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Leith, puerto de Edimburgo, dos meses más tarde


En el puerto de Leith reinaba una gran animación.

El sol matinal brillaba en el cielo y el mar estaba calmado. Los barcos llegaban sin cesar al Firth of Forth, la mayoría de ellos mercantes que traían artículos de España y de África Occidental, pero también de Francia y de las islas. Marineros, trabajadores del puerto y pasajeros se apiñaban en los muelles donde atracaban los veleros; se embarcaban cajas con mercancías y equipajes, y se llevaban a bordo barriles y agua potable, que transportaban coches arrastrados por tiros de seis caballos. Aquí se daba la señal de partida a un barco de tres palos, y más allá volvía a puerto, después de un viaje de patrulla, un bergantín de la Marina real.

En el muelle donde solían atracar los barcos de ultramar, estaba fondeado el Fortune, una orgullosa goleta que navegaba bajo bandera británica. El Fortune estaba a punto de hacerse a la mar; el equipaje ya había sido embarcado, las provisiones se habían llevado a bordo, y bajo la severa mirada del primer oficial, la tripulación tomaba las últimas disposiciones previas a la partida.

En el muelle, los pasajeros se despedían de sus parientes antes de emprender un viaje que duraría semanas y les conduciría al otro lado del océano, al Nuevo Mundo.

Entre ellos se encontraban sir Walter, Quentin y Mary, que ya no pertenecía a la casa de Egton, sino que llevaba ahora el sencillo nombre de Mary Hay, después de haber dado el sí a su amado Quentin en la iglesia de Dunfermline.

– ¿Y estáis seguros de que no queréis pensároslo mejor? -preguntó sir Walter-. No hace falta que vayáis al Nuevo Mundo para ser felices. Sabéis que tanto lady Charlotte como yo nos sentiríamos felices de acogeros en Abbotsford.

– Gracias, tío, pero Mary y yo hemos tomado una decisión. Nos arriesgaremos a empezar de nuevo en una tierra donde no se pregunta quién es alguien, sino qué hace de sí mismo.

– Entonces quedarás en buen lugar, muchacho. Tienes todo lo que un joven necesita para tomar en sus manos las riendas de su vida. Te enviaron a mi casa para que aprendieras el oficio de escritor; pero tú puedes ser lo que quieras, Quentin. Solo hace falta que lo desees. -Sir Walter se volvió hacia Mary-. ¿Y tú, también estás preparada para buscar la felicidad, hija mía?

– Lo estoy, tío. Por primera vez en mi vida seré realmente libre, y tengo intención de utilizar esta libertad. Me gustaría ser escritora, igual que tú.

– Una idea excelente. Estoy seguro de que tienes talento para ello.

– ¿Y qué harás tú? -preguntó Quentin-. ¿No querríais venir, la tía Charlotte y tú, con nosotros? Estoy seguro de que América recibiría con los brazos abiertos a un famoso escritor.

– ¿Y abandonar Escocia? Jamás, muchacho. Nací aquí y vivo aquí, y algún día también moriré aquí. Quiero demasiado a esta tierra para volverle nunca la espalda. Me seguiré esforzando para conseguir que alcance un nuevo florecimiento; pero no en oposición a los ingleses, sino iniciando mano a mano con ellos una nueva época. Tras la visita del rey a Edimburgo, se abren ante nosotros nuevas posibilidades. Tengo la sensación de que esta tierra se enfrenta a un buen futuro, como si con la espada hubiera vuelto también la esperanza a nuestro pueblo.

– Sigo sin comprender cómo pudo suceder todo eso -dijo Mary-. ¿Por qué no se cumplió la profecía de la hermandad? ¿Por qué el rayo descargó justo en el momento en que Malcolm quería matarme?

– Era el espíritu de Bruce -dijo Quentin convencido-. El propio Ruthven lo expresó poco antes de morir. El espíritu del rey Robert guardaba la espada e impedía que los horribles hechos de otro tiempo pudieran repetirse. Tal vez esa fuera la oportunidad que había estado esperando desde hacía medio siglo. La oportunidad de quedar libre por fin de la maldición de la espada y redimirse.

