14

Para Mary de Egton era como si el agujero oscuro y lúgubre al que la habían empujado tuviera ahora, además, rejas; como si no penetrara ya ninguna luz en su miserable calabozo, como si le hubieran quitado el aire para respirar.

Después de conocer a su futura suegra y de descubrir que su prometido era un tipo fatuo y estrecho de miras, la estancia en el castillo de Ruthven le había parecido un exilio de por vida. Pero ahora, sin sus libros, su destino se había convertido en algo sencillamente insoportable.

Mientras leía, al menos su espíritu había podido escapar a la árida realidad. Las historias de caballeros nobles y encantadoras damas, de heroísmo y grandes gestas, que Walter Scott y otros novelistas habían concebido, habían dado alas a su imaginación, y en el espejo de un pasado glorioso y romántico, el presente no le había parecido tan desconsolador.

Ahora, sin embargo, ya no había nada que pudiera consolarla. Su estancia en el castillo de Ruthven se había convertido en una pesadilla de la que no era posible despertar. El hecho de que Eleonore de Ruthven, al día siguiente de la quema de los libros, insistiera también en que Kitty, su fiel doncella y amiga de la infancia, debía abandonar Ruthven ya no la había sorprendido.

Naturalmente había protestado, pero como ahora ya conocía el frío corazón de Eleonore, no abrigó ninguna esperanza de poder cambiar la decisión de la señora de Ruthven. Aquella misma tarde, Kitty había abandonado el castillo. La despedida estuvo llena de lágrimas; fue la despedida de unas amigas, unas iguales, que habían vivido muchas cosas juntas y tenían mucho que agradecerse la una a la otra. Cuando subió al carruaje que la llevaba de vuelta a Egton, ya no quedaba rastro del carácter tan alegre y despreocupado de Kitty.

Mary permaneció mucho rato en la muralla, siguiendo el carruaje con la mirada, hasta que desapareció en la penumbra del atardecer. Y mientras el frío viento del crepúsculo azotaba los muros de la lúgubre fortaleza, fue consciente de que se encontraba sola, completamente sola. Si ese había sido el objetivo que perseguían Eleonore y su odioso hijo, podía decirse que lo habían conseguido.

Mary volvió a sus aposentos, cabizbaja, y desde entonces apenas los había abandonado.

Hacía que le llevaran el desayuno a la habitación, y solo aparecía brevemente para la comida y la cena, pero volvía a retirarse enseguida.

Apenas era capaz de presentarse ante su prometido y su madre, pues en ellos solo podía ver a sus torturadores: unos nobles ególatras, corrompidos por la riqueza y el poder, totalmente indiferentes al destino de otras personas y preocupados solo por su propio bienestar.

Mary evitaba a toda costa a Eleonore, pues, para su propio horror, tuvo que admitir que los sentimientos que abrigaba con respecto a ella no eran propios de una dama, ni siquiera de una cristiana. No le gustaba reconocerlo, pero en lo más profundo de su ser odiaba en secreto a la mujer que se lo había arrebatado todo.

Mary se sentía vacía y destrozada interiormente, separada del mundo, como si estuviera sentada en un carruaje mientras fuera la realidad se deslizaba a su lado, visible pero inalcanzable. Encerrada en su jaula dorada, sería hasta el fin de sus días la mujer de un laird tan rico como estrecho de miras, y encima le exigirían que se sintiera agradecida por ello. Esperarían que le diera hijos y que fuera para él una esposa fiel y entregada, que le mirara con respeto y le admirara. Sin embargo, Mary despreciaba a Malcolm con todo su corazón.

Las lágrimas caían por las mejillas de Mary, mientras, como tantas veces en estos últimos días, se encontraba junto a la ventana de su dormitorio mirando hacia fuera, a las colinas de las Highlands, que en esa época del año todavía estaban cubiertas por velos de niebla. Unas nubes bajas, sombrías, pendían sobre ellas, como si fueran un reflejo de su propia alma.

Instintivamente, Mary se preguntó cómo alguien podía llamar patria a esas tristes y abandonadas franjas de tierra; pero luego pensó de nuevo en sus sueños, en la agreste belleza de las Highlands y en el apego que las personas que vivían en ese lugar sentían por su país.

Mary los envidiaba. Ella nunca había conocido un hogar, ni siquiera en Egton, donde, aunque se encontraba en casa, nunca se había sentido a gusto con todas las coerciones y deberes que le imponía su condición. Y tampoco, desde luego, aquí, en Ruthven, donde solo la consideraban un ornamento atractivo, que tenía que mostrar devoción por su marido y, por lo demás, debía callar. En el fondo, pensó Mary, cualquiera de esos jornaleros que trabajaban ahí afuera, en los campos, era más libre que ella, retenida en este castillo.

Sin ninguna perspectiva de cambio.

Nunca…

En los últimos días había llorado mucho, pero en algún momento sus lágrimas se habían agotado y se habían transformado en pura amargura, una amargura que acababa progresivamente con todo lo que había convertido a Mary en una joven optimista y alegre. Con sus libros, le habían arrebatado la fuerza. Y ahora se marchitaba como una flor que se seca poco a poco.

