7

Cuando Mary abrió los ojos de nuevo, aparentemente no había cambiado nada. La cara seguía flotando sobre ella y miraba preocupada hacia abajo.

– No sé -susurró suavemente-. O bien estoy muerta y en el cielo, o…

– No está muerta, hija mía -dijo la cara iluminada por una dulce sonrisa-. Y esto tampoco es el cielo. Aunque me he esforzado mucho para hacer este lugar lo más agradable posible.

La joven parpadeó, y enseguida se rehízo un poco de su aturdimiento. Estupefacta, constató que ya no se encontraba al aire libre. Estaba tendida en una cama blanda en una amplia habitación, con el techo soportado por vigas de madera decoradas con tallas. Un entablado de madera oscura revestía las paredes y el olor a cera impregnaba el aire.

A través de la ventana, en la parte opuesta de la habitación, el sol penetraba a raudales inundando el espacio con esa luz cálida y amable que solo la primavera puede traer consigo. Un dulce olor llegaba desde fuera: el aroma de unas flores que Mary no conocía, pero que despertaron de nuevo sus ansias de vivir.

Primero percibió el entorno como un sueño lejano y extático; pero a cada instante que pasaba, aumentaba en ella la conciencia de que no se encontraba de ningún modo muerta y en el cielo, sino que era la vida, la realidad, lo que la rodeaba. Y eso significaba también que el hombre que se encontraba de pie junto a su cama y la miraba desde arriba con preocupación no era un ángel sino un ser de carne y hueso. Su heroico salvador…

– No es usted sir Ivanhoe -constató sonrojándose.

– No exactamente.

El hombre del cabello blanco sonrió. Tenía un marcado acento escocés, sin que eso le hiciera parecer rústico. De hecho, Mary tuvo la impresión de que se encontraba ante un perfecto gentleman.

– Por favor, perdone que no haya podido presentarme aún -dijo-. Mi nombre es Walter Scott, milady. A su servicio.

– ¿Walter Scott?

En un primer momento Mary creyó que aún estaba soñando, pero luego comprendió que estaba totalmente despierta y que efectivamente se encontraba frente al autor de las novelas que tanto amaba. Sin embargo, se esforzó en no dejar ver su sorpresa. Había oído decir que a sir Walter no le gustaba sacar a relucir su profesión, y no quería avergonzarle.

– ¿Nos conocemos, tal vez? -preguntó el hombre-. Perdone si no lo recuerdo, milady, pero de vez en cuando parece que mi memoria, de la que tanto me envanezco, me deja vergonzosamente en la estacada.

– No, no, de ningún modo.

Mary sacudió la cabeza, y al hacerlo tuvo la sensación de que un herrero estaba descargando martillazos en el interior de su cráneo. Al mismo tiempo, a su mente volvió el recuerdo de los espantosos acontecimientos que había vivido.

De nuevo experimentó aquellos momentos de terror e incertidumbre. Vio derrumbarse el puente; oyó el crujido de las vigas y los asustados gritos de Kitty; sintió su propio miedo. Sin embargo, era el bienestar de su doncella lo que más la preocupaba ahora.

– ¿Cómo está Kitty? -preguntó-. ¿Está también…?

– No se preocupe -replicó sir Walter-. Se encuentra bien. El doctor le ha administrado un tónico de extracto de valeriana. Duerme.

– ¿Y… Winston?

Sir Walter sacudió la cabeza.

– Lo lamento, milady. El río lanzó a la orilla el cadáver de su cochero un poco más abajo del lugar del derrumbe. No pudimos hacer nada por él.

Mary asintió con la cabeza. Sus ojos se humedecieron, y apartó la mirada cohibida, no porque sus lágrimas la avergonzaran, sino porque su pena le pareció insincera. Por más que lamentara que Winston hubiera perdido la vida, y aunque era consciente de que en gran parte debía su supervivencia al valor y a la presencia de ánimo del cochero, su primer pensamiento no había sido para él, sino para su propio bienestar.

Sir Walter le dirigió una mirada escrutadora, como si supiera exactamente qué ocurría en su interior.

– No se aflija, milady -dijo en voz baja-. Sé lo que siente, pues yo mismo he vivido ya situaciones como esta. Hace poco uno de mis estudiantes murió en circunstancias trágicas; días más tarde, mi sobrino estuvo a punto también de ser víctima de una desgracia. Y todo lo que pude sentir fue agradecimiento por su salvación. Solo somos seres humanos, milady.

– Gracias -dijo Mary suavemente, y cogió el pañuelo que él le tendía para secarse las lágrimas-. Es usted muy bondadoso, sir. Y nos ha salvado. Si no hubieran estado allí…

– Solo estábamos en el lugar oportuno en el momento justo -le quitó importancia sir Walter, y por un instante a Mary le pareció que una sombra cruzaba por su rostro-. Cualquiera habría hecho lo mismo en nuestro lugar.

– Lo dudo mucho -replicó Mary-. Solo espero que un día pueda devolverle el favor, sir.

– Y yo espero que el Señor no lo quiera, milady -replicó rápidamente sir Walter con una sonrisa traviesa-. ¿Cómo se siente?

– En fin. A la vista de lo ocurrido, podría decirse que me siento bien.

– Me alegra oírlo. -Sir Walter asintió con la cabeza-. Indicaré a una de las sirvientas que le traigan té y pastas -añadió-. Debe de estar hambrienta.

