10

Gwynneth Ruthven había buscado la soledad.

Ya no podía seguir oyendo las murmuraciones de su hermano y sus nuevos amigos: que Escocia se encontraba en un gran peligro y William Wallace, al que todos llamaban siempre Braveheart, era un traidor; que ambicionaba la corona real y que debían detenerlo; que solo el conde de Bruce podía ser rey de Escocia y que la victoria sobre los ingleses debía alcanzarse por todos los medios.

Gwynn estaba harta de aquello.

Cuando vivía, su padre también había mantenido aquel tipo de conversaciones: siempre hablaba de que había que expulsar a los ingleses de Escocia y entronizar a un nuevo rey. Que hubiera apoyado a Wallace no constituía ninguna diferencia. Al final había perdido la vida en el campo de batalla, igual que tantos otros, y Gwynn no veía que su muerte hubiera servido para nada. Al contrario. El derramamiento de sangre y las intrigas no habían hecho más que empeorar.

Wallace había prometido expulsar a los ingleses de Escocia, pero no lo había conseguido; mientras él atacaba aún al enemigo en su tierra y conquistaba la ciudad de York, tropas inglesas habían desembarcado en la costa y habían tomado Edimburgo. Desde entonces los ocupantes proseguían su avance. Lo único que había traído la revuelta era sangre y sufrimiento; pero en lugar de sacar alguna lección de aquello y aprender de los errores de su padre, su hermano Duncan ya estaba urdiendo el próximo levantamiento, el próximo derramamiento de sangre.

A Gwynneth no le gustaba la forma en que había cambiado Duncan en los últimos meses. Se había hecho mayor, tenía más responsabilidades; pero no era solo eso. Cuando hablaba, su voz sonaba presuntuosa y distante, y en sus ojos resplandecía un extraño brillo que parecía indicar que se sentía llamado a ser algo más que un lejano vasallo del rey inglés.

Gwynn no sabía exactamente qué tramaba su hermano, y tampoco habría tenido mucho sentido preguntárselo; pero era evidente que planeaba algo, junto con aquella gente extraña y siniestra de la que desde hacía poco se había rodeado.

Antes los dos hermanos se lo confiaban todo y eran inseparables. Sin embargo, desde la muerte de su padre, esto había cambiado: Duncan apenas hablaba ya con Gwynneth, y cuando lo hacía era solo para reprenderla.

Al principio Gwynn lo había tomado solo por un cambio de humor, un fenómeno transitorio que remitiría cuando Duncan hubiera superado la pérdida de su padre. Pero no remitió. Al contrario. Duncan siguió mostrándose huraño con ella, y la lista de sus misteriosos visitantes se alargó.

Gwynn no conocía el contenido de aquellas conversaciones. Pero supuso que tenía que ver con la insurrección, con William Wallace y el joven conde de Bruce, al que querían coronar rey; un vago temor penetró en su alma. Ya había perdido a su padre en la guerra y no quería perder también a su hermano. El corazón de Duncan, sin embargo, se había endurecido. Ya no la escuchaba, solo tenía oídos para sus nuevos y siniestros amigos.

Por eso Gwynn abandonaba siempre que podía el castillo y trataba de escapar al ambiente tenebroso que envolvía a Duncan y a sus asesores.

Eso había hecho aquel día. Con el pretexto de recoger leña, se había deslizado una vez más fuera del castillo. La tarde estaba avanzada. Nubes oscuras se habían agrupado en el cielo y cubrían el sol. Seguro que llovería. Por el norte se acercaba una negra pared de nubes, empujada por un viento frío.

Gwynn se ajustó el chal de lana en torno a los hombros. Temblaba de arriba abajo, pero no era el viento frío lo que la hacía estremecerse.

Tras ella se elevaban, poderosas, las torres del castillo de Ruthven. De niña habían sido para ella la encarnación de la protección y la seguridad, de la calma y la paz. Pero al mirar ahora hacia atrás, solo vio muros oscuros y almenas amenazadoras. Sentía un frío siniestro, una sensación de amenaza que nunca antes había experimentado.

Posiblemente tuviera que ver con los sueños que tenía desde la muerte de su padre. Dos sueños que se repetían siempre.

En uno de ellos cabalgaba sobre un caballo blanco por el paisaje de las Highlands, se apretaba contra el pelaje del animal, que le proporcionaba paz y consuelo, se sentía libre y sin trabas. En el otro sueño todo cambiaba, y mirara donde mirara, Gwynn solo veía miseria, sufrimiento y dolor. Veía las Highlands en llamas, personas que eran expulsadas de sus casas, perseguidas por guerreros con armas que escupían rayos y truenos.

¿Qué podía significar aquello?

Gwynn había pensado innumerables veces en el significado de aquellos sueños. ¿Por qué se repetían aquellas visiones? ¿Y por qué eran siempre las mismas espantosas imágenes?

