6

RODDY RECUERDA

Poirot contemplaba con interés el rostro largo y sensitivo de Roderick Welman.

Los nervios de Roddy se hallaban en un estado lamentable. Temblábanle las manos, tenía los ojos inyectados en sangre, la voz ronca e irritada.

Dijo, mirando la tarjeta:

—Conozco su nombre, monsieur Poirot. Pero no veo qué es lo que el doctor Lord cree que puede hacer en este asunto. Además, ¿qué le importa a él todo esto? Atendió a mi tía; pero, por otra parte, es un extraño para mí. Elinor y yo no lo conocimos hasta que fuimos allí, en junio. Creo que Seddon es el más indicado para ocuparse de estos asuntos.

Hércules Poirot se inclinó:

—Técnicamente es lo correcto.

Roddy continuó con tristeza:

—No es que Seddon me inspire mucha confianza. ¡Es tan pesimista!

—¡Es la costumbre de los abogados!

—Hace poco hemos escrito a Bulmer. Se dice que es de lo mejorcito que hay.

Poirot afirmó:

—Se le considera como el abogado de las causas perdidas.

Roddy entornó los ojos, disgustado.

El detective añadió:

—Supongo que no le molestará que intente ayudar a miss Elinor Carlisle.

—Claro que no. Pero...

—Pero ¿qué podré hacer yo? ¿No es eso lo que iba usted a decir?

Una sonrisa iluminó el rostro de Roddy. Una sonrisa tan encantadora, que Hércules Poirot comprendió entonces la sutil atracción de aquel hombre.

Roddy dijo, en tono de excusa:

—Tal vez le parezca algo rudo. Pero, en realidad, ésa es la cuestión. ¿Qué podrá usted hacer, monsieur Poirot?

—Busco la verdad —dijo.

Roddy murmuró en tono de duda:

—Bien.

—Quiero descubrir los hechos que beneficien a la acusada.

Roddy suspiró.

—¡Si lo lograse!

—Lo deseo con toda mi alma. ¿Quiere usted allanarme el camino diciéndome lo que piensa en realidad de este asunto?

Roddy se levantó y empezó a pasear nerviosamente por la habitación.

—¡Cada vez que lo pienso me parece tan absurdo! ¡tan fantástico! ¡La mera idea de que Elinor, a quien conozco desde que éramos niños, haya hecho una cosa tan melodramática como envenenar a alguien...! ¡Oh, es para reírse! Pero ¿cómo podríamos explicar eso al Jurado?

Poirot preguntó, estólido:

—¿Cree usted entonces imposible que lo haya hecho miss Carlisle?

—¡Claro que lo creo! Elinor es una criatura exquisita física y moralmente. La creo incapaz de cometer una violencia. Es intelectual, sensitiva y desprovista de pasiones. Pero ¡Dios sabe lo que opinarán de ella los doce gordinflones sin seso que componen el Jurado! Aunque, seamos razonables, ellos no están allá para juzgar el carácter, sino para considerar las pruebas. ¡Hechos, hechos, hechos! Y los hechos le son desfavorables.

Hércules Poirot asintió pensativamente:

—Usted, mister Welman, es una persona de sensibilidad e inteligencia. Los hechos acusan a miss Carlisle. Usted, que la conoce, sabe que es inocente. ¿Qué sucedió entonces? ¿Qué es lo que pudo suceder?

Roddy extendió las manos, desesperado.

—Eso es lo terrible. Supongo que la enfermera no pudo hacerlo.

—No estuvo ni un momento junto a los emparedados. He practicado indagaciones minuciosas. Y no pudo envenenar el té sin envenenarse ella también. Estoy seguro de ello. Además, ¿por qué había de desear la muerte de Mary Gerrard?

Roddy exclamó:

—¿Y quién pudo desearlo?

—Ésa —dijo Poirot— es una pregunta que todavía carece de respuesta. Nadie podía desear la muerte de Mary Gerrard —y añadió para sí: «Excepto Elinor Carlisle»—. Si pudiéramos probar que no fue asesinada... Pero, por desgracia, lo fue.

Añadió, ligeramente melodramático:

—...pero yace fría y sola en su sepulcro helado.

—¿Qué? —preguntó Roddy.

Hércules Poirot exclamó:

—Es de Wordsworth. He leído mucho de él. Esas líneas expresan lo que usted siente, ¿verdad?

—¿Yo?

Roddy parecía una esfinge.