– No demasiado. A decir verdad, tengo el estómago como si me hubiera tragado un saco de pulgas. -La joven se sonrojó y se llevó rápidamente la mano a la boca-. Disculpe, sir. No puedo creer que haya dicho eso.

– ¿Y por qué no? -Sir Walter no pudo evitar una sonrisa-. Créame: demasiadas jóvenes de la nobleza manejan su lengua como si estuvieran pisando huevos. Me parece refrescante que una mujer de noble origen sepa expresarse de un modo un poco creativo.

– ¿Usted… sabe quién soy? -Mary se sonrojó aún más-. Lo cierto es que no me he presentado aún. Debe de considerarme muy descortés.

– De ningún modo, lady Mary -replicó galantemente sir Walter-. Lo descortés habría sido preguntarle por ello. De todos modos, podría decirse que su fama la ha precedido.

– ¿Cómo ha podido…? -preguntó Mary, para darse luego a sí misma la respuesta-. El coche. Mi equipaje…

– Lo que ha podido salvarse del río ha sido traído aquí. Aunque me temo que no podrá disfrutar mucho de ello.

– No tiene importancia. Después de todo lo que ha ocurrido, estoy tan agradecida por estar todavía con vida que no voy a quejarme por un par de estúpidos vestidos.

– Es muy inteligente por su parte, aunque no precisamente habitual en una joven de buena familia, si se me permite decirlo.

– Me ha salvado la vida, sir -replicó Mary sonriendo-. Naturalmente que le está permitido, y naturalmente tiene razón. No soy precisamente un prototipo de mi condición.

– Puede felicitarse por ello, milady. La mayoría de las jóvenes se habrían asustado tanto en el carruaje que habrían sido arrastradas con él a la muerte. En cambio, usted tuvo suficiente valor para actuar.

– Aún no lo había considerado de este modo -dijo Mary sonriendo de nuevo-. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

– Un día y una noche -replicó sir Walter.

– ¿Y todo ese rato he estado aquí?

– Perdone que haya actuado a mi manera, milady, pero consideré que lo mejor era traerla a Abbotsford. Aquí se encuentra segura y podrá reponerse de todo lo que le ha sucedido.

– Abbotsford -repitió Mary en voz baja; «la romanza de piedra y mortero»: así solía llamar Walter Scott a su residencia. De nuevo la dominó un cansancio de plomo, y no pudo evitar que sus ojos parpadearan. Vagamente vio cómo sir Walter se apartaba y salía de la habitación; percibió, como desde muy lejos, que había alguien más en la estancia, alguien a quien no había visto hasta ese momento: un joven de pelo rojizo que se frotaba las manos nerviosamente y miraba hacia ella preocupado.

Entonces la fatiga la venció y Mary volvió a dormirse.


Quentin permanecía inmóvil en la puerta. Aunque sabía que aquella conducta no era en absoluto propia de un gentleman, no podía apartar los ojos de la joven.

Mary de Egton -así se llamaba- era la criatura más hechizadora que jamás había visto.

Su figura esbelta, perfecta, la cara hermosa y noble, con los pómulos altos y la nariz un poco curvada hacia arriba -tal vez un poco demasiado atrevida para una dama de la nobleza-, los ojos de un azul acuoso, la boca pequeña y fina y el cabello rubio rizado, que se desplegaba en ondulaciones sobre la almohada; todo le tenía completamente fascinado.

Hasta ese momento, Quentin no se había interesado particularmente por las mujeres; por una parte, probablemente, porque ellas no se habían interesado por él, pero, por otra también, porque su corazón nunca había palpitado por una criatura del sexo femenino. Hasta entonces solo había conocido a las hijas de los burgueses de Edimburgo y a toscas muchachas campesinas; pero Mary de Egton era distinta a cualquier otra mujer que hubiera visto. Si, a partir de ese momento, le hubieran permitido pasar el resto de su vida en el umbral de su habitación y poder estar cerca de ella, su dicha habría sido completa.

A sir Walter no le había pasado desapercibida la fascinación de su sobrino por la joven dama. Que Quentin le pidiera ir a verla ya le había parecido extraño, sobre todo porque su preocupación por el bienestar de la doncella de lady Mary era, visiblemente, mucho menos marcada. Al parecer, la joven Mary de Egton había tomado por asalto el íntegro corazón de Quentin.

Durante todo ese tiempo, el joven no se había atrevido a pisar su habitación, no solo porque lo considerara inapropiado, sino porque era demasiado tímido para hacerlo. Ya solo la mirada que ella le había dirigido poco antes de volver a dormirse había bastado para hacer que su corazón palpitara desbocado y sus mejillas ardieran.

– ¿Se pondrá bien? -preguntó a su tío susurrando para no despertar a la lady.

– No te preocupes -replicó sir Walter, que no pudo evitar una sonrisa irónica.

Pocas veces había visto a su sobrino mostrarse tan solícito, en especial en relación a una joven. La forma en que permanecía en el umbral y observaba a la dama de su corazón desde lejos le recordó a los personajes de sus novelas, a los caballeros y nobles señores sobre los que escribía y que suspiraban de amor por sus damas. Con la diferencia de que esto no era una novela, sino la realidad, y de que sin duda el final sería distinto al de sus novelas.

– Ha sufrido una conmoción, pero por lo demás está bien -tranquilizó a su sobrino-. El doctor Kerr dice que pronto podrá levantarse.

– Me alegro -dijo Quentin, esforzándose en sonreír-. Faltó poco, ¿verdad?

