III

Sir Samuel Attenbury. El corazón que palpita tumultuosamente.

¡Ahora..., ahora estaba a merced de un enemigo! ¡Nada de dulzura, nada de suavidad; ya no más preguntas cuyas respuestas le fuesen previamente conocidas!

Pero él comenzó muy benignamente:

—¿Estaba usted prometida para casarse (nos ha dicho) con mister Roderick Welman?

—Sí.

—¿Le quería usted?

—Mucho.

—¿Estaba profundamente enamorada de Roderick Welman y muy celosa del amor que él sentía por Mary Gerrard?

—No. (Ese «no», ¿sonaba debidamente indignado?)

Sir Samuel dijo en tono amenazador:

—Sugiero que usted planeó deliberadamente suprimir a esa muchacha, con la esperanza de que Roderick Welman volvería a usted.

—Ciertamente que no. (Desdeñosa, algo cansada. Eso era mejor.)

Las preguntas continuaron. Semejaba un sueño, un sueño desagradable. Una pesadilla.

Pregunta tras pregunta. Preguntas horribles, dolorosas. Para algunas de ellas estaba preparada; otras la pillaron desprevenida. Siempre tratando de recordar su papel. Ni una sola vez podía desahogarse para decir: «Sí, la odiaba. Sí, la quería ver muerta. Sí, mientras cortaba los emparedados pensaba en que preferiría verla muerta.»

Conservar la calma y contestar tan breve y fríamente como le fuese posible.

Luchando..., luchando siempre..., pero con dificultades...

Luchando palmo a palmo.

Ya había terminado. El hombre horrible, de nariz judía, se disponía a sentarse. Y la voz bondadosa y untuosa de sir Edwin Bulmer le estaba haciendo algunas preguntas más. Preguntas fáciles, agradables, destinadas a borrar cualquier mala impresión que hubiese podido causar cuando la interrogaron.

Estaba de nuevo en el banquillo. Mirando al Jurado.



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