13

MISS TOU-TOU

Poirot llamó a la puerta de la vivienda de la enfermera Hopkins. Ésta le abrió con la boca llena del bollo que estaba comiendo.

Se lo tragó al ver al detective, y le preguntó con brusquedad:

—¿Para qué viene ahora?

—¿Puedo entrar?

Gruñendo algo entre dientes, la enfermera se apartó, dejando la entrada libre. Desapareció, y un minuto más tarde Poirot miraba con aire de desconfianza una taza de brebaje negro y humeante.

—Acabo de hacerlo ahora..., bien cargadito —dijo la enfermera.

Poirot movió el té con precaución, y al fin sorbió un trago heroicamente.

Dijo:

—¿No adivina usted a lo que he venido?

—Seguramente que no... Soy incapaz de leer en el pensamiento de los demás.

—He venido a que me diga la verdad.

La enfermera Hopkins se levantó con los ojos llameantes de cólera.

—¿Qué quiere usted decir con eso? ¡Siempre he dicho la verdad!... Dije lo del tubo de morfina, cuando cualquiera, en mi lugar, se habría callado... Sabía que me amonestarían por negligencia y, sin embargo, hablé... Y es una cosa que le puede ocurrir a cualquiera... Me ha perjudicado en mi profesión, se lo aseguro. Pero no me importa; lo dije porque creí que así era mi deber. He dicho todo lo que sabía del asesinato de Mary Gerrard... A sabiendas, no he ocultado nada..., nada. Estoy dispuesta a declararlo ante el tribunal bajo juramento.

Poirot no intentó interrumpirla. Sabía demasiado bien cómo debía tratar a una mujer colérica. Permaneció silencioso hasta que la enfermera se calmó y volvió a tomar asiento.

Entonces habló con voz suave y persuasiva:

—No tengo la menor duda de que ha dicho ya todo lo que sabía respecto al crimen.

—¿Qué es, entonces, lo que pretende usted saber ahora?

—Quiero que me diga la verdad no sobre la muerte, sino sobre la vida de Mary Gerrard.

—¡Oh! —exclamó la enfermera, que pareció salir de una pesadilla abrumadora—. ¿Es eso?... Su vida no tiene nada que ver con su muerte...

—No he dicho que tuviese alguna relación... Lo único que me atrevo a sugerir es que usted sabe algo a este respecto que no me ha querido confesar.

—¿Por qué había de hacerlo, si no tiene nada que ver con el crimen?

Poirot se encogió de hombros.

—¿Por qué no lo hace?

—Porque es un secreto que no le concernía más que a ella, y ahora que está muerta no le interesa a nadie más.

—Si no son más que conjeturas, tal vez no. Pero si tiene usted la seguridad plena y absoluta de que ese secreto es cierto, entonces... es muy distinto.

La enfermera dijo, pausadamente:

—No sé con exactitud qué es lo que quiere decir.

Poirot murmuró:

—Yo la ayudaré. La enfermera O'Brien me dijo algo. Luego sostuve una larga entrevista con mistress Slattery, que posee una memoria excelente para cosas que sucedieron hace veinte años... Le diré con exactitud todo lo que ha llegado a mi conocimiento.

Hizo una pausa, y prosiguió:

—Hace veinte años hubo un enredo amoroso entre dos personas. Una de ellas era mistress Welman, viuda desde hacía algunos años y mujer capaz de experimentar un amor profundo y apasionado. La otra, sir Lewis Rycroft, tenía la gran desgracia de que hubiesen recluido a su mujer en un manicomio, víctima de una enfermedad mental incurable. La ley, en aquellos tiempos, no admitía el divorcio en tales casos, y lady Rycroft, cuya salud era excelente, podía vivir hasta los noventa años. Se conocían las relaciones que unían a nuestros dos personajes, pero ambos eran discretos y supieron guardar las apariencias. Luego, sir Lewis Rycroft murió en la guerra.

—¿Y bien?

—He pensado —dijo Poirot— que una niña nació después de la muerte de sir Rycroft, y que esa niña era Mary Gerrard.

La enfermera Hopkins dijo:

—Por lo visto, lo sabe usted todo.

Poirot declaró gravemente:

—Eso es lo que yo pienso. Pero tal vez usted posea pruebas concretas.

La enfermera permaneció silenciosa, con el ceño fruncido, durante algunos instantes.

Al fin se levantó, cruzó la habitación y del cajón de una cómoda sacó un sobre; cerró el cajón y regresó junto a Poirot.