Mary se estremeció al oír que llamaban tímidamente a la puerta de su habitación. ¿No había dicho que no quería ser molestada?

Volvieron a llamar.

– ¿Sí? -preguntó Mary con cierta brusquedad. No estaba de humor para tener compañía.

– Señora -llegó una voz amortiguada desde el otro lado-, por favor, abra la puerta. Tengo que hablar con usted.

Era la voz de una mujer anciana, y por alguna misteriosa razón Mary no pudo sustraerse a ella. Se apartó de la ventana y fue hacia la puerta, descorrió el cerrojo y abrió.

Ante la puerta se encontraba la vieja sirvienta, aquella mujer de aspecto siniestro, con su vestido negro y su cabello blanco como la nieve, que la había prevenido inmediatamente después de su llegada a Ruthven. Mary ya casi la había olvidado. Se dio cuenta de que durante ese tiempo no había vuelto a verla en el castillo.

– ¿Qué quieres? -le preguntó indecisa. Aquella anciana, pensó, le recordaba a alguien…

– ¿Puedo entrar, milady? Tengo que hablar con usted.

Mary dudó. No estaba de humor para tener compañía ni tenía ganas de mantener una conversación, pero algo en la forma en que la mujer le había pedido entrar le indicó que no aceptaría una negativa.

Mary asintió con la cabeza, y la anciana, con un andar enérgico y una mirada despierta que no parecían en absoluto propios de una sirvienta, entró en el aposento.

– Es difícil verla estos últimos días, milady -constató la vieja.

– Tenía cosas que hacer -explicó Mary fríamente-. Había algunas cosas en las que debía pensar.

– Siempre es bueno pensar en las cosas. -La anciana rió entre dientes-. Pero habría que preguntarse si piensa en las cosas correctas.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿Piensa aún en mis palabras? ¿En la advertencia que le hice?

– Dijiste que debía abandonar Ruthven tan pronto como pudiera. Que ocurrirían cosas terribles y que el pasado y el futuro se encontrarían.

– Esto ha ocurrido ya -afirmó la anciana, mirándola fijamente. De pronto, Mary descubrió a quién le recordaba la sirvienta.

En el extraño sueño que había tenido después de que Eleonore de Ruthven quemara sus libros, había aparecido una mujer de las runas, y esa mujer del sueño tenía exactamente el mismo aspecto que la anciana. ¿O era al revés? ¿Quizá la vieja sirvienta la había impresionado tanto en su primera visita que luego había vuelto a verla en sueños? Naturalmente, se dijo Mary, así ha debido de ser…

– ¿Qué le ocurre, señora? -preguntó la anciana.

– Nada. Es solo que… me recuerdas a alguien.

– ¿De verdad? -La sirvienta volvió a reír, con la risa del iniciado ante un necio incapaz de intuir nada-. Posiblemente, Mary de Egton, le recuerdo a alguien a quien vale la pena escuchar. Y debería hacerlo, porque tengo una noticia importante que darle. Ya se la transmití una vez, pero no quiso hacerme caso. Ahora han sucedido cosas siniestras, y el tiempo apremia aún más que antes. Debe abandonar este lugar, lady Mary, mejor hoy que mañana.

– ¿Por qué?

– No puedo explicarle los motivos, porque probablemente no podría entenderlos. Pero debo decirle que le aguardan cosas malas si se queda.

– ¿Cosas malas? -Mary rió sin alegría-. ¿Qué podría ser peor que lo que ya me ha ocurrido? Me han quitado todo lo que me importaba, y el hombre con quien voy a casarme es solo un ignorante sediento de poder.

– Todo esto -dijo la anciana sombríamente- no es nada en comparación con las cosas que le esperan. Se levanta una tormenta, Mary de Egton, y será arrastrada por ella si no toma precauciones. Hay un motivo para que usted esté aquí.

– ¿Un motivo? ¿A qué te refieres?

– No puedo decir más, porque tampoco yo lo sé todo. Pero se encuentra en grave peligro. Poderes oscuros le han otorgado un papel en sus planes.

– ¿Poderes oscuros? Estás diciendo disparates.

– Me gustaría que así fuera, pero en este país, milady, hay más cosas entre la tierra y el cielo de las que pueda llegar a imaginar. En muchos sentidos, las sagas y los mitos del pasado siguen vivos aquí, aunque sea solo en nuestro recuerdo.

Mary no pudo evitar que un estremecimiento le recorriera la espalda al escuchar a la anciana.

– ¿Y tú, cómo sabes todo esto? -preguntó.

– Lo sé porque todo sucedió ya una vez hace más de quinientos años, aquí, en este castillo. En otro tiempo hubo ya una joven como usted que padeció un triste destino. Era una extraña entre extraños, que fue traicionada por su familia.

– ¿Cuál era su nombre? -preguntó Mary, que enseguida pensó en sus sueños; aunque, naturalmente, aquello era una tontería, era imposible que se diera una casualidad como esa…

– Gwynneth Ruthven -dijo la anciana. El nombre golpeó a Mary como un martillazo.