Poirot dijo:

—Le presento mis excusas... Créame que lo siento profundamente. Es una cosa terrible... ser un detective y, al mismo tiempo, un pukka sahib... Como dicen ustedes tan gráficamente, hay cosas que no deben decirse jamás. Pero, desgraciadamente, un detective está obligado a decirlas. Tiene que hacer preguntas desagradables sobre asuntos privados..., sentimentales...

Roddy preguntó:

—¿No cree que eso es innecesario?

Poirot respondió con humildad:

—¡Si fuera capaz de comprender algo! Pero no creo que podamos pasar eso por alto. Además, todo el pueblo sabía que usted admiraba a miss Mary Gerrard. ¿No es verdad, mister Welman?

Roddy se levantó y apoyóse en la ventana. Dijo:

—Sí.

—¿Estaba enamorado de ella?

—Creo que sí.

—Y ahora está desconsolado por su muerte.

—En efecto, monsieur Poirot, lo estoy.

Hércules Poirot prosiguió:

—Si se expresara usted con claridad terminaríamos en seguida.

Roddy Welman tomó asiento de nuevo. No quiso mirar a su interlocutor. Habló entrecortadamente:

—Es difícil de explicar. ¿Es forzoso?

Poirot arguyó:

—No siempre se pueden dejar a un lado las cosas desagradables que nos depara el Destino. Usted dice que cree que estaba enamorado de esa muchacha. ¿No está seguro?

—¡No lo sé! ¡Era tan encantadora! ¡Como un sueño! Eso me parece ahora: ¡un sueño! ¡Cuando la vi por primera vez, después de tantos años, parecía una visión irreal! ¡Me encapriché de ella! ¡Fue una especie de locura! ¡Ahora todo ha terminado! ¡Como si no hubiese existido más que en mi fantasía!

Poirot asintió en silencio. Dijo tras una pausa:

—Comprendo —y añadió luego—: ¿No estaba usted en Inglaterra cuando murió?

—No. Me marché al extranjero el nueve de julio y regresé el primero de agosto. El telegrama de Elinor me siguió en mi trayecto. Me apresuré a venir a casa cuando lo supe.

Poirot dijo:

—Debió de ser un golpe tremendo para usted. No tengo la menor duda de que amaba de veras a la muchacha.

Roddy exclamó con un matiz de amargura y desesperación:

—¿Por qué me han de ocurrir estas cosas? ¡Y suceden contra los deseos más íntimos, hundiendo todas nuestras esperanzas!

Hércules Poirot declaró:

—¡Ésa es la vida, mon ami! No le permite otorgar testamento si pretende hacerlo. No le deja escapar a la emoción, ni vivir con arreglo a un orden establecido, ni razonar. No se puede decir: ¡Con lo que tengo me basta! ¡Ah, no, mister Welman, la vida no es razonable!

Roderick Welman murmuró:

—Así parece.

—Una mañana de primavera, un rostro de mujer, y nuestra existencia sufre un cambio brusco.

Roddy hizo una mueca, y Poirot prosiguió:

—...A veces es algo más que un rostro. ¿Qué sabía usted de Mary Gerrard, mister Welman?

Roddy declaró:

—¿Qué sabía? Muy poco, en realidad. Ella era atractiva, buena, cariñosa... No sé nada más, nada en absoluto. Tal vez por eso no la echo de menos como debiera.

Su antagonismo, su resentimiento, habían desaparecido. Hablaba con sencillez. Hércules Poirot le tenía ya a su merced. Roddy parecía experimentar cierto alivio al despojarse de su carga sentimental. Dijo:

—Era dulce, gentil. No muy inteligente. Sensitiva y bondadosa. Poseía cierta distinción, rarísima en las muchachas de su clase.

—¿Pertenecía a ese género de mujeres que se crean enemigos inconscientemente?

Roddy denegó con violencia:

—No, no. Es imposible que nadie la odiara. Envidiarla, tal vez.

Poirot se apresuró a preguntar:

—¿Envidia? ¿Cree usted que la envidiaban?

Roddy dijo, inconsciente:

—Aquella carta lo demuestra.

Poirot inquirió:

—¿Qué carta?

Roddy enrojeció al replicar:

—¡Oh, nada! No tiene importancia.

Poirot insistió:

—¿Qué carta?

—Una carta anónima —dijo de mala gana.

—¿Cuándo la recibieron? ¿A quién iba dirigida?

En contra de su voluntad, Roddy se lo explicó.

