III

Entraron en la habitación en que había fallecido Mary Gerrard.

Una atmósfera extraña los rodeaba... Parecía estar llena de recuerdos...

Peter Lord abrió una de las ventanas.

Dijo, estremeciéndose:

—Me da la impresión de que estoy en una tumba...

Poirot murmuró:

—Si las paredes pudiesen hablar... Allí se inició todo, aquí terminó todo...

Hizo una pausa y prosiguió:

—Fue en esta habitación donde murió Mary Gerrard...

Peter Lord asintió:

—La encontraron sentada en aquel sillón junto a la ventana...

Hércules Poirot dijo, pensativamente:

—Una muchacha joven, bella..., romántica, ¿sería capaz de maquinar una intriga?... ¿Era una persona de mentalidad superior?... ¿Era gentil y dulce, sin mala intención..., una joven que empezaba a vivir..., una muchacha como una flor?

—Sea lo que fuere —dijo el doctor Lord—, alguien deseaba su muerte.

Hércules Poirot dijo, con voz tenue:

—Me pregunto...

Lord le miró con fijeza.

—¿Qué quiere decir?

Poirot movió la cabeza.

—Todavía no ha llegado la hora de hablar.

Giró sobre sus talones.

—Ya hemos visto toda la casa... No nos queda nada por visitar... Vamos al pabellón.

Aquí, como allí, todo estaba en orden; las habitaciones cubiertas de polvo, pero vacías de todos los objetos de propiedad particular. Los dos hombres permanecieron allí pocos minutos. Cuando volvieron al aire libre, Poirot tocó las hojas de un rosal que crecía a través de un enrejado. Eran de color rosa y exhalaban un aroma intenso.

—¿Conoce usted el nombre de esta rosa?... Es la Zaphyrine droughin, amigo mío.

Peter Lord exclamó, irritado:

—Bueno, ¿y qué?

Hércules Poirot continuó:

—Cuando vi a Elinor Carlisle me habló de las rosas. Fue entonces cuando empecé a ver... no con claridad diurna, sino con ese leve resplandor que observamos en un tren cuando estamos a punto de salir de un túnel... Es el preludio de la absoluta claridad.

Peter Lord dijo con voz ronca:

—¿Qué es lo que le dijo?

—Me habló de su infancia..., de cuando jugaba aquí, en este jardín, y entablaba batallas encarnizadas con su primo Roderick. Su enemistad consistía en que a él le gustaban las rosas blancas de York..., frías y austeras, y ella, según me dijo, prefería las rojas, las rosas sangrantes de Lancaster. Las rosas carmesíes, que tienen fragancia, color, pasión y calor... Y ésa, amigo mío, es la diferencia entre Elinor Carlisle y Roderick Welman.

—Y eso... ¿explica algo?

Poirot murmuró:

—Eso explica que Elinor Carlisle..., que es apasionada y orgullosa y que amaba desesperadamente a un hombre que no era capaz de amarla...

Peter Lord tartamudeó:

—No..., no le... com...pren... do.

Poirot afirmó:

—Pero yo sí comprendo... a ella. Comprendo a los dos. Volvamos a aquel claro entre los arbustos.

Cuando llegaron allí, Poirot quedó inmóvil durante unos instantes. El doctor Lord no le quitaba los ojos de encima.

El detective suspiró profundamente.

Dijo:

—Es tan simple, en realidad... ¿No se da cuenta, amigo mío, de lo sofístico de su razonamiento?... Según mi teoría..., alguien..., un hombre... que había conocido a Mary Gerrard en Alemania vino con el propósito de matarla... ¡Mire, amigo mío, mire! Use sus ojos físicos, ya que es incapaz de ver con los del espíritu... ¿Qué ve desde aquí...? Una ventana, ¿verdad? Y en aquella ventana... una muchacha. Una muchacha que prepara unos emparedados... Es decir, Elinor Carlisle. Ahora piense un momento en esto: ¿Cómo pudo saber el hombre que acechaba que aquellos emparedados estaban destinados a Mary Gerrard...? Nadie lo sabía..., excepto Elinor Carlisle... Mary Gerrard y la enfermera Hopkins lo ignoraban también.

Hizo una pausa, y prosiguió:

—Así, pues, admitiendo que hubo aquí un hombre que acechaba el acto de Elinor Carlisle..., ¿qué podía pensar al cometer ese acto de envenenar el emparedado?... No podía pensar sino que era la propia Elinor Carlisle la que se proponía comérselos.



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