En la soledad que reinaba en las colinas en torno al castillo de Ruthven, esperaba encontrar una respuesta a aquellas preguntas. La leña era solo una excusa: una mujer que quisiera estar sola para pensar habría despertado incomprensión entre los guardias del castillo.

Como hacía siempre que recorría aquellos parajes, Gwynn siguió primero el curso de agua que corría por el barranco debajo de la torre oeste. En los meses de verano, cuando el arroyo llevaba poca agua, el fondo del barranco estaba casi seco y podían encontrarse muchas ramas secas y madera muerta.

Ya de pequeña, Gwynn iba a menudo allí para trepar por las escarpadas rocas. No era una actividad muy apropiada para una niña, pero su padre se lo había permitido. Gwynn sabía que en realidad habría querido tener otro varón y por eso le alegraban todas las virtudes masculinas de su hija; sin embargo, nunca lo había dejado ver, y Gwynn le estaba muy agradecida por ello.

Subió a un montón de pequeñas piedras acumuladas por las lluvias de la primavera y llegó a un brazo lateral del abrupto barranco. Desconcertada, miró alrededor; de pronto tenía la sensación de que nunca había estado allí antes. Hasta ese momento había estado convencida de que conocía cada roca en aquella comarca, y sin embargo, ante ella se abría un barranco estrecho que nunca había pisado.

También aquí había rocas escarpadas y tajos abruptos, grietas y cuevas excavadas en la piedra gris. Intrigada, Gwynn siguió subiendo por la garganta, hasta que de pronto se dio cuenta de que se levantaba niebla. La bruma surgía de las fisuras y de las grietas de la roca, flotaba sobre el suelo y se extendía con rapidez. Gwynn tenía la sensación de que trepaba, húmeda y pegajosa, por su cuerpo para sujetarla con su mano fría. Sin que pudiera explicarse por qué, de pronto sintió miedo.

Dio media vuelta; quiso salir del barranco, pero la niebla ya la había envuelto por completo. Solo podía reconocer vagamente lo que la rodeaba. De repente, las retorcidas ramas de los árboles muertos parecían los brazos extendidos de repulsivos troles, que solo esperaban ver aparecer a algún desprevenido caminante para atraparlo y devorarlo.

Gwynn recordó las historias que contaban los viejos junto al fuego, sobre troles, gnomos y otras criaturas que habitaban en la bruma. Asustada, dejó caer la leña que había recogido y trató de encontrar un camino a través de la densa niebla.

– ¿Adónde vas, hija mía?

Una voz rechinante le hizo dar media vuelta; Gwynneth se llevó un susto de muerte al ver surgir de entre la niebla, junto a ella, a una figura oscura que se había acercado sigilosamente.

Gwynn gritó, asustada, hasta que se dio cuenta de que no se trataba de un gnomo o un trol, sino solo de una anciana.

Era una mujer de poca estatura, que caminaba encorvada y se apoyaba en un bastón. El manto que la cubría era negro como la pez, y del cordón de cuero que llevaba en torno al cuello colgaban unos extraños talismanes hechos de huesos. Pero lo más impresionante era su cara, pálida y surcada de arrugas, con unos ojos hundidos de mirada fija. La nariz, fina y ganchuda, parecía dividir el rostro en dos mitades, y por lo que podía verse, en su boca, pequeña y medio abierta, no quedaba ya ni un solo diente.

¡Una mujer de las runas!, pensó Gwynn horrorizada.

Por su aspecto, la mujer debía de ser una de esas adeptas de la antigua religión pagana a las que se atribuían prácticas malignas. Se decía que las mujeres de las runas podían ver en el futuro y lanzar siniestras maldiciones que podían matar incluso al más fuerte de los miembros de un clan. No era extraño, pues, que la voz de Gwynn sonara asustada al preguntar:

– ¿Qué quieres de mí?

La anciana levantó los brazos en un gesto de inocencia.

– ¿Qué ocurre? -siseó, y su voz sonó como el viento del este cuando por la mañana silbaba a través de los muros del castillo de Ruthven-. ¿No irás a decirme que te doy miedo?

– Claro que no -afirmó Gwynn en un arranque de orgullo.

– Eso está bien -dijo la anciana, y rió entre dientes-. Supongo que sabes que hay gente que cuenta cosas malas sobre mí y mis iguales. Tal vez ya hayas oído hablar de mí. Me llamo Kala.

– ¿Tú… eres la vieja Kala?

– ¿De modo que conoces mi nombre?

Gwynn asintió con la cabeza y retrocedió instintivamente. Claro que había oído hablar de la vieja Kala; aquella mujer era tristemente célebre, aunque siempre había pensado que se trataba solo de un personaje de leyenda con el que se asustaba a los niños. Kala era la más famosa entre todas las mujeres de las runas. Se decía que incluso los druidas de tiempos antiguos habían temido su poder y la fuerza de su magia, y se afirmaba que tenía muchos cientos de años y que había visto con sus propios ojos la construcción de la gran muralla de los romanos.