– Desde luego. -Sir Walter asintió y posó su carnosa mano sobre el hombro del joven-. Con toda esta actividad no he encontrado el momento de darte las gracias, sobrino.

– ¿Darme las gracias? ¿Por qué, tío?

– Hiciste un buen trabajo. Fue idea tuya utilizar las cuerdas de la caja de herramientas del carruaje. Si no hubieras actuado tan deprisa y con tanta abnegación, las dos damas no estarían con vida ahora.

Quentin se sonrojó y no supo qué contestar. Estaba más acostumbrado a que le reprendieran por su torpeza. Recibir alabanzas, y además por un acto como aquel, constituía una nueva experiencia para él.

– No fue nada -dijo modestamente-. A cualquiera se le habría ocurrido.

– En cualquier caso -opinó sir Walter, mientras cerraba con cuidado la puerta de la habitación de invitados-, ayer te comportaste como un auténtico Scott, muchacho.

– Te lo agradezco, tío -dijo Quentin, satisfecho por el elogio-. Pero en realidad no hay motivo para felicitarse por la salvación de las damas. De todos modos hubo una víctima mortal. Y esos bribones escaparon.

– Esto es cierto.

– ¿Ya hay alguna noticia del sheriff Slocombe?

– No -replicó sir Walter, mientras bajaban la escalera y se dirigían hacia el despacho, que, como siempre, olía a leña y tabaco-. Él y su gente siguen ocupados buscando pistas. Y mientras tanto esos bandidos se han esfumado sin dejar rastro.

– ¿Y el inspector Dellard?

– Por lo que he podido saber, no concede ninguna importancia al incidente. Ha dejado que el sheriff se ocupe de ello, aun sabiendo que a Slocombe le supera totalmente esta tarea. Aunque esos tunantes se hubieran escondido en su propia bodega, no los encontraría. El scotch reclamaría toda su atención.

– Es una vergüenza -se indignó Quentin, en un arranque de temperamento poco corriente en él-. Unos viajeros inermes son atacados por una banda de ladrones en pleno día y el sheriff no está en condiciones de atraparlos.

– Tal vez fueran ladrones -dijo sir Walter pensativamente-. Pero también es posible que fueran algo más que eso.

– ¿Qué quieres decir, tío? Llevaban máscaras. E iban armados, ¿no?

– Eso no les convierte forzosamente en ladrones, muchacho; pero posiblemente eso sea lo que debamos suponer.

– ¿Eso crees?

– Posiblemente… Dime, Quentin, ¿cuántas veces en los últimos años se ha producido un asalto en pleno día en Galashiels?

– No lo sé, tío; no hace tanto tiempo que estoy aquí, como sabes.

– Yo te lo diré, muchacho -replicó sir Walter, y el tono conspirativo con que había pronunciado estas palabras hizo que Quentin aguzara el oído al instante-. En los últimos cuatro años no ha habido en el distrito ni un solo asalto tan audaz como este. La comarca se considera, en general, pacificada, y puedo decir que yo, como sheriff de Selkirk, he aportado mi contribución a ello. ¿Y sabes cuántos puentes se han derrumbado en los últimos quince años?

Quentin sacudió la cabeza.

– Ni uno solo -explicó sir Walter-. ¿Entiendes adonde quiero ir a parar?

– Piensas que son demasiados incidentes de golpe -replicó Quentin.

– Has dado en el clavo, sobrino. El sheriff Slocombe considera que el derrumbe del puente fue un accidente, una catástrofe que nadie podía prever; pero yo tengo mis dudas. ¿Y si esos tipos manipularon el puente para hacer que se derrumbara en el momento en que pasaba el carruaje?

– ¿Quieres decir que no eran unos ladrones, sino asesinos a sueldo? -preguntó Quentin con voz apagada.

– Así es -constató sir Walter sombríamente.

– Pero -objetó Quentin después de reflexionar un momento- ¿qué sentido tiene? Esos bandidos trataron de detener el carruaje de Mary…, quiero decir, de lady Mary. ¿Por qué tenían que hacerlo, si en realidad se trataba de conducir al carruaje al puente? Habría bastado con que los jinetes lo acosaran, ¿no?

– Yo también me he hecho esta pregunta, muchacho -replicó sir Walter, asintiendo aprobadoramente-. Veo que poco a poco mis lecciones de lógica aplicada dan sus frutos. Pero ¿qué ocurriría si el ataque no fuera dirigido, en realidad, contra lady Mary? ¿Si esos enmascarados no hubieran tenido la intención de empujar su carruaje al puente, sino de impedir que lo cruzara?

– ¿Quieres decir que…?-La tez de Quentin adquirió de pronto una palidez insana. Su recién adquirido aplomo parecía haberse desvanecido de golpe.

– Imaginemos por un momento que estos enmascarados tenían el encargo de perpetrar un atentado, un atentado contra un carruaje que sabían que cruzaría el puente. Bajan al barranco y preparan los pilares de modo que soporten el paso de un caminante pero se derrumben bajo el peso de un coche. Y sigamos suponiendo que esta gente, después de realizar el trabajo, se sienta entre la maleza y espera a que el susodicho carruaje se acerque. Y efectivamente llega un carruaje, pero resulta que no es el que habían esperado. Algo no ha salido según lo planeado, y un coche con una joven noble y sus dos sirvientes amenaza con llegar primero al puente. ¿Qué harán los asesinos?

