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EXTRAÑA COINCIDENCIA
La enfermera O'Brien movió su cabeza rojiza y sonrió ampliamente al hombrecillo que estaba sentado frente a ella, al otro lado de la mesita de té.
Ella pensó para sí: «Es un hombrecillo muy cómico; y sus ojos son verdes como los de un gato; ¡y el doctor Lord opina que es un individuo inteligente!»
Hércules Poirot dijo:
—Es un verdadero placer encontrarme con una persona tan llena de salud y vitalidad. Todos sus pacientes, sin duda, deben restablecerse.
Miss O'Brien contestó:
—No soy de las que ponen una cara larga, y, a Dios gracias, pocos de mis pacientes mueren.
El detective observó:
—Desde luego, en el caso de mistress Welman, se trataba de una verdadera liberación.
—¡Ah, así es, pobrecita!
Sus ojos eran penetrantes cuando, mirando a Poirot, le preguntó:
—¿Quería hablarme de eso? Sospeché algo cuando supe que la estaban desenterrando.
Poirot hizo una breve pausa. Pareció buscar la pregunta.
—¿No tuvo usted ninguna sospecha entonces?
—Ni la más ligera sospecha, aunque por la cara que tenía el doctor Lord aquella mañana, mandándome de un lado a otro para buscar cosas que no necesitaba, podría haber sospechado algo. Pero él firmó el certificado de defunción.
Poirot comenzó:
—Tenía sus motivos...
Pero ella le interrumpió:
—Así es, y tenía razón. No le conviene a un médico ofender a la familia; y luego, si se hubiera equivocado, hubiera perdido la clientela. ¡Un médico tiene que estar seguro!
Poirot observó:
—Se ha sugerido que mistress Welman pudo haberse suicidado.
—¿Ella? ¿Cuando estaba tendida en la cama, reducida a la impotencia? ¡Si apenas podía levantar una mano!
—¿Y si alguien la hubiera ayudado?
—¡Ah! Ahora veo lo que usted quiere decir. ¿Miss Carlisle, mister Welman o quizá Mary Gerrard?
—Sería posible, ¿no es verdad?
La enfermera movió negativamente la cabeza. Dijo:
—¡Ninguno de ellos se hubiera atrevido!
El detective murmuró lentamente:
—Tal vez no —añadió—. ¿Cuándo echó de menos el tubo de morfina la enfermera Hopkins?
—Aquella misma mañana. «Estoy segura de que lo tenía aquí», fueron sus palabras. Estaba muy segura al principio; pero usted sabe lo que ocurre: al cabo de un rato entra la confusión, y, al fin, ella declaró estar segura de haberlo dejado en casa.
Poirot murmuró:
—¿Y entonces no tuvo usted ninguna sospecha?
—¡En absoluto! No se me ocurrió que pudiera suceder alguna cosa anormal. Aun ahora, la Policía tiene tan sólo una sospecha.
—Al pensar en aquel tubo de morfina desaparecido, ¿ni usted ni miss Hopkins se intranquilizaron un momento?
—Verá usted. Recuerdo lo que hablamos miss Hopkins y yo en el café de El Caballito Azul, donde nos encontrábamos en aquel momento: «Sólo pudo ser que al dejarlo en la repisa de la chimenea cayera al cubo de la basura, ¿no es verdad?», me dijo. «Seguramente eso es lo que ha sucedido», le contesté. Y ninguna de las dos mencionamos lo que nos preocupaba ni los temores que sentíamos.
Hércules Poirot preguntó:
—¿Y qué piensa usted ahora?
La enfermera contestó:
—Si encuentran morfina en su cuerpo, no habrá duda de que quién tomó aquel tubo, ni de para qué se usó; aunque no creeré que ella envenenara a la anciana señora hasta que se demuestre que verdaderamente hay morfina en su cuerpo.
Poirot dijo:
—¿No tiene usted ninguna duda de que Elinor Carlisle matara a Mary Gerrard?
— En mi opinión, ninguna. ¿Quién más podía tener una razón para ello o desearlo?
—Ésa es la cuestión —dijo Poirot.