– No deberías creer todo lo que cuentan sobre mí, hija mía -dijo Kala, como si pudiera leer sus pensamientos-. Solo la mitad es cierto, e incluso de eso la mitad es medio inventado…, Gwynneth Ruthven.

– ¿Conoces mi nombre?

– Naturalmente. -Los rasgos arrugados de Kala se encogieron en un gesto que podía pasar por una sonrisa-. Conozco a todos los de vuestro clan, con todas sus peculiaridades y su ridícula testarudez. Te conozco a ti y a tu hermano, el ardiente Duncan. Y conocía también a vuestro padre, que perdió la vida en el campo de batalla. Los he observado a todos y he visto su funesta conducta. Hablan de libertad pero con ello se refieren solo a su propio beneficio, y traicionarían a sus seres más queridos solo para conseguir lo que anhelan.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Gwynn, pero la anciana no reaccionó ante la pregunta. La mirada de Kala parecía atravesar a Gwynn y perderse en la lejanía o en un tiempo remoto.

– Yo estuve allí -dijo con un graznido-. Es mi destino observar la marcha de las cosas. He visto llegar e irse a los reyes, he contemplado la ascensión y la caída de los gobernantes. En estos días, Gwynneth Ruthven, a nuestro pueblo se le ofrece una oportunidad que nunca se dio antes. ¡Podríamos deshacernos del yugo del dominio extranjero y conquistar de nuevo nuestra libertad! Todo está en movimiento. Las cosas han caído en el desorden, y se necesita una mano fuerte y valerosa para ordenarlas de nuevo. Pero la envidia y los celos amenazan con destruirlo todo.

Con sus dedos huesudos, la anciana había agarrado a Gwynn del brazo y la mantenía sujeta, la hipnotizaba con la mirada mientras hablaba. Gwynn notó que un escalofrío le recorría la espalda, y se soltó con un movimiento enérgico.

– ¿De qué me hablas? -preguntó con aspereza-. ¿Has perdido la razón acaso?

– He venido para prevenirte, Gwynneth Ruthven -dijo la anciana con voz temblorosa-. Tu hermano está invocando al mal y atraerá la desgracia sobre todos vosotros.

– No sabes lo que dices, anciana -dijo Gwynn, que se revelaba contra el parloteo senil de la siniestra vieja.

Gwynneth dio media vuelta y quiso salir del valle; pero en medio de la densa niebla no pudo encontrar el sendero. Vagó sin rumbo entre las piedras hasta que el camino acabó ante una pared rocosa. Decidió seguirla, pero solo consiguió adentrarse aún más en el barranco, hasta que perdió por completo la orientación.

Dominada por el pánico, Gwynneth miró alrededor; se sobresaltó al ver aparecer de nuevo a la figura oscura junto a ella.

– ¿Buscas algo, hija mía?

– El camino a casa -replicó Gwynneth, azorada-. Quiero ir a casa, ¿me oyes?

– Ve, pues. ¿Qué te lo impide?

– Esta maldita niebla. No puedo ver nada a dos palmos.

– Ese parece ser el problema de los hombres -dijo la anciana, riendo entre dientes-. Se adentran impávidos en terreno desconocido, juegan con cosas cuyo verdadero significado no pueden intuir siquiera. Hasta que ya no saben cómo seguir adelante.

– Por favor -le imploró casi Gwynn-, déjame marchar. No sé qué sentido tiene todo esto.

– ¿Y lo sé yo? ¿Sabe el árbol lo que será de él cuando el leñador hunda en él su hacha? Tampoco yo sé qué nos depara el destino, Gwynneth Ruthven. Pero las runas me han mostrado que tu clan desempeña en él un papel importante. El destino de Escocia podría estar un día en sus manos, pero tu hermano está en camino de arruinarlo todo.

– ¿Mi hermano? ¿Por qué?

– Porque no está preparado para esperar hasta que el tiempo esté maduro. Porque ha cogido el destino en sus manos y quiere conseguir como sea aquello en lo que tu padre fracasó. Y no se detendrá ante ningún crimen para alcanzar su objetivo.

– ¿Un crimen? ¿Mi hermano Duncan? -Gwynn sacudió la cabeza-. Estás diciendo tonterías, anciana. La muerte de nuestro padre puede haberle afectado profundamente, pero Duncan no es como dices. Una gran carga pesa sobre sus hombros, eso es todo.

– ¿Ah sí? -replicó la anciana mordazmente-. ¿Y ese es el motivo por el que huyes del castillo en cuanto tienes un minuto libre, Gwynneth Ruthven? ¿No será que no puedes soportar por más tiempo estar cerca de tu hermano y de los siniestros consejeros de los que se rodea desde hace poco?