– Tratarán de detener el carruaje -dijo Quentin en voz baja.

– ¡Eso hicieron, justamente, estos hombres! Sin embargo, no lo consiguieron. Para intentar salvar a las dos mujeres, el cochero rompió sus líneas y corrió hacia el puente… Y ya conoces el resto de la historia.

– Esto… suena increíble -replicó Quentin-. Y sin embargo, parece la única explicación que tenga sentido. Pero ¿a quién iba dirigido en realidad el ataque? ¿Quién se sentaba en el otro carruaje y debía precipitarse al abismo con él?

Sir Walter no respondió nada; se limitó a dirigirle una mirada larga y penetrante. Su joven sobrino no dejaba de sorprenderle; a veces por su agudeza, y luego, de nuevo, por su rapacidad para no reconocer lo que era evidente.

– ¿Quieres decir que…? -balbuceó el joven al vislumbrar la terrible verdad.

– ¿Y qué podría ser si no? Recuerda las palabras del inspector Dellard. Nos previno expresamente de que podían atentar contra nuestra vida.

– Es cierto. Pero ¿tan pronto?

– Que yo sepa, los asesinos no se guían por ninguna agenda -replicó sir Walter con amargura-. Todo indica que el ataque era una emboscada cuidadosamente preparada y que el derrumbe del puente no fue una casualidad. Sencillamente no habían previsto que el carruaje de lady Mary pasara por el puente antes que nosotros. Ella y sus sirvientes estaban en mal momento en el lugar equivocado. Si hubiéramos llegado aunque fuera solo unos instantes antes a la encrucijada, habríamos sido nosotros los que nos habríamos hundido al cruzar el puente.

Quentin permaneció inmóvil, como fulminado por un rayo. Su rostro había palidecido aún más y reflejaba un horror indecible. Le temblaron las rodillas, y se dejó caer en uno de los sillones de cuero colocados ante la chimenea. Perdido en sus pensamientos, contempló las llamas mientras repetía una y otra vez:

– El ataque iba dirigido contra nosotros. Solo a una casualidad debemos encontrarnos aún con vida.

– Así lo veo yo también, muchacho -asintió, furioso, sir Walter-. Por lo visto, nuestros adversarios son más poderosos y peligrosos de lo que hasta ahora habíamos supuesto. Yo pensaba que Dellard exageraba, para mantenernos alejados de las indagaciones y tener las manos libres; pero tal como se presentan ahora las cosas, parece que me había equivocado. Nos enfrentamos, efectivamente, a un gran peligro.

– ¿Y qué haremos ahora? -preguntó Quentin abatido.

– Informaremos a Dellard de nuestras conclusiones y le haremos ver que este incidente entra claramente dentro de su jurisdicción. Porque si el caso sigue en manos de Slocombe, los únicos éxitos que podremos presentar al final serán unas cuantas botellas de scotch vacías. Pero primero deberíamos ocuparnos de nuestras huéspedes, como corresponde a hombres civilizados. A lady Mary y a su doncella no debe faltarles de nada aquí, en Abbotsford.

– Comprendo, tío.

– Y… ¿Quentin?

– Dime, tío.

– Ni una palabra de lo que hemos hablado a lady Charlotte. Mi mujer ya tiene bastantes preocupaciones, y la pérdida de Jonathan la ha afectado mucho. No quiero intranquilizarla inútilmente.

– ¿Inútilmente, tío? Una banda de asesinos nos acecha. Un hombre ha muerto y dos damas han salvado la vida de milagro. ¿No crees que existen motivos suficientes para estar intranquilo?

Sir Walter no le contradijo, y Quentin pudo leer en sus ojos que pensaba como él.

– Ya has oído lo que he dicho, sobrino -insistió a pesar de todo-. No quiero que lady Charlotte ni nadie de la casa se entere de lo que hemos comentado.

– Como quieras, tío.

– Bien -asintió sir Walter, mientras por su cabeza cruzaba la idea de que aquel asunto no iba a solucionarse simplemente negándolo.


Al atardecer, Mary de Egton se había repuesto tanto que el doctor le permitió abandonar la cama. También su doncella Kitty estaba totalmente recuperada, aunque los extractos de valeriana que Kerr le había administrado aún frenaban un poco su habitual vivacidad.

Lady Charlotte había querido asumir personalmente la tarea de ocuparse de las dos damas y acompañarlas a visitar la casa y los jardines.

La repentina muerte de Jonathan había afectado profundamente a la esposa de sir Walter y había dejado en ella un extraño vacío. Como no le había sido concedido el don de tener hijos propios, lady Charlotte trataba a todos los estudiantes que Scott acogía en Abbotsford con una atención casi maternal, y los jóvenes que entraban y salían de la casa la apreciaban y la veneraban. Si sir Walter era la cabeza de la casa, acostumbraban decir, su esposa era el corazón. El propio sir Walter repetía continuamente que su espacioso hogar no sería más que una colección de piedras inertes si lady Charlotte no lo llenara de vida, y sus palabras correspondían en todo a la verdad.

La esposa -una dama de mediana edad de figura esbelta y rasgos marcados, dotada de una belleza tranquila y elegante- se ocupaba de la administración de la propiedad. Ella se encargaba de dirigir a la servidumbre y a los jardineros, al cochero y al mozo de cuadras, ayudada en su tarea por el fiel Mortimer, que llevaba muchos años al servicio de la familia Scott y había ascendido de simple mozo de caballos a mayordomo de la casa. Lady Charlotte utilizaba los mismos patrones que su marido para juzgar el valor de un hombre: para ella no era el origen lo decisivo, no era el linaje lo que convertía a una persona en un criatura honorable, sino solo sus actos.

