5

– ¿Y estáis completamente segura de que habéis vivido todo esto, de que no ha sido solo una pesadilla?

– Era real -aseguró Gwynneth Ruthven. Solo el recuerdo de los acontecimientos que se habían desarrollado en los sombríos calabozos del castillo la hizo estremecer-. Tan real como vos y como yo, padre.

El padre Dougal, un joven monje premonstratense que había sido enviado a Ruthven por su monasterio para asistir espiritualmente al señor del castillo y a los suyos, le dirigió una mirada inquisitiva. Por su expresión podía verse que el relato de la joven le había impresionado profundamente. ¿Era posible que Duncan Ruthven fuera miembro de una hermandad pagana? ¿Y además de una que se había planteado como objetivo la eliminación de la religión cristiana y la reintroducción de los antiguos dioses?

Dougal no era un estúpido. Sabía perfectamente que con la implantación de la doctrina cristiana el paganismo no había sido, ni con mucho, vencido. Aunque la mayoría de los príncipes de los clanes se habían convertido con sus familias, la superstición que creía en los espíritus de la naturaleza, en la magia negra y blanca, y también en los signos rúnicos, a los que se atribuía una significación secreta, se mantenía tenazmente en muchas comarcas. También Dougal había creído en ella en otro tiempo, y aunque luego había encontrado la verdadera fe, una parte en él todavía temía su poder. Druidas, sociedades secretas y signos retorcidos: todas esas cosas le inspiraban miedo, y ahora se enteraba de que estaban actuando muy cerca.

– Si estáis en lo cierto, lady Gwynneth, entonces…

– ¿Qué razón podría tener para mentiros? Soy la hermana del príncipe. ¿No podéis dar crédito a mis palabras?

– Me gustaría hacerlo -aseguró el monje, bajando la cabeza avergonzado-; pero quiero ser franco con vos. Fuisteis vista en compañía de una persona que hace que vuestras palabras parezcan, al menos, dudosas. No quiero decir que no os crea, pero el hecho de que vos misma estéis mezclada en las actividades de que acusáis a Duncan Ruthven no contribuye a disminuir mis dudas.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó Gwynn, y entonces lo comprendió: la vieja Kala. Debían de haberlas visto juntas, y al parecer rápidamente había corrido la voz de que se encontraba con ella fuera de los muros del castillo.

– Ya sé lo que se dice sobre esa mujer, padre -explicó Gwynn-, pero puedo aseguraros que nada de ello es cierto. También ella está versada en los secretos de las runas y sabe cosas cuyo conocimiento se ha perdido hace tiempo para los demás; pero Kala no está del lado de la hermandad, y tampoco está en absoluto interesada en invocar de nuevo la era oscura. Sabe que su tiempo está llegando al final, y os considera a vos y a vuestros hermanos los continuadores de la tradición de los magos blancos.

– ¿Los magos blancos? ¿Cómo debo entender eso?

– Kala dice que en otro tiempo había dos tipos de expertos en runas: los que se ocupaban de las runas claras y luminosas y las utilizaban en beneficio de los hombres, y también los otros, que hacían un mal uso de la fuerza de las runas para alcanzar el poder y la fama y destruir el orden existente. Como el misterioso druida y su hermandad, que han atraído a sus filas a mi hermano Duncan.

– ¿Habéis intentado hablar de ello con vuestro hermano?

– No. En las últimas semanas y meses se ha ido alejando cada vez más de mí. Temo que pueda traicionarme a los demás conjurados, y de este modo no se conseguiría nada.

– De manera que se trata de una conjura -resumió Dougal, sofocado, y Gwynneth pudo ver que, bajo su basta cogulla de lana gris, el monje temblaba de inquietud-. Una conjura con el objetivo de arrebatar el poder a William Wallace y entregarlo al enemigo.

– Y los hermanos de las runas no se darán por satisfechos con eso. A continuación, la espada sobre la que pesa el hechizo pasará a posesión del joven conde de Bruce, que debe ser nombrado jefe en la asamblea de los nobles. Así quieren facilitar su victoria sobre el enemigo y coronarlo rey; pero Robert siempre se encontrará bajo el influjo de los hermanos de las runas. Hará lo que exijan de él, y les he oído decir que quieren eliminar la cruz de la faz de esta tierra.

El padre Dougal palideció. Con la cara demacrada y la cabeza rasurada, la fina barba rubia y los cercos oscuros en torno a los ojos, el monje ya no tenía habitualmente un aspecto muy saludable; pero ahora parecía haber envejecido años. Sacudiendo la cabeza y mirando al suelo, permaneció ante Gwynneth Ruthven tratando de captar todo el sentido de sus palabras.

– ¿Me creéis ahora? -preguntó la joven ansiosamente. El padre Dougal era el único al que podía dirigirse en su tribulación. Si aquel hombre no confiaba en ella o incluso la traicionaba ante su hermano, todo estaría perdido.