– ¿Gwynneth Ruthven? -dijo levantando las cejas. ¿De modo que sí era posible?

– Pronuncia el nombre como si le resultara conocido, milady.

– Sé que debe de sonar raro -replicó Mary vacilando-, pero de hecho lo conozco. Ya me he tropezado con él, en mis sueños. -Se acercó de nuevo a la ventana y miró hacia fuera, tratando de recordar-. En el sueño vi a una joven. Tenía más o menos mi edad, y se llamaba Gwynneth. Gwynneth Ruthven. ¿No es extraño?

– Es extraño, sí -confirmó la vieja-, y al mismo tiempo no lo es. Pues los sueños, milady, son algo más que imágenes engañosas que nuestro espíritu cansado hace surgir ante nosotros. Son una mirada a lo más profundo de nuestra alma. Crean lazos que a menudo superan los límites del espacio y el tiempo.

– ¿Y eso qué significa? -Mary se volvió de nuevo hacia la misteriosa anciana y le dirigió una mirada interrogativa.

– Eso, milady, tendrá que descubrirlo por sí misma. De todos modos ya he dicho más de lo que debía. No debería estar aquí, ni tampoco debería hablar con usted. Mi tiempo hace mucho que acabó y solo he venido porque está a punto de cumplirse un antiguo, antiquísimo sino. Y usted, señora, está amenazada por un gran peligro.

– ¿Un peligro? ¿Qué sino? ¿De qué estás hablando?

– El mismo orgullo. La misma testarudez -dijo la anciana enigmáticamente-. El pasado conoce la respuesta. Búsquela, si no quiere creerme.

Dicho esto, la mujer se volvió y abandonó la habitación.

Mary no trató de detenerla. Pensó que la anciana no debía de estar muy bien de la cabeza. Había hablado de un montón de disparates que no tenían ningún sentido. Aunque, por otra parte, ¿de qué conocía el nombre de Gwynneth Ruthven? Mary no había hablado con nadie de sus sueños. ¿Tendría razón la vieja sirvienta? ¿Existía en efecto un lazo, una especie de parentesco de las almas, entre Mary y esa Gwynneth Ruthven? ¿Un lazo que había sobrevivido a los siglos?

Mary se estremeció. Sacudió enérgicamente la cabeza. Aquello era imposible. No existían esas cosas.

Pero ¿cómo se explicaba entonces que soñara con una joven que efectivamente había vivido, aunque no supiera nada en absoluto sobre su historia? Y ¿cómo era posible que la mujer de las runas del sueño fuera tan sorprendentemente parecida a la vieja sirvienta?

Mary había atribuido el primer sueño al libro de sir Walter Scott, que había estado leyendo la víspera. Pero ahora esa posibilidad ya no existía; Eleonore de Ruthven se había encargado de que no hubiera ningún libro que pudiera dar alas a la fantasía de Mary. ¿Cómo se explicaba entonces el segundo sueño? Y ¿cómo era posible que la anciana estuviera enterada de él?

Un escalofrío le recorrió la espalda. De pronto las oscuras torres y muros del castillo de Ruthven le parecieron aún más siniestros y amenazadores. ¿Eran solo imaginaciones suyas, o efectivamente estaba sucediendo algo en este lugar? Si era así, en el instante en que llegó a Ruthven se había convertido en parte de ello. De eso precisamente la había prevenido la peculiar sirvienta, cuando había hablado de un antiquísimo sino y del gran peligro que la amenazaba.

No es que a Mary la asustaran sus palabras, pero todo el asunto le parecía extraño, y la tristeza que sentía y la sorpresa por la visita de la anciana se fundieron en una vaga intuición de desgracia.


Ya era muy tarde.

La oscuridad había caído sobre el castillo de Ruthven y el frío de la noche se arrastraba por los pasadizos de la antigua construcción. Hacía rato que los señores del castillo se habían retirado a descansar a sus habitaciones; también la servidumbre se había ido a dormir.

Mary de Egton, sin embargo, aún estaba despierta. Por un lado, porque tenía demasiadas cosas en la cabeza para poder cerrar los ojos; por otro, porque temía dormirse y caer en un sueño que, de un extraño modo, parecía muy real.

Durante todo el día había buscado una justificación razonable que pudiera explicar que la joven de su sueño hubiera vivido realmente en otro tiempo. En algún momento había llegado a la conclusión de que debía de haber oído en alguna ocasión el nombre de Gwynneth y este se había quedado grabado en su memoria. Sin embargo, esta explicación dejaba algunas preguntas sin responder. ¿Por qué, por ejemplo, había experimentado Mary, en presencia de la anciana sirvienta, la misma desazón que Gwynneth Ruthven había sentido en el sueño? ¿Era solo casualidad, o había algo más? ¿Existía realmente un lazo entre ellas que se extendía más allá del abismo de los tiempos?

Aunque poseía una inteligencia aguda, Mary estaba dotada al mismo tiempo de una marcada fantasía que siempre se había sentido como en casa en el mundo de la literatura. Instintivamente, la joven se preguntó qué diría de todo ello sir Walter, a quien consideraba un hombre de buen criterio y dotado de una inteligencia racional.

