9

Después de que se hubiera calmado la primera emoción del encuentro, el abad Andrew inició su relato. Se habían trasladado al salón de la casa, donde sir Walter, Quentin y el abad ocuparon los grandes sillones ante la chimenea; el monje indicó a sus tres hermanos de congregación que vigilaran las puertas y las ventanas.

– No creo que esta medida de precaución sea necesaria -opinó sir Walter-. La casa está sólidamente construida y las puertas y ventanas son seguras.

– Sin embargo, hemos podido entrar sin dificultad -replicó el abad con calma-, y lo que nosotros hemos podido hacer también podría conseguirlo el enemigo.

– ¿Qué enemigo?

– Lo sabe perfectamente, sir Walter. Le he prometido que le diría la verdad, pero le rogaría que también usted dejara de jugar con nosotros.

– La cuestión es quién juega con quién aquí, mi apreciado abad. En repetidas ocasiones le he preguntado por el signo de la runa, y con excepción de algunas alusiones oscuras, no me ha revelado nada.

– Por su propio bien. Si en ese momento hubieran abandonado el asunto, no habrían tenido ningún motivo de preocupación. Pero ahora me temo que ya no hay vuelta atrás.

– ¿Que no hay vuelta atrás? -preguntó Quentin-. ¿Frente a qué?

– Frente a la responsabilidad que el destino ha hecho recaer sobre su tío y sobre usted, señor Quentin. Me temo que a estas alturas ambos están tan implicados en esta historia como lo estamos nosotros.

– ¿En qué historia? -preguntó sir Walter, y en su voz podía detectarse claramente la impaciencia-. ¿Qué secreto protegen los monjes de Kelso que nadie más puede conocer?

– Un secreto de un tiempo antiguo, muy antiguo -respondió el abad enigmáticamente-. Pero antes de revelarles la verdad, debo pedirles que me prometan que no dirán a nadie ni una palabra de esto.

– ¿Por qué no?

– Su pregunta, sir Walter, se responderá por sí misma cuando sepa de qué se trata.

– ¿Le ha prescrito también una mordaza al inspector Dellard? -preguntó Scott con ironía.

– ¿El inspector Dellard?

– Me dijo que había hablado con usted. Y por él hemos averiguado lo poco que sabemos hasta ahora.

– De modo que el inspector Dellard… -El abad asintió con la cabeza-. Comprendo. Con esto nos ha proporcionado ya un primer indicio extremadamente valioso, sir Walter.

– Me alegro de que me lo diga -mintió Scott descaradamente-, con mayor motivo aún porque usted todavía sigue hablando en enigmas, apreciado abad.

– Perdóneme. Cuando se ha preservado un secreto durante tanto tiempo y con tanto cuidado, es difícil romper el silencio.

– ¿Durante cuánto tiempo exactamente? -quiso saber Quentin.

– Durante muchísimo tiempo, señor Quentin. A lo largo de quinientos años.

– Quinientos años -repitió Quentin intimidado.

– Desde los días de William Wallace y Robert Bruce. Más de medio milenio.

Era evidente que sir Walter no estaba tan impresionado como su sobrino.

– ¿Ahora llegará el momento en que nos desvelará que usted y sus monjes ya estaban allí en esa época? -preguntó.

– No, sir Walter. Pero el conocimiento de los sucesos de aquellos oscuros días se ha transmitido en mi orden de generación en generación. Antes de mí, no menos de treinta y dos abades preservaron el secreto y, poco antes de su muerte, lo transmitieron a sus sucesores. Soy el heredero de una larga serie de predecesores, y no habría tenido inconveniente en que el tiempo me dejara atrás a mí también. Pero el destino lo ha querido de otro modo. La decisión se producirá ahora, en nuestros días. A nuestra generación le ha correspondido asumir la responsabilidad.

– ¿Qué responsabilidad?

– Debe saber, sir Walter, que los monjes de Dryburgh, de los que somos herederos, realizaron un juramento solemne. No solo pronunciaron los votos de pobreza, castidad y obediencia, sino que juraron que combatirían el mal: el paganismo y la magia negra. El motivo que dio origen a este juramento fue la vergonzosa traición que se cometió en otro tiempo contra William Wallace.