– Os creo -le aseguró el religioso, y Gwynn respiró aliviada-. De todos modos, no estoy seguro de que hayáis elegido al hombre correcto para confiaros, lady Gwynneth. Solo soy un sencillo monje. ¿Cómo podría ayudaros yo?

– Haciendo llegar una advertencia a William Wallace. Según he oído, actualmente se encuentra escondido en un monasterio para recuperarse de sus heridas; de modo que podríais hacerle llegar una nota a través de vuestros hermanos de fe.

– Es cierto, sí.

– Entonces ¿puedo contar con vos, padre?

Dougal le dirigió una mirada intensa, y por un breve instante a Gwynn le pareció que no la miraba con los ojos de un monje, sino con los de un hombre joven. Finalmente asintió con la cabeza, y en sus rasgos pálidos y demacrados se dibujó una tímida sonrisa.

– Os ayudaré, lady Gwynneth -prometió-. En el tiempo que he pasado aquí, en el castillo de Ruthven, habéis sido siempre una hija fiel de la Iglesia, de modo que no quiero dar crédito a los rumores que corren sobre vos. Me pondré inmediatamente en camino para ir a ver a mis hermanos. Sir William debe conocer el peligro que le amenaza.

– Os lo agradezco, padre Dougal -le aseguró Gwynn en un susurro-. Y por favor, tened cuidado.

Dicho esto, abandonó el confesionario y la capilla del castillo de Ruthven, y volvió apresuradamente a sus aposentos, dirigiendo continuas miradas alrededor para asegurarse de que nadie la seguía. Pero aunque Gwynneth no pudo ver a nadie, había un testigo de su conversación con el padre Dougal.

Desde que Duncan Ruthven se encontraba bajo la influencia de la hermandad, el castillo de Ruthven se había convertido en un lugar donde reinaban la desconfianza, la mentira y las intrigas. Espías al servicio del druida y de su secta acechaban en todos los rincones, y las paredes tenían ojos y oídos; uno de estos espías había escuchado la conversación entre Gwynneth Ruthven y el padre Dougal.

Gwynneth no tardó en recibir una visita en su habitación. Cuando abrió la puerta y vio a su hermano, se alegró, porque hacía mucho tiempo que no hablaban. Pero entonces vio a los hombres que iban con él: dos guardias armados y, además, un hombre cuya edad resultaba imposible precisar. El cabello gris le llegaba hasta los hombros, y una barba enorme y espesa le crecía en la cara. Sus ojos la observaban fijamente bajo unas cejas negras. Tenía una mirada fría y siniestra, una nariz ganchuda, afilada como un cuchillo, y una boca que era solo una delgada raja. Gwynn no recordaba haber visto nunca a aquel hombre; hasta que se agachó para entrar con Duncan en la habitación.

En ese momento, la figura encorvada y el paso algo cansino del extraño le resultaron familiares: era el druida, el jefe de la hermandad. Gwynn hizo un esfuerzo para no dejar ver su desconcierto. Forzándose a conservar la calma, esperó a que Duncan y su acompañante hubieran entrado. La puerta se cerró suavemente, y los dos guardias se quedaron fuera.

– ¿Cómo estás, hermana? -preguntó Duncan en tono receloso. Gwynn intuyó que la conversación no iba a ser fácil.

– ¿Cómo te parece que debería estar? -replicó, mientras el acompañante de Duncan la miraba a los ojos con descaro. La presencia de aquel hombre resultaba tan amedrentadora que Gwynn retrocedió instintivamente.

– Confío en que bien, ¿no?

Gwynn conocía bastante a Duncan para saber que no estaba realmente interesado en su bienestar.

– ¿Qué quieres, Duncan? -preguntó abiertamente-. ¿Y quién es este hombre?

– Claro -dijo Duncan, asintiendo con la cabeza-. Conservemos los buenos modales. Este, querida hermana, es el conde Millencourt.

– ¿Un conde? -preguntó Gwynn sorprendida-. ¿De qué clan?

– De ningún clan, querida -replicó el propio Millencourt. Gwynneth reconoció la voz que había murmurado siniestros conjuros en la noche y había expuesto los planes de los conspiradores-. No procedo de Escocia, sino de Francia, un gran país que se encuentra al otro lado del mar.

– Sé perfectamente dónde se encuentra Francia -replicó Gwynn, ocultando apenas su desagrado-. Lo que no sabía es que mi hermano tuviera amigos allí.

– El conde es mucho más que eso, hermana -la reprendió Duncan con brusquedad-. No solo es un amigo, sino también un fiel aliado que me ayudará a derrotar a los enemigos de Ruthven. Y no es un extraño en nuestro país, pues sus raíces son celtas, como las nuestras.

– Desde entonces ha pasado algún tiempo -dijo el conde, y sus finos labios esbozaron una sonrisa forzada-. Muchas cosas han cambiado en esta tierra. Pero tal vez un día todo vuelva a ser como fue.