– ¿Tú… lo sabes?

– Ya te lo he dicho, pequeña Gwynn; sé muchas cosas, más de las que imaginas. Te he observado, a ti y a los tuyos, desde hace mucho. Durante todo ese tiempo he callado, pero ahora ya no puedo hacerlo. Están a punto de ocurrir cosas malas, Gwynn. Hechos que cambiarán el curso de la historia, si nadie está ahí para impedir que sucedan. Y será tu hermano quien ponga en marcha esas cosas.

– ¿Mi… mi hermano?

Gwynn dudaba. En lo más profundo de su ser se resistía a creer una sola palabra de lo que decía la mujer de las runas; pero la forma en que Kala hablaba con ella, su tono de voz y su mirada acusadora y al mismo tiempo triste la impulsaron a escucharla.

– ¿Por qué dices esto? -preguntó desconcertada-. Te oigo hablar, pero apenas entiendo nada de lo que dices.

– Tu hermano, Gwynneth, ha cogido el destino en sus manos. Está intrigando contra William Wallace, al que llaman Braveheart. Junto con sus falsos amigos planea engañar a Wallace y desposeerlo de su poder. Su fuerza debe ser transferida a Robert Bruce, para que este ascienda al trono y pueda convertirse en rey de Escocia.

– ¿Y qué hay de malo en eso?

– Todo, hija mía. El momento, las runas, las estrellas. Todo. Wallace se encuentra en la cima de su poder. Para derribarlo habrá que utilizar artes sombrías y fuerzas oscuras. Tu hermano se ha comprometido con ambas, sin comprender, claro está, lo que eso supone. ¡No es extraño que te sientas mal en presencia de esos personajes con los que se relaciona últimamente y que se han convertido en sus hombres de confianza! Son gente maldita que practica un arte oscuro.

– ¿Te refieres a la antigua creencia pagana? -preguntó Gwynn cautelosamente-. ¿Esta gente es como tú?

– No, no como yo -siseó Kala con tanta fuerza que Gwynn se echó atrás de nuevo-. Son distintos, hija mía. Sus pensamientos están llenos de intenciones sombrías y planes malvados. Utilizan las runas oscuras en sus prácticas, no las luminosas, y su arte es más antiguo que todo lo que tú y yo podamos llegar a imaginar.

Kala había bajado la voz hasta convertirla en un susurro, y de pronto Gwynn tuvo la sensación de que un frío helado se extendía por todo su cuerpo. ¿Era la niebla, que se deslizaba entre sus ropas? ¿O ese miedo impreciso que la había asaltado de pronto?

– Entonces tendré que prevenir a Duncan -dijo titubeando.

Kala se limitó a reír.

– ¿Crees que podrías hacerlo? ¿Crees que te escucharía? ¿Crees que con tu juventud y tu inexperiencia podrías combatir a un poder que es mucho más viejo y astuto que tú? Tu voz se perdería en la tormenta que se avecina. Solo puedo prevenirte para que no la hagas estallar.

– Pero si todo lo que dices es cierto, Duncan se encuentra amenazado por un gran peligro.

– ¿Puede la llama verse amenazada por el fuego? Tu hermano no sabe lo que hace. El duelo por vuestro padre y la ira contra los ingleses le han cegado. Y el duelo y la rabia son malos consejeros para un joven. Cree que actúa como lo habría hecho su padre, pero en realidad solo hace lo que sus consejeros exigen de él. Él será quien traicione a Braveheart y se encargue de sellar su destino.

– Entonces ¿por qué no previenes a Wallace?

– Porque aún no sé desde dónde amenaza el peligro, hija mía. Las runas me han revelado el destino de William Wallace. Será duro y cruel, si tu hermano y sus nuevos amigos tienen éxito. Pero aún no sé cuándo y dónde se producirá la vergonzosa traición, porque tampoco las runas me lo desvelan todo.

– ¿Por qué me cuentas esto? -preguntó Gwynn-. ¿Qué tengo que ver yo con los planes de mi hermano?

– Tú eres una Ruthven, igual que él. En ti fluye la misma sangre, y también tú asumes la responsabilidad por vuestro clan. No debes permitir que tu hermano cargue con esa culpa. El clan de los Ruthven estaría maldito por toda la eternidad. Pero aún hay esperanza.

– ¿Esperanza? ¿De qué?

– De salvación, hija mía. Solo tú tienes la llave para alcanzarla. Es propio de la irreflexiva naturaleza de los hombres empezar cosas cuyo final no prevén, y desencadenar, por su ansia de fama, poderes que no pueden controlar. Solo una mujer puede aportar la salvación frente a la oscuridad que os amenaza a todos, y las runas han dado tu nombre, Gwynneth Ruthven…

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