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LA AGUJA APUNTA AL MISMO NOMBRE

El doctor Lord le miró con fijeza, sacó un pañuelo, con el que enjugó su rostro, y se hundió en una butaca.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Ha terminado usted con mis nervios! ¡No podía imaginar cuáles eran sus propósitos!

Poirot dijo:

—Estaba examinando todo lo que hay en contra de Elinor Carlisle. Ahora ya lo sé. A Mary Gerrard le administraron cierta dosis de morfina y, según todas las apariencias, el medio de que se valieron para dársela fueron los emparedados. Ahora bien: nadie tocó aquellos emparedados a excepción de Elinor Carlisle. Elinor Carlisle tenía un motivo para asesinar a Mary Gerrard, y, según su opinión, es perfectamente capaz de haberla matado. Probablemente ha sido la autora del asesinato. No encuentro razón alguna para creer lo contrario.

Hizo una pausa y prosiguió:

—Éste es, mon ami, uno de los aspectos de la cuestión. Veamos el otro. Prescindiremos de todas las consideraciones que intente forjarse nuestro cerebro y nos dirigiremos al caso desde el ángulo opuesto: Si Elinor Carlisle no mató a Mary Gerrard, ¿quién lo hizo?..., ¿o se suicidó Mary Gerrard?

Lord se levantó. Un pliegue surcaba su frente. Dijo, temblándole la voz:

—¡No se ajusta a la realidad de los hechos!

—¿Que no me ajusto?

Poirot parecía ofendido. Lord prosiguió, sin detenerse:

—Dijo que nadie tocó los emparedados, a excepción de Elinor Carlisle. Pues bien: eso no puede saberlo usted.

—No había nadie más en la casa.

—Que nosotros sepamos, no. Pero usted excluye cierto período de tiempo. El transcurrido desde que Elinor abandonó la casa para ir al pabellón y su regreso. En ese tiempo, los emparedados estuvieron en un plato en la despensa y alguien pudo haber manipulado en ellos.

Poirot suspiró profundamente.

Dijo:

—Tiene usted razón, amigo mío. Lo admito. Hubo un lapso en que cualquiera pudo tener acceso al plato de los emparedados. Ahora vamos a intentar formarnos una idea sobre quién pudo ser... Es decir, qué clase de persona...

Hizo una pausa.

—Consideremos en primer lugar a esa Mary Gerrard. Alguien que no era Elinor Carlisle deseaba su muerte. ¿Por qué? ¿A quién beneficiaría su muerte? ¿Dejó algún dinero?

El doctor movió la cabeza.

—Ahora, no. Dentro de dos meses habría entrado en posesión de dos mil libras. Elinor Carlisle pensaba dejarle esa suma porque creía que así cumplía los deseos de su tía. Pero todavía no se ha desenredado la cuestión de la herencia.

Poirot dijo:

—Despreciemos entonces el motivo del dinero. Mary Gerrard era hermosa, según dice usted. La belleza trae complicaciones. ¿Tenía admiradores?

—Probablemente, pero no lo puedo asegurar.

—¿Quién estará enterado de ese punto?

Peter Lord hizo una mueca.

—Tal vez la enfermera Hopkins. Ella es la gacetilla del pueblo. Sabe todo lo que sucede en Maidensford.

—¿Querría decirme su opinión sobre las dos enfermeras?

—¿Por qué no? La O'Brien es irlandesa, excelente mujer, competente en su oficio, algo simplona y un tanto embustera, exceso de imaginación que le hace forjarse una historia de un hecho intrascendente.

Poirot asintió.

—La Hopkins es una mujer de edad mediana, sensible, sagaz, bondadosa y competente. Pero demasiado interesada por los asuntos ajenos.

—Si hubiera tenido disgustos con algún joven del pueblo, ¿lo sabría la enfermera Hopkins?

—Apostaría a que sí.

Luego añadió lentamente:

—Sin embargo, no creo que consigamos nada por ese lado. Mary ha estado mucho tiempo fuera de su hogar. Ha residido en Alemania durante dos años.

—¿Tenía veintiuno?

—Sí.

—Tal vez alguna complicación en Alemania.

El rostro de Peter Lord se iluminó.

Dijo apresuradamente:

—¿Quiere usted decir que algún joven alemán fue el que la asesinó?... Tal vez la siguió hasta aquí, esperó la ocasión y, al fin, se salió con la suya.

—Parece algo melodramático —dijo Poirot con aire de duda.

—Pero es posible.

—Sin embargo no es muy probable.

El doctor Lord dijo:

—No estoy de acuerdo con usted. Alguien pudo requerir de amores a la muchacha y enfurecerse al verse despreciado. Es una idea.

—Es una idea, en efecto —asintió Poirot de mala gana.

El doctor Lord suplicó:

—Continúe usted, monsieur Poirot.

—Usted quiere que yo sea el taumaturgo. He de ir sacando del sombrero vacío conejo tras conejo.

—Piense lo que guste.

—Hay otra posibilidad —dijo Hércules Poirot.

—¿Cuál?

—Alguien extrajo una ampolla de morfina de la cartera de la enfermera Hopkins aquella tarde de junio. Supongamos que Mary Gerrard vio a la persona que lo cogió.