A continuación dijo, entregándoselo:

—Antes de nada le diré cómo llegó a mis manos. Yo tenía ya mis sospechas: primero, por las consideraciones que mistress Welman guardaba a la muchacha, y luego, por las habladurías que corrían sobre ella. Además, el viejo Gerrard me dijo, cuando estuvo tan enfermo, que Mary no era su hija.

Humedecióse los labios y prosiguió:

—Cuando Mary murió, yo terminé de limpiar el pabellón, y en un cajón, entre la ropa del viejo, encontré esta carta. Ahora puede leer su contenido.

Poirot leyó la dedicatoria, escrita con tinta descolorida: «Para enviar a Mary después de mi muerte.»

Poirot observó:

—Este escrito no es reciente.

—No fue Gerrard el que lo escribió, sino la madre de Mary, que murió hace catorce años. La dirigió a la muchacha, pero el viejo la guardó entre sus cosas, y ella no pudo saberlo nunca. Me alegro de que haya sucedido así, porque ha podido vivir dignamente hasta el fin, sin tener que avergonzarse de nada. Luego, después de haberla leído, no me he atrevido a destruir el escrito, por temor a que pudiera servir de algo en lo futuro. Pero léalo.

Poirot abrió el sobre y extrajo una hoja de papel, cubierta de una letra cursiva y diminuta. Leyó:

«He escrito aquí la verdad para el caso en que fuese necesario demostrarlo. Serví como doncella en casa de mistress Welman, en Hunterbury. Fue muy cariñosa conmigo. Tuve un desliz, y ella me aceptó de nuevo cuando regresé. Mi hija murió a los pocos días. Mi señora y sir Lewis Rycroft se amaban, pero no podían casarse porque él ya lo estaba y tenía a su mujer en un manicomio. Marchó a la guerra, y allí lo mataron. Poco después, mi señora me confesó que iba a tener un hijo. Nos fuimos a Escocia. En Ardlochrie dio a luz una niña. Bob Gerrard, que me había abandonado cuando me vio embarazada, me escribió en aquellos días. Acordamos que Bob se colocara en Hunterbury, nos casaríamos y él creería que la chica era nuestra. Viviendo allí parecía muy natural que mistress Welman se interesara por la niña y atendiese a su educación. Ella pensaba que sería mejor para Mary ignorar la verdad. Mistress Welman nos dio una gran suma de dinero, pero yo la habría servido sin necesidad de eso. He sido muy feliz con Bob, pero jamás ha querido a Mary. He callado siempre este secreto, pero creo que es necesario que a mi muerte tú lo sepas.

Elisa Gerrard (nacida Riley).»

Hércules Poirot suspiró profundamente y volvió a plegar la carta.

La enfermera Hopkins preguntó con ansiedad:

—¿Qué hará usted ahora? Todos han muerto. Todo el mundo tenía una opinión inmejorable de mistress Welman en estos contornos. Jamás se ha dicho nada en su contra. ¿Va usted a descubrir este secreto? Sería cruel divulgarlo. Daría lugar a un escándalo indescriptible. Mary era una excelente muchacha. ¿Para qué descubrir que era bastarda? Deje usted que los muertos descansen en sus tumbas.

Poirot dijo:

—Debemos pensar en los vivos.

La enfermera Hopkins arguyó:

—Pero eso no tiene nada que ver con el asesinato.

Poirot murmuró pensativamente:

—Tal vez sí tenga que ver..., y mucho.

Salió de la casa, dejando a la enfermera Hopkins mirándole con la boca abierta.

Apenas había andado unos cien metros, cuando notó que le seguían apresuradamente. Se volvió y vio a Horlick, el joven jardinero de Hunterbury.

Parecía la imagen de la indecisión y daba vueltas y más vueltas a la gorra que llevaba en las manos.

—Perdóneme, señor. ¿Me permite que le diga una palabra?

Horlick parecía atragantarse al hablar.

—Naturalmente que sí. Dígame...

Horlick retorció la gorra, miró al suelo, avergonzado, y dijo:

—Es sobre el coche.

—¿El coche que estaba al otro lado de la verja aquella mañana?

—Sí, señor. El doctor Lord dijo que el coche a que yo me refería no era el suyo, pero sí lo era.

—¿Cómo lo sabe?

—Por el número de la matrícula. Recuerdo que era MSS dos mil veintidós. En el pueblo le llamamos Miss Tou-Tou[1]. Estoy completamente seguro.

Poirot dijo con débil sonrisa:

—Pero el doctor afirmó que estaba en Withembury aquella mañana.

Horlick repuso:

—Sí, señor. Ya lo oí... Pero era su coche. Lo juraría.

—Gracias, Horlick; eso es lo que debía hacer —dijo Poirot.



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