Tal vez, y esa idea la asustaba, solo había imaginado el encuentro con la anciana. ¿Era posible que aquella mujer fuera únicamente un fantasma de sus recuerdos, y el sueño y la realidad coincidieran de un modo tan sorprendente porque no existía ninguna diferencia entre ellos?

¿Y si solo había sido una fantasía particularmente vivaz? ¿Y si su desesperación y su soledad la habían llevado a no distinguir las creaciones del sueño de la realidad? Se había vuelto silenciosa y retraída, vivía encerrada en sus aposentos. ¿No estaría perdiendo la cordura?

Mary de Egton sintió que el pánico crecía en su interior, porque su razón le decía que esa era la única explicación plausible. Tal vez los recientes acontecimientos habían sido demasiado para ella. Posiblemente estaba enferma y necesitaba ayuda. Pero ¿quién podía prestarle apoyo en esta penosa situación?

Unos golpes discretos en la puerta de su habitación la apartaron bruscamente de sus pensamientos.

Mary, que de todos modos ya estaba completamente desvelada, se incorporó en la cama. No había encendido ninguna vela. La luz de la luna, que entraba por la alta ventana, iluminaba suficientemente el aposento con un frío resplandor azulado.

De nuevo volvieron a llamar, esta vez con más energía. ¿Quién podría ser? En un primer momento Mary pensó, asustada, que podía ser la anciana del sueño, que se encontraba ante la puerta para visitarla de nuevo y arrebatarle por completo la razón. Pero no era una mujer la que se encontraba fuera, sino un hombre, como Mary pudo comprobar un instante después…

– ¿Mary? Sé que aún no duerme. Por favor, abra la puerta, tengo que hablar con usted.

Su pulso se aceleró al reconocer la voz de Malcolm de Ruthven. ¿Qué podía querer el laird a esas horas? Desde su conversación en el carruaje apenas habían vuelto a hablarse. Lo que tenía que decirse ya estaba dicho, y el señor de Ruthven no parecía estar interesado en nada que tuviera relación con ella. ¿Y sin embargo, ahora aparecía de pronto ante su puerta, en plena noche, y solicitaba entrar?

Apartó la manta, se levantó de la cama y se puso una bata sobre el camisón. Luego se deslizó silenciosamente hasta la puerta para escuchar. Se estremeció al comprobar que Malcolm aún seguía allí.

– Por favor, Mary, déjeme entrar. Tengo que decirle algo importante.

Por su voz parecía, efectivamente, que tenía algo urgente que decirle, y Mary no pudo dejar de sentir cierta curiosidad. Mientras aún se estaba preguntando qué podía querer de ella su prometido a una hora tan tardía, descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

Malcolm se encontraba en el pasillo frente a ella. No con chaqueta, como le había visto siempre, sino con una camisa blanca con las mangas arremangadas hasta el codo. El olor que despedía revelaba que había abusado del tabaco y el whisky. Tenía la lengua pesada por el alcohol.

– Ah, veo que por fin ha escuchado mis súplicas -dijo-. Mi querida Mary, déjeme entrar en su habitación, por favor.

Hablaba en voz demasiado alta para su gusto. Lo último que Mary quería era tener más problemas con Eleonore, por eso le indicó con un gesto que podía entrar. Malcolm asintió, ufano, y pasó a su lado envuelto en una apestosa nube de tabaco indio. Su rostro, habitualmente pálido, estaba enrojecido e hinchado, y sus ojos eran unas finas rendijas que la observaban con descaro. Mary se sintió incómoda en su presencia. Una parte de ella deseó estar soñando despierta de nuevo. Pero esta vez era la realidad lo que vivía; de ello no cabía la menor duda.

Con absoluto desprecio por lo que se suponía que debía ser el comportamiento de un gentleman, el laird cruzó con pasos pesados la habitación y se dejó caer, suspirando, en un sillón de orejas que se encontraba junto a la ventana y que Mary siempre utilizaba para leer. Desde hacía unos días, nadie se sentaba en él.

Bajo el influjo del alcohol, las maneras corteses y la afectada contención de que Malcolm hacía gala habitualmente parecían haber reventado como una chaqueta vieja demasiado estrecha.

– ¿Y bien? -preguntó, mirándola fijamente-. ¿Cómo está, querida? ¿Se ha aclimatado a Ruthven? No la veo mucho estos últimos días.

– No me sentía muy bien -replicó Mary fríamente, mientras seguía preguntándose qué querría el laird de ella.

Malcolm dejó escapar una ronca y repulsiva carcajada de borracho.

– Cuando mi madre me anunció que debía casarme, no me mostré precisamente entusiasmado con la idea. No porque no supiera apreciar las alegrías que proporciona el bello sexo, mi querida amiga, pero hasta el momento siempre había encontrado todo lo que mi corazón solitario anhelaba en los brazos de prostitutas. Mi madre, sin embargo, opinaba que esa conducta no era apropiada para un laird. Al parecer ya había murmuraciones. Por eso arregló esta boda para mí.

– Comprendo -dijo Mary. Después de todo lo que había vivido y sufrido, aquella confesión apenas podía ya impresionarla.