Hércules Poirot murmuró:

—Eso es interesante. ¿Podría ver la carta?

—Me temo que no. La quemé.

—¡Oh! ¿Por qué lo hizo, mister Welman?

—Entonces me pareció muy natural.

—Y a consecuencia de esa carta, usted y miss Carlisle se trasladaron apresuradamente a Hunterbury, ¿verdad?

—Fuimos, en efecto; pero no apresuradamente.

—Pero ustedes estaban algo intranquilos, ¿verdad? ¿Tal vez alarmados?

Roddy repuso con obstinación:

—No admito esa pregunta.

Hércules Poirot exclamó:

—Pero si es muy natural. Su herencia, la que le habían prometido, estaba en peligro. No tiene nada de particular que a ustedes los inquietase. ¡El dinero es muy importante!

—No tan importante como usted cree.

—Esa carencia de mundología es notabilísima.

Roddy se sonrojó.

—Desde luego, ¿por qué no confesarlo?, el dinero nos interesaba a los dos. No éramos por completo indiferentes a él. Mas nuestro móvil era convencernos de que nuestra tía se hallaba perfectamente.

Poirot dijo:

—Se trasladó allí con miss Carlisle. En aquel tiempo, su tía no había hecho testamento. Poco después sufrió otro ataque de apoplejía. Se proponía hacer testamento, pero, afortunadamente para miss Carlisle, murió antes de poder hacerlo.

—¡Oiga! ¿Qué pretende usted dar a entender con eso?

El rostro de Roddy estaba negro de ira.

Poirot lanzó las palabras como dardos envenenados.

—Usted me ha dicho, mister Welman, con respecto a la muerte de Mary Gerrard, que el móvil atribuido a Elinor Carlisle era absurdo. Elinor Carlisle tenía un motivo para temer que la desheredasen en favor de una extraña. La carta de advertencia que recibió, las palabras incoherentes pronunciadas por su tía, lo confirman. En el vestíbulo hay una cartera de cuero que contiene drogas y otros artículos farmacéuticos. Es muy fácil extraer una ampolla de morfina. Y luego, según me han dicho, se quedó sola con su tía, mientras que usted y las enfermeras estaban a la mesa.

Roddy exclamó:

—¡Santo Dios!... Monsieur Poirot... ¿Pretende usted ahora que Elinor asesinó a tía Laura? ¡Qué idea más ridícula!

Poirot declaró:

—¿No sabe usted que se ha dado orden de exhumar el cuerpo de mistress Welman?

—Claro que lo sé; pero no encontrarán nada.

—Supongamos que sí.

—Le digo a usted que no.

Poirot movió la cabeza.

—Yo no estoy tan seguro. Y no había más que una persona a quien beneficiase la muerte de mistress Welman en aquellos momentos.

Roddy se sentó. Tenía el rostro palidísimo y se estremecía ligeramente. Quedó mirando a Poirot con fijeza. Luego dijo:

—Creía que intentaba usted ayudarla.

Hércules Poirot repuso:

—En efecto; pero debemos afrontar los hechos. Usted, mister Welman, debe de haber preferido siempre no afrontar las verdades desagradables.

Roddy replicó:

—¿Por qué había de atormentarme considerando el lado peor de las cosas?

Hércules Poirot contestó gravemente:

—Porque a veces es necesario —hizo una pausa y prosiguió—: Admitiendo la posibilidad de que su tía falleciese a consecuencia de haber ingerido una dosis exagerada de morfina, ¿qué sucedería?

Roddy movió la cabeza, confundido.

—No sé.

—Intente pensar. ¿Quién pudo habérsela dado? ¿No quiere confesar que sólo Elinor Carlisle tuvo esa oportunidad?

—¿Y las enfermeras?

—Cualquiera de ellas pudo hacerlo, indudablemente. Pero la Hopkins se dio cuenta de la desaparición del tubo y lo mencionó oportunamente. No necesitaba hacerlo. Ya habían firmado el certificado de defunción. ¿Por qué había de llamar la atención sobre la morfina desaparecida si hubiese sido culpable? La amonestarían severamente por su negligencia, y si ella la hubiese envenenado era una insensatez hablar de la desaparición de la morfina. Lo mismo podemos decir de la O'Brien. Pudo perfectamente tomar la droga de la cartera de la Hopkins y administrarla a la enferma; pero, dígame..., ¿para qué?

Roddy movió la cabeza, aturdido.

—¡Tiene razón!