– Espero que no -replicó Gwynn en un arranque de rebeldía. La actitud del conde le desagradaba; aquel hombre estaba lleno de arrogancia y de malicia.

– Deberías ser un poco más cortés con el conde, hermana -le recomendó Duncan-. Al fin y al cabo, es un huésped en nuestra casa.

– En realidad es tu huésped, Duncan. No creo que padre le hubiera dado la bienvenida en nuestra casa.

– ¡Pero nuestro padre ya no vive! -dijo Duncan tan fuerte que la voz se le estranguló en la garganta-. Los tiempos han cambiado. Ahora yo soy el señor de Ruthven, yo y nadie más, y soy libre de elegir a mis amigos y aliados.

– Así es -reconoció Gwynneth-; pero deberías ser muy cuidadoso al elegirlos, porque no siempre las personas son lo que aparentan.

– Lo sé -dijo Duncan, inclinando la cabeza, y Gwynneth creyó por un momento que sus palabras le habían hecho reflexionar. Sin embargo, cuando volvió a levantarla, en sus ojos ardía un fuego que la asustó-. Como, por desgracia, he podido constatar, hermana -añadió-, precisamente aquellos que me eran más próximos han demostrado no merecer mi confianza y me atacan en estos días por la espalda. -Y mientras hablaba, metió la mano bajo su capa y sacó un objeto que sostuvo ante Gwynneth-. ¿Reconoces esto?

Gwynneth lo reconoció inmediatamente, y se llevó la mano a la boca para ahogar un grito. Era una sencilla cruz de madera, la cruz que el padre Dougal llevaba colgada al cuello.

– ¿Qué ha ocurrido? -dijo en un susurro, mientras miraba horrorizada a su hermano.

– Nada especial. -Duncan se encogió de hombros-. Simplemente he decidido que ya no necesitaremos la ayuda espiritual del padre Dougal.

– Lo… lo has asesinado -dijo Gwynneth dando expresión a lo inimaginable-. A un hombre de Iglesia.

– No he hecho nada parecido -replicó Duncan con sorna-; pero según he oído, la flecha de un arquero se ha desviado y ha alcanzado al pobre padre en la espalda justo cuando se disponía a abandonar el castillo. No sabrás adonde quería ir ¿verdad?

– No -dijo Gwynneth con un hilo de voz. Asaltada por sombríos presagios, se dejó caer en un taburete. Las piernas ya no la sostenían y se sentía enferma.

– Entonces, si os parece, os refrescaré un poco la memoria -le espetó Millencourt. El conde se plantó ante ella y la miró de arriba abajo, con las manos en la cintura, como un señor feudal que se dispusiera a juzgar a un siervo-. Os escucharon, Gwynneth Ruthven, en el momento en que confiabais al padre Dougal secretos que deberían haber permanecido ocultos. Cosas que nunca deberías haber conocido y que nunca deberías haber visto. Cosas que no estaban destinadas a vuestros ojos y oídos. Supongo que vuestra femenina curiosidad os indujo a ello, pero habría sido mejor que no cedieseis a la tentación, porque ahora tendréis que pagar por vuestra conducta. Igual que Dougal.

– Habéis sido vos, ¿no es cierto? -preguntó Gwynn-. Vos estáis tras todo esto. Habéis envenenado el entendimiento de mi hermano y lo habéis convertido en una sombra de sí mismo, en un siervo sin voluntad que os obedece incondicionalmente.

– ¡Controla tu lengua, hermana! -gritó Duncan-. El conde Millencourt es mi amigo y mentor. Bajo su guía, Escocia volverá a ser lo que fue en otros tiempos: fuerte y poderosa. Y él quiere que Ruthven se convierta en la más poderosa de las casas de Escocia, tal como nuestro padre ansiaba.

– ¿Estás ciego? -preguntó Gwynn, sacudiendo la cabeza-. ¿También a ti te ha lanzado un hechizo que no te permite ver su verdadero rostro? A él no le importas, Duncan, y tampoco le importa Ruthven. Solo le importan sus propios objetivos, y para alcanzarlos, cualquier medio le parece válido.

– No la escuches, hermano -susurró el conde a Duncan-. Está confusa y no sabe de qué habla.

– Sé muy bien de qué hablo -le contradijo Gwynn. Sus delicados rasgos habían enrojecido de ira, y el miedo había dado paso a la indignación-. Sé que este hombre no es lo que pretende ser -dijo señalando al conde-. No es noble, ni tampoco procede de Francia. Posiblemente ni siquiera es un hombre.

– Pero, querida -preguntó Millencourt con una amplia sonrisa cargada de ironía-, ¿que podría ser, pues, en vuestra opinión?

– No lo sé. Pero me han dicho que sois más viejo que cualquier hombre y que vagáis por estas tierras desde hace cientos de años. Tal vez seáis un enviado del mal. Un demonio. Un mensajero de las tinieblas.