– Desde el principio yo estuve en contra. Pero en cierto modo, apreciada Mary, me encuentro, en este castillo, tan prisionero como usted. Prisionero de las coerciones de una sociedad convencional y de una nobleza que se ha vuelto perezosa y apática y que se limita a sobrevivirse a sí misma.

Mary no replicó nada, pero estaba sorprendida de oír esas palabras en boca de Malcolm de Ruthven.

– No me quedaba más remedio que consentir si quería asegurar mi herencia y mi posición. Debo reconocer, querida, que esperaba con recelo el día de nuestro primer encuentro. Y tengo que confesar también que me sentí enormemente sorprendido cuando finalmente llegó el momento.

– ¿Sorprendido? ¿Por qué?

– Porque la había imaginado distinta. Pensé que sería una de esas inglesas de piel pálida y pelo áspero, una criatura sin sangre, sin temperamento ni voluntad propia. Pero me equivoqué, Mary. Es usted una mujer inteligente. No me importa admitir que al principio eso me desconcertó un poco, y admito también que aún no sé muy bien qué debo pensar al respecto. Pero cuando la miro, Mary, siento algo profundo en mi interior, algo que nunca hasta ahora había sentido por una mujer de su condición.

– ¿Ah sí? ¿Y qué es eso que siente, apreciado Malcolm?

– Pasión -respondió Malcolm de Ruthven sin vacilar. El laird se levantó del sillón y se acercó lentamente a ella-. Siento pasión por usted, Mary de Egton. Pasión y deseo.

Mary retrocedió instintivamente. La conversación estaba adoptando un tono que no le gustaba. Tenía que reconocer que Malcolm la había sorprendido y que le había dicho cosas que nunca habría creído que pudieran salir de su boca; pero eso no significaba que tuviera que olvidar al momento todas sus prevenciones y se inflamara de amor por él.

– La deseo, Mary -anunció Malcolm abiertamente, y en sus ojos brilló un fuego inquietante-. Esta unión que fue arreglada sin nuestro conocimiento ni nuestro acuerdo no es sencilla para ninguno de los dos. Pero podríamos olvidar todas las limitaciones que nuestra condición nos impone y dar rienda suelta a nuestro deseo. Tal vez los sentimientos lleguen entonces.

– No creo que esa sea la sucesión correcta -replicó Mary, mientras seguía retrocediendo ante él-. El amor, mi apreciado Malcolm, debe surgir del respeto mutuo. Y ya solo por eso, probablemente nunca lo sintamos el uno por el otro. Usted mismo ha dicho que no puede soportarme.

– Las cosas cambian -afirmó el laird con un gesto despectivo-. Vivimos en una época en la que todo está en movimiento, Mary. Una época de revoluciones y trastornos. Los poderosos pueden decir lo que quieran, pero su época llega al final. Quien no quiera comprenderlo es un necio. Yo, por mi parte, lo siento claramente. Todo cambia, Mary. Las barreras caerán. Y los cambios se impondrán.

Su voz había adoptado un tono inquietante, casi conspirativo, que atemorizó a Mary y por primera vez le hizo dudar de si Malcolm de Ruthven estaba realmente en posesión de sus facultades.

– No sé de qué habla -dijo, y se esforzó en que su voz sonara firme y decidida-, pero no conseguirá lo que ansía, Malcolm de Ruthven. No esta noche, ni tampoco ninguna otra, mientras no sea para mí más que un extraño cuya compañía me fue impuesta.

– ¿Un extraño? ¡Soy su prometido, Mary! ¡Debe respetarme y honrarme!

– Entonces deberá ganarse mi aprecio y mi respeto, querido Malcolm -replicó Mary-. Y por el momento está perdiendo tanto una cosa como la otra.

– ¡Usted no me respeta! -bufó el laird, y su cara, enrojecida ya por el alcohol, se tiñó de escarlata-. Me mira desde arriba, ¿no es cierto? Me tiene por un tonto, por un ignorante al que todo le ha venido dado y que nunca tuvo que hacer nada para merecer lo que posee. Un hombre que obedece a su madre sin replicar y se somete dócilmente a las coerciones que le impone su condición. ¿No es así, mi apreciada Mary? ¿No es así?

Mary se guardó de replicar a sus palabras. La voz de Malcolm había subido de tono, y era evidente que estaba a punto de estallar de rabia. Mary prefería no pensar en lo que podía llegar a hacer si se dejaba dominar por la cólera.

– ¡Usted no sabe nada sobre mí! -la increpó el laird-. ¡No sabe absolutamente nada y, sin embargo, me juzga! Si conociera la verdad y supiera hasta dónde se remonta la tradición y el honor de la casa de Ruthven, seguro que me respetaría, Mary de Egton, y no me negaría lo que me corresponde en virtud de nuestro compromiso.

– No sé de qué está hablando -afirmó Mary evasivamente-. Aún no estamos casados, Malcolm, y usted no tiene ningún derecho sobre mí. Yo no soy de su propiedad, y nunca lo seré.

De pronto su espalda tropezó contra algo duro. La puerta cerrada le cortaba la retirada.