—Lo habría dicho.

—No, no, mon cher. Sea razonable. Si Elinor Carlisle, o Roderick Welman, o la enfermera O'Brien, o cualquiera de los criados hubiesen abierto aquella cartera para extraer una ampollita de vidrio, ¿qué habría pensado el que los hubiese visto? Pues, sencillamente, que la enfermera los habría enviado a recoger algo de allí. Tal vez Mary lo olvidase., pero es probable que más tarde lo recordara y casualmente hiciese mención del hecho a la persona en cuestión... Claro que sin sospechar nada anormal. Pero la persona culpable del asesinato de mistress Welman pudo entonces imaginar el efecto de esa observación. ¡Mary lo había visto! ¡Había que obligarla a guardar silencio a cualquier precio! Le aseguro a usted, amigo mío, que la persona que ha cometido un crimen no se detiene ante escrúpulos de conciencia por cometer otro...

El doctor Lord frunció el entrecejo.

—Siempre he creído que mistress Welman tomó la morfina por su propia voluntad... No estaba dispuesta a sufrir.

—Pero estaba paralítica..., incapaz de moverse... Acababa de sufrir un segundo ataque.

—Ya lo sé. Mi idea es que, después de haberse apoderado de la morfina por cualquier medio, la guardó en un receptáculo al alcance de su mano.

—En ese caso tuvo que haberse apoderado de ella antes del segundo ataque, y la enfermera la echó de menos bastante después.

—Hopkins pudo echarla de menos aquella mañana. La anciana pudo cogerla dos días antes, y no haberlo notado.

—¿Y cómo pudo cogerla la enferma?

—¡Yo qué sé!... Tal vez sobornó a una doncella. Si así fue, la muchacha no lo confesará jamás.

—¿Cree usted que fuese posible sobornar a alguna de las enfermeras?

Lord movió la cabeza.

—¡Ni por asomo! En primer lugar, las dos son muy escrupulosas en la observación de su ética profesional... Preferirían la muerte antes de realizar un hecho semejante. Ellas saben bien el peligro a que se exponen.

Poirot asintió:

—Es verdad —y luego añadió, pensativo —: Tenemos que volver a nuestro punto de partida. ¿Quién fue la persona que, según todas las probabilidades, cogió la ampolla de morfina? Elinor Carlisle. Podemos decir que quiso asegurarse la herencia. También podemos sentirnos generosos y admitir que fue la compasión lo que la hizo obrar así... Cogió la morfina y la inyectó por deseo expreso de su tía... El caso es que la sustrajo y que Mary la vio. Y ahora volvamos a los emparedados y a la casa vacía... Nos encontramos una vez más con Elinor Carlisle, pero ya con un motivo diferente para salvar su cuello.

El doctor Lord exclamó:

—¡Eso no es más que una fantasía! Le repito que no es capaz de eso. El dinero no significa nada para ella... ni para Roderick. No tendría inconveniente en jurarlo así. Los he oído a los dos más de una vez hablando de ese particular.

—¿De veras? Eso es muy interesante. Esas pruebas son las que yo considero más sospechosas de todas.

Peter Lord dijo:

—¡Que Dios le condene, Poirot! ¿Cómo se las arregla para retorcer las cosas de forma que siempre vengamos a parar a esa muchacha?

—No soy yo quien las retuerce. Son los hechos. Son como esas agujas que hay en las ferias, que dan vueltas y, cuando se detienen, apuntan siempre al mismo nombre. Y ahora el nombre es: Elinor Carlisle.

El doctor Lord exclamó:

—¡No!

Hércules Poirot movió la cabeza tristemente. Luego dijo:

—¿Tiene parientes esa Elinor Carlisle? ¿Hermanos, primos, padres?

—No. Es huérfana. Está sola en el mundo.

—¡Qué patético! Bulmer esgrimirá sabiamente el efecto de esta desgracia... ¿Quién heredará su dinero en caso de que muera?

Peter Lord enrojeció. Dijo, vacilante:

—No... No lo sé.

Hércules Poirot miró al techo de la habitación y juntó las puntas de los dedos. Observó:

—Sería preferible que me lo dijera.

—Que le dijera, ¿qué?

—Lo que piensa exactamente..., aunque parezca redundar en perjuicio de Elinor Carlisle.

—¿Cómo sabe usted?

—Sí... Sé que hay algo que bulle en su cerebro. Vale más que me lo diga... Si no, creeré que existe algo mucho peor que todo lo que me ha estado contando hasta ahora.

—No es nada en realidad...

—De acuerdo que no es nada. Pero dígame lo que sea.

Lentamente, de mala gana, Peter Lord se dejó sacar toda la historia... La escena en que Elinor, apoyada en la ventana de la casita en que habitaba la enfermera Hopkins, lanzó la carcajada...

Poirot repitió, pensativo:

—Ella dijo: «¿Está usted haciendo su testamento, Mary? ¡Oh, es gracioso... graciosísimo!» Y usted leyó en su cerebro como en un libro abierto... Ella pensaba... tal vez... que Mary Gerrard no viviría mucho tiempo...

Lord dijo:

—Eso me figuré yo... No sé...

Poirot declaró:

—Usted hizo algo más que figurárselo...



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