II

Ella contestaba en voz baja a las preguntas de sir Edwin. El juez se inclinó hacia adelante. Le dijo que hablase en voz más alta. Sir Edwin le hablaba dulcemente, animándola, haciéndole todas las preguntas para las cuales ella había ensayado las respuestas.

—¿Quería usted a Roderick Welman?

—Mucho. Él era como un hermano para mí o como un primo. Siempre pensé en él como en un primo. El compromiso de casamiento... fue llevado a cabo como cosa natural. Era muy agradable casarse con alguien conocido de toda la vida.

—¿No era, quizá, lo que podría llamarse un amor apasionado?

(«¿Apasionado? ¡Oh, Roddy!»)

—No... usted verá: nos conocíamos mutuamente tan bien...

—Después de la muerte de mistress Welman, ¿hubo alguna tensión entre ustedes?

—Sí, la hubo.

—¿Cómo explica eso?

—Creo que fue, en parte, por el dinero.

—¿El dinero?

—Sí, Roderick creía encontrarse en una situación violenta. Él supuso que la gente pensaría que se casaba por el dinero...

—¿El compromiso no se rompió a causa de Mary Gerrard?

—Creo que Roderick estaba algo enamorado de ella, pero no creo que fuese nada serio.

—¿Habría sufrido usted un disgusto si lo hubiese sido?

—¡Oh, no! Habría considerado que era inconveniente; eso es todo.

—Ahora bien, miss Carlisle: ¿cogió usted o no un tubo de morfina de la cartera de la enfermera Hopkins el veintiocho de junio?

—No.

—¿Ha tenido usted alguna vez morfina en su poder?

—Nunca.

—¿Sabía usted que su tía no había hecho testamento?

—No. Fue una gran sorpresa para mí.

—¿Cree usted que ella trataba de darle un mensaje en la noche del veintiocho de junio, cuando murió?

—Adiviné que ella no había tomado ninguna previsión para Mary Gerrard y tenía ansiedad por hacerlo.

—Y con objeto de cumplir sus deseos, ¿usted estaba dispuesta a asignar una cantidad de dinero a la muchacha?

—Sí. Quería cumplimentar los deseos de tía Laura. Y yo estaba agradecida por la bondad que Mary había mostrado a mi tía.

—El veintiséis de julio, ¿bajó usted de Londres a Maindensford y se alojó en el King's Arms?

—Sí.

—¿Con qué propósito bajó usted?

—Tenía una oferta para la casa, y el hombre que la había adquirido quería posesionarse de ella cuanto antes. Tenía que examinar los objetos personales de mi tía y arreglar las cosas.

—¿Compró usted algunas provisiones en el camino de Hall el veintisiete de julio?

—Sí. Pensé que sería más fácil hacer una merienda allí que volver al pueblo.

—¿Fue usted entonces a la casa y clasificó los objetos personales de su tía?

—Sí.

—¿Y después de eso?

—Bajé a la cocina y corté algunos emparedados. Luego bajé al pabellón e invité a la enfermera y a Mary Gerrard a subir a la casa.

—¿Por qué hizo eso?

—Quería ahorrarles una caminata, con tanto calor, al pueblo y luego al pabellón.

—Era, en realidad, una acción natural y bondadosa por su parte. ¿Aceptaron la invitación?

—Sí. Me acompañaron a la casa.

—¿Dónde estaban los emparedados que usted había cortado?

—Los dejé en un plato, en la cocina.

—¿Estaba la ventana abierta?

—Sí.

—¿Cualquiera podía haber entrado en la cocina mientras usted estuvo ausente?

—Ciertamente.

—Si alguien la hubiese observado a usted desde fuera mientras cortaba los emparedados, ¿qué habría pensado?

—Supongo que habría pensado que estaba preparando unos emparedados para una merienda.

—No podían saber que alguien iba a participar de esa merienda, ¿no es cierto?

—No. La idea de invitar a las otras dos se me ocurrió tan sólo cuando vi qué cantidad de comida tenía.

—De forma que si alguien hubiese entrado en la casa durante su ausencia y hubiese puesto morfina en uno de aquellos emparedados, ¿era a usted a quien se proponía envenenar?

—Sí, supongo que sí.

—¿Qué ocurrió cuando ustedes tres llegaron a la casa?

—Entramos en la sala. Yo fui a buscar los emparedados y los ofrecí a las otras dos.

—¿Bebió usted algo con ellos?

—Tomé agua. Había cerveza en una mesa; pero la enfermera y Mary prefirieron tomar té. La enfermera fue a la cocina y lo preparó. Lo trajo en una bandeja y Mary lo sirvió.

—¿Tomó usted algo de él?

—No.

—Pero ¿Mary Gerrard y la enfermera bebieron té?

—Sí.

—¿Qué sucedió después?

—La enfermera apagó el gas.

—¿La dejó a usted sola con Mary Gerrard?

—Sí.

—¿Qué ocurrió después?

—Al cabo de unos minutos cogí la bandeja y el plato de los emparedados y los llevé a la cocina. La enfermera estaba allí, y juntas fregamos las cosas.

—¿La enfermera se quitó los puños en aquella ocasión?

—Sí. Fregaba las cosas, mientras yo las secaba.

—¿Hizo usted alguna observación respecto a un arañazo que ella tenía en una muñeca?

—Le pregunté si se había pinchado.

—¿Qué contestó ella?

—Ella respondió: «Ha sido una espina del rosal que hay fuera del pabellón. Voy a sacármela ahora.»

—¿Observó usted algo en los modales de ella?

—Creo que sentía el calor. Estaba angustiada, sudorosa, y su rostro tenía un color verdoso extraño.

—¿Qué sucedió después?

—Subimos la escalera, y ella me ayudó a examinar los objetos personales de mi tía.

—¿Qué hora era cuando volvieron a bajar la escalera?

—Debió de ser una hora más tarde.

—¿Dónde estaba Mary Gerrard?

—Sentada en la sala. Respiraba de una manera muy extraña y se hallaba en estado comatoso. Telefoneé al doctor, por sugerencia de miss Hopkins. Él llegó poco antes de morir Mary.

Sir Edwin preguntó dramáticamente:

—Miss Carlisle, ¿mató usted a Mary Gerrard?

—¡No!



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