– Es posible que legalmente esto sea cierto, Mary -objetó Malcolm, cuya cólera parecía haberse evaporado-, pero si se hubiera familiarizado un poco más con la historia de mi casa, sabría que los lairds de Ruthven siempre consiguen lo que reclaman. Y si no se lo dan voluntariamente, lo toman por la fuerza…

Sus ojos chispearon, y se precipitó hacia delante, la cogió en sus brazos y hundió su anguloso mentón en el delicado cabello de la joven para forzarla a aceptar sus besos.

– ¡No -exclamó Mary-, no haga eso!

Pero la joven no podía defenderse contra aquella fuerza brutal que la empujaba contra la puerta.

Malcolm jadeaba de lujuria. Mary se estremeció al sentir su lengua sobre su piel y trató de liberarse de su abrazo.

– Cogeré lo que me corresponde -murmuró él entre jadeos lascivos-. Me pertenece, Mary; es mía, solo mía.

Por un momento, Mary creyó que iba desmayarse de asco, miedo y vergüenza; pero luego se despertó su espíritu de rebeldía. Ella no pertenecía a ese monstruo con forma humana, no era una propiedad suya, y si Malcolm quería tomar a la fuerza lo que ella le había negado por buenas razones, no merecía nada más que su desprecio.

Durante toda su vida, Mary había sido educada para someterse y obedecer. En una sociedad dominada por los hombres, el camino más rápido y fácil para alcanzar el bienestar y una buena reputación consistía en atenerse a las reglas del juego, que establecían los hombres. Y aunque de vez en cuando Mary se había rebelado, siempre lo había hecho en un arranque momentáneo y poco decidido. Nunca había puesto realmente en duda todo el sistema.

Sin embargo, en el momento en que Malcolm de Ruthven se lanzó sobre ella jadeando, le palpó el pecho y apretó su cuerpo contra el suyo, todo aquello acabó. En ella despertó una voz que hasta entonces había callado y que le dijo que tenía que defenderse, y Mary actuó.

Más tarde, no habría sabido decir de dónde sacó el valor. Tal vez fuera pura desesperación; pero en cuanto Malcolm de Ruthven le soltó los brazos para abalanzarse, bufando como un caballo, sobre sus pechos, levantó la mano y le propinó dos sonoras bofetadas.

El laird se detuvo, estupefacto, no tanto por el dolor como porque ella se defendiera. Estaba acostumbrado a otra cosa con sus prostitutas.

Mary no esperó a que se desvaneciera el efecto de la sorpresa y se lanzara de nuevo sobre ella. Su rodilla derecha se levantó bruscamente y golpeó al señor del castillo en el bajo vientre, donde se encontraba la fuente de su apasionado deseo. A continuación dio media vuelta, abrió la puerta de la habitación y se precipitó al pasadizo iluminado por el resplandor de las antorchas.

Mary oyó a su espalda los gemidos y las maldiciones de Malcolm y escapó tan rápido como pudo. Perdió sus zapatillas de seda, y corrió con los pies descalzos sobre la fría piedra, mientras su camisón y su bata volaban en torno a ella flotando como velos. Azorada, como un ciervo perseguido por cazadores, miró hacia atrás, y vio al laird, como una sombra oscura al extremo del pasillo, que la cubría de salvajes maldiciones, antes de emprender con pasos torpes y pesados su persecución.

Con el corazón palpitante, Mary corrió a través del castillo en penumbra. Al extremo del pasadizo dobló por un estrecho y bajo corredor de techo semicircular. Siguió adelante agachada, pero se cortó las plantas de los pies con los cantos angulosos de las losas y dejó un rastro sangriento que Malcolm podía seguir con facilidad. Su única suerte era que el laird había bebido demasiado y se movía con torpeza, pues en otro caso haría tiempo que la habría alcanzado.

En su atolondrada huida, atravesó largos pasillos y escaleras que tan pronto conducían hacia arriba como hacia abajo. Al cabo de un rato ya no sabía dónde estaba. Aún no conocía, ni de lejos, todas las zonas del castillo, y en los últimos días tampoco había estado de humor para excursiones. Pero fuera hacia donde fuera, los pasos pesados y la respiración jadeante de su perseguidor seguían tras ella.

Mary tenía la sensación de que representaba el papel principal en la peor de sus pesadillas. Corrió sin objetivo por pasajes y corredores en penumbra, huyendo siempre de su perseguidor. Parecía que el corazón iba a estallarle en el pecho, y el miedo le oprimía la garganta. Una y otra vez volvía la cabeza para lanzar miradas furtivas a la larga sombra que proyectaba la silueta de Malcolm de Ruthven en el resplandor de las antorchas.

Aquí y allá trató de abrir las puertas que aparecían a ambos lados en los pasadizos; pero o bien estaban cerradas, o daban a otros corredores que se hundían aún más profundamente en el corazón de la sombría fortaleza.

Mary se detuvo en una encrucijada, respirando agitadamente. Sentía cómo el pulso palpitaba en sus sienes, mientras, desesperada, trataba de orientarse. Una dirección le parecía tan poco prometedora como la otra, y ya podía oír cómo los pasos de su perseguidor se acercaban. De pronto, Malcolm de Ruthven apareció en el extremo del pasillo. Sus ojos brillaban en la oscuridad como carbones ardientes.