La enfermera O'Brien continuó en tono dramático:
—¿No me encontraba presente la noche en que la señora intentaba hablar y miss Elinor le prometió que todo se haría según sus deseos? ¿No vi su rostro y el odio que se reflejaba en él cuando siguió con la mirada a Mary mientras bajaba la escalera? Sí, el crimen anidaba en su corazón en aquel momento.
Poirot preguntó:
—Si Elinor Carlisle mató a mistress Welman, ¿por qué lo hizo?
—¿Por qué? Por el dinero, desde luego. Nada menos que doscientas mil libras esterlinas. Eso es lo que ella heredó y por eso lo hizo, si es que lo hizo, es una joven audaz e inteligente.
Hércules Poirot inquirió:
—Si mistress Welman hubiera hecho testamento, ¿a quién cree usted que habría dejado su fortuna?
— ¡Ah! No soy yo quien ha de decirlo —repuso la enfermera—. Pero, en mi opinión, la fortuna entera de mistress Welman habría ido a parar a manos de Mary Gerrard.
—¿Por qué? —preguntó el detective.
—¿Por qué? ¿Usted pregunta por qué? Yo dije que eso es lo que me parecía.
Poirot murmuró:
—Algunas personas dirían que Mary Gerrard había intrigado tan hábilmente, que logró las simpatías y el cariño de la anciana, hasta el punto de hacerle olvidar los lazos de la sangre.
—Es posible —contestó miss O'Brien lentamente.
El detective preguntó:
—¿Era Mary Gerrard una muchacha hábil e intrigante?
La enfermera O'Brien respondió, más lentamente aún:
— No creo tal cosa de ella. Todo cuanto hacía era espontáneo, sin ninguna sombra de intriga. Esa muchacha no era intrigante. Y existen a menudo motivos para estas cosas, que nunca se divulgan.
Hércules Poirot observó suavemente:
—Es usted, a mi entender, una mujer muy discreta, miss O'Brien.
—No me gusta hablar de lo que no me concierne.
Observándola muy atentamente, Poirot continuó:
—Usted y miss Hopkins han convenido, ¿no es cierto?, en que hay algunas cosas que es mejor no sacar a la luz del día.
La enfermera repuso:
—¿Qué quiere usted decir con eso?
El detective contestó rápidamente:
—Nada que se relacione con el crimen o crímenes. Me refiero al otro asunto.
Miss O'Brien dijo, moviendo la cabeza:
—¿De qué serviría desenterrar una vieja historia escandalosa, cuando ella era una anciana decente y buena, que ha muerto respetada por todo el mundo?
Hércules Poirot movió la cabeza en señal de asentimiento. Dijo cautelosamente:
—Como usted dice, mistress Welman era muy respetada en Maidensford.
La conversación había tomado un giro inesperado, pero el rostro de Poirot no expresaba ni sorpresa ni perplejidad.
La enfermera prosiguió:
—Hace mucho tiempo de eso, además. Está muerto y olvidado. Yo tengo un corazón muy sensible para las cosas románticas y digo, y siempre he dicho, que es un tormento para un hombre que tiene a su esposa en un manicomio estar atado toda su vida, sin esperanza de que no haya nada más que la muerte que le libere.
Poirot murmuró, perplejo:
—Sí, es un tormento.
La enfermera continuó:
—¿Le dijo a usted miss Hopkins que su carta se cruzó con la mía?
Poirot contestó vagamente:
—No me dijo eso.
—Fue, en verdad, una extraordinaria coincidencia. Pero suele suceder. Oye usted un nombre, y un día o dos después vuelve a toparse con él. Sí, fue una coincidencia que yo viese el retrato encima del piano y en aquel mismo momento el ama de llaves del doctor estuviese hablando de ese retrato con miss Hopkins.
—Eso —declaró Poirot— es muy interesante —y luego murmuró, insinuante—: ¿Mary Gerrard supo esto?
—¿Quién se lo había de decir? —repuso la enfermera O'Brien—. Yo, no; y tampoco miss Hopkins. Después de todo, ¿de qué le serviría a ella?
Levantó su cabeza rojiza y miró con fijeza a Poirot.
El detective suspiró:
—En efecto, ¿de qué iba a servirle?