Durante un instante, Millencourt no dijo nada. Luego echó la cabeza hacia atrás y lanzó una sonora carcajada, que resonó en el bajo techo de la cámara. Duncan, que por un segundo se había estremecido ante las palabras de su hermana, se unió a las risas del conde, y Gwynneth supo que no tenía ninguna posibilidad de romper el hechizo que le dominaba.

– ¿Y qué sabes tú de eso, hermana? -se burló Duncan sonriendo-. Solo eres una pobre mujer que no tiene ni idea de las oportunidades que se nos ofrecen. Nos encontramos en los inicios de una nueva y gran era, en la que volveremos a ser fuertes y a gobernar.

– Deberías oírte hablar -replicó Gwynn-. Padre nunca habría permitido algo así. Siempre fue fiel a su país y a su fe. Tú, en cambio, lo has traicionado todo.

– Padre era un loco -siseó Duncan lleno de odio-. Le dije que Braveheart era un traidor que nos conduciría a todos a la ruina, pero no quiso escucharme. Él tomó sus propias decisiones, igual que yo tomo ahora las mías. Yo no le pedí que fuera a la batalla y que me legara Ruthven. Hizo cargar este peso sobre mis espaldas sin preguntar; me dejó solo sin su consejo y sin ningún plan.

– Te sientes herido -constató Gwynneth, y en los rasgos de Duncan se agitó algo que por un breve instante le recordó al muchacho inocente que una vez había conocido como su hermano y al que tanto había amado.

Cautelosamente tendió la mano hacia él.

– Hermano -dijo con suavidad-, sé que tienes que cargar con una gran responsabilidad. Es duro depender solo de uno mismo y tener que tomar decisiones, ¿no es verdad? Pero no estás solo, Duncan. Padre siempre estará contigo, igual que yo. Juntos podemos hacer muchas cosas. Aún no es demasiado tarde. Todo puede volver al buen camino, ¿me oyes?

Por un momento, en los ojos de Duncan Ruthven pudo leerse la duda, una vaga nostalgia por un tiempo en que las cosas eran menos confusas y en el que aún sabía a quién debía lealtad y adonde pertenecía.

Probablemente el conde se dio cuenta, porque de pronto pareció inquietarle la idea de que su devoto alumno pudiera apartarse de él.

– ¡No la escuches, Duncan! -le dijo en tono enérgico-. ¿No ves qué se propone? Quiere quebrar tu determinación y envenenar tu entendimiento.

– No -dijo Gwynn con firmeza-, no es eso lo que quiero. Solo quiero que mi hermano vuelva a ser el que fue en otro tiempo.

– No le prestes atención, Duncan. Sus palabras están llenas de falsedad y despecho. Solo quiere desposeerte de tu merecida herencia, de lo que te corresponde por derecho. ¿No te das cuenta del veneno que escupe con sus palabras? Es una bruja.

– Una bruja -repitió Duncan monótonamente, como un eco. El fuego siniestro que había brillado en sus ojos apareció de nuevo, y la inseguridad se desvaneció. Entonces Gwynn supo que había perdido. La influencia del conde era mayor que la suya, tal como había profetizado Kala.

– ¡Desaparece de mi vista! -la increpó Duncan-. Digas lo que digas, hermana, no me apartarás de mi decisión. He decidido de qué parte estoy, y no cambiaré de opinión, ni ahora ni más tarde. La casa de Ruthven estará eternamente unida a la Hermandad de las Runas. ¡Lo juro por mi sangre!

– ¡Oh, Duncan! -Gwynn sacudió la cabeza, horrorizada-. No sabes lo que dices.

– Al contrario. La historia es un eterno círculo, hermana. Todo se repite. William Wallace nos mintió a todos. Traicionó a nuestro padre, y ahora será él el traicionado. ¿Creías de verdad que podrías detenernos? ¿Enviando a un simple monje para prevenir a Wallace? Una sola flecha ha bastado para acabar con sus ansias de acción. Nadie puede detenernos, Gwynneth. Nadie, ¿me oyes?

De nuevo resonó su risa burlona, a la que se unió el conde.

Gwynn no pudo sino sentir una profunda repugnancia al oírlo.

– ¿Qué ha sido de ti, hermano? -susurró estremeciéndose.

– Yo, Gwynneth, he reconocido la verdadera esencia de las cosas. Y no vuelvas a llamarme hermano, porque desde este momento el lazo que existía entre nosotros ha quedado roto. Has actuado contra mí y querías entregarme al enemigo. A partir de ahora dejarás de ser un miembro de nuestra familia para convertirte en una repudiada sin tierra y sin nombre. Recibirás lo que mereces por traidora.

– No -susurró Gwynn, pero el rostro de su hermano permaneció duro e inflexible.

Duncan llamó a gritos a los guardias y les indicó que la encerraran en la cámara más alta de la torre oeste, hasta que hubiera decidido qué iban a hacer con ella.

– Hermano -exclamó Gwynn con lágrimas en los ojos-. ¿Qué se ha hecho de ti? ¿Qué demonio se ha adueñado de tu persona?