Mientras sir Walter se retiraba para pasar el resto del día en su despacho meditando sobre su última novela -debido a los incidentes de los últimos días se había retrasado considerablemente y debía apresurarse si quería mantener los plazos de entrega del próximo capítulo-, lady Charlotte guió a las dos visitantes por Abbotsford.

La señora de la casa les mostró las espaciosas salas, adornadas con armaduras y pinturas, y luego los jardines, la colección de armas y la biblioteca. Esta última, sobre todo, dejó extasiada a Mary, que, por desgracia, había perdido todos sus libros cuando el carruaje se precipitó a las aguas del Tweed.

Lady Charlotte le permitió echar una ojeada a la biblioteca y pasar allí el tiempo que faltaba para la cena ocupada en la lectura. Mientras Mary no se cansaba de mirar los innumerables tesoros encuadernados en cuero que dormitaban en los estantes, Kitty se dedicó a contemplar a los mozos que trabajaban en el prado segando la hierba con sus brazos desnudos brillando de sudor.

A las siete sonó la campana de la cena, y todos fueron a reunirse en torno a una larga mesa en el espacioso comedor de la residencia. Sir Walter y su esposa habían ocupado, el uno frente al otro, las cabeceras. Junto a sir Walter se sentaban Quentin y Edwin Miles, un joven estudiante de Glasgow que en aquellos momentos residía también en Abbotsford. Los dos puestos a los lados de lady Charlotte, reservados a Mary de Egton y a su doncella, aún estaban libres. Inicialmente, también William Kerr debía quedarse a comer, pero el doctor, del que sir Walter sabía que era un compañero retraído y no precisamente hablador, había preferido volver a Selkirk a última hora de la tarde, después de haber examinado por última vez a las dos jóvenes y de comprobar su estado de salud.

Un sonido de voces amortiguadas llegó del pasillo, y una de las sirvientas introdujo a lady de Egton y a su doncella. Lady Charlotte les había proporcionado prendas de su propio vestuario: vestidos sencillos de seda rojo oscuro y verde, que realzaban la radiante belleza de las jóvenes visitantes. A sir Walter no se le escapó que Quentin se quedó con la boca abierta, admirado, al ver entrar a Mary de Egton en el comedor.

– No sé cuál es la costumbre en Edimburgo -cuchicheó a su sobrino sonriendo con ironía-, pero nosotros, la gente sencilla del campo, cerramos la boca cuando queremos complacer a una dama.

El rostro de Quentin se tiñó repentinamente de púrpura. El joven miró hacia el plato, cohibido, y ya no se atrevió a volver a observar a la joven. Edwin Miles no tenía tantas dificultades para moverse en sociedad. Con los modales de un perfecto gentleman -como quería que le consideraran-, se levantó de su asiento y se inclinó para ofrecer sus respetos a las dos damas. Quentin vio la sonrisa que lady Mary le dedicaba y se sintió irritado. Una nebulosa intuición, que surgía del fondo de su conciencia, le dijo que lo que sentía debían de ser celos. Por primera vez en su vida…

Después de haber sonreído amablemente a todo el grupo, Mary se sentó en su sitio; tras una seña de lady Charlotte, se sirvió el primer plato de la cena.

– Me he decidido por una sopa cazadora -explicó lady Charlotte, mientras las sirvientas dejaban sobre la mesa dos soperas que despedían un aroma delicioso-. Espero haber acertado el gusto de las damas.

– Naturalmente -aseguró Kitty, saltándose las normas de la etiqueta, antes de que Mary pudiera responder-. No sé cómo se sentirán ustedes, pero yo, después de todo lo que ha ocurrido, tengo un hambre de lobo.

– Kitty -siseó Mary reprobadoramente, y su doncella se sonrojó. Sir Walter y lady Charlotte, sin embargo, rieron.

– No se preocupe, lady Mary -la tranquilizó Scott-. En mi casa siempre se aprecian las palabras sinceras. Tal vez en algunas regiones del reino se considere poco elegante, pero aquí, en Escocia, es una vieja tradición decir lo que se piensa. Quizá esta sea una de las razones de los malentendidos que se han dado entre ingleses y escoceses.

– Le agradezco su amabilidad, sir -replicó Mary cortésmente-. Nos ha acogido en su casa y nos ha proporcionado toda la ayuda imaginable. Si no fuera por usted, Kitty y yo no estaríamos aquí sentadas. Nunca podré agradecérselo lo suficiente.

– No me lo agradezca demasiado -replicó sir Walter, y de nuevo una sombra pareció cruzar por su rostro-. Quentin y yo solo hicimos lo que exigían las circunstancias. Pero antes de cenar, recemos y demos gracias al Señor. Y pensemos también en aquellos que ya no están entre nosotros.

A Mary le pareció que la luz de la chimenea y de las velas de los candelabros disminuía de pronto, como si la sombra en los rasgos de sir Walter se extendiera por toda la habitación. La tristeza se apoderó de los corazones de todos los presentes, que inclinaron la cabeza y juntaron las manos en un mudo recuerdo.