– Esto tendrá que explicármelo con más detalle -solicitó sir Walter, y se inclinó hacia delante.

El reflejo del fuego proyectaba una luz temblorosa sobre sus tensos rasgos.

– Usted conoce la historia. William Wallace, que ya en vida recibió el sobrenombre de Braveheart, unió a los enfrentados clanes de las Highlands y los dirigió en su lucha contra los ingleses. En el año del Señor de 1297 obtuvo en Stirling una victoria decisiva, que le impulsó a avanzar hacia el sur y atacar al enemigo en su propia tierra. Pero, con los éxitos de Wallace, salieron también a la luz los envidiosos, príncipes de los clanes que estaban celosos de su poder y de la popularidad de que gozaba entre el pueblo, y que por eso empezaron a intrigar. Hicieron correr el rumor de que Wallace tenía intención de hacerse con la corona en cuanto hubiera derrotado a los ingleses, y aunque aquello era sencillamente una mentira, despertó en muchos lugares la desconfianza hacia él.

»En la batalla de Falkirk brotó por primera vez la semilla que los enemigos de Braveheart habían sembrado. Algunos importantes jefes de clan dejaron a Wallace en la estacada en el campo de batalla, y esta se perdió, aunque el propio Wallace sobrevivió a las graves heridas que le infirieron. Su reputación, sin embargo, había sufrido un gran daño, pues a partir de ese momento fueron muchos los que dudaron de él. Entre los que intrigaron con mayor virulencia contra Wallace se encontraban miembros de las antiguas y prohibidas hermandades de druidas, que habían pervivido desde los tiempos oscuros. Sus adeptos olfatearon entonces la oportunidad de provocar, mediante la caída de Wallace, que siempre había permanecido fiel a la Iglesia, una revolución, un cambio radical al final del cual debería resurgir el antiguo orden pagano.

»La más poderosa de estas sociedades era la Hermandad de las Runas, que consiguió atraer a sus filas a algunos jóvenes fanáticos de la nobleza escocesa que querían llevar al trono al joven conde de Bruce. Con su ayuda, la Hermandad de las Runas desarrolló un pérfido plan: por medio de la magia negra, destruirían a Wallace y nombrarían gobernante a Robert Bruce; claro está que solo para que gobernara por cuenta de la hermandad y restableciera el antiguo orden.

– Magia negra, conjuros paganos -repitió Quentin como un eco, sofocado de emoción, mientras sir Walter seguía las palabras del abad en silencio. En sus rasgos se reflejaba un claro escepticismo.

– El papel central en la conspiración lo asumió la espada de Wallace, la hoja con que había alcanzado la victoria en Stirling y que se había convertido, para los clanes escoceses, en el símbolo de la libertad y la resistencia contra el ocupante inglés. Había voces que afirmaban que el arma de Braveheart era una de las antiguas hojas rúnicas que habían sido forjadas en los tiempos oscuros por los primeros príncipes de los clanes y a las que se atribuían virtudes mágicas. Con ayuda de un joven noble llamado Duncan Ruthven, cuyo padre había sido un fiel seguidor de Wallace y que por eso gozaba de su confianza, la espada le fue sustraída y fue entregada a la hermandad, que, en un ritual pagano, la embadurnó con sangre humana e hizo que recayera una maldición sobre ella. El hechizo no tardó en surtir su efecto: la suerte en la guerra abandonó a Wallace. Sus aliados desertaron; de cazador se convirtió en cazado. En el año del Señor de 1305, fue traicionado por los suyos. Cayó en la trampa que le tendieron los ingleses y fue conducido a Londres, donde fue ejecutado públicamente al año siguiente.

– ¿Y la espada? -preguntó Quentin.

– La espada de la runa desapareció de forma misteriosa, para reaparecer solo unos pocos años más tarde; pero esta vez en posesión de Robert Bruce. La hermandad había enviado al joven noble para que estableciera contacto con él, y este había conseguido obtener con malas artes su confianza. Y aunque el propio Robert apenas creía que existieran posibilidades de continuar la guerra contra los ingleses, se atrevió a hacer lo inimaginable y alcanzó la victoria en el campo de batalla de Bannockburn. Desde entonces muchos historiadores se han preguntado cómo pudo ocurrir aquello. ¿Cómo un montón disperso de jefes de clan escoceses consiguió vencer a un ejército inglés que les superaba con creces en número y en armamento?