– No puedo oírte -replicó el señor de Ruthven fríamente-, porque ya no tengo ninguna hermana. Y tú, mujer, vigila tu lengua, antes de que te la haga arrancar. ¡Lleváosla de aquí!

Los guardias sujetaron a Gwynn y la condujeron afuera de la habitación. La joven se volvió para lanzar una última mirada al rostro petrificado de su hermano y al conde, que sonreía con sarcasmo. Luego la puerta se cerró, y ante ella apareció el largo, oscuro pasaje hacia un futuro incierto.

Fascinada, Mary leyó el relato hasta el final, y una vez más se sintió como si ella misma participara en los acontecimientos que se habían desarrollado entonces en el castillo de Ruthven…


Llevaron a Gwynneth a la torre oeste y la mantuvieron prisionera en la cámara. Allí resistió un triste destino, alimentándose solo de pan y agua, soportando el frío y llena de desesperación por el giro funesto que había dado su existencia. Al cabo de unos días, la joven recibió una visita. Era Kala, que apareció de pronto ante la puerta y conversó con ella a través de la hoja. La anciana la consoló, afirmó que no se había perdido aún toda esperanza y le infundió valor. Luego deslizó algo bajo la puerta, que Gwynn recogió estupefacta: tinta, cera para sellar y pergamino.

La mujer de las runas animó a Gwynn a que escribiera su historia, con todos sus tristes detalles, y luego escondiera sus anotaciones en el muro, donde encontraría una cavidad y un recipiente de cuero. Kala no le explicó los motivos de su propuesta, y Gwynn tampoco hizo preguntas; se sentía agradecida solo por tener algo con que distraerse de su triste sino. Su padre había insistido en que dominara la lengua y la escritura, aunque aquello era poco habitual en una mujer, de modo que no representaría ningún esfuerzo para ella escribir su historia tal como exigía la vieja Kala.

Cuando la anciana quiso despedirse de ella, Gwynn preguntó por su futuro.

– El futuro -respondió Kala- es difícil de ver en estos días. El mundo está revuelto, y las runas no desvelan todos sus secretos.

– Entonces dime al menos qué será de mí -le pidió Gwynn.

La mujer de las runas dudó.

– Tendrás que ser fuerte -dijo-. He visto tu fin, un final sombrío, envuelto en maldad. Tu hermano ha traicionado a tu familia entregándola a los poderes oscuros, hija mía, y a ellos pertenecerá durante muchas generaciones.

– Entonces… ¿no queda ninguna esperanza?

– Siempre hay esperanza, Gwynneth Ruthven, incluso en un lugar como este. No ahora, pero sí dentro de muchos cientos de años. Cuando haya transcurrido medio milenio, hija mía, se recordarán tus hechos y tus sufrimientos. Y una joven descubrirá hasta qué punto se asemeja su destino al tuyo. Ella se resolverá a cambiarlo y presentará batalla al poder de las tinieblas. Solo entonces se decidirá el futuro de la casa de Ruthven.

Con estas palabras acababa el relato de Gwynneth Ruthven. Mary permaneció sentada, como fulminada por un rayo. Volvió atrás y leyó el último párrafo por segunda vez, tradujo de nuevo cada palabra para asegurarse de que no había cometido ningún error.

El sentido del texto era ese. Pero ¿cómo era posible? ¿Cómo podía haber sabido la vieja Kala, tantos siglos atrás, lo que sucedería en un lejano futuro? ¿Había sido efectivamente una mujer de las runas, una persona dotada de facultades mágicas que podía ver el porvenir? ¿Había visto la anciana, ya en esa época, lo que le sucedería a Mary?

Mary de Egton era demasiado realista para considerar posibles aquellas cosas. Ella creía en el romanticismo y en el poder del amor, en la bondad del hombre y en que todo en la vida sucedía con alguna finalidad; pero la magia y la brujería no podían conciliarse con su moderna visión del mundo.

¿Era todo, pues, solo una casualidad?

¿No querría ver, en su desesperación y su soledad, un lazo que en realidad no existía?

Por otro lado, ahí estaba la anciana sirvienta, que tenía ese asombroso parecido con Kala. Y la multitud de coincidencias entre ella y Gwynneth Ruthven. Todos los sueños que había tenido y que habían sido tan extrañamente reales…

¿Tendría razón la anciana? ¿Eran efectivamente, Mary y Gwynneth Ruthven, almas gemelas, hermanas en espíritu unidas por un lazo tan estrecho que había sobrevivido a los siglos? ¿Y eran la mujer de las runas y la misteriosa sirvienta una única persona?

Mary sacudió la cabeza. Aquello era demasiado fantástico para siquiera tratar de comprenderlo. La única persona que podía decirle si todo aquello era real o si efectivamente estaba perdiendo el juicio era la vieja sirvienta. Si Mary quería obtener alguna certeza, debía pedirle explicaciones y exigirle que hablara con claridad.

