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LA ENFERMERA HOPKINS

Hércules Poirot tomó asiento en la salita de la casa de la enfermera Hopkins.

El doctor Lord le había acompañado hasta allí y, después de hacer las presentaciones, salió a una seña del detective y dejó solos a los dos interlocutores.

Después de escrutar detenidamente la extraña figura del detective, la enfermera empezó a decir:

—Sí. Ha sido una cosa terrible. Lo más terrible que he conocido en mi vida. Mary era una de las criaturas más preciosas que han existido en este mundo. ¡Tal vez hubiese llegado a ser artista de cine si se lo hubiese propuesto! Y, además de eso, era una muchacha formal y poco orgullosa, a pesar de lo que podía reservarle el futuro.

Poirot intervino, lanzándose a fondo:

—¿Quiere usted dar a entender lo que le reservaba mistress Welman?

—Sí. La anciana se había encaprichado de la pobre niña. Llegó a tomarle un cariño tremendo.

—¿Era sorprendente ese cariño?

—Eso depende... En realidad..., era natural... Quería decir... —la enfermera se mordió los labios. Parecía confundida—. Quería decir que Mary supo atraerse aquel sentimiento... Poseía una voz dulce y agradables modales... Y, según mi opinión, a las ancianas les agrada en cierto modo la presencia de rostros jóvenes.

Hércules Poirot dijo:

—¿Venía miss Carlisle con alguna frecuencia a ver a su tía?

La enfermera repuso con sequedad:

—¡Miss Carlisle venía cuando le parecía bien!

Poirot murmuró:

—No le es simpática miss Carlisle, ¿verdad?

La enfermera Hopkins exclamó:

—¿Cómo quiere que me sea simpática una envenenadora?...

Hércules Poirot le interrumpió:

—Veo que está usted convencida.

La enfermera le miró con suspicacia.

—¿Qué quiere usted?... ¿Que oculte mi pensamiento?

—¿Está usted segura de que fue ella la que administró la morfina a Mary Gerrard?

—¡Dígame usted quién pudo ser, si no! ¿Se atreve a insinuar que fui yo?

—Ni imaginarlo, señorita... Pero su culpabilidad no ha sido probada todavía. Recuérdelo. No formule, pues, juicios.

La enfermera repuso pausadamente:

—Fue ella. Aparte de otras muchas cosas, lo pude leer en su cara. Tenía una expresión extraña aquel día. Me hizo subir al primer piso y me tuvo allí largo rato. Cuando regresamos y encontramos muerta a Mary..., su rostro la denunció. Vi que ella se dio cuenta de que yo lo sabía.

Hércules dijo pensativamente:

—Es difícil, en efecto, creer que cualquier otra persona pudiera haberlo hecho. A menos que la misma Mary...

—¿Quiere usted decir que se hubiera matado ella misma? ¿Cree, en serio, que Mary se suicidó? ¡Jamás he oído una tontería tan grande!

Hércules dijo, sentencioso:

—¡Quién sabe! ¡El corazón de las muchachas es tan sensible, tan tierno!

Hizo una pausa y añadió:

—¿Cree usted que no pudo ser posible? ¡Tal vez echó la droga en el té sin que ustedes se diesen cuenta!

—¿Querrá usted decir en su propia taza?

—Sí. Usted no estaría observándola todo el tiempo.

—Desde luego que no. Admito que pudo hacerlo. Pero es incongruente esa idea. ¿Por qué había de hacer una cosa así?

Hércules Poirot movió la cabeza con aire de duda. Replicó:

—El corazón de las muchachas es tan sensitivo... Un amor contrariado, tal vez...

La enfermera gruñó:

—Las muchachas no se matan por contrariedades amorosas. Eso no lo hacen más que las hijas de familia... y Mary no lo era.

Y miró agresiva al detective.

Poirot preguntó:

—¿No estaba enamorada?

—Nada de eso. Era libre como el aire. Le gustaba su empleo y vivía su vida...