– Señor -dijo sir Walter en voz baja-, nosotros no conocemos tus designios y no tenemos entendimiento suficiente para comprenderlos. En tu sabiduría y tu bondad has preservado a estas dos jóvenes de la muerte y las has conducido hasta nosotros sanas y salvas. Rogamos por las almas de aquellos que ya no están entre nosotros. Por Jonathan Milton y Winston Sellers. Ambos cumplieron con su deber hasta el último momento, cada uno a su modo. Acéptalos contigo en tu reino y condúcelos a la justicia eterna. Y protege a los que nos hemos reunido aquí a esta mesa de todo el mal que acecha al borde del camino. Amén.

– Amén -resonó alrededor.

Mary, que había bajado la mirada, levantó los ojos parpadeando.

La habían prevenido contra los escoceses católicos, contra el fanatismo que a veces provocaba en ellos su tendencia a la religiosidad, pero no había apreciado nada de aquello en la oración de sir Walter. Lo que había visto y oído era solo emoción, el dolor compartido de alguien a quien no le importaba si uno era protestante o católico, inglés o escocés. En la imagen del mundo de Walter Scott -y Mary había sacado aquella impresión también de la lectura de sus novelas- se trataba siempre de personas, y no de confesiones o razas.

Mary captó la mirada que le lanzaban desde el otro extremo de la mesa. Era el joven que le había llamado la atención poco antes de que cayera de nuevo en un sueño profundo y del que ahora sabía que era el sobrino de sir Walter.

– He oído que estaba usted muy preocupado por mi estado, joven señor -dijo, dirigiéndole una sonrisa.

– Esto es decir poco. -Lady Charlotte sonrió suavemente-. El buen Quentin ha estado montando guardia todo el tiempo ante su habitación, lady Mary.

– Y mientras lo hacía también lanzaba alguna mirada a su interior -replicó Mary, y la sonrisa que le dirigió hizo que la pálida cara de Quentin se ruborizara.

– Per… perdone, milady -balbuceó-. No era mi intención avergonzarla.

– Y no era mi intención avergonzarle, estimado señor Quentin -replicó ella-. Al contrario, Kitty y yo le debemos mucho. Según me han dicho, fue usted quien tuvo la idea salvadora de la cuerda.

– Bien, yo…

Quentin no sabía qué debía replicar a aquello. Tímidamente, apartó la mirada y removió la sopa con la cuchara de plata. La sopa cazadora era uno de sus platos preferidos, pero aquel día le era casi imposible tragar una cucharada; por un lado, porque el reciente descubrimiento de sir Walter le corroía por dentro como una úlcera, y por otro, porque la encantadora compañía de lady Mary se encargaba de hacerle actuar como un completo necio.

El gallardo Edwin Miles, que en Edimburgo había frecuentado ya los círculos distinguidos de la sociedad, no tenía tantos problemas como él. El joven carraspeó ligeramente y luego, con un gesto galante, alzó su vaso para hacer un brindis.

– Aunque no soy el señor de la casa, sino solo un huésped indulgentemente soportado, querría permitirme un brindis. Bebamos a la salud de estas dos jóvenes damas que el Señor ha conducido sanas y salvas hasta nosotros. Y naturalmente por sir Walter y Quentin, que han tenido una no desdeñable participación en ello.

– Por sir Walter y Quentin -dijo Mary, y alzó igualmente su vaso.

También Quentin, que por fin sabía cómo tenía que comportarse, quiso levantar su copa, pero al hacerlo rozó con el codo el vaso de sir Walter y lo derribó, derramando el borgoña sobre el inmaculado mantel.

Lady Charlotte dejó escapar una risa benévola; Kitty rió entre dientes, divertida por su torpeza, y Edwin Miles, que tenía, con todo, suficiente mundo para contener la risa, se tapó la boca con la mano. Quentin habría deseado que la tierra se lo tragara.

¿Por qué había tenido que abandonar Edimburgo y lanzarse en busca de aventuras? Porque eso era, principalmente, lo que había buscado. Le dolía estar siempre sentado en casa escuchando relatos acerca de los grandes actos de sus hermanos. Sin embargo, en ese instante deseaba con todas sus fuerzas encontrarse de vuelta con su familia. Ese no era su mundo; no lo era en absoluto. A más tardar después del incendio de la biblioteca, debería haber reconocido las señales y volver a Edimburgo. Ladrones encapuchados que acechaban al borde de las carreteras, puentes que se derrumbaban y asesinos a sueldo; todo aquello era más de lo que un espíritu sencillo podía encajar. Y por si eso no bastara, ahora había aparecido esa mujer que ponía todo su mundo patas arriba. En su presencia se comportaba como un patán.

Ahí estaba, sentado a la mesa rojo como un pimiento, cuando el joven Miles, como si extrajera alguna ventaja personal de hurgar aún más en la herida, dijo refocilándose:

– Vaya, me parece que nuestro buen Quentin está un poco torpe esta noche.

– ¿Y qué importa? -replicó Mary enseguida-. Tal vez el joven señor Quentin no ande sobrado de habilidad en la mesa, pero ayer demostró poseer toda la presencia de ánimo y todo el valor que una mujer pueda desear hallar en un hombre.

La sonrisa que le dirigió fue tan amistosa y cautivadora que Quentin se sintió mejor instantáneamente, y Edwin se batió en retirada como un perro ladrador al que acaban de pisar la cola.

– Según me ha dicho mi esposa, se ha interesado usted mucho por la biblioteca, ¿no es cierto, lady Mary? -intervino sir Walter para cambiar de tema.