Mary estaba convencida de que esa era la forma más inteligente de proceder. Pero había un inconveniente decisivo: para preguntar a la sirvienta, debía salir de la cámara de la torre.

Le costó cierto esfuerzo levantarse y acercarse a la puerta. Sus miembros estaban rígidos de frío y tenía las manos heladas e insensibles. Con precaución, pegó la oreja a la puerta para escuchar. Luego se agachó y echó un vistazo a través de la rendija entre la puerta y el suelo. Al parecer no tenía nada que temer.

Mary inspiró profundamente. Sabía que no podía esconderse en esa torre eternamente, pero al menos esa noche la cámara había sido un refugio seguro para ella. Recordaba que la vieja Kala había descrito la cámara de la torre como uno de los pocos lugares del castillo en los que el mal no había penetrado. Tal vez fuera ese el motivo por el que Mary tuvo que hacer un enorme esfuerzo para bajar el herrumbrado picaporte y deslizarse afuera.

Efectivamente no había nadie ante la puerta. Colocando silenciosamente un pie tras otro, Mary bajó por la escalera, apretando contra su pecho, como un valioso tesoro, la aljaba con las anotaciones de Gwynneth. Era todo lo que le quedaba, su único consuelo.

A juzgar por la luz que penetraba a través de las altas y estrechas aberturas, ya era mediodía. No le habían llevado nada de comer -probablemente así querían forzarla a que abandonara su voluntario exilio-. Si hubiera sido solo por el hambre, Mary habría resistido aún bastante tiempo en la cámara de la torre. Era una mujer sobria y no le importaba pasar privaciones. Y en cualquier caso, prefería pasar hambre a sentarse a una mesa con Malcolm de Ruthven.

Sigilosamente se deslizó por los corredores por los que había huido, dominada por el pánico, la noche anterior. Aún podía sentir el miedo, como un eco flotando en el aire. Mary no se molestó en volver a su habitación; en lugar de eso, bajó a la cocina, donde la servidumbre comía al mediodía. En presencia de los sirvientes -o al menos eso esperaba-, los Ruthven no querrían provocar un escándalo y la dejarían tranquila.

Evitó pasar por el comedor, donde Malcolm y su madre debían de estar comiendo en aquel momento, y siguió adelante por la estrecha y empinada escalera que estaba reservada a los criados y las doncellas. De este modo llegó a la zona del castillo en la que normalmente los señores no ponían los pies.

Aquí no había tapices ni cuadros, y los pocos muebles que se veían eran armarios bastos, toscamente trabajados. De la cocina llegaba un olor a asado de caza recién hecho, que hizo que a Mary le gruñera un poco el estómago. Una sirvienta que se acercaba en su dirección con una bandeja en las manos casi la dejó caer al verla.

– ¡Milady! -exclamó asustada.

– No pasa nada -la tranquilizó Mary, y miró alrededor con cautela-. Por favor, no tengas miedo, solo quiero preguntarte algo.

– Como desee, milady. -La sirvienta era una joven que debía de tener unos diecisiete años-. ¿Qué puedo hacer por milady?

– Estoy buscando a alguien -explicó Mary-. A una vieja escocesa que trabaja aquí de sirvienta.

– ¿Una vieja escocesa? -La muchacha le dirigió una mirada de extrañeza-. ¿Cómo se llama?

– No lo sé -replicó Mary, dudando-. Pensé que tal vez estaría aquí. Es muy vieja y tiene el cabello blanco.

La sirvienta pensó un momento, y luego sacudió la cabeza con decisión.

– Aquí no hay nadie que tenga este aspecto -se limitó a decir.

– Pero si yo he hablado varias veces con ella.

– Lo siento -murmuró la sirvienta-. Milady debe de haberse equivocado. -Y antes de que Mary pudiera replicar nada, se alejó por el pasillo con su bandeja y desapareció en un recodo.

Mary estaba perpleja. Aunque la muchacha era joven, y quizá no hacía tanto tiempo que trabajaba en el castillo de Ruthven como para conocer a todas las sirvientas. Mary se convenció a sí misma de que así debía ser, y siguió por el pasillo hasta la cocina. Por el camino pasó junto al comedor de los sirvientes, una bóveda oscura, sin ventanas, con el techo cubierto de moho y hollín. Una larga y tosca mesa de madera y unas sillas desastradas constituían todo el mobiliario; unas pocas velas colocadas sobre la mesa difundían una luz exigua.

Mary se sintió angustiada al pensar que Kitty había tenido que comer allí abajo. Aunque encontraba a faltar a su doncella y le habría alegrado tener a su amiga a su lado, tal vez fuera mejor que Eleonore la hubiera enviado a casa. Al menos así ya no tenía que soportar todo aquello.

Varios mozos estaban sentados a la mesa tomando cucharadas de una sopa aguada. No habían recibido ni un pedazo de la caza que comían los señores. Uno de los jóvenes era Sean, el aprendiz de herrero a cuya boda había asistido Mary. Cuando la vio, el joven se sobresaltó y se levantó al instante para inclinarse ante ella. Los otros mozos quisieron imitarle, pero Mary los disuadió con un gesto.