—Pero debía de tener admiradores, puesto que era una muchacha tan atractiva.

La enfermera afirmó:

—No era de esas muchachas que hacen cucamonas a todo el mundo. No. Era muy calladita y muy formal.

—Pero, sin duda, debían de pretenderla muchos mozos del lugar...

—Sí. Ted Bigland, por ejemplo...

Poirot consiguió varios datos sobre Ted Bigland.

—Estaba celosísimo por Mary —dijo la enfermera—. Pero, como ya le dije a ella, no era suficiente partido.

Poirot replicó:

—Se encolerizaría cuando Mary le despreció.

—Sí, en efecto; le sentó bastante mal. Y me echó a mí la culpa.

—¡Ah!... ¿Adivinó que todo se había debido a su intervención?

—Comprenderá usted que yo estaba en mi perfecto derecho de aconsejar así a la chica. Tengo bastante experiencia en el mundo, y no quería que se decidiera a nada de que luego pudiera arrepentirse.

Poirot inquirió con cortesía:

—¿Qué le hacía interesarse tanto por la muchacha?

—Pues..., no sé... —titubeó. Parecía intimidada y avergonzada de sí misma—. Tal vez un sentimiento romántico...

Poirot murmuró:

—Tal vez ella invitara al romanticismo, pero no las circunstancias que la rodeaban —reflexionó un momento y preguntó de pronto—: ¿No era hija del guarda?

La enfermera Hopkins respondió:

—Sí, sí, desde luego. Por lo menos...

Miró titubeando a Hércules Poirot, que la observaba con aire de simpatía.

Le dijo en tono confidencial:

—Mire, señor... La muchacha no era hija del viejo Gerrard. Así me lo dijo él. Su padre era un caballero de la alta sociedad.

Poirot murmuró:

—¡Ah! ¿Y su madre?

La enfermera titubeó, se mordió los labios y al fin dijo:

—Su madre fue doncella de la anciana mistress Welman. Se casó con Gerrard después de haber nacido Mary.

—Es una novela, una novela de misterio.

El rostro de la enfermera se iluminó.

—¿Verdad que sí? No se puede evitar cierta atracción hacia las personas de las cuales se sabe algo que ignoran los demás. Por casualidad llegué a averiguar muchas cosas. En realidad, fue la enfermera O'Brien la que me puso sobre la pista; pero eso es otra historia. Como usted dice, es interesante conocer el pasado. Hay muchas tragedias que nadie sería capaz de adivinar. ¡Qué mundo tan triste!

Poirot suspiró y movió la cabeza.

La enfermera exclamó, súbitamente alarmada:

—No debía haberle contado todo esto. Por nada del mundo me habrían sacado una palabra. Después de todo, nada tiene que ver con el caso... En lo que concierne al mundo, Mary era hija de Gerrard y nadie debe saber lo contrario. ¡Sería horrible humillar su memoria ahora que ha muerto! Además, se casó con la madre de Mary. No importa el porqué.

—Pero usted sabe quién fue su padre, ¿verdad?

La enfermera respondió, haciendo una mueca de disgusto:

—Tal vez sí, aunque puede ser que no. Es decir, he adivinado algo, pero no puedo asegurar nada. Los pecados antiguos están cubiertos por espesos velos. Además, yo no soy de las que les gusta hablar, y no me sacará una palabra más.

Poirot, con gran tacto, abandonó el ataque y cambió de tópico. Declaró:

—Hay algo más. Una cosa muy delicada. Pero estoy seguro de poder contar con su discreción.

La enfermera rebosaba satisfacción. Una sonrisa amplia apareció en su rostro vulgar.

Poirot continuó:

—Me refiero a mister Roderick Welman. Experimentaba cierta atracción hacia Mary Gerrard. ¿No es verdad?

La enfermera asintió:

—¡Bebía los vientos por ella!

—Aunque en aquel tiempo estaba prometido a miss Elinor Carlisle, ¿eh

La enfermera declaró.

