VI

La enfermera Hopkins habitaba una pequeña villa al final del pueblo. Acababa de llegar y estaba desatando los cordones de su sombrero cuando entró Mary.

—¡Ah, es usted! Se me ha hecho un poco tarde. La anciana mistress Caldecott está bastante mal otra vez. Ya la he visto al final de la calle con Ted Bigland.

Mary respondió:

—Sí.

La enfermera agitó la nariz mientras encendía el gas para poner la tetera.

—¿Le dijo algo de particular?

—No. Simplemente me invitó a ir al cine con él.

—Pues mire, Mary. Ted es un chico excelente, muy trabajador y honrado... Pero no le conviene a usted... Usted debe aspirar a algo más con su educación y su cara de ángel. Lo mejor es que aprenda a dar masajes y verá mucha gente y adquirirá buenas relaciones y, sobre todo, no tendrá que depender de nadie.

—Lo pensaré, miss Hopkins. Mistress Welman me habló el otro día. Tenía mucha razón en lo que me dijo. No quiere que me vaya ahora. Le hago mucha falta; me lo dijo. Pero me prometió que se preocuparía de mi porvenir.

La enfermera repuso, en tono de duda:

—¿Quién sabe lo que hará luego? ¡Los viejos son tan raros!

Mary preguntó:

—¿Cree usted que mistress Bishop me odia..., o es sólo producto de mi imaginación?

La enfermera reflexionó unos segundos.

—Desde luego, no le pone muy buena cara. Es una de esas personas que no pueden ver con buenos ojos los favores que mistress Welman hace a los demás. Ha visto el cariño que la enferma tiene por usted y está resentida.

Rió jovialmente.

—Yo, de ser usted, no me preocuparía, querida. ¿Quiere abrir aquel cartucho de papel? Encontrará un par de buñuelos exquisitos.



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