– ¡Por fin te tengo! -aulló con voz estrangulada. Obedeciendo a un impulso repentino, Mary se decidió por el pasadizo de la derecha.

Unos pasos más allá pudo intuir que había tomado la decisión equivocada: el corredor acababa ante una imponente puerta de roble.

¡La puerta de la torre oeste!

La puerta prohibida de que le había hablado Samuel.

En su desesperación, Mary bajó el picaporte, y se sorprendió al ver que la puerta se abría. En un santiamén se deslizó en su interior.

A la luz de la luna, que entraba por las estrechas aberturas del muro, pudo ver la escalera de caracol, estrecha y empinada, que ascendía. Mary no se hacía ilusiones. Agotada como estaba, su perseguidor no tardaría en alcanzarla. Se volvió y quiso retroceder, pero entonces comprobó con horror que Malcolm ya había llegado a la entrada del corredor y le cortaba el paso. A la luz de la antorcha, que iluminaba vagamente su cara, pudo ver su sonrisa victoriosa.

Mary apretó los dientes y echó a correr; no tenía otra opción. En el primer peldaño se pisó la orla del camisón. La fina tela se rasgó y estuvo a punto de caerse. Se apoyó con las manos en los empinados escalones y siguió subiendo a toda prisa, cada vez más arriba. La escalera ascendía girando sobre sí misma. Mary la siguió, jadeante, mientras Malcolm ganaba terreno.

Le empezaban a doler los músculos y los pies ensangrentados. Una parte de ella quería rendirse. ¿No era inútil continuar la huida? Se había metido en un callejón sin salida del que no podía escapar. Al final de la escalera, su huida habría acabado. ¿Por qué no detenerse, pues, y entregarse a su destino?

¡No!

Sacudió tozudamente la cabeza. Si Malcolm de Ruthven la tomaba finalmente por la fuerza, no sería porque ella se lo hubiera puesto fácil. Quería luchar hasta el final; mientras le quedara una chispa de vida no se rendiría.

Haciendo acopio de energías, trepó escalera arriba. Pasó junto a unas ventanas estrechas y sin vidrios, por las que penetraba un viento helado, y siguió subiendo, impulsada por la desesperación. De repente llegó al extremo de la escalera. La huida de Mary había acabado ante una pesada puerta de roble. Sin ninguna esperanza, bajó el picaporte, y se quedó perpleja al ver que la puerta efectivamente se abría. No tenía tiempo para recuperar el aliento. Jadeando se precipitó al interior de la cámara de la torre, cerró la puerta tras ella y corrió el cerrojo. Extenuada, a punto de desvanecerse, se dejó caer en el suelo mientras fuera ya se escuchaban unos pasos pesados.

Los pasos cesaron ante la puerta, y Mary pudo oír un jadeo lúbrico y algo que sonaba como el gruñido de un cerdo. A la luz de la luna, que penetraba por la estrecha ventana de la cámara, vio cómo bajaba el picaporte. Al descubrir que la cámara estaba cerrada, Malcolm empezó a golpear la puerta, encolerizado, y a martillearla con tal furia que Mary se estremeció asustada.

– ¿Qué significa esto? -tronó Malcolm desde fuera-. Abre inmediatamente, ¿me oyes?

Mary calló. Temblaba de arriba abajo de miedo y agotamiento y ya no estaba en situación de articular ni una palabra.

– ¡Maldita sea! -Malcolm de Ruthven olvidó los buenos modales y se puso a maldecir como un cochero-. Haz el favor de abrirme, ¿me oyes? ¡Soy tu prometido y exijo lo que me corresponde!

Malcolm gritó y echó pestes, mientras ella, agachada en el suelo, notaba cómo la madera temblaba bajo sus golpes. Finalmente no pudo soportarlo más. Se apretó las manos contra los oídos, rogando por que la madera vieja no cediera. La aterrorizaba pensar en lo que podía ocurrir si él conseguía llegar a ella en medio de ese ataque de cólera.

– ¡Hembra desagradecida! -oyó que bramaba como desde muy lejos-. Te he acogido en mi casa. Te ofrezco mi nombre y mi riqueza, ¿y qué me das tú a cambio?

De nuevo la puerta tembló bajo los violentos golpes y patadas, pero tanto el cerrojo como la hoja resistieron.

Finalmente, agotado o resignado, Malcolm de Ruthven abandonó sus esfuerzos y sus salvajes gritos enmudecieron. Mary esperó aún un rato, y luego apartó las manos de los oídos.

Sabía que él aún estaba allí, y no solo porque le oía respirar. Tenía la sensación de que sentía su presencia de un modo casi físico, al otro lado de la puerta, a solo un palmo de ella…

– Criatura desagradecida -dijo con una voz peligrosamente suave-. ¿Por qué te me niegas? ¿No sabes que te he ganado? -dijo riendo con malicia-. ¿Crees realmente que podrás escapar de mí? No puedes ocultarte aquí eternamente, Mary de Egton, lo sabes muy bien. No tienes escapatoria, y si no puedo poseerte esta noche, lo haré en otra ocasión. No escaparás. Cuanto antes lo entiendas, antes nos pondremos de acuerdo tú y yo. Hasta entonces descansa tranquila, hermosa Mary.