Poirot continuó:

—También hay que contarle a usted.

Roddy dio un respingo, como un caballo nervioso.

—¿A mí?

—Claro que sí. Usted también pudo extraer la morfina. También pudo darla a mistress Welman. Estuvo solo con ella durante un corto espacio de tiempo; pero otra vez me pregunto: ¿Por qué había de hacerlo usted? Si ella hubiese vivido lo suficiente para hacer testamento, es más que probable que le hubiese dejado algo. Así, pues, no hay motivo. Sólo dos personas podían estar interesadas en que muriera antes de hacerlo.

Los ojos de Roddy se iluminaron.

—¿Dos personas?

—Sí. Una era Elinor Carlisle.

—¿Y la otra?

Poirot dijo con desesperante lentitud:

—La otra es el autor de la carta anónima.

Roddy parecía incrédulo.

Poirot declaró:

—Alguien escribió aquella carta..., alguien que odiaba a Mary Gerrard o, por lo menos, no la quería mucho. Alguien que estaba de parte de ustedes, como vulgarmente se dice. Alguien que no quería que Mary Gerrard se beneficiase con la muerte de mistress Welman. Ahora dígame: ¿tiene usted alguna idea de quién pueda ser el autor de esa carta?

Roddy movió la cabeza.

—No, monsieur Poirot. Era una carta mal redactada, peor escrita y el papel de pésima calidad.

Poirot levantó una mano.

—No sacaremos mucho con eso. Puede haber sido escrita por una persona educada que quisiera disfrazar su condición. Por eso desearía que hubiese conservado la carta. La gente que intenta disfrazar lo que escribe se descubre casi siempre por pequeños detalles.

Roddy dijo, vacilando:

—Elinor y yo creímos que se trataba de una criada.

—¿No pensaron en nadie en particular?

—No, en absoluto.

—¿No podría haber sido mistress Bishop, el ama de llaves?

Roddy le miró, sorprendido.

—¡Oh, no! Es una señora respetable y orgullosa. Además, tiene una letra preciosa, y estoy seguro de que jamás...

Al verle titubear, Poirot intervino rápidamente:

—No quería bien a Mary Gerrard.

—Creo que no, aunque jamás me di cuenta.

—Usted no se daba cuenta de muchas cosas, mister Welman...

Roddy no hizo caso de la ironía. Permaneció reflexionando largo rato. Al fin, dijo:

—¿No cree usted que mi tía pudo muy bien tomar morfina sin que nadie la observara?

Poirot repuso:

—Es una idea, en efecto.

Roddy afirmó:

—Dijo en varias ocasiones que no podía soportar la idea de tener que ser cuidada como si fuese una niña. Deseaba morir.

—Pero no pudo levantarse de la cama, descender la escalera y tomar el tubo de morfina de la cartera de la Hopkins.

Roddy dijo lentamente:

—Alguien pudo proporcionárselo.

—¿Quién?

—Pues... una de las enfermeras.

—No. Es imposible. Ellas sabían perfectamente a lo que se arriesgaban. Las enfermeras son las últimas de quienes podemos sospechar.

—Entonces, alguna otra persona.

Se estremeció, abrió la boca y la cerró de nuevo.

Poirot dijo en voz baja:

—Acaba usted de recordar algo, ¿verdad?

Roddy declaró, titubeando:

—Sí, pero...

—¿No se atreve a decírmelo?

—No...

Poirot dijo, con una sonrisa levísima en las comisuras de los labios:

—¿Cuándo lo dijo miss Carlisle?

Roddy reprimió una exclamación de asombro.

—¡Santo Dios!... ¿Es usted brujo?... Cuando veníamos en el tren, después de recibir el telegrama en que nos anunciaban el segundo ataque de apoplejía que había sufrido mi pobre tía, ella me dijo que estaba enormemente preocupada por el estado desesperado en que se encontraba, y declaró: Sería un acto de piedad permitirle morir si verdaderamente lo desea.

—¿Y qué dijo usted?

—Que estaba de acuerdo con ella.

Poirot dijo con grave entonación:

—Ahora, mister Welman, dígame sinceramente: usted ha rechazado la posibilidad de que miss Carlisle matase a su tía para entrar en posesión de la herencia. ¿Se atreve a negar ahora que lo haya hecho por compasión?

Roddy exclamó:

—No, no..., no sé...

Hércules Poirot se inclinó. Dijo:

—Ya me lo figuraba. Estaba seguro de que respondería eso precisamente.



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