– Una bonita historia, muchacho -dijo sir Walter, sacudiendo lentamente la cabeza-. De todos modos, yo me inclino a creer que Malcolm de Ruthven cayó víctima de una sencilla ley de la física: la que afirma que los rayos tienden a descargar en objetos expuestos, preferentemente si estos están hechos de metal. Un americano llamado Benjamín Franklin ha escrito un interesante artículo sobre ello.

– Pero aún hay muchas cosas que no pueden explicarse -insistió Quentin-. Todos estos indicios que encontramos…

– Nos manipularon deliberadamente, como sabes. Todo lo que sucedió estaba perfectamente planificado.

– ¿Y los sueños de Mary?

– Los sueños se iniciaron cuando leyó el diario de Gwynneth Ruthven. Todo el mundo sabe que a menudo soñamos con cosas que han ocupado intensamente nuestra atención durante la vigilia.

– ¿Y la runa de la espada? Tú mismo viste que desapareció de la hoja.

– Esto es cierto. Pero ¿recuerdas que te dije que muchas cosas solo se nos hacen visibles cuando hemos desarrollado conciencia de ellas? Tal vez todos queríamos ver la runa de la espada en la hoja, incluidos los hermanos de las runas, y con el fin de la hermandad también nuestra conciencia de ella se perdió. En todo caso estoy seguro de que también puede encontrarse una explicación plausible para eso. La edad de la magia ha acabado irremisiblemente, muchacho, aunque Malcolm de Ruthven y sus partidarios no quisieran reconocerlo.

– Vosotros dos nunca os pondréis de acuerdo, ¿verdad? -preguntó Mary con seriedad fingida.

– Estamos de acuerdo, querida -le aseguró sir Walter-. En las cosas realmente importantes siempre hemos estado de acuerdo, ¿no es cierto, muchacho?

Sir Walter tendió la mano a su sobrino para despedirse; pero en lugar de cogerla, Quentin se lanzó directamente al cuello de su tío y le abrazó afectuosamente. Sir Walter dudó un momento, y luego respondió al abrazo a pesar de que aquella no era una conducta apropiada para un gentleman.

– Te doy las gracias, tío -le susurró Quentin-. Por todo lo que has hecho por mí.

– Soy yo quien debe darte las gracias, hijo mío. Estos días, tanto por lo bueno como por lo malo, permanecerán siempre en mi memoria.

Luego se dirigió a Mary, y no se contentó con abrazarla, sino que le estampó un cariñoso beso en la mejilla.

– Adiós, hija mía -dijo sonriendo-. Hace solo unos meses seguramente te habría encargado que cuidaras de mi sobrino, pero ahora tengo suficientes motivos para suponer que él cuidará de ti y que será un buen y fiel marido. De modo que no me decepciones, muchacho, ¿me has oído?

– No te preocupes, tío -le aseguró Quentin con una sonrisa divertida.

– Os deseo a ambos toda la suerte del mundo.

– ¿Suerte? -Mary levantó las cejas-. Pensaba que no creías en esas cosas.

Sir Walter sonrió suavemente.

– No creo en la magia, hija mía; pero nadie te impide creer en la fuerza de la providencia y en el favor del destino. Espero que siempre os acompañe.

Sir Walter se quedó mirando cómo Quentin y Mary subían a bordo del Fortune por la pasarela. El oficial comprobó sus pasajes y luego les dejó subir a bordo. Desde la cubierta de popa, donde se habían reunido los pasajeros, los dos saludaron con la mano a sir Walter, mientras los marineros realizaban las maniobras previas a la partida.

Se soltaron los cabos y tras desplegar las velas, el Fortune abandonó el puerto y puso rumbo al Nuevo Mundo, que ofrecería a Mary Hay la libertad que siempre había anhelado, y a su marido Quentin, su siguiente gran aventura.

Sir Walter siguió en el muelle, mirando el navío, hasta mucho después de que este hubiera abandonado el puerto y se hubiera convertido en un minúsculo punto en el horizonte. Luego dio media vuelta y emprendió el camino a casa.

Aunque se sentía melancólico por la despedida de Quentin y Mary, se alegraba de volver con su esposa a Abbotsford y de poder acabar por fin la novela que tan a menudo le había reclamado James Ballantyne en las últimas semanas.

Mientras subía al carruaje, sir Walter encontró por fin, de pronto, un nombre apropiado para el héroe de su nueva novela.

– ¿Por qué -dijo para sí- no lo llamo Quentin…?

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