5

¿QUIZÁS UN ACCIDENTE?

Siendo domingo, Hércules Poirot encontró a Ted Bigland en la granja de su padre.

No tuvo que esforzarse mucho en hacer hablar a Bigland. Pareció aceptar de buen grado la oportunidad que se le presentaba de descargarse de un peso que le abrumaba.

Dijo pensativamente:

—De modo que quiere usted encontrar al asesino de Mary Gerrard, ¿verdad? Ése es un misterio indescifrable.

Poirot repuso:

—¿No cree usted entonces que sea culpable miss Carlisle?

Ted Bigland contrajo la frente. Parecía un niño asombrado. Murmuró pausadamente:

—Miss Elinor es una hija de buena familia. Ella no es de las que... bueno, no sé cómo decirlo... No la creo capaz de hacer objeto a nadie de una violencia parecida... ¿No piensa usted lo mismo, señor?

Hércules Poirot asintió distraído.

Luego declaró:

—No, no es probable. Pero cuando surgieron los celos...

Se interrumpió, mientras contemplaba al gigante bien constituido que tenía ante él.

Ted Bigland replicó:

—¿Celos? Sí. No ignoro que puede ocurrir... a veces... Pero eso sucede cuando una persona está bajo el influjo del alcohol al mismo tiempo. Miss Carlisle..., tan hermosa..., tan educada...

Poirot arguyó:

—Pero Mary Gerrard murió, y no fue de muerte natural. ¿Tiene usted alguna idea que pueda ayudarme a descubrir al asesino de Mary Gerrard?

El muchacho movió la cabeza lentamente. Dijo:

—No... No parece posible que nadie deseara la muerte de Mary... Ella era... como una flor.

Y repentinamente, durante un minuto vívido, Hércules Poirot tuvo una nueva concepción de la muchacha asesinada... Era... como una flor.

Tenía la sensación de una pérdida dolorosa, de algo exquisito irremediablemente destruido.

En su cerebro se sucedieron una a una las palabras de Peter Lord: «Era una criatura preciosa...» Las de la enfermera Hopkins: «Podía haber llegado a ser una estrella de cine...» Las de mistress Bishop: «Era una intrigante.» Y ahora, desvaneciendo todas sus impresiones anteriores, aquella definición simple y romántica de Ted Bigland: «Era como una flor.»

Hércules Poirot dijo:

—Pero ¿entonces...?

Y extendió los brazos en el aire haciendo un gesto de extrañeza.

Ted Bigland movió la cabeza asintiendo. Sus ojos tenían la triste expresión de un animal atormentado. Dijo:

—Lo sé, señor. Lo que usted dice es la verdad. No murió de muerte natural. Pero he estado pensando y pensando...

Se interrumpió.

Poirot le instó a proseguir:

—¿Y bien?

Ted Bigland continuó lentamente:

—He estado pensando que tal vez no fuese más que un accidente...

—¿Un accidente?... ¿Qué clase de accidente?

—No lo sé, señor. Tal vez mi idea carezca de sentido común. Pero tengo la impresión de que no fue más que un accidente, una equivocación.

Y miró suplicante a Poirot, avergonzado de su falta de elocuencia.

Poirot permaneció pensativo un instante. Parecía reflexionar sobre la idea expuesta por el joven. Al fin dijo:

—Es interesante que usted tenga esa impresión.

Ted Bigland repuso en tono de humillación:

—No creo que le pueda servir de nada, señor. Ni siquiera puedo sugerirle el cómo y el porqué de este sentimiento mío. Ha sido como una corazonada.

Hércules Poirot declaró:

—Las corazonadas proporcionan a veces pistas y datos inapreciables.

Perdóneme si penetro ahora en un terreno doloroso para usted. ¿Estaba muy enamorado de Mary Gerrard?

El moreno rostro de Ted Bigland se oscureció aún más.

Dijo simplemente:

—Todo el mundo lo sabe...

—¿Se proponía usted casarse con ella?

—Sí.

—¿Y ella... no quiso?

Una expresión sombría apareció en la faz de Ted. Declaró, con cierto matiz de cólera reprimida:

—Lo hicieron con buena intención, no lo dudo; pero a veces no conviene mezclarse en las vidas de los demás. La educación y el viaje al extranjero cambiaron a Mary. No quiero decir con eso que la... echaran a perder, no. Pero la hicieron sentirse diferente. Adquirió la idea de que era demasiado para mí y, sin embargo, era demasiado poco para un caballero como mister Welman.