Los comensales habían acabado el primer plato y las sirvientas retiraron los servicios. Del estrecho corredor que desembocaba en la cocina, llegaba ya el olor fuerte y dulzón del asado de faisán con salsa de bayas.

– Es verdad. -Mary asintió con la cabeza-. Tiene usted una colección realmente impresionante, sir. Si me lo permite, me gustaría volver cuando tenga tiempo libre, para disfrutarla con más calma.

– Pues eso no es nada -intervino Quentin quizá demasiado rápido, aunque en esta ocasión consiguió, al menos, enlazar dos frases seguidas-. Lo que ha visto era solo la biblioteca de consulta. La verdadera biblioteca es aún mucho mayor. Si mi tío me lo permite, podría hacerle de guía y mostrársela, lady Mary.

– Naturalmente que lo permito -dijo sir Walter-. Ya le he dicho a lady Mary que debe sentirse como en su casa en Abbotsford.

– Gracias, señores. Es una agradable sensación sentirse en casa. Porque en realidad puede decirse que en este momento no tengo un hogar.

– ¿Cómo debemos entender eso?

– Cuando ocurrió esa terrible desgracia, me encontraba de camino a Ruthven, donde espero encontrar un nuevo hogar; pues, cumpliendo los deseos de mis padres, debo casarme con el joven laird de Ruthven.

Quentin se quedó atónito. Sencillamente no quería dar crédito a sus oídos. ¿Esa criatura hechizadora estaba ya comprometida e iba a casarse con un joven noble? Los sueños con olor a rosas de Quentin, las esperanzas que se había forjado durante unos breves momentos se desvanecían de golpe en el aire.

– Disculpe mi franqueza, milady, pero por la forma en que lo dice, no parece que sea también su voluntad casarse con el laird de Ruthven -dijo sir Walter.

– Si le he dado esta impresión, lo lamento -replicó enseguida la joven con elegancia-. No soy quién para poner en cuestión la decisión de mis padres. De todos modos, aún no conozco al laird de Ruthven, de modo que no sé qué me espera.

– ¿Está usted prometida a un hombre al que ni siquiera conoce? -preguntó Quentin, incrédulo-. ¿A alguien a quien nunca ha visto?

– En los círculos de donde procedo, esto es lo habitual -replicó Mary-, y como buena hija debo inclinarme ante la voluntad de mi familia, ¿no le parece?

– Desde luego -dijo Quentin, y volvió a sonrojarse-. Lo siento, no quería ofenderla.

– No me ha ofendido, mi querido señor Quentin -dijo ella, y por un breve instante sus miradas se cruzaron-. A veces los extraños pueden comprendernos mejor que las personas que nos son próximas -continuó-, pero esto no importa ahora. Me he acomodado a los deseos de mi familia y encontraré un nuevo hogar en el castillo de Ruthven. Lo único que lamento es que casi todo lo que traía conmigo de mi antigua vida se ha hundido en las aguas del río.

– Debe de ser terrible perderlo todo -dijo compasivamente lady Charlotte-. Vestidos y joyas, todo lo que una lady más aprecia.

– No lo lamento por mis vestidos -aseguró Mary-, pero echo en falta mis libros. Aunque debería estar contenta de haber salido con vida. No sé si pueden comprenderlo, pero tengo la sensación de haber perdido a unos buenos amigos.

– Naturalmente que lo comprendo -le aseguró sir Walter-. Posiblemente nadie pueda comprenderlo mejor que yo. Una buena novela es, de hecho, como un amigo, ¿no es cierto?

– Es verdad.

– ¿Qué estaba leyendo últimamente?

– Una novela muy emocionante que se desarrolla en la Edad Media inglesa. Se llama Ivanhoe.

– ¿Y bien? ¿La entretuvo el libro? -preguntó sir Walter sin mover una ceja.

– Desde luego -confirmó Mary-. El novelista que redactó la obra, por otra parte, es un escocés.

– ¿Un escocés? ¿Le conozco tal vez?

– Diría que sí, sir Walter -replicó Mary sonriendo-; porque a pesar de que el autor de la novela ha preferido permanecer anónimo, sé muy bien que fue usted quien la escribió.

No era fácil que sir Walter se quedara sin palabras, pero en esta ocasión se quedó realmente mudo de estupefacción.

Aunque no le gustaba alardear de su condición de escritor, Scott no había podido evitar que en los últimos años menudearan los comentarios acerca de la identidad del creador de las aventuras de Ivanhoe y de otros personajes novelescos; de modo que no intentó negar su autoría, con mayor razón aún porque el elogio de la joven le halagaba.

– Por favor, no se enoje porque no se lo haya dicho enseguida, sir Walter -le rogó Mary-. No lo he hecho por falta de respeto, pues considero que sus novelas son obras maestras. He leído todas las que he podido procurarme, y no conozco a nadie que pueda vestir con palabras los sentimientos de los tiempos pasados de una forma tan cautivadora como usted. Al leer sus libros, una tiene la impresión de que siente como sus héroes, de que en su pecho late un corazón que no ha olvidado valores como la dignidad y el honor, tampoco en estos tiempos.

Sir Walter estaba acostumbrado a ser criticado. En Edimburgo existían no pocos autodenominados especialistas que creían reconocer en sus obras tal o cual defecto y se erigían en jueces de su arte; nunca había recibido un cumplido que pareciera llegar de tan hondo como el de lady Mary.