– Por favor -dijo rápidamente-, permaneced sentados y seguid comiendo. No querría molestaros; solo estoy buscando a alguien.

– ¿A quién, milady? -preguntó Sean-. Tal vez pueda ayudarla.

De nuevo Mary describió a la mujer que buscaba, una vieja sirvienta con un vestido negro y cabellos blancos como la nieve, con profundas arrugas grabadas en una cara curtida por la intemperie. Pero también el rostro del aprendiz mostró incomprensión.

– Lo siento, milady -dijo Sean-, pero no conozco a ninguna sirvienta como esa.

– Debes de equivocarte -insistió Mary-. He hablado varias veces con ella. Me ha visitado en mi cámara.

Sean y los otros mozos intercambiaron miradas desconcertadas.

– De verdad que lo siento, milady -dijo Sean de nuevo, y bajó la vista. Sus rasgos toscos pero honrados no estaban hechos para engañar, y Mary pudo ver claramente que le ocultaba algo.

– No voy a darme por satisfecha con esto -aclaró-. Quiero saber qué ocurre con esta sirvienta. Si sabes algo, Sean, debes decírmelo. Enseguida.

– No. -El joven herrero sacudió la cabeza-. Se lo ruego, milady, no me pida eso.

– ¿Por qué no? ¿Acaso en este castillo se han confabulado todos contra mí? ¿Incluso tú, mi querido Sean? Estuve en tu boda, no lo olvides, y os deseé suerte a ti y a tu mujer.

– ¿Cómo podría olvidarlo, milady? -dijo él, y su voz sonaba casi implorante-. Pero, por favor, no me pregunte más.

– Me temo que no tengo otra elección, Sean. Dime qué sabes. Si mis ruegos no pueden ablandarte, entonces deberé ordenártelo.

De nuevo el joven dirigió una mirada a los demás mozos buscando ayuda, pero estos mantuvieron la cabeza inclinada. Finalmente asintió a regañadientes. Con expresión recelosa miró alrededor, y luego se inclinó hacia Mary.

– Milady debe tener cuidado -susurró en voz tan baja que apenas podía entendérsele-. En este lugar ocurren cosas oscuras. Cosas malas.

– ¿De qué estás hablando?

Sean aún dudó un momento, pero parecía haberse dado cuenta de que ya no había vuelta atrás.

– ¿Ha oído hablar milady alguna vez de Glencoe? -preguntó-. ¿De la matanza que tuvo lugar allí?

– Naturalmente -confirmó Mary. Recordaba haber leído sobre ello en el libro de historia de sir Walter. En el año 1692, en el valle de Glencoe se produjo un alevoso ataque del clan de los MacDonald contra el de los Campbell, en el que muchos de estos últimos perdieron la vida. Un capítulo sangriento de la historia escocesa que, de todos modos, había sucedido hacía ciento treinta años.

– La víspera de la matanza -informó Sean con una voz que hizo estremecer a Mary- se divisó en el valle de Glencoe a la Bean Nighe.

– ¿Quién es la Bean Nighe?

– Una mujer anciana-replicó Sean sombríamente-. La vieron mientras lavaba ropa en el río.

– ¿Y bien? -inquirió Mary, que no podía imaginar qué tenía que ver aquello con la vieja sirvienta.

– Esa anciana -continuó el aprendiz- llevaba ropas negras y tenía el cabello largo y blanco, exactamente igual que la sirvienta de la que usted ha hablado. En el castillo de Ruthven no trabaja gente mayor, porque el laird y la señora solo quieren tener a su lado caras jóvenes y manos fuertes. Pero creo que la mujer que vio…

– ¿Sí?

Sean sacudió la cabeza y apretó los labios con firmeza, como si quisiera evitar a cualquier precio que de su boca saliera ni una sola palabra más.

– Por favor, Sean -le apremió Mary-, tengo que saberlo. Sea lo que sea, puedes decírmelo.

– ¿Aunque sea algo terrible? -preguntó el joven, angustiado.

– Aun así.

– Debe saber, milady, que la Bean Nighe ya había sido vista antes de la matanza, y que también la vieron después. Es muy vieja y aparece en los lugares más diversos. No todo el mundo puede verla, pero aquellos a los que se aparece…

– ¿Sí?

– Dicen que aquel a quien se aparece ya no vive mucho tiempo, milady -susurró Sean.

Mary se quedó helada al oírlo.

– Gracias, Sean -murmuró débilmente, mientras sentía que le flaqueaban las piernas.

– Siento haber tenido que decírselo, milady -le aseguró el joven herrero, consternado-, pero no me ha dejado elección.

– Lo sé.

Mary asintió con la cabeza.

– Lo siento tanto…

– No te preocupes, Sean -replicó la joven, esforzándose en sonreír-. No es culpa tuya. Era yo quien quería saberlo como fuera. Siéntate y sigue comiendo. Seguro que aún tienes hambre.

– No demasiada… Tal vez haya algo que yo pueda hacer por milady. ¿Milady necesita ayuda?

– No, mi querido amigo. Soy yo quien debe aclarar lo que se oculta tras este asunto, sea lo que sea. Nadie puede ayudarme en esto.

Mary dio media vuelta y salió de la bóveda, seguida por las miradas acongojadas de los mozos. Mientras iba hacia la planta superior, la joven volvió a oír las palabras de Sean, que seguían resonando como un eco en su cabeza, y se estremeció.

Finalmente llegó al vestíbulo y cruzó la gran puerta. Se sentía mal, y necesitaba con urgencia un poco de aire fresco. Cuando salió a la luz del mediodía y el aire áspero penetró en sus pulmones, Mary se sintió un poco mejor. Y finalmente su razón se impuso de nuevo.

Todo el mundo sabía que los escoceses eran un pueblo supersticioso, que creía en signos misteriosos y en todo tipo de charlatanerías, en espíritus de la naturaleza y criaturas fabulosas. Seguro que la Bean Nighe era solo una más de estas creaciones de la fantasiosa alma escocesa, pensó Mary, esforzándose en convencerse a sí misma. Y sin embargo…

¿Cómo se explicaba que ella misma hubiera visto a la anciana, mientras que ninguna otra persona la recordaba? ¿Cómo podía haber sabido esa mujer cosas que habían ocurrido hacía tanto tiempo? Por no hablar de la cámara de la torre, del diario de Gwynneth Ruthven, de los extraños sueños de Mary… Incluso la mente más racional debería admitir que esa acumulación de incidentes era más que misteriosa.

Mary habría deseado hablar de aquello con alguien, escuchar la opinión de una persona ajena al asunto; pero estaba sola, rodeada de enemigos, y con la sombría perspectiva de quizá no iba a vivir mucho tiempo.

Solo unos días atrás se habría reído al oír las palabras de Sean. Pero después de la noche pasada, Mary ya no reía. El miedo ascendía desde las profundidades de su alma y le oprimía la garganta. Por más que buscara explicaciones racionales, había demasiadas contradicciones, demasiadas preguntas que no tenían respuesta. A no ser que aceptara que existían cosas entre el cielo y la tierra que no podían explicarse solo con la razón.

Seres espectrales y augurios. Almas que estaban unidas más allá de los límites del tiempo… ¿Existían realmente estas cosas? ¿O tal vez estaba perdiendo la cabeza? ¿La habrían vuelto loca la angustia y la soledad? ¿Trataba su mente de este modo de escapar a la triste realidad?

No.

Lo que había visto y vivido había sido real. No eran fantasías ni supersticiones, sino la realidad. Y tampoco había imaginado la furiosa persecución de Malcolm, aunque los acontecimientos de la noche anterior le parecieran ahora una pesadilla. Si Mary dejaba de lado todos sus escrúpulos de racionalidad, aquello solo podía significar una cosa: el destino le había hecho llegar una advertencia, un presagio de lo que sucedería si no modificaba su camino.

Gwynneth Ruthven había creído hasta el final en la bondad de su hermano, no había querido darse cuenta de lo mal que iban las cosas con Duncan, y de las consecuencias que aquello podía tener para ella. Mary no debía cometer el mismo error. Debía actuar antes de que fuera demasiado tarde. Solo por esta razón le había aconsejado la vieja sirvienta que abandonara Ruthven. De este modo todo encajaba, el sueño y la realidad.

Con una terrible certeza, Mary comprendió que se encontraba en un punto crucial de su vida. Si permanecía en Ruthven, posiblemente no viviría mucho tiempo. Al principio solo había pensado que su futuro esposo era un aristócrata estrecho de miras, con un horizonte tan limitado como lo eran sus conocimientos; pero ahora tenía la convicción de que en él acechaban abismos que nadie -probablemente ni siquiera su madre- sospechaba que existieran.

Mary estaba segura de que Malcolm intentaría de nuevo tomar lo que ella le negaba. Si no podía obtenerlo, utilizaría la violencia, y ¡ay! de quien se opusiera a sus deseos. La noche anterior el heredero de Ruthven había mostrado su auténtico rostro. Mary temía de hecho por su vida, y el sombrío augurio del aprendiz de herrero contribuía a aumentar su miedo. Pero tal vez no fuera aún demasiado tarde para escapar al destino que la amenazaba.

Como todas las jóvenes de la nobleza, Mary había sido educada para cumplir con sus deberes. Aunque no le había agradado que la enviaran a una tierra extraña, se habría casado con Malcolm de Ruthven para satisfacer los deseos de su familia y preservar el buen nombre de la casa de Egton. Pero nadie, ni su padre ni ninguna otra persona en este mundo, podía exigir que permaneciera allí cuando su vida estaba amenazada. Mary no sacrificaría su vida solo por complacer a su familia.

Una audaz decisión empezaba a madurar en su interior.

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