección -replicó Dellard sin inmutarse-. Estos asesinos ya tienen docenas de muertes sobre su conciencia y el círculo se amplía cada vez más. En el norte hace tiempo que causan disturbios, y ahora alargan su mano hacia el sur. Esto tiene que acabar, incluso por su propio interés. ¿Porque qué ocurriría si la Corona tuviera la impresión de que Escocia ya no es segura?

– Enviarían tropas -dijo Slocombe en voz baja-. Aún más tropas.

Dellard asintió con la cabeza.

– Ya ve que estoy de su lado. Pero el contenido de esta conversación debe quedar entre nosotros, ¿me ha comprendido?

– Naturalmente, sir.

– Scott y su familia no deben saber nada acerca del peligro que les amenaza. Los vigilaré con mis hombres y me ocuparé de que no les suceda nada. Y cuando los asesinos quieran golpear de nuevo, los atraparemos. Nunca hemos tenido una oportunidad mejor.

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