Percibió sus pasos mientras bajaba lenta y pesadamente la escalera. Mary permaneció en la cámara, sola y desesperada. Conmocionada por la impresión, temblaba como una azogada. Pero, más aún que el agotamiento y el miedo que había pasado, pesaba en su espíritu el convencimiento de que Malcolm de Ruthven tenía razón.

Era una prisionera en su reino. Aunque esta noche hubiera escapado, no podía esconderse eternamente de él. Y en cuanto se hubieran casado, ya no podría evitar ser también su mujer en la cama. Esta idea la horrorizaba. Todos los deseos y las visiones románticas que un día había tenido se habían esfumado. Mary estaba perdida.

Tal vez fuera eso lo que la vieja sirvienta había querido decirle cuando había hablado de un gran peligro y de que Mary debía abandonar el castillo de Ruthven lo más pronto posible.

Acurrucada en el suelo, abrazándose las piernas con los brazos como una niña, permaneció sentada en la penumbra. Lágrimas de desesperación asomaron a sus ojos y cayeron por sus mejillas. Miedo, preocupación y rabia: sentía todo eso al mismo tiempo; al igual que alivio por haber escapado de Malcolm en esta ocasión, aunque aparejado con la terrible certeza de que finalmente no podría huir de él. En cuanto estuvieran casados, no habría ya ninguna esperanza para ella. Nunca…

Cuando Mary por fin levantó la mirada, no habría sabido decir cuánto tiempo había pasado. La luna seguía alta en el cielo, y la luz pálida que se filtraba por la ventana empañada sumergía a la cámara de la torre en una luz mate.

Era una habitación semicircular de techo bajo. La pared, de piedra natural, tenía solo tres pies de altura, y sobre ella descansaban las vigas del armazón del tejado, que se unían en el centro para formar la punta de la torre. En la habitación no había muebles, pero en el muro, justo frente a la estrecha ventana, Mary descubrió algo que despertó su curiosidad: en una de las piedras se veían unos signos grabados, unas iniciales en escritura latina.

«G. R.» podía leerse, y ya fuera por sus sueños, por la visita de la anciana o por el caos de sentimientos que reinaba en su interior, Mary tuvo la certeza de que aquellas dos iniciales significaban «Gwynneth Ruthven».

Inspiró hondo, y apenas tomó aire, sus pulmones se contrajeran en un espasmo. Se secó las lágrimas, y aliviada por tener algo en que concentrarse, examinó la piedra. Como pudo constatar, estaba medio suelta. La sujetó con ambas manos y tiró de ella. De las juntas saltó arena; la piedra se fue desprendiendo poco a poco de su encaje, hasta que finalmente pudo sacarla. Detrás había una pequeña cavidad. A la pálida luz que penetraba por la ventana, Mary vio que había algo escondido dentro. Intrigada, y aunque le daba un poco de asco, metió la mano en la oscura abertura, consiguió sujetar el objeto y lo sacó.

Examinó minuciosamente su hallazgo a la luz de la luna. Era una aljaba de cuero, aproximadamente de un codo de largo, con las costuras y el capuchón sellados con cera para proteger el contenido de la humedad. ¿Cuánto tiempo debía de llevar ahí?

Mary miró el estuche por todos lados; luego su curiosidad se impuso, y decidió echar una ojeada al interior. Rompió el sello de cera y abrió la aljaba. Dentro había varios rollos de pergamino. Sorprendida, los sacó del recipiente. Eran antiguos, pero estaban bien conservados. Mary los desenrolló y sintió que los latidos de su corazón se aceleraban.

Las hojas de pergamino estaban cubiertas de signos apretados escritos en lengua latina. Como Mary había recibido clases de latín en Egton, estaba en disposición de traducir las palabras, aunque, debido a la escasa luz que había en la habitación, la tarea no era en absoluto sencilla.

– Estas son las notas de una prisionera -leyó susurrando-. Confío en que quien las encuentre sea digno de ellas. Firmado por Gwynneth Ruthven, en el año del Señor de 1305.

Mary contuvo la respiración. Por un lado, haber descubierto el legado de la joven de que había hablado la vieja sirvienta y que había conocido en sueños la había dejado aturdida. ¿Era una casualidad que Mary, que había huido a esta torre forzada por las circunstancias, hubiera tropezado precisamente aquí con las notas de Gwynneth?

Por otro, Mary sentía también una indecible satisfacción. Eleonore había hecho quemar sus libros para robarle cualquier esperanza, pero ahora se encontraba, de improviso, en posesión de unas antiguas notas que proporcionarían nuevo alimento a su espíritu prisionero.

Emocionada, Mary de Egton empezó a leer, con los ojos empañados por las lágrimas, las anotaciones que Gwynneth Ruthven había escrito hacía más de quinientos años en esa misma habitación.

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