El detective inquirió, escrutando su rostro:

—¿No le es simpático mister Welman?

Ted Bigland exclamó con violencia pueril:

—¿Por qué había de sérmelo ? No tengo nada en contra suya. No es lo que yo llamo un hombre. Podría cogerlo así, con una mano, y partirlo en dos. Supongo que es inteligente; pero eso no le sirve de gran cosa si el coche se atasca. Tal vez sepa qué es lo que hace andar al coche, pero es incapaz de sacar la magneto y limpiarla...

Poirot preguntó:

—¿Trabaja usted en un garaje?

Ted asintió:

—Sí. En el de Henderson. Allá abajo.

—¿Estaba usted allí la mañana en que sucedió...?

Ted Bigland declaró:

—Sí, señor. Estuve probando el coche de un cliente. Tenía una avería insignificante y no podía localizarla. Entonces lo hice andar un largo trecho. Era un día estupendo. Aún había madreselvas en los setos. A Mary le gustaban mucho las madreselvas. Acostumbrábamos ir juntos a cogerlas antes que ella se marchase al extranjero.

De nuevo apareció en su rostro la expresión de infantil asombro. Hércules Poirot guardó silencio.

Con un estremecimiento, Ted reemprendió el hilo de su narración:

—Perdóneme, señor. Olvidé que me preguntaba por mister Welman. Pues bien: no me sentó bien que cortejara a Mary. No debía hacerlo. Ella no era de su clase.

Poirot inquirió:

—¿Cree usted que ella le quería?

El muchacho frunció el ceño.

—No lo sé... Realmente, no lo sé. Pero tal vez sí. No puedo asegurarlo.

Poirot preguntó:

—¿Existía algún otro hombre que pretendiese a Mary? ¿Alguno que conociese en el extranjero?

—No lo sé, señor. Jamás lo mencionó.

—¿Tenía enemigos aquí, en Maidensford?

—¡Oh, no, señor! Nadie la conocía bien, pero todos la querían.

Poirot interrogó con una sonrisa.

—¿Mistress Bishop también?

Ted hizo una mueca. Declaró:

—¡Oh, aquello no era más que despecho! A la anciana no le agradaba el cariño que mistress Welman experimentaba hacia Mary.

Poirot dijo:

—¿Era feliz Mary Gerrard allí? ¿Quería a mistress Welman?

Ted Bigland afirmó:

—Habría sido extraordinariamente feliz si la enfermera la hubiese dejado en paz. Me refiero a la enfermera Hopkins. No hacía más que imbuirle ideas absurdas. Quería que fuese a Londres para aprender a dar masaje.

—Ella le había tomado cariño a Mary, ¿verdad?

—Sí, desde luego; pero es de las que creen que saben siempre lo que le conviene a cada uno.

Poirot preguntó, recalcando las palabras:

—Supongamos que la enfermera supiese algo que redundase en descrédito de Mary Gerrard. ¿Cree usted que se lo callaría?

Ted Bigland le miró con curiosidad.

—Temo no haberle comprendido bien, señor.

—¿Cree usted que si la Hopkins supiese algo en contra de Mary Gerrard se lo callaría?

Ted afirmó, ceñudo:

—Dudo que esa mujer sea capaz de callarse algo. Es la chismosa más grande de todo el pueblo. Pero si guarda silencio por alguien, puede apostar que no lo hará más que por Mary Gerrard.

Hizo una pausa, y añadió, impelido por la curiosidad:

—Me gustaría saber por qué lo pregunta.

Hércules Poirot replicó:

—Hablando con las personas, llega uno a formarse cierta impresión de su carácter. La enfermera Hopkins es, según las apariencias, una mujer franca y comunicativa. Pero tuve la sensación de que me ocultaba algo. No quiero decir que sea necesariamente una cosa, de importancia. Tal vez no tenga relación alguna con el crimen; pero hay algo que ella sabe y que no lo ha dicho. No sé por qué, presumo que es algo que perjudica o menoscaba el honor de Mary Gerrard...

Ted Bigland movió la cabeza tristemente.

—Siento no poder serle útil en eso, señor.

Hércules suspiró:

—Bien. Ya lo sabré con el tiempo.



Загрузка...