– Se lo agradezco, milady -dijo con sencillez.

– No, sir, yo se lo agradezco a usted; pues sus novelas me han ayudado a no perder la esperanza en estos últimos años y siempre me han acompañado, incluso aquí, en una tierra extraña.

– Si mis novelas le han gustado, lady Mary, si la han emocionado, no es usted una extraña en esta tierra. -Sir Walter sonrió, y su voz tembló un poco cuando continuó diciendo-: Como podrá comprobar, en Abbotsford no faltan libros precisamente. Si me lo permite, será para mí un placer ofrecerle algunos ejemplares de mi biblioteca.

– Es muy amable de su parte, sir, pero no puedo aceptarlo de ningún modo. ¡Demasiado ha hecho ya por mí!

– Acéptelos tranquilamente, hija mía -dijo lady Charlotte, y una sonrisa divertida se dibujó en su dulce rostro-. Si mi esposo ha decidido separarse de algunos de sus queridos libros, debería aprovechar la ocasión enseguida antes de que vuelva a la razón y cambie de opinión.

Todos rieron, y más que nadie la víctima de la broma. Al resplandor de las velas, los contertulios siguieron charlando mientras las sirvientas traían el siguiente plato.

En torno a la mesa se intercambiaron ideas y se disfrutó de momentos de despreocupación; por unas horas pareció que las oscuras nubes que se habían acumulado sobre Abbotsford se hubieran disipado.


A la mañana siguiente, Mary de Egton y su doncella partieron de Abbotsford.

Como, por desgracia, su carruaje estaba destrozado, sir Walter había hecho enganchar uno de sus tiros de cuatro caballos y lo había puesto a disposición de las mujeres para el viaje. El cochero lo devolvería en cuanto hubiera dejado a lady Mary y a su doncella a salvo en Ruthven. Además Scott envió a dos sirvientes a caballo como escolta, no tanto porque temiera que las damas pudieran ser víctimas de un asalto, sino porque no quería que sintieran ningún temor. El cadáver de Winston Sellers fue llevado de vuelta a Egton, donde descansaría en paz cerca de su familia.

– ¿Cómo podría darle las gracias, sir Walter? -preguntó Mary mientras se despedían ante el portal de piedra de Abbotsford-. Ha hecho por nosotras más de lo que nunca podré pagarle.

– No me lo agradezca, lady Mary -replicó Scott-. Me he limitado a cumplir con mi deber.

– Ha hecho mucho más que eso, igual que su esposa y su sobrino. Todos ustedes nos han acogido con una extraordinaria amabilidad y nos han vuelto a dar esperanza después de esos espantosos acontecimientos. Solo deseo que algún día pueda devolverles todo esto.

– Será mejor que no lo espere, milady -dijo sir Walter enigmáticamente. Luego llamó con un gesto a uno de sus sirvientes, que llevaba consigo un gran libro encuadernado en cuero-. Si me lo permite, querría darle también esto para el camino.

– ¿Qué es?

– Es un tratado sobre la historia de nuestro país, desde los pictos, pasando por el destino de los clanes, hasta la batalla de Culloden. Si quiere aprender a conocer Escocia y a sus hombres, debe leer este libro.

El sirviente entregó el pesado volumen a Mary, que lo cogió con cuidado y lo hojeó. Era un libro antiguo, sin duda de más de cien años; Mary no se atrevió a calcular su valor.

– No puedo aceptarlo, sir -dijo finalmente-. Le estaba diciendo cuánto le debo; ya me ha dado tantos de sus libros, ¿y ahora además quiere regalarme este?

– Sé que con usted estará en buenas manos, lady Mary. En sus ojos no veo la superioridad y los prejuicios con que llegan a nuestra tierra escocesa muchos visitantes del sur. Las diferencias entre ingleses y escoceses no deberían prolongarse por más tiempo. Somos un país, un reino. Y si este libro puede contribuir en algo a ello, estaré encantado de regalárselo.

Mary sintió que no tenía sentido oponerse. Cortésmente se inclinó y prometió conservarlo como un tesoro.

Luego llegó el momento de la despedida.

Aunque había pasado poco tiempo en Abbotsford, a Mary le fue difícil separarse de los románticos miradores y las torres de piedra, en los que se había encontrado como en su casa. Aquel era un mundo en el que se había sentido a gusto y que, fuera de esos muros, ya no parecía existir. Un mundo en el que todavía había dignidad, valor y honor y en el que las personas no eran juzgadas por sus títulos sino por sus corazones.

Mary se despidió de sir Walter y de lady Charlotte, y finalmente de Quentin, que en el momento del adiós no pudo mirarla a los ojos. Y aunque no era algo habitual, se despidió también de la servidumbre, agradeciendo cada una de las amabilidades con que la habían obsequiado.

Después subió al carruaje que esperaba. Con una sacudida, el pesado vehículo se puso en marcha, salió del patio y empezó a rodar por la carretera.

Los Scott y Quentin se quedaron en la puerta saludando hasta que el carruaje desapareció en una curva y el verdor del bosque se lo tragó. Por un breve instante, sir Walter creyó ver un brillo húmedo en los ojos de su sobrino.

No solo Mary de Egton y su doncella, sino también la familia Scott, había vivido por unas horas en un ambiente de despreocupación y había podido olvidar el duelo y las tribulaciones de los días precedentes.

Con la despedida de lady Mary volvía la vida cotidiana, y con ella el temor.

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