– Usted nos lo dirá -supuso sir Walter.

– Se ha intentado atribuir esa victoria al tiempo, a las características del terreno en el que se combatió. Pero esta no es la verdadera razón. La verdadera razón es que en aquel día entraron en acción unas fuerzas que ya habían desaparecido del mundo. Poderes oscuros y espantosos que en la batalla se situaron del lado escocés y llenaron de horror los corazones de los ingleses. El hechizo que había realizado la Hermandad de las Runas hizo su efecto.

– ¿Y usted cree en esas cosas?

– No tengo ningún motivo para no hacerlo, sir Walter. Los libros de historia documentan lo que sucedió entonces.

– La historia solo habla de la victoria de Bannockburn. No sé nada de una espada de la runa ni de un hechizo.

– Debe leer entre líneas -insistió el abad-. ¿No es cierto acaso que la política de Robert Bruce cambió de forma radical después de la muerte de Wallace? ¿Que abandonó su actitud reservada y se implicó en la lucha por el trono? ¿Que se volvió desconfiado y taimado? En 1306, en el mismo año en que Wallace fue ajusticiado, Bruce hizo asesinar a sangre fría a su rival John Comyn en la iglesia de Dumfries para allanar su camino hacia el trono. Poco después fue coronado rey escocés, pero la Iglesia le negó el reconocimiento. Más aún, Robert Bruce fue excomulgado y proscrito de la Iglesia. ¿Por qué cree usted que sucedió esto?

– Por la espada -respondió Quentin.

– Posteriormente -continuó el abad Andrew asintiendo con la cabeza-, sobre todo miembros de mi orden se esforzaron en hacer comprender a Robert Bruce su trágico error, en hacerle ver que se encontraba en camino de caer definitivamente en manos de poderes malignos. Ellos se dieron cuenta de que la llama del bien no se había extinguido por completo en su interior, y poco a poco el rey volvió a la senda de la luz.

– ¿Pero no decía que Robert Bruce había luchado en Bannockburn con la espada hechizada?

– Lo hizo. Pero ya en el mismo día de su victoria se apartó de los poderes oscuros. Dejó la espada de la runa en el campo de batalla y volvió arrepentido a los brazos de la Iglesia. Hizo penitencia por haberse apartado de la vía recta, y por ello fue reconocido por el Papa. El propio rey, sin embargo, nunca pudo perdonarse haber obtenido la victoria de aquel modo. Lamentó aquel acto durante toda su vida, y para mostrar su arrepentimiento, dispuso que a su muerte su corazón fuera enterrado en Tierra Santa.

– Así que esta es la culpa con la que cargó el rey durante toda su vida -observó Quentin, recordando las palabras de su tío-. Por eso llevaron su corazón a Tierra Santa. No es solo una leyenda.

– Es la verdad, joven señor Quentin, igual que todo lo demás.

– ¿Y de dónde ha sacado esta información?

– Un sacerdote llamado Dougal arriesgó la vida, en esa época, para prevenir a William Wallace. La advertencia nunca llegó hasta Wallace, porque una flecha traicionera alcanzó a nuestro hermano; pero Dougal vivió aún bastante tiempo para escribir lo que sabía sobre los planes del enemigo.

– ¿Y la espada? -preguntó sir Walter-. ¿Qué sucedió con la espada supuestamente hechizada?

– Como ya he dicho, el día de la batalla se quedó en el campo de Bannockburn. El rey se apartó del paganismo y de los poderes oscuros y volvió a la luz. Naturalmente los sectarios se sintieron engañados. Le guardaron rencor por ello y lo calumniaron, y hasta hoy corre el rumor de que la desgracia se abatió de nuevo sobre el pueblo escocés solo porque en ese día Robert Bruce se apartó de las antiguas costumbres. Pero el hecho es que la espada se perdió, y con ella su fuerza destructora. En recuerdo del padre Dougal y para evitar que los acontecimientos se repitieran, mi orden decidió entonces formar un círculo de iniciados, un pequeño grupo de monjes que preservaran el secreto y que deberían estar armados para el momento en que la espada volviera a aparecer y, con ella, aquellos que la habían dotado de poderes malignos. Durante siglos muchos creyeron que la Hermandad de las Runas había dejado de existir, pero mis hermanos de orden y yo nos mantuvimos firmes en nuestra vigilancia. Y finalmente, hace cuatro años, comprobamos que había estado justificada.