—Si he de decirle la verdad, él no estaba lo que se dice loco por miss Carlisle. Era más bien frío con ella.

Poirot preguntó:

—¿Animó... o, mejor dicho, alentó Mary las pretensiones de Roderick?

La enfermera afirmó con voz cortante:

—Se comportó siempre con honestidad. Nadie puede decir que fomentase la pasión de mister Welman.

Poirot preguntó:

—¿Estaba enamorada de él?

—No. No lo estaba.

— ¿Y le gustaba?

—¡Oh!, sí... A la pobre le gustaba mucho mister Roderick.

—Supongo que, con el tiempo, ese sentimiento de ella se habría transformado en otro más...

—Sí. Tal vez —interrumpió la Hopkins, comprendiendo la idea—. Pero Mary no era de las que obraban apresuradamente en nada. Le declaró que no volvería a permitirle que hablase con ella de ese asunto mientras estuviese prometido a miss Elinor. Y cuando fue a verla a Londres volvió a repetirle lo mismo.

Poirot le preguntó con aire ingenuo:

—¿Qué opinión tiene usted de mister Roderick Welman?

La enfermera repuso:

—Es un joven simpatiquísimo. Bastante nervioso. Con el tiempo será dispéptico. Casi todos los adultos de su temperamento lo son.

—¿Quería mucho a su tía?

—Así lo creo.

—¿Permanecía mucho tiempo a su lado cuando estuvo enferma?

—¿Quiere usted decir cuando sufrió el segundo ataque? La noche que precedió a su muerte..., cuando ellos vinieron, ¿verdad? No creo que entrase en su habitación.

—¿De veras?

La enfermera dijo rápidamente:

—Ella no preguntó por él. Y, desde luego, no sospechábamos que el fin estuviese tan próximo. Muchos hombres son así; huyen de una habitación donde hay un enfermo. No pueden remediarlo. No es que sean insensibles. Simplemente, les molesta y se ponen nerviosos.

Poirot movió la cabeza en señal de comprensión. Preguntó:

—¿Está segura de que mister Welman no entró en el cuarto de su tía antes que ella muriese?

—¡No, mientras yo estaba de servicio! Miss O'Brien me relevó a las tres de la madrugada, y es posible que ella le llamase antes del fin; pero si lo hizo, no me lo contó a mí.

Poirot sugirió:

—Tal vez entró en la habitación cuando usted estaba ausente...

La enfermera repuso con aspereza:

—No abandono a mis pacientes ni un instante, mister Poirot.

—Perdóneme. No quería decir tal cosa. Se me ocurrió que quizá usted tuvo que hervir agua o bajar la escalera para buscar algún estimulante.

Apaciguada, la enfermera confesó:

—En efecto, bajé a cambiar las botellas y llenarlas de nuevo. Sabía que había un caldero con agua hirviendo en la cocina.

—¿Estuvo ausente mucho tiempo?

—Tal vez unos cinco minutos.

—¡Ah! ¿Entonces mister Welman pudo entrar en el cuarto?

—Si lo hizo, debió de ser cosa de un segundo.

Poirot suspiró. Dijo:

—Como usted ha dicho, los hombres huyen de los enfermos. Las mujeres son ángeles que nos cuidan. ¿Qué haríamos sin ellas? Especialmente las mujeres de su noble profesión.

La enfermera, enrojeciendo ligeramente, balbució:

—Es usted muy amable al decir eso. Nunca he pensado en ello. El trabajo de enfermera es demasiado pesado y no queda tiempo para pensar en su aspecto noble.

Poirot preguntó:

—¿Y no puede decirme nada más de Mary Gerrard?

Hubo una pausa antes que la enfermera contestase:

—No sé nada más.

—¿Está completamente segura?

La enfermera dijo, algo incoherente:

—Usted no comprende. Yo estimaba mucho a Mary.

—¿Y no puede usted decirme nada más?

—¡No, nada más! Absolutamente nada más.



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