– ¿Y eso? -preguntó Quentin-. ¿Qué sucedió hace cuatro años?

– Se descubrió la tumba del rey Robert -aventuró sir Walter.

– Así es. Cuando se encontró el sarcófago del rey, intuimos que de nuevo entrarían también en acción los poderes oscuros que habían causado estragos en el tiempo en que vivía, y los hechos nos darían luego la razón. Como si durante todos esos siglos hubiera esperado este instante, la Hermandad de las Runas volvió a salir a la palestra.

– Pero ¿por qué? -preguntó sir Walter-. ¿Qué quiere esa gente? ¿Qué objetivo persiguen?

– ¿Aún no lo ha comprendido, sir Walter? ¿Aún no se ha dado cuenta de qué buscan sus oponentes?

– Para serle franco, no.

– Quieren la espada de Bruce -dijo el abad Andrew con voz lúgubre-. Las fuerzas funestas de antaño todavía habitan la espada, y los sucesores de los sectarios quieren utilizarlas para cambiar la historia de nuevo según sus deseos.

– ¿Cambiar la historia? ¿Cómo podría hacerse algo así? Y por otra parte, ¿cómo puede una espada estar habitada por un poder oscuro? Perdóneme, querido abad, pero exige de mí que crea en cosas que escapan a toda lógica, en supersticiones paganas de la peor especie

– Ya no hace falta que crea en ello, sir Walter. La espada ya ha dado prueba de su efecto funesto. La primera vez en el campo de batalla de Bannockburn, donde llevó la muerte y la destrucción a unos ingleses muy superiores en número. Desde entonces solo ha aparecido en otra ocasión, y también esa vez llevó solo la ruina, cuando los jacobitas se rebelaron y la Hermandad de las Runas trató de sacar partido de ello. El levantamiento de los fieles al rey, sin embargo, fue aplastado sangrientamente, como sabe, y la espada desapareció de nuevo, para volver a aparecer en nuestros días.

– ¿De modo que ya ha sido encontrada?

– Aún no, y quiera el Señor que la hermandad no la encuentre antes que nosotros.

– ¿Por qué no?

– Porque la utilizarían de nuevo para planear la revuelta y la destrucción y precipitar al país en la confusión y el caos.

– ¿Una espada de hace quinientos años? -Sir Walter no pudo reprimir una sonrisa irónica-. Sin duda entretanto habrá acumulado algo de herrumbre.

– Búrlese mientras pueda; pero también a usted debería darle que pensar que en el mismo mes en que William Wallace fue traicionado por sus partidarios, se produjo un eclipse de luna. Y dentro de pocos días…

– … de nuevo habrá un eclipse de luna -completó Quentin con una voz cargada de malos augurios.

– ¿Ya están enterados de eso?

– Hemos podido descifrar algunas de las runas que se encuentran en el sarcófago del rey Robert -confirmó sir Walter-. Sin duda usted conoce ya su significado.

El abad Andrew asintió.

– Estas runas son la causa de nuestra inquietud; porque especifican exactamente el lugar y el momento en que la Hermandad de las Runas desencadenará las fuerzas de la espada real.

– En el momento del eclipse de luna en el círculo de piedras.

– Así es. Pero hasta ahora les falta lo más importante.

– La espada de Robert Bruce.

– Exactamente, sir Walter. Sabemos que la hermandad la está buscando. Y naturalmente ellos saben que también nosotros la buscamos. La incursión en la biblioteca respondía a este objetivo, y ese fue el motivo de que los sectarios incendiaran el edificio.

– Para eliminar indicios.

– Exacto.

– Por eso tuvo que morir el pobre Jonathan, a causa de una antigua superstición. Y no faltó mucho para que también perdiera a mi sobrino.

– No creo que al principio los sectarios tuvieran la intención de implicarles a usted y a su familia en este asunto, sir Walter. Pero debido a sus persistentes intentos de llegar al fondo del caso y descubrir la verdad, usted mismo se ha colocado en esta situación.

– ¿De modo que soy culpable de todo lo que ha ocurrido? ¿Es eso lo que quiere decirme?

– En estos casos nadie es culpable, sir Walter. Sencillamente suceden, y todo lo que podemos hacer al respecto es ocupar el lugar que nos ha asignado la historia en ellas.

Sir Walter asintió, pensativo.

– Si sabía todo esto, abad Andrew, si en todo momento ha estado informado de la identidad de estos criminales, ¿por qué no me contó lo que ocurría? ¿Por qué me ha dejado dar palos de ciego en la oscuridad?

– Para protegerle, sir Walter. Cuanto menos supiera, mejor sería para usted. Al principio esperé que en algún momento se desanimara y abandonara el asunto, pero infravaloré su determinación. Desde entonces mis hermanos y yo les hemos apoyado tanto como hemos podido.

– ¿Usted? ¿Que me ha apoyado?

– Desde luego. ¿De dónde cree que procedía la llave de la cámara prohibida de la biblioteca?

– Bien, Quentin supuso que los sectarios nos la habían hecho llegar.

– Su sobrino se equivocó, sir Walter. No eran los conspiradores sino mi orden la que se encontraba en posesión de la llave. Nosotros fuimos los que se la enviamos. Y la visita que nos hizo su sobrino en Kelso… ¿Cree que no habíamos adivinado que aquel día tenía el encargo de espiar en nuestra biblioteca? Habría sido fácil para nosotros echarlo, si hubiéramos querido. ¿Y recuerda la noche en que cayó en manos de los sin nombre, señor Quentin? Fueron mis hermanos los que le salvaron la vida.

– ¿Fueron ellos? -preguntó Quentin sorprendido-. Entonces ¿también debieron de ser ellos los que se enzarzaron en una pelea con los encapuchados cerca de la biblioteca?

El abad asintió.

– Aquella noche los adeptos de la Hermandad de las Runas intentaron penetrar en la biblioteca para investigar el paradero de la espada. Logramos expulsarlos, pero esta situación no puede durar. Solo venceremos definitivamente a los sectarios cuando consigamos hacernos con la espada de Bruce y liberarla del hechizo que pesa sobre ella.

– Hechizos, magia negra, conjuras siniestras; no creo en este tipo de cosas -insistió sir Walter-. Y como hombre de Iglesia tampoco usted debería hacerlo, apreciado abad.

– Estas cosas, sir Walter -replicó el abad con dureza-, son más antiguas que la orden a la que sirvo. Son incluso más antiguas que la Iglesia. Más antiguas de lo que alcanza el recuerdo de la historia. La maldición que pesa sobre la espada de la runa es una reliquia de los inicios, de un tiempo que se sitúa antes de la historia. Algo que ha permanecido hasta nuestros días, aunque su época hace tiempo que llegó a su fin. Los que aspiran a poseerla quieren utilizarla para sembrar el caos y la destrucción. Ansían derribar el orden existente y hacer que vuelvan los dioses antiguos, los horrores de los tiempos primitivos. Reinarán la guerra y la barbarie si no los detenemos.

– Grandes palabras -admitió sir Walter-. Tal vez debería probar alguna vez como novelista, estimado abad. Pero dígame una cosa: ¿cómo un puñado de sectarios puede ejecutar, con una reliquia con siglos de antigüedad, estos espantosos hechos?

– Usted ya conoce la respuesta -dijo solo el abad.

Sir Walter iba a replicar algo, cuando de pronto palideció.

– El rey -susurró.

– La hermandad está informada de su prevista visita a Edimburgo -confirmó el abad-. Dentro de pocos días se reunirá para conferir a la espada poderes mortíferos y aniquiladores en una ceremonia pagana, como ya ocurrió en otro tiempo. Con sangre inocente se renovará el hechizo que pesa sobre ella. Luego querrán dirigir la espada contra el corazón del hombre al que consideran la encarnación del nuevo espíritu, el representante del nuevo orden.

– El rey Jorge -susurró sir Walter-. De eso se trata, entonces. Estos hombres planean un atentado contra el rey.

– Ya sabe qué sucedería si el rey, en su primera visita oficial a Edimburgo, cayera víctima de un atentado.

– Desde luego. Las tropas entrarían en Escocia, como la última vez bajo Cumberland. La consecuencia sería una guerra civil más terrible que cualquiera de las anteriores. Ingleses y escoceses lucharían los unos contra los otros y correría de nuevo la sangre, el antiguo odio volvería a surgir… He consagrado mi vida a la reconciliación entre ingleses y escoceses, a la convivencia entre nuestras culturas. Todo esto quedaría destruido de golpe por un acto sangriento como ese.

– Incluso aunque no crea en todo lo que le he contado sobre la espada y la Hermandad de las Runas, sir Walter, ¿no piensa que es su deber, como patriota y como ciudadano del Imperio británico, hacer todo lo humanamente posible para evitar una catástrofe como esa?

– Efectivamente -dijo sir Walter sin parpadear.

Quentin se colocó a su lado. A pesar de sus reparos, estaba firmemente decidido a apoyar a su tío en la lucha contra los sectarios; con la diferencia de que él concedía todo el crédito al abad Andrew.

Con cada palabra que había pronunciado el abad, Quentin había palidecido un poco más. Los oscuros secretos que se tejían en torno a la espada de la runa le habían alarmado, pero no lo dejó ver; por un lado, porque su sentido del honor no le permitía dejar en la estacada a su tío en esta hora decisiva, pero por otro, también, porque Quentin había oído que el joven miembro de un clan escocés que había traicionado a Robert Bruce llevaba el nombre de Ruthven. ¿Y no tenía que unirse en matrimonio Mary de Egton precisamente con un descendiente de esa familia? Aquello inquietaba a Quentin, aunque no supiera decir muy bien por qué. Tal vez fuera porque en secreto esperaba encontrar una mancha en la estirpe de los Ruthven para consolarse un poco y aliviar sus celos…

Sir Walter no parecía haberse percatado de la coincidencia, y Quentin se guardó su descubrimiento para sí. Su tío tenía ahora cosas más importantes en que pensar, y había demasiado en juego para que pudieran perder el tiempo con sus infantiles suposiciones.

– Sabía que podía contar con su ayuda, sir Walter -dijo el abad Andrew, y un atisbo de esperanza iluminó su rostro enjuto-. Aunque lo cierto es que no nos queda mucho tiempo. Nuestro único consuelo es que tampoco la parte contraria parece saber dónde se encuentra la espada. Dan palos de ciego, como nosotros.

– ¿Sabe quiénes son esos individuos?

– No. La mayoría de los miembros de la Hermandad de las Runas ni siquiera se conocen entre sí. Durante sus asambleas llevan máscaras que no les permiten identificarse los unos a los otros. Solo su jefe los conoce a todos. Así era también en los tiempos antiguos.

– Esa era, pues, la razón de que nos pisaran los talones continuamente -resopló sir Walter-. Aunque siempre se han mantenido un paso por detrás de nosotros.

– Como ya he dicho, tampoco nuestros adversarios conocen el lugar donde se oculta la espada. Todo lo que saben es que deben hacerse con ella dentro de los próximos cuatro días, para renovar el hechizo que pesa sobre el arma en el eclipse de luna. ¡No deben conseguirlo, sir Walter! ¡Debemos encontrar la espada antes que ellos y destruirla!

– Si está en juego la seguridad del rey, puede contar con que haré todo lo que esté en mi mano por ayudarle. Pero ¿existe algún indicio? ¿Alguna pista que nos permita descubrir dónde se encuentra la espada?

– Existe un rastro; pero es muy antiguo, e incluso los hermanos de mi orden con conocimientos de historia que han estudiado los antiguos escritos sobre la Hermandad de las Runas no pudieron sacar nada de él.

– Comprendo. De todos modos me gustaría examinarlo, si es posible.

– Naturalmente, sir Walter. En adelante no habrá ningún secreto entre nosotros, y lamento mucho no haberle puesto antes en antecedentes.

– Tarde no significa necesariamente demasiado tarde, apreciado abad -señaló Walter Scott sonriendo.

– No sabe cómo espero que efectivamente sea así. Debemos estar prevenidos, sir, pues nuestros oponentes son numerosos y astutos, y acechan ocultos. Temo que golpeen en el lugar